La ironía de su nombre

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La ironía de su nombre
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© Soledad Arenas

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18398-66-7

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1

Almagro, primavera de 1940.

Todavía humeaban las gachas en la descascarillada fuente de barro. Hacía poco rato que la abuela Elvira las retiró, con cuidado de no quemarse, de las candentes trébedes.

La fuente de gachas coronaba una desvencijada mesa. Tres sillas en disonancia entre ellas hacían corro ante la vetusta mesa.

Sentada en la silla más alta, Engracia esperaba con hambre lobuna a que se tibiaran.

Contaba ya cinco años y aunque era alta y flacucha, los pies aún le quedaban colgando de la silla. Los balanceaba en un vaivén frenético intentando en vano adelantar el momento de poder echarse algo a la boca. Su madre Manuela le regalaba una bendecida sonrisa sentada en la vieja mecedora mientras amamantaba a su hermana Josefa.

—¿Por qué no comemos ya? —inquirió Engracia mirando a su madre.

—Esperaremos un poco más al abuelo —aclaró Manuela.

La mecedora en un sincronizado balanceo emanaba de los bajos un soniquete cansino y monótono. El ritmo adormecedor y el roce tibio del pecho de su madre, sumergían a su hermana Josefa en un plácido letargo.

La mortecina y vaporosa luz del único candil pintaba sombras fantasmagóricas en unas paredes abotargadas de humedad. Espirales humeantes ascendían lánguidamente hacia el techo que descansaba de puntillas en una hilada de vigas heridas de muerte por la carcoma.

La longeva casa de dos plantas, enorme patio central, cueva y un corral que custodiaba un pozo de piedra, eran posibles de doña Josefina, apodada «la loca». Viuda desde hace años, moraba en la planta alta. Su casa, bien amueblada, sin grandes lujos, pero muy confortable, distaba un abismo de la arrendada planta baja con derecho a dos habitaciones. Una cocina y una alcoba con puertas que desembocaban en el empedrado patio.

La noche borraba los colores. Miles de luces destellantes se filtraban por la oscura tela de un cielo raso y nítido.

El quejoso chirriar de la descuadrada puerta de la cocina dejaba pasar a Rita. Emergía de la oscuridad del patio portando un cubo de cinc lleno de agua sacada del pozo. Engracia sonrió animadamente a su tía e hizo ademán de ayudarla. Rita con un leve movimiento de cabeza rechazó el ofrecimiento de su sobrina y se lo agradeció con un guiño.

A Engracia y Rita las unía no solo el parentesco. Siempre unidas, se adivinaba una afinidad y complicidad solo separada por los siete años de diferencia entre ellas.

Un incipiente repicar de cascos se filtraba por la entornada ventana martirizando sin compasión los adoquines de la calle Bolaños.

El abuelo Agustín arribó ante el portón de la casa y se apeó del viejo borrico.

Con aspecto cansado y compungido se adentró en el patio, no sin antes dejar el borrico bien atado en el corral.

Se quedó parado unos instantes ante la puerta de la cocina y respiró hondo. A continuación, forzó una sonrisa y empujó la puerta con brío. Una mezcla de aromas a gachas y a familia le embriagó, blandeando los ajados surcos de su rostro.

Al ver aparecer al abuelo, a Engracia se le iluminó el semblante.

—¡Abuelo, tengo hambre! —proclamó ella, mirándole con el ceño fruncido.

—Yo también, mi niña… yo también —reiteró el abuelo Agustín—. Ahora voy a hacer buena cuenta de esa fuente de gachas, yo solo —dijo, mirando de soslayo a la niña, esperando su reacción.

Rompieron a reír los dos al unísono, uniéndose a coro las mujeres de la casa.

Se sentaron todos alrededor de la mesa. Las viandas de esa noche consistían en un cuarterón de pan y las gachas medio frías, amén de que hoy podían congraciarse con un poco de pan blando.

Hacía demasiado tiempo que la carne no circulaba por sus enclenques estómagos. Los estofados de carne que preparó la abuela semanas antes fueron gracias a uno de los borricos que enfermó y murió en las cuadras del amo Nicasio. Mandó enterrarlo y rociarlo con cal viva, pero el abuelo Agustín demandó poder llevárselo a su casa para alimentar a su familia.

