La ironía de su nombre

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En el colegio, el resto de las niñas aguardaban con ansia el regreso de sus compañeras para poder saborear con deleite las viandas por cortesía de la desprendida benefactora. Las largas mesas del comedor abarrotadas una vez más de dulces de toda la comarca, gran variedad de golosinas y frutos secos de todo tipo.

Por fin atravesaron la vieja verja del convento. Alborotadas y hambrientas se dirigieron al comedor. Un aroma a canela, anís y caramelo impregnaba la estancia. La boca de Engracia se anegaba de saliva una y otra vez al pasear sus ojos por las numerosas bandejas repletas de pasteles.

Hicieron buena cuenta de la excelente merienda. Engracia reía al ver a Josefa comiendo a dos carrillos e intentando hablar a la vez. Comieron y disfrutaron de lo lindo, sin dejar a cuenta ni una migaja del espléndido festín.

Solo le quedaría a Engracia el regocijo en su mente del perpetuo recuerdo de aquella comilona durante muchos años.

14

Rita apareció en el convento, una mañana de un aciago y caluroso día de finales de agosto.

Cuando la hermana Angustias anunció la visita de la tía Rita a Engracia y Josefa, estas jugaban alegremente en el patio de recreo.

Animadas, fueron a su encuentro.

De pie, al lado de uno de los sombreados bancos del gran claustro, Rita esperaba, cabizbaja, la presencia de sus sobrinas. Las niñas irrumpieron en el claustro. Engracia buscó con la mirada a su querida tía, que no había visto en varios meses. Mientras, Josefa, más adelantada, ya corría buscando sus brazos. Los acelerados pasos de Engracia se ralentizaron. Un sudor frío le recorrió la espalda al contemplar el semblante compungido y alicaído de su tía. Cuando llegó a su altura, Rita la abrazó fuertemente. Un abrazo largo y sentido.

Engracia percibió que su tía necesitaba más que nunca tocarlas y acariciarlas.

—Tía, dime qué ocurre —instó Engracia, temerosa.

—La abuela ha muerto —contestó con un hilo de voz.

Engracia notó cómo el corazón se rasgaba en mil pedazos. Los ojos se le anegaron de incontenidas lágrimas que resbalaban por su desencajado rostro.

Las tres, desalentadas y abatidas, lloraron largo rato sentadas en el banco de piedra. Josefa apoyó la cabeza en el regazo de su tía, mientras esta acariciaba el pelo de su frente intentando darle algo de consuelo. Engracia, con la espalda apoyada en el respaldo del duro banco, lloraba con la mirada perdida en el horizonte. Con la palma de la mano deshacía una y otra vez los mojados surcos que resbalaban por su rostro.

—¿Cuándo murió? —preguntó Engracia, dando un gran suspiro, para llenarse del aire que le faltaba.

—Hace una semana —musitó Rita, compungida.

Rita fue a visitarla dos días antes de que falleciera.

El recuerdo latente de su fallecida hija Manuela sumía a la anciana en un estado de profunda melancolía. Siempre llorosa y afligida por no poder ir a ver a sus nietas. Se pasaba los días gimiendo y nombrando a sus pequeñas niñas. Necesitaba sentirlas junto a ella. Quería cuidarlas, arroparlas y cobijarlas en su pecho una vez más. El llanto continuo de la anciana resonaba en todo el asilo. La lucidez de su mente la enfrentaba a una angustiosa realidad difícil de aceptar. Postrada en la cama, abandonada y sin poder ver ni sentir a los dos luceros de sus ojos.

Cuando el asilo dio aviso de su fallecimiento, Rita se encontraba trabajando y Aniceta se personó en el Asilo de Beneficencia, llevando las gestiones pertinentes para el entierro, procurando, siempre, que le salpicara lo menos posible.

