Renaciendo al dolor

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Renaciendo al dolor
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© Silvia Trujillo Ordóñez

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18468-95-7

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A Sara, por mantener en mi vida la magia y la esperanza; a María Paz, por enseñarme que el amor se quiere; al Mono, por hacerme creer en las nuevas oportunidades y a Elisa, por su inmensa luz.

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Cualquier hombre, a lo largo de su vida, se verá enfrentado a su destino y tendrá la oportunidad de convertir un puro estado de sufrimiento en una hazaña interior.

Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido.

La pérdida

El 27 de julio de 2016 quedó tatuado en mi corazón como el día más completo de mi vida. Completo en el sentido de que en un solo día viví, de manera simultánea, las emociones humanas más profundas que podamos experimentar en esta tierra: el amor y el dolor. Ese día, a las tres y cuarenta y cinco de la tarde, acompañaba a morir a Elisa, mi hija de tan solo siete días de nacida. Desde entonces, soy conscientemente una sobreviviente al duelo y he logrado no solo eso, sino renacer al dolor.

Este camino de renacimiento ha estado acompañado de múltiples emociones y no menos aprendizajes. Siempre había oído decir que el peor dolor que puede sufrir una persona es la muerte de un hijo; después de vivirlo, sé que puede que sea así, pero también aprendí que los dolores no se comparan. El dolor de sufrir una pérdida es lo que marca el inicio de un proceso de duelo. Cada pérdida es única y solo la puede sentir y calificar quien siente lo que perdió. Si bien es cierto que hay pérdidas para las cuales estamos más «preparados» debido al orden natural, como, por ejemplo, perder a nuestros abuelos o a nuestros padres, lo que he aprendido es que cada uno es único e incomparable y que, por ello, es tan válido hacer el duelo por un hijo (el caso más extremo, al ser considerado contra natura) como hacerlo por una relación, una mascota, un trabajo o una propiedad. Es por lo anterior que, si bien lo que me motivó a compartir mi experiencia con el duelo fue la muerte de mi hija Elisa, durante el proceso entendí que un duelo es necesario cada vez que se sienta dolor por perder a alguien o algo; que hay múltiples fuentes de dolor y que cada quien lo vive de manera diferente.

Lo único común a todas las pérdidas es la importancia de sanarlas y la única forma es haciendo un duelo consciente. ¿Cómo se hace un duelo consciente? Responder esta pregunta es el propósito del libro. Más allá de las definiciones y catalogaciones, mi intención es compartir los aprendizajes que la vivencia consciente de este proceso ha dejado en mi vida y transmitir el mensaje de que si nos permitimos atravesar por el dolor, puede resultar en nuestro renacimiento.

Cada aprendizaje me ha llegado a través de diferentes circunstancias y encuentros que he vivido desde la muerte de Elisa: no se han dado en orden cronológico y no los entendí en el momento de vivirlos, pero se me han ido revelando poco a poco y me han ayudado a transformar el dolor en amor, no solo a reconocerme como una sobreviviente al duelo, sino a agradecer por el renacer que este proceso ha significado. En el camino me han acompañado muchas personas: mi esposo Francisco José y mis hijas Sara y María Paz, mis papás Carlos Augusto y María Cristina, mis hermanos Tavo y Any; familiares cercanos, amigos del corazón, terapeutas y compañeros de viaje, seres terrenales y de luz, sin quienes no podría estar contando esta historia. A todos ellos, mi amor y agradecimiento infinito.

Este libro es resultado de mi propio proceso de renacimiento. Está inspirado en todos los dolientes, es decir, en quienes sientan que han perdido a alguien o algo y que por ello sienten dolor. Tiene el propósito de transmitir que desde el amor y con decisión es posible no solo sobrevivir al duelo, sino renacer a partir él. A todos ustedes, gracias por permitirme acompañarlos a recorrer este camino de transformación. Es un honor.

Entendiendo el duelo como un proceso de transformación

El duelo es el periodo que inicia a partir de un sentimiento de pérdida; una pérdida emocional es cualquier tipo de sensación de dolor que se genera en nosotros porque alguien o algo que teníamos ya no está. El sentimiento de pérdida es el detonante del dolor y, por lo general, luego de sentirlo se inicia un proceso de duelo. Digo por lo general, pues no siempre nos permitimos un duelo tras sufrir una pérdida dolorosa o lo hacemos en tiempos diferentes.