Manuela arrastró la mecedora por el suelo de yeso para sentarse junto a Elvira, su anciana madre. La pequeña Josefa seguía durmiendo plácidamente en brazos de su joven madre. Engracia, frente a ella, comía con fruición sentada, como de costumbre, en el regazo de su abuelo.

Mientras se metía la cuchara a rebosar en la boca, la abuela Elvira no dejaba de estampar sus ojos en su marido. Sabedora de que esa excitación y la verborrea que se estaba gastando Agustín escondían una incertidumbre y desazón, solo detectadas por ella.

Él miró de reojo a su mujer. Sabía que no podía engañarla, inútil seguir esquivando su diligente mirada. Antes de que su mujer le acribillara a preguntas, decidió romper el sonido de palabras vanas y cucharas machacando la fuente de barro.

—El capataz ha comentado que el amo no nos pagará el jornal hasta finales de la semana que viene —dejó caer el abuelo Agustín, con voz entrecortada.

—No te preocupes, saldremos adelante —apuntó la abuela Elvira, con la contestación preparada a lo que ya adivinaba.

—Sí pero el alquiler… —musitó él.

—Ya se buscará la manera de pagar a doña Josefina, ya hemos pasado por esto —sentenció la mujer, brindándole un poco de sosiego a su marido.

Agustín Martínez trabajaba el campo de sol a sol. Tierra que, aunque no era suya, cuidaba y mimaba como si fuera propia. Mas tantos cuidados eran recompensados con un mísero jornal y el no poderse agenciar ni un tomate demasiado maduro. El amo pasaba revista todos los días a los zurrones de los gañanes y braceros al acabar la jornada.

Manuela escuchaba, callada, la tibia conversación que mantenía su madre con su afligido padre.

El remordimiento le hizo clavar la mirada en el suelo. Muchas de las penurias que padecían se mitigarían si la mayor parte de su jornal no lo precisara para otros menesteres, ajenos al bienestar de la casa.

El anciano invitó a rematar las últimas cucharadas a Engracia y a su hija Rita, con el beneplácito de sus madres.

Mañana se les antojaba un día largo y aciago. Imposible sortear a doña Josefina, ávida por hincar sus afiladas y ponzoñosas palabras al primero que se topara con ella.

Un aire cargado de aprensión e incertidumbre empezaba a anegar la habitación.

—Lo mejor es irse a descansar —sugirió la abuela Elvira, intentando dar quietud y sosiego.

—Sí, será lo mejor —convino el marido, con voz quebrada y cabizbajo.

Sumergidos en la azulada tiniebla que mostraba el patio, avanzaban en procesión. El abuelo Agustín, nombrado siempre avanzadilla, portaba en la mano un candil de aceite. Un halo mortecino envolvía la trémula llama impregnando el patio de una débil luz amarillenta. Apenas se alcanzaba a ver a un palmo.

Un hedor a humedad abofeteó al abuelo al abrir la puerta de la alcoba. Dejó el candil en el suelo de yeso y procedió de soslayo a dejar paso a su familia.

Las sombras alargadas estampadas en la pared, se fundían con los manchurrones ennegrecidos por el moho. La humedad reptaba por la tosca y desnuda pared tejiendo una maraña de oscuro verdín que llegaba a la altura del picaporte de la puerta. Contra la pared yacía una antañona y destartalada cama de matrimonio perteneciente a los abuelos y bendecida por una cruz de madera que pendía de la pared donde descansaba el cabecero. A la derecha y postrados a los pies de esta, dos raquíticos y fenecidos camastros.

Hacinadas en la cama de matrimonio siempre dormían Engracia, su abuela Elvira, la pequeña Josefa y su madre Manuela. Cuando asomaba el ardiente verano, Engracia se bajaba a dormir a los pies de la cama, anhelando que se colara un soplo de aire fresco entre los cuerpos sudados y la apelmazada borra del colchón.

El abuelo reposaba sus cansados y gastados huesos en uno de los menguados y chirriantes camastros, a los pies de su mujer. Y en el otro catre, descansaba su hija Rita.

Larga noche para los que fondean en un mar donde las embestidas son de miseria y desasosiego.

Amanecía. Un vapor humeante exhalaba de los húmedos tejados evaporando el relente ante los primeros rayos cobrizos que traía el alba.

Cuando Engracia se despertó, advirtió que se encontraba sola en la alcoba.