En un vasto ataúd ofrecido por el asilo, enterrada en una fosa común del cementerio de Almagro y alejada un abismo de la tierra que sepultaba a su fenecida hija. Pero llevó a la cola del féretro una marea de amigos y vecinos que siempre la recordarían por su coraje, su desparpajo y su buen hacer.

Triste despedida de afligidos abrazos y apagados besos.

De camino al patio de recreo, Engracia reconoció la pequeña silueta de Pía, que recortaba la cegadora estampa de luz que entraba por el portón del patio.

—Allí está Pía, juega un poco con ella —sugirió soltándola de la mano.

—No tengo ganas.

—Ve con ella, te vendrá bien —insistió, forzando un amago de sonrisa.

Josefa se encaminó al encuentro de su amiga Pía, desapareciendo las dos por el umbral del portón.

El deambular errático de Engracia le llevó hasta la puerta de la clase.

La madre Calvario, afanosa en terminar de coser las últimas hojas a los nuevos cuadernillos de tareas, no percibió la presencia de la pequeña.

—Mi abuela ha muerto —dijo Engracia con tono acongojado.

La monja levantó la vista para encontrarse frente a ella a una lánguida niña, suplicando con la mirada un hombro donde poder llorar y oír alentadoras palabras que enmudecieran su dolor y su rabia. La madre Calvario con los ojos vidriosos le ofreció su regazo donde Engracia se lanzó, ávida, por unas briznas de consuelo. La meliflua voz de la religiosa era como un bálsamo para sus oídos. Sentada en el suelo con la cabeza apoyada en su regazo hundió el rostro contra el negro hábito donde liberó su enfado y pesadumbre.

—Murió de pena —soltó Engracia por de pronto.

—Tu abuela era mayor, y el Señor en su enorme sabiduría ha creído conveniente acogerla en su seno —refirió la monja con lágrimas en los ojos.

—Mi abuela murió de pena, lo sé. Éramos su vida, nos quería tanto… y ahora ha muerto sola.

—Engracia, no te atormentes. Tu abuela vivirá en tu corazón por siempre.

—Sé que murió de pena —reiteró, mirándola a los ojos—. Porque yo me siento morir —sentenció, ahogando su llanto entre sus manos.

El duelo en su corazón duró varias semanas. El llanto, con el paso del tiempo se convirtió en tristeza para después dejar paso a la resignación.

El desamparo y abandono que padeció su abuela la sumían en una inmensa pesadumbre. En ese tiempo había llorado más por su abuela que por su querida madre. Albergaba en el fondo de su corazón una amarga sensación que no llegó a sentir por su madre, y era el sentimiento de lástima.

El tórrido verano ofrecía al alumnado más horas de luz, dedicando el ocioso tiempo a juegos y manualidades varias. Dentro de los viejos muros del convento, la temperatura era suave y estable. Las horas álgidas del mediodía y las primeras de la tarde, las niñas se confinaban dentro del colegio permitiendo dar una tregua al candente fuego que caía sin piedad hasta la venida del crepúsculo.

Varios corrillos de niñas canturreaban mientras hacían punto de cruz, bordaban o elaboraban cenefa. Aunque ya el mes de mayo dedicado a la ofrenda de las flores a la Virgen quedó atrás, las niñas cantaban animadas «Con flores a María» amenizando la clase de costura.

La madre Caridad entonaba la primera estrofa y seguidamente la acompañaba al unísono el alumnado.

Venid y vamos todos

con flores a porfía

con flores a María

que madre nuestra es.

De nuevo aquí nos tienes

purísima doncella

más que la luna, bella

postrados a tus pies.

Venid y vamos todos

con flores a porfía

con flores a María

que madre nuestra es.

Acabada la clase invadieron la galería camino de la capilla.

Engracia hablaba, animadamente, con Eulogia sin reparar en Josefa que, varios metros más atrás, se sacudía como podía las aguijonadas palabras de Brígida.

Siempre sacaba a pasear su lengua viperina consiguiendo ridiculizar a todo ser viviente que se le metiera entre ceja y ceja.

Esa tarde llevaba todas las papeletas Josefa. Acompañada de Pía, intentaba escurrir el bulto mientras Brígida y sus esbirros la acribillaban con frases malsonantes y risas burlonas.

—¡Eres una meona! ¡Monaguilla meona!

—¡Yo ya no me meo! —replicaba.

—¡Meona que te ponen un tapón por la noche y vas a reventar! —se burlaba Brígida mientras alentaba a la mofa a su pandilla.

Josefa, con los ojos acuosos, la rabia y la vergüenza arrebatando sus venas, tiró de Pía arrastrándola a la carrera hacia los corredores. Mientras se alejaban, las carcajadas burlonas todavía resonaban en los techos abovedados y en sus oídos.

Josefa y Pía esperaron un tiempo prudencial para volver a la gran galería.

Unos metros más adelante, al final de la galería, se oían las risas de la perversa Brígida. Ahora había fijado todo su interés en Mariana y Carmen, dos hermanas gemelas que apenas se relacionaban con nadie. Tan solo se las escuchaba hablar entre ellas o solo para dirigirse a alguna religiosa. Se ensañó con ellas hasta conseguir que lloriquearan mientras intentaban alcanzar con premura la escalera de piedra que en un tiempo mejor presumió de una firme y encalada barandilla. Ahora, varias maderas cruzadas y clavadas entre sí actuaban de quitamiedos sobre una altura de más de seis metros.

Josefa, esperando ser la última en bajar para no chocar nuevamente con Brígida, contemplaba la escena con furia contenida.

Brígida en lo alto de la escalera azuzaba a sus secuaces que ya bajaban la escalera detrás de las gemelas que huían, azoradas.

—¡Crescecia, tírale de las trenzas a Mariana! —vociferó Brígida, asomando una risa de hiena.

Un chasquido de maderas rotas y el cuerpo de Brígida estampándose en el suelo, dejaron muda, un instante infinito, a la concurrida escalera.

Engracia y la mayoría de las niñas que ya descendieron a la planta baja corrieron a socorrer a Brígida, que yacía en el suelo con las piernas en posición imposible. El alboroto y los alaridos de dolor de la niña alertaron a varias monjas acudiendo, inmediatamente. En brazos de una de ellas corrían hacia la enfermería, con las piernas colgando y la boca ensangrentada.

 

Las dos piernas fracturadas por varios sitios y un par de dientes rotos fueron el diagnóstico del facultativo don Eliciano Andrades, que se personó inmediatamente después de dar aviso en el hospital la novicia Sagrario.

Sentada en un butacón con las piernas estiradas y escayoladas hasta las ingles, Brígida ahora encontraba pocos momentos para burlarse de las demás, sobre todo, mellada resultaba verdaderamente fea.

Nadie sabía a ciencia cierta qué fue lo que pasó. Ni ella misma podía explicar si fue un tropiezo, o si apoyó todo su cuerpo en la enclenque barandilla. Brígida solo recordaba de esa tarde caer al vacío y después encontrarse en manos del doctor Andrades.

Solo dos personas sabían lo ocurrido.

—¿Cómo se te ocurre empujarla? ¡Podías haberla matado! ¿No te das cuenta? —reprendió Engracia vivamente a su hermana.

—Yo no quería que cayera al vacío —gimoteaba Josefa secándose las lágrimas con la falda —. Estaba rabiosa y la empujé demasiado fuerte, pero no quería que pasara esto —aclaró con voz entrecortada.

Engracia miró con ternura a su desconsolada hermana, que ya sufría el desasosiego y un gran pesar por lo sucedido. Se aproximó a ella y la abrazó fuertemente, dando gracias porque esa infausta tarde no hubiera traído a la vida de Josefa un sufrido remordimiento de por vida.