De un brinco saltó de la cama, salió descalza y corrió hacia la cocina con tal brío que se estampó de bruces con doña Josefina. La niña quedó sentada en el suelo ante la inquisitiva mirada de la añosa mujer. Sin tentativa de ofrecerle la mano para que se levantara, su único gesto fue sacudirse la falda. Acto seguido la esquivó con sus acartonadas carnes y, sin miramiento ninguno, siguió su camino. A los pocos pasos, paró en seco y giró la cabeza dedicándole una maliciosa sonrisa por la que asomaron de necesidad unos desvencijados y amarillentos dientes. Una lengua de frío lamió la nuca de Engracia, mientras la llamada de las campanas de la iglesia Madre de Dios apresuraba los pasos trotones de doña Josefina, que ya traspasaba el portón de la casa y se perdía por las calles del pueblo.

 

Entró en la cocina como alma lleva el diablo y sin mirar a nadie se sentó en una silla.

—¿Qué ocurre, Engracia? —inquirió la abuela, notando su zozobra.

—He tropezado con el empedrado del patio —murmuró la niña intentando calmar el corazón que cabalgaba como un caballo desbocado.

Rita se encontraba en el corral aliviando sus necesidades fisiológicas. En una esquina del enorme corral se encontraba un muladar donde iba a parar la poca basura de la casa y el alivio de todos los de la casa incluyendo el de doña Josefina.

Manuela intentaba ablandar en la leche el mendrugo de pan que requisó y guardó ayer en la alacena para ofrecérselo esa mañana a la pequeña Josefa.

Con un escobillo, la abuela, apartaba la ceniza caliente a un lado de la chimenea. Se disponía a depositar en el suelo candente porciones de un acuoso engrudo hecho con harina y agua.

—Abuela, ¿ya no queda leche? —preguntó Engracia, con voz lastimera, mirando a su hermana que acababa de beberse el último sorbo.

—¡Te estoy preparando unas tortitas de harina como a ti te gustan! —Ofreciéndole una entusiasmada sonrisa e intentando llamar la atención para distraerla.

Engracia esbozó una sonrisa que más bien era de resignación que de satisfacción por el acontecimiento.

—Con un poco de azúcar, abuela —apuntó la niña.

—¡Desde luego que sí! —proclamó la abuela, satisfecha.

Mientras la abuela Elvira recogía la mesa, Manuela, en una desconchada palangana, mojaba y peinaba su pelo recogiéndoselo para atrás con un bonito zorongo. Algunas pequeñas manchas que llevaba en la blanquecina y ajada falda las disimulaba mojándolas y espolvoreándolas con harina. Engracia emulándola se mojó y peinó el pelo negro azabache como el de su madre.

Hoy acompañaría a su madre a la Casa de Correos.

La abuela y Rita se dedicarían esa mañana a tejer encajes de bolillos y echarle un ojo o dos a la revoltosa Josefa que siempre andaba enredando en la caja de bolillos. Necesitaban granjearse con premura unos reales, conteniendo así la cólera hecha palabra que siempre emanaba de la boca de doña Josefina. Acabar los encajes y venderlos, significaba ofrecerle unos días más al abuelo para que el amo se dignara a costear su sudor por unas merecidas monedas.

A primeros de cada mes, la misma escena.

El metódico ritual de su madre embelesaba a Engracia con divina contemplación. El meticuloso orden y apilamiento de las viandas no perecederas como latillas en conserva, una ristra de chorizos secos, bacalao salado y tabaco. El desmesurado mimo con que cerraba y ataba con cuerda de pita el abultado y pesado paquete, confiando en que llegara a manos de su destinatario en las mejores condiciones posibles.

Los efluvios choriceros que emergían traspasando el cartón anegaban de saliva y hambruna la boca de la niña. Se le antojaban manjares y exquisiteces imposibles de encontrar en casa y menos en su estómago. Sabedora de que no era para ella, se deleitaba pasando su pequeña nariz una y otra vez por el paquete cerrado con un concienzudo doble nudo, imposible de desatar si no era pasado a cuchillo.

Salió Manuela de puntillas al patio, atisbando la barandilla del corredor de doña Josefina.

—Madre, no se apure, se ha marchado a misa —aclaró Engracia, tranquilizándola.