15

Un día antes de que Engracia cumpliera diez años, el azar quiso confabularse con el señalado día para enviarle un epistolar regalo que cambiaría el destino de ella y el de su hermana.

En el fondo del holgado bolsillo del hábito, custodiaba la carta la madre Calvario.

Algo nerviosa, partió en busca de Engracia y Josefa, que se encontraban en el patio de recreo.

Aunque aquella mañana ofrecía un cielo despejado y sin un soplo de aire, la fresca temperatura de primeros de octubre invitaba a esclavina y calcetas.

Las carreras y los juegos mantenían calientes los cuerpos de las inquietas niñas que apenas notaban el incipiente frío de la mañana.

La madre oteó el patio desde los escalones de piedra. En el momento que las miradas de Engracia y la monja se cruzaron, esta alzó la mano asintiendo para que se aproximara a ella.

—Engracia, busca a tu hermana por el recreo y presentaos en la clase. Allí os estaré esperando —apuntó.

—¿Ocurre algo? —inquirió Engracia con un atisbo de desazón.

—No, no ocurre nada malo. Todo son buenas noticias —aclaró, sonriendo de buena gana y enfilando hacia la clase.

Cuando la religiosa extrajo la carta del bolsillo, a Engracia se le aceleró el corazón.

—Es una carta de vuestro padre.

—¿De mi padre? —reiteró Engracia, incrédula.

La carta iba dirigida al colegio y se presentaba como el padre de Engracia y Josefa Garrido.

Comentaba que Rita, la hermana de su difunta esposa Manuela, le comunicó que sus hijas se encontraban en Ciudad Real. Habiendo cumplido pena durante ocho años en la cárcel de Puerto de Santa María, en Cádiz, volvió de nuevo a Almagro a principios de agosto para instalarse allí, definitivamente. En los próximos días visitaría el colegio para reencontrarse con sus hijas.

Josefa estaba entusiasmada por conocer a su padre, pues ella se gestaba en el vientre de su madre cuando lo detuvieron y encarcelaron. Para Engracia, su padre era un borroso y efímero recuerdo. La última vez que le vio apenas tenía tres años.

—¿Qué más dice esa carta? —demandó Engracia, agitada.

—Poco más. Agradece nuestra labor y la del colegio y se despide, atentamente.

Las hermanas se miraron sin saber qué decir. A Engracia los sentimientos de incredulidad y asombro del primer momento fueron dando paso a una enorme alegría donde los pensamientos positivos y halagüeños comenzaban a amontonarse en su cabeza.

El paso por el colegio entre luces y sombras quedó atrás. Volverían ella y su hermana al pueblo para vivir con su padre, tener una casa y volver a ser de nuevo una familia.

Ávidas por la inminente llegada de su padre, los siguientes días después de la feliz noticia se les antojaron largos e interminables.

Por fin la inusual llamada de la hermana Angustias en medio de la clase anunciando a las dos hermanas que se personaran en el despacho, anunciaba la buena nueva.

Sujetas de la mano por la voluminosa monja recorrían los corredores y galerías, casi a la carrera. La religiosa, alborozada, no podía disimular la satisfacción del momento, contagiando su regocijo a las niñas por entre sus enormes manos como una corriente eléctrica.

De la puerta entreabierta del despacho se escapaba un filo de luz que arañaba intermitentemente el suelo, como si una sombra inquieta se paseara de un lado a otro al otro por la estancia.

La hermana Angustias empujó levemente la puerta, dejando que Engracia traspasara el umbral llevando adherida de la mano a su hermana Josefa.

Una larga figura frenó en seco su agitado vaivén.

—Les dejo solos. Volveré en un par de minutos —acordó la monja, emocionada.

Engracia contempló al hombre que tenía enfrente y que no dejaba de mirarla.

Aunque algo demacrado y con la piel desgastada por el tiempo, Engracia le reconoció al instante. Era el rostro que veía todos los días en el retrato que conservaba la abuela colgado de la vieja pared de la cocina. Su madre Manuela y su padre Joaquín sonreían en el feliz día de sus desposorios. Ahora con semblante serio, intentaba sonreírle. Alto y enjuto, con el pelo oscuro y ensortijado, y una nariz prominente y afilada. Enfundado en un añoso traje que en sus mejores tiempos se adivinaba azul y donde asomaba vagamente el fieltro por los picos de las solapas. El bajo del pantalón demasiado largo, mordisqueado por los talones de los zapatos. Unos zapatos demasiado grandes, vaticinándose de un momento a otro que se le fueran a salir de los pies si no fuera porque estaban abotargados de papel de periódico.

—Engracia, qué grande estás —dijo, rompiendo el largo y silencioso instante.

La besó varias veces y la abrazó fuertemente contra él. Engracia respondió a sus abrazos. Joaquín no reparó en Josefa gastando todos sus besos y abrazos en su hija mayor. Engracia al percatarse de que ella abarcaba toda la atención de su padre, se apartó de él lanzándole una censuradora mirada.

—¡Oiga, que esta es mi hermana Josefa! —replicó.

Algo descolocado por la reacción de Engracia, se inclinó para aproximarse a Josefa, a la cual besó y abrazó del mismo modo y que la pequeña recibió con gran anhelo. Pues no en vano era el primer abrazo que sentía de su desconocido padre.

Al momento se oyeron unos leves golpes en la puerta. Empujando suavemente, la hermana Angustias asomó la cabeza luciendo su eterna y descomunal sonrisa.

Joaquín se incorporó dirigiéndose a la monja con afable tono.

—Perdone, hermana. Si usted me permite, me gustaría pasar lo que queda de mañana paseando con mis hijas por la ciudad.

A las niñas se les iluminó el rostro, plasmando inmediatamente la mirada y el oído en la respuesta de la religiosa.

—Por supuesto, no faltaba más, señor Garrido. Yo misma lo pondré en conocimiento de la madre superiora —convino la monja—. Ahora, recupere todo el tiempo perdido y aproveche a conocer mejor a sus hijas, pues son un primor de niñas —alegó, arqueando una complaciente sonrisa.

Joaquín invadió la calle llevando prendidas de la mano a sus exultantes hijas.

Engracia sentía con agrado la mano grande y fuerte de su padre. Caminaba junto a él inflada de satisfacción y dicha, mostrando con orgullo a todo viandante y al mundo que ella también tenía padre.

Se aproximaron a un mercadillo situado en una de las calles que desembocaban en la plaza donde se ubicaba el ayuntamiento. Engracia reconoció al momento esa calle y esa plaza. Varias veces la madre Calvario se hizo acompañar por ella en sus gestiones y diligencias.

Joaquín invitó a sus hijas a aproximarse a uno de los puestos abarrotados de cucuruchos llenos de frutos secos, caramelos y golosinas de todo tipo. Las niñas repasaban con la mirada todo el surtido con gran deleite. El padre rebuscó en el bolsillo del desgastado pantalón el monedero y tendió unos céntimos al tendero para pagar dos pequeños cucuruchos de papel rebosantes de caramelos y de garbanzos fritos.

Se sentaron en uno de los bancos de un pequeño jardín que daba a la plaza para hacer buena cuenta de las chucherías. Joaquín y Engracia se miraban y reían al unísono al escuchar el gangoso barboteo de Josefa con los mofletes inflados de golosinas.

La mañana pasó rápida para Engracia. El regreso al convento fue lánguido y desganado.

—Padre, ¿cuándo volveremos a verle? —abordó Engracia con tono lastimero.

—Pronto —contestó con voz queda.

Para Engracia la despedida era una consecuencia de que se acercaba un tiempo mejor y la espera merecería la pena.

Ese fantástico día junto a su padre estaría en su recuerdo para siempre, sin saber que sería el único. Jamás volvería a sentirlo como padre.