Ya, con paso sosegado y ligero, abordaron la plaza del pueblo en dirección a la Casa de Correos, sita en la calle José Antonio.

La mañana prometía un cielo algodonado donde se escapaban haces de luz ámbar. Una suave brisa serpenteaba las calles arreciando por las esquinas del pueblo.

Portaba en la cadera casi todos los honorarios que percibía ofreciendo sus servicios como sirvienta en la casa de los Gorreros, que regentaban una zapatería en la planta baja en la misma calle donde se ubicaba la estafeta. Aunque no eran mucho las cuatro pesetas que Manuela ganaba a la semana, estaba contenta pues gozaba del respeto y afecto de los dueños de la casa.

Casada dos años antes de estallar la Guerra Civil con Joaquín Garrido. Un paisano de ideas contrarias al régimen y que acabada la larga y atroz contienda le encarcelaron. Cumplía condena en el Puerto de Santa María, Cádiz.

El paquete viajaba lejos, a los fuertes y anhelados brazos de su amado marido, que lo esperaba con ansia y premura todos los meses.

Después de parar cuatro veces para descansar del peso y volver a coger impulso, llegaron a su destino.

Engracia consideró la pesada y abigarrada puerta de la casa de Correos. Que cediera a la primera se le antojaba más deseo que fe. Manuela apoyó suavemente la mano y la puerta se abrió ante la pequeña, contra todo pronóstico.

Una mezcolanza de olores a sudor, papel y loción para después del afeitado, en este orden, dejó los pies clavados en el brillante suelo a madre e hija.

Fijó los ojos en la ventanilla para franqueos, suerte que no esperaría turno, pues se hallaba vacía. Se adelantó Manuela con paso indeciso y sobre el mostrador depositó el paquete henchido de comida y de amor.

Engracia la siguió sin desprenderse de la mano de su madre.

Al otro lado de la ventanilla, un escribiente que no les quitó ojo desde que cruzaron por la puerta. Su pelo ungido de brillantina, intentando en vano disimular el arado de surcos desnudos y brillantes que dejaba la falta de pelo. La chaqueta dos tallas más grande. Las solapas de esta, saturadas de brillos, culpa de la plancha directa sin usar paño húmedo. Con ínfulas de notario, las últimas tres semanas se ocupaba de atender en ventanilla, cara al público.

Asomando una arrogante sonrisa la miró de arriba abajo con altivez y desdén.

Adivinando su abultada intención, el funcionario le alargó el impreso para que comenzara a completar los datos. Manuela se quedó un instante mirando el papel, apretó la mano de su hija, tragó saliva e intentó que de la boca saliera su voz lo más eufónica posible.

—Buenos días, si fuera tan amable de rellenar el papel, pues no sé leer ni escribir —rogó, con una almibarada sonrisa.

Él se aproximó lentamente al cristal y chasqueó la lengua en fingido pesar.

—¿Qué se cree usted? Yo estoy aquí para algo más que para entretenerme en escribir sus míseros datos. Llévese el impreso y vuelva otro día con los datos ya escritos —instó, con voz aguardentosa, dándose media vuelta con intención de marcharse a uno de los despachos ubicados al fondo.

De pronto apareció como por ensalmo don Eladio Buendía, oteando por el cristal y deleitándose con el reflejo que le devolvía el cristalino de sus ojos.

Aunque para Manuela, en estos últimos tiempos, su aspecto no primaba en su día a día, siempre enfundada en blusas y faldas amplias, su singular belleza y su estilizada silueta no pasaban desapercibidas.

Don Eladio Buendía caminaba al filo de los cuarenta y cinco años. Con aspecto abotargado, dando fe de comer carne siete días a la semana. Con un traje gris marengo, subyugando los pocos botones que podía abrochar la chaqueta.

El crápula se acercó y con ojos de araña ojeó a su presa, relamiéndose.

Manuela, azorada ante tamaña contemplación, las palabras se le amontonaron en la boca y murieron antes de salir.

Engracia aunque pequeña, pero muy avispada, notó la desazón de su madre.

—Madre, vámonos a casa —musitó, amedrentada, sin dejar de mirar a don Eladio.

La actitud de la niña envalentonó a Manuela.

—Sabe usted que traigo todos los meses mi paquete. Y siempre hay un señor muy amable que me rellena el papel —explicó, buscando algo de complicidad.