16

Pasaron los días y después llegaron las semanas. Ya rozaba casi los dos meses desde que Joaquín se despidió de sus ilusionadas hijas.

Engracia rezaba todas las noches en la cama para que a la mañana siguiente fuera la hermana Angustias a buscarlas a la clase y comunicarles que su padre esperaba para llevárselas con él al pueblo. Pero ese día no llegaba y el taciturno rostro de Engracia se paseaba por todo el convento.

—Engracia, tu padre vendrá a por vosotras, ya lo verás —aventuró la madre Calvario.

Se le oía decir a la religiosa varias veces las últimas semanas, pero ella cada vez se encontraba más alicaída. Quería pensar, necesitaba pensar que su padre se encontraba muy ocupado disponiendo la casa para cuando ellas llegaran. Pero su notable perspicacia la obligaba a plantearse preguntas, para las cuales no hallaba respuesta. Si su padre llegó a Almagro en agosto como expuso en la carta, ¿por qué no vino a verlas hasta octubre? ¿Cómo un padre que no ha visto a sus hijas en años puede estar casi tres meses a pocos kilómetros sin correr a su encuentro? Recordó la añorada y feliz mañana que pasaron juntos los tres, ¿por qué no comentó nada referente al regreso con él al pueblo? Y en la despedida, ¿por qué no dijo cuándo volvería a por ellas?

El amanecer de aquel domingo comenzó tapiando el cielo un entramado de oscuras nubes. El viento amainó dejando las calles en calma, pero sin subir un ápice la álgida temperatura de un diciembre lluvioso y ventoso.

La clase de la madre Calvario transcurría como todos los días, sosegada y serena.

Dos ligeros golpes en la puerta hicieron que Engracia diera un respingo en la silla, girando la cabeza todo lo que daba su cuello.

—Perdone, madre, busco a las hermanas Garrido, tienen visita —aclaró la hermana Remedios.

Engracia se levantó como un resorte buscando los ojos de su hermana, abiertos como platos.

Enfilaron por la gran galería detrás de los flemáticos pasos de la monja. Parecía disfrutar de esa pausada andadura ante el nerviosismo y agitación de las niñas.

—No os penséis que es vuestro padre —mencionó, con una asimétrica y maliciosa sonrisa.

La decepción caló en el ánimo de las niñas, apagando la luz de sus rostros.

—Tendrá cosas más importantes que hacer que cuidar y aguantar a dos insolentes y malcriadas niñas.

A Engracia le hubiese gustado poder taparle los oídos a Josefa, que caminaba, cabizbaja, arrastrando los pies. O quizás mejor, taparle con una pella de yeso esa bocaza a la «Cara Pasillo» para que no volviera a expeler a nadie más su perversidad.

Sentada en el banco de madera apostado junto a la puerta del despacho, esperaba Rita.

Josefa al verla corrió hacia ella para fundirse en un abrazo. Rita hizo hueco ampliando sus brazos para recibir a Engracia, que se abalanzó a ella con desesperación.

—Os dejo con vuestra tía. No quiero que levantéis la voz ni estéis danzando por otro corredor que no sea este, ¿estamos?

—Sí, hermana Remedios —contestaron las niñas al unísono.

La monja les dio el último y desdeñado repaso alejándose ahora apresuradamente para perderse por el sinfín de galerías.

Sabedora de que la incertidumbre y decepción de sus sobrinas la acribillarían a preguntas, Rita decidió contar todo lo que sabía a pesar de que el relato dolería, y mucho, en los ya sufridos corazones de las pequeñas.

 

A primeros de agosto llegó a oídos de Rita la noticia de que Joaquín se encontraba libre. Acabada su condena deambulaba por las calles de Almagro y pueblos de alrededor. A los pocos días encontró trabajo como gañán en una de las fincas aledaña al pueblo. Sabía que sus hijas se encontraban en un colegio de Ciudad Real por su hermana Antonia y por varios conocidos del pueblo que le comentaron todos los pormenores de su internamiento en la capital. Varias veces abordó a Rita por la calle para contarle su pesar, que no era otro que el encontrarse solo y necesitado de una buena y afanosa mujer que le atendiera a él y a la casa. ¿Y qué mejor mujer que la hermana pequeña de su difunta esposa? Por dos veces Rita rechazó la proposición de casamiento. No le amaba, además el penoso recuerdo de la mala vida que le dio a su hermana Manuela, superaba con creces el deseo de recuperar de esa manera a sus queridas sobrinas y poder velar por ellas como una madre.

Apenas le daba unas migajas del jornal a Manuela para poder llevar la casa. La barra de la taberna era su mejor apoyo, sus amigotes de turno su mejor compañía, y su abnegada mujer el mejor parapeto para descargar sus gritos, desaires y frustraciones de todo el día. Ciega de amor por él, Manuela siempre disculpaba el descuidado trato para con ella, sobre todo ante los demás. Un amor enfermizo el de su hermana y que Rita nunca llegó a comprender. En uno de los encuentros Rita le tendió una nota a Joaquín con la dirección del colegio. Aunque en ningún momento se interesó por las señas de sus hijas, Rita insistió en que guardara la nota por si algún día se dejaba caer por Ciudad Real y de paso aprovechaba el viaje para reencontrarse con sus hijas.

Engracia escuchaba a su tía sin interrumpirla en ningún momento. Una mezcla de sentimientos encontrados invadió su interior. Miraba a su tía con el poco coraje que aún le quedaba intentando que las contenidas lágrimas no se desbordaran del filo de sus párpados. Quería llegar entera hasta el final de la historia, pero el hiriente relato comenzaba a anudarle las entrañas.

Para la pequeña Josefa el relato de su tía le resultaba algo confuso por su corta edad.

Rita proseguía el relato sin pausa alguna. Sabía que si se detenía rompería a llorar y si llegó al convento fue con la firme decisión de contar a sus sobrinas, punto por punto, todo lo acontecido durante estos últimos meses.

La tía Antonia le comentó a Rita que Joaquín se decidió a escribir una carta al colegio persuadido insistentemente por ella. Para Rita fue una enorme alegría saber poco tiempo después que se presentó en el convento preguntando por sus hijas. Pensó que regresaría con ellas al pueblo, pero no fue así. Varias semanas después le vio paseando por la plaza de Almagro acompañado por una mujer que llevaba de la mano a una niña que sería, más o menos, de la misma edad que Engracia. La última noticia que fue a caer a sus oídos, era que Joaquín vivía junto a esa mujer y la hija de esta en una casa de alquiler junto a la iglesia de San Blas.

Rita marchó apenada pero aligerada de peso. Después de sacar todo el fango a la estancada y a la vez convulsa vida de su hermana Manuela, se sintió aliviada. Sus sobrinas debían saber cómo fue la arrolladora convivencia de sus progenitores. Y cómo Joaquín recomponía de nuevo, pieza a pieza, su nueva vida.

Pese al relato desgarrador de su tía Rita, Engracia confiaba en que cualquier día su padre vendría a buscarlas. A pesar del incipiente recelo que comenzaba a sentir por él, en el fondo de su defraudado corazón anhelaba poder estar siempre juntos y sentirle como padre.

Lo que Engracia no sabía por aquel entonces, es que el colegio llevaba un registro minucioso de las niñas y de sus familiares más cercanos. La política del internado era acoger a toda niña huérfana de padres, por defunción, abandono, prisión o exilio de los mismos. Y las hermanas Garrido, excarcelado su padre, ya no formaban parte de la gran labor social y humanitaria que realizaban las caritativas y abnegadas religiosas del convento.