—¡Cecilio Montesinos! ¡Haga el favor de rellenar ese impreso, inmediatamente! —ordenó de pronto, con ojos iracundos.

—Al instante, don Eladio —obedeció el empleado, intentando esquivar su mirada.

Y con gran eficacia y rapidez se dispuso a rellenarlo.

—Manuela, sabe usted que estoy a su disposición las veinticuatro horas del día —ofreció con tono servicial, guiñándole un ojo acompañado de una grasienta sonrisa.

—Muchas gracias, don Eladio, pero no necesito nada más —sentenció, intentando disimular el hastío que le producía su sola presencia.

Recogió el resguardo, se encaminaron hacia la salida con pasos apresurados e invadieron la calle de estampida.

Más tranquilas, caminaron el corto trayecto hasta llegar la puerta de la zapatería de los Gorreros. Entraron en la tienda donde ya las esperaba doña Valeria esbozando una placentera sonrisa.

Sobre el mostrador, unas alpargatas nuevas aguardaban a Engracia y a su hermana, por cortesía de la casa.

Imposible sacarle más uso a las que llevaba puestas. Las suelas partidas en dos sujetas por cuatro lañas, amén de las tres veces que se había cambiado la raída y descolorida tela por viejos retales. La abuela Elvira solía llevarlas a la alpargatera del pueblo, sito en la calle Padre Bendito, para que cosiera aquella tela a la suela por veinte céntimos.

Doña Valeria estaba al corriente de la situación que se vivía en casa de Manuela e intentaba ayudar ofreciéndole de lo que más abastecida se encontraba su casa, de alpargatas.

Engracia se dispuso a ponérselas con una sonrisa de oreja a oreja.

—Ahora, Engracia, marcha para casa y llévate las alpargatas de Josefa, yo ya me quedo aquí a la faena —explicó a su hija, mientras contemplaba cómo saltaba de alegría con sus alpargatas nuevas.

Al entrar al patio, Engracia escuchó el soniquete de los bolillos golpeándose unos con otros. Un sonido incesante y repetitivo que empezó desde primera hora de la mañana. Rita seguía tejiendo afanosamente el encaje intentando acabar antes de que cerrara la encajería de Toribio.

La abuela preparaba una tentativa de guisado, aguanoso de necesidad. Una patata y una cebolla picada se perdían en el aguazal de una cacerola al fuego.

Engracia calzó a su hermana las alpargatas nuevas y, como si tuviera un muelle debajo de los pies, la pequeña empezó a dar saltos y vueltas alrededor de la abuela. Engracia se unió a ese frenesí de su hermana, emulándola. Esos retazos de alegría que exhalaban las niñas contagiaron a la abuela y a Rita que reían con los bailes y ocurrencias de las dos hermanas.

De pronto, unos sobrehumanos golpazos aporrearon la desconchada y desportillada puerta. Apenas deteniendo la embestida, dos desvencijadas bisagras.

El silencio apagó las chispeantes risas. Una atmósfera cargada de miedo y de incertidumbre se apoderó de la cocina.

Doña Josefina venía acompañada de una vomitona verbal de advertencias y amenazas contundentes. Costaba pensar que esos martillazos vinieran de ese enjuto y decrépito cuerpo. Vociferaba y despotricaba intentando amilanar a los que vivían al otro lado de la puerta.

Callada, petrificada, con el rostro ungido en un sudor frío que mantenía a la abuela Elvira clavada al suelo. La zozobra y el llanto contenido se apoderaban de Rita y de Josefa. Paralizada y muda, Engracia sentía cómo la saliva no pasaba al estrecharse su garganta.

La dueña descansaba unos segundos para volver a coger aire y seguir martirizando con fuerza la desdichada puerta, una y otra vez. De su arrebatado y sudoroso rostro asomó una torcida y aceitosa sonrisa donde resbalaba la satisfacción de haber conseguido su propósito.

En el interior escucharon sus pasos trotones que se alejaban de la puerta mientras bramaba toda clase de improperios.

Recuperando el color del rostro y aún más, el aire que se negó a llenar sus pulmones, Engracia se acercó a su abuela aún pálida y sin reaccionar. Buscó su ajada y sarmentosa mano y con infinita ternura la acarició. Los vidriosos ojos de la abuela reaccionaron al gesto y súbitamente la abrazó ofreciéndole una trémula sonrisa.

A primera hora de la tarde, llegaba Manuela más contenta que de costumbre.

Doña Valeria le anticipaba diez pesetas del jornal. Con la venta de los encajes y el adelanto que había recibido se presentarían ante la dueña de la casa ofreciéndole la mitad del arrendamiento y después cuando su padre percibiera la paga le abonarían el resto.

 

Con estas cábalas y halagüeñas tesituras se presentaba en la cocina.

Josefa al ver a su madre corrió hacia ella, lloriqueando.

—¿Qué ha ocurrido? —inquirió Manuela, adivinando al instante.

El rostro compungido de su madre era una leyenda.

A duras penas acertaban a contarle todo lo sucedido. La congoja, el habla entrecortada y el gimoteo que no cesaba de Josefa, se mezclaban con el pavor, aprensión y sobresalto que aún las invadía.

—Tranquilizaos. Esta tarde subiré a pagar parte de la deuda y hablaré con ella —convino, sin mucho convencimiento del buen hacer de la palabra.

Corrían por las calles de Almagro Engracia y Rita jugando al «pilla, pilla» en dirección a la encajería de Toribio, ubicada en la calle Obispo Quesada.

El atardecer vino acompañado de un cielo tiznado. Una maraña de oscuras nubes camuflaba el sol sin permitir lucir sus brillos ocres y cobrizos.

Miraron al cielo y apretaron el paso. Engracia no quería mojarse sus alpargatas nuevas.

Sin darles tiempo a reaccionar comenzó a llover con fuerza.

La luz de las farolas ya encendidas sacaba el brillo a los mojados adoquines de la calle. Almagro se desdibujaba por la lluvia. El viento arreciaba arremolinando las pocas hojas a los pies de las aceras.

Para llegar a su destino, correr fue un juego, pero para volver, correr era una necesidad.

Irrumpieron en la cocina con la ropa empapada, el pelo hecho chupones, deslizándose por ellos hilos intermitentes que se transformaban en grandes gotones. Tiritones y espasmos acompañados por un incesante castañear de dientes.

Inmediatamente la abuela mandó que se despojaran de ese caldo de ropa, mientras Manuela extraía del arcón un viejo cobertor para que se arrebujaran y se sentaran al lado del cálido fuego.

Engracia fijó sus grandes ojos en sus alpargatas nuevas, que de nuevas solo quedaba el tiempo de uso. Ahora con su renegrida y arrugada tela parecían estar sacadas de un estercolero.

La lumbre arrancaba a la ropa mojada y tendida en la cuerda vapores humeantes que ascendían al techo y se desvanecían al instante.

Las niñas esperaban pacientemente a que se secaran sus vestiduras, pues solo tenían esa única muda para toda la semana.

Viendo que su madre, aunque ya mayor, atendía perfectamente a las tres niñas, Manuela se escabulló.

Subió las escaleras para adentrarse en el corredor de doña Josefina. Clavó sus ojos en la puerta recién pintada y la golpeó levemente con los nudillos.

—¿Quién es?

—Soy Manuela, doña Josefina.

La puerta cedió dejando escapar un aroma a carne guisada que envolvió a Manuela.

Embriagada por la imaginación y el hambre, las tripas respondieron sonoramente, avergonzándola.

—Quiero que acepte, por favor, las quince pesetas que le traigo y cuando a mi padre le paguen el jornal le subo enseguida las diez pesetas restantes —aclaró, buscando una brizna de empatía.

—¡Estoy harta de vosotros! ¡Cualquier día de estos os echo de un puntapié de la casa! —le gritó, al mismo tiempo que le arrebataba de un zarpazo los billetes de la mano para sumergirlos en su interfecta pechera.

Manuela apretó los dientes intentando que no se escapara la ristra de frases malsonantes que acumulaba en su boca.

—Doña Josefina, si algún día tuviera que abordar algún asunto o gestión, me gustaría que se dirigiera a mi padre o a mí. Mis hijas son muy pequeñas y se asustan fácilmente. —apuntó Manuela, engullendo el parco orgullo que pudiera quedarle.

—¡Yo me dirigiré y gritaré a quien me venga en gana! ¡Pues no faltaba más! —exclamó colérica, cerrando la puerta de golpe.