Un desaforado estruendo desgarró el silencio de la noche. Una nube de polvo negro se mezcló con gritos y carreras a ninguna parte.

Gran parte del techo de la galería mayor se desplomó afectando al tejado del atestado pabellón donde dormía el alumnado. Las niñas despavoridas buscaban a tientas cualquier salida. La oscuridad y el pavor las obligaban a chocarse unas contra otras. Josefa se ancló al brazo de su hermana en un camino a ciegas, donde respirar era ahogar los pulmones de polvo y tierra. Descalzas, pisaban los escombros buscando entre las tinieblas la salida al exterior por alguno de los patios.

Las monjas, pertrechadas de lámparas de carburo a dos manos, comenzaron a guiar a las aterradas niñas al exterior del claustro mayor.

A pesar de encontrarse ya en el exterior a salvo de cualquier techumbre o pared que se viniera abajo, Engracia mantenía atenazada con fuerza la mano de Josefa.

—¡Suéltame, Engracia! ¡Me estás hincando las uñas! —gritó Josefa, entre la marabunta de niñas que seguían invadiendo el abarrotado claustro.

El viento gélido y cortante mantenía agrupadas a las niñas, facilitando el recuento de estas por las monjas y las chicas mayores.

—¡Gracias a Nuestro Señor Misericordioso, no falta ninguna! —proclamó en voz alta la madre superiora.

Cuando se despejó medianamente algunos corredores de la oscura polvareda, se ordenó a las niñas que accedieran con premura a las salas que no estuvieran afectadas para aposentarse momentáneamente. Apenas sin ropa, solo con la camisola y descalzas, el álgido frío les obligaba a pegar tiritones acompañados del involuntario castañear de dientes. Todavía les duraba la carraspera y la repetitiva tos a algunas de las niñas que les pilló de lleno la asfixiante nube de polvo.

Mientras, en la pequeña enfermería la hermana Gloria se apuraba en curar pequeños cortes, rasguños y alguna descalabradura. El derrumbe no hirió de gravedad a nadie, solo la oscuridad, el desconcierto y el pánico hicieron el resto.

Poco después aparecieron algunas monjas con colchas y cobertores alfombrando el congelado suelo.

Con el frío metido en el cuerpo, Engracia, al igual que sus compañeras, buscaba el mejor sitio junto con su hermana para arrebujarse hasta que llegaran las primeras luces del alba.

La mañana no sorprendió a nadie. El silbido del frío viento y el duro y helado suelo de la sala mantuvieron a las hacinadas niñas en un intermitente duermevela.

Con la luz del día, vestirse y calzarse era prioridad para poder desescombrar ante esa desapacible mañana de diciembre.

Algunas calzaban solo un zapato encontrado, otras enfundadas en abrigos que no eran los suyos. La mañana fue larga. El desescombro, mano a mano, era lento y fatigoso. Montones de techumbre por todo lo que se pareciese a un rincón. El patio que daba a la capilla y al atrio, saturados de grandes montículos de cascotes.

Afortunados fueron, siglos atrás, los ojos que contemplaron el convento en todo su esplendor. Ahora se desmoronaba como un castillo de arena entre los caducos dedos del tiempo.

La madre superiora, temerosa por lo ocurrido, dio orden a las monjas jóvenes y a las chicas mayores de bajar las camas a la capilla.

De todas las ruinosas estancias del convento, la capilla daba fe de que el viejo, pero intacto techo, resistiría las embestidas del crudo invierno. La madre Calvario supervisaba con ojo avizor desde lo alto de la escalera la mudanza de última hora para que no hubiera ningún percance en las estrechas y fatídicas escaleras. Arrinconaron todos los bancos de la capilla a la derecha, en posición de canto ante el altar. En la parte de la izquierda, donde asomaban tímidamente unos débiles rayos del sol, dispusieron los camastros unos pegados a los otros, aprovechando así el poco espacio y el calor de los cuerpos.

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