De pie ante la puerta, con el corazón anegado de rabia, intentaba coger aire, tragando a duras penas la cementada saliva en un esfuerzo divino para no volver a tocar la puerta y abalanzarse sobre ella.

Dejó pasar unos segundos y se giró para otear desde la barandilla la puerta de su casa. Con los ojos encharcados de lágrimas, aguantaba con coraje que no se desbordaran. Respiró hondo, asomando tímidamente un esbozo de sonrisa. Seguidamente descendió por la escalera dispuesta a disfrutar el resto del día de su familia.

2

La semana quería acabar con un domingo de atardecer, fresco. Los rayos ocres hilvanaban las nubes tejiendo una telaraña que cubría casi todo el cielo de Almagro.

La tarde del domingo la dedicaban a asearse, a acicalarse y a poner en remojo la muda sucia de toda la familia.

La abuela, con ramas de panizo y chaparro rebuscadas por el campo, avivaba el fuego que calentaba el agua de una gran cacerola.

En la desconchada palancana se lavaban por turnos, primero las niñas con ayuda de su madre. Se enjabonaban el pelo con un trozo de jabón de sosa de lavar la ropa, después un aclarado con agua y vinagre para matar los piojos y ahuyentarlos. Después se lavaban por tramos, primero la parte de arriba, después la de abajo y, por último, los pies. Al calor de la llama secaban el cabello, mientras la abuela y Manuela aprovechaban el agua aún tibia de aclararlas para lavarse el pelo y asearse.

Despiojar era un trabajo concienzudo, dedicaban casi toda la tarde a este menester. Todas las cabelleras pasaban por las manos de Manuela, pues la biselada vista de la abuela no le permitía diferenciar la caspa de las infectas liendres.

Rita recogió el pelo a Josefa para plantarle un quiqui en todo lo alto de la cabeza. Y ella se confeccionó una pequeña coleta de caballo.

Engracia, paciente, esperaba sentada en una silla a que su madre terminara de peinar a su abuela.

Embelesada por cómo su madre pasaba el peine con desmesurado cariño, advirtió cómo la anciana se entregaba a ese momento con una relajada y mansa sonrisa. Los surcos profundos de sus arrugas marcadas por el tiempo y los sinsabores se hacían más tenues en una tez que, tiempo atrás, pudo presumir de agraciada. Manuela pasaba el peine sobre esos hilos de plata con delicadeza y ternura, sabedora de que su madre se apagaba como la tenue luz de una vela y no podía hacer nada por evitarlo.

Hoy no era como todos los domingos.

Engracia acompañaría a su madre a visitar a su abuela Lucia.

—Madre, péineme y trénceme un zorongo como el que le ha hecho a la abuela —dejó caer Engracia, con una zalamera sonrisa.

—¿Pero qué dices, mi niña?

—Quiero que me encuentre guapa cuando aparezca ante la abuela Lucia —refirió.

—Tú eres guapa todos los días del año. Y los domingos por la tarde, más —matizó, recreándose ante la bonita y reluciente cara de su hija.

La fresca brisa del lánguido atardecer mecía en un vaivén las hojas primerizas de los setos de la plaza en una primavera tardía.

Con ropa limpia y bien peinadas atravesaban la plaza madre e hija.

Mientras caminaban, la madre le comentó que la abuela se encontraría un poco apesadumbrada, pero que intentarían entre las dos aliviar su aflicción, tratando de distraerla con comentarios triviales, sonrisas y mimos. Ya que la abuela las necesitaba más que nunca.

Engracia asintió apretando la mano de su madre.

Junto a la plaza se encontraba ubicada la cárcel del pueblo.

Apostado en la puerta se encontraba un guardia civil entrado en años que le ofreció un saludo militar y les cedió el paso. Entraron en una gran sala, un cuadro del caudillo en la pared presidía una blanca mesa, único mobiliario de la estancia.

Un joven guardia civil con anguloso rostro, un bigote a lápiz que le acentuaba severidad y un almidonado uniforme donde los destellantes botones lucían como monedas de oro, se dirigió a ellas con acérrima autoridad.

—Vacíe en la mesa todo lo que lleve en el bolso, inmediatamente.

Manuela puso el bolso boca abajo y volcó todas sus pertenencias. Un pequeño monedero, un pañuelo y un par de horquillas para el pelo. Mientras, Engracia miraba recelosa al guardia, prendida a las faldas de su madre.