Tendemos a relacionar los procesos de duelo exclusivamente con la muerte; así mismo, con frecuencia pensamos que hay dolores «peores» que otros. También solemos sentirnos «solos» en el dolor al creer que somos los únicos a quienes les pasan cosas dolorosas y, por lo anterior, en muchas ocasiones nos avergonzamos del nuestro y lo escondemos o, por el contrario, nos victimizamos y dejamos que defina nuestra vida. Como renacida al duelo he aprendido que esto no es así o no tiene por qué ser así: todos los seres humanos, en algún momento de nuestra vida, experimentamos pérdidas y muchas de ellas implicarán para nosotros un sentimiento de dolor emocional. En estos casos, gracias a mi experiencia personal, puedo decir que lo más sano es iniciar un proceso de duelo. Lo anterior se facilita si le cambiamos al duelo la connotación negativa que por lo general le damos.

Todos hablamos del duelo, pero pocos entendemos realmente lo que es, lo que implica. Para mí, la forma más clara de entender el duelo es como un proceso de transformación. Este inicia con el dolor de sufrir una pérdida, un quiebre en nuestra vida que nos genera dolor emocional. Lo primero que considero importante resaltar es que es un proceso que requiere la voluntad de querer hacerlo, es decir, no se activa en automático: requiere determinación y compromiso porque es incómodo y, valga la redundancia, muy doloroso; nos quita el piso, la seguridad y a veces el sentido de la vida. Lleva un tiempo que no se mide en el calendario: no tiene fecha de finalización, pero podemos sanar dolores actuales y antiguos cuando así lo decidamos. No es ni lineal ni cíclico y varía dependiendo tanto de la persona como de la pérdida. Nos invita a reflexionar, a hacer una pausa, a conectar con nosotros de nuevo y a recalcular la ruta. Es, entonces, un proceso de transformación poderoso: nos enfrenta con nosotros mismos, nos invita a repensar nuestra vida.

Hay muchos autores expertos en el tema que han hecho aportes muy significativos para entender y afrontar los procesos de duelo. Haré referencia en este caso al trabajo de la doctora Elisabeth Kübler-Ross, quien dedicó la mayor parte de su vida a entender y tratar procesos de duelo. Según la doctora Kübler-Ross, el duelo es el proceso que sigue a la pérdida emocional y que incluye por lo menos estas etapas: negación, rabia, negociación, depresión y aceptación1. Muchos han estudiado y hasta cuestionado la validez de las etapas del duelo de Kübler-Ross; ella misma hizo una anotación al respecto en su libro On Grief and Grieving2, haciendo referencia a que sus cinco etapas han evolucionado y se han malinterpretado también, pues nunca pretendieron reducir toda la complejidad emocional de un proceso de duelo en un paso a paso simple y lineal de cinco fases que se ajustan a todos los dolientes.

Desde mi perspectiva, la confusión ha estado en definir y entender a la negación, la rabia, la negociación, la depresión y la aceptación como fases o etapas que tienen un orden determinado y que se viven como un proceso lineal. En mi opinión y experiencia, el aporte de Kübler-Ross es no solo útil, sino necesario; pero se le debe hacer un ajuste de términos. No debemos entender las cinco fases como pasos necesarios que anteceden o suceden ni que se aplican siempre en todos los casos; podemos verlas, en cambio, como estados emocionales que describen la mayoría o algunas de las sensaciones y situaciones con las que nos vemos enfrentados los dolientes durante nuestro proceso. No todos las experimentamos todas, no lo hacemos en un orden predeterminado y el haber pasado por alguna no quiere decir que quede superada; pero sí considero valioso conocer esta propuesta, ya que nos ayuda a identificar estados emocionales que se pueden presentar durante nuestro proceso de duelo y, al hacerlo, nos será más fácil saber qué hacer con ellos en caso de que aparezcan. Haciendo esta aclaración, describiré a continuación brevemente las fases de Kübler-Ross como estados emocionales, ya que, si bien no son el paso a paso de cómo se debe vivir un proceso de duelo, sí nos ayudan a identificar con gran precisión algunas de las emociones que se viven. Lo anterior, entonces, se presenta como un marco de referencia y no como una fórmula única y exacta.

 

Las fases de duelo propuestas por Kübler-Ross y que expondré a continuación como estados emocionales, son las siguientes: negación, rabia, negociación, depresión y aceptación3.

Negación

Podemos entender este estado emocional mejor si hablamos de él en términos simbólicos y no literales. La negación, cuando enfrentamos una situación de dolor emocional (enfermedad nuestra o de alguien cercano, una quiebra, separación o muerte de un ser querido, entre otros), no se trata de que realmente creamos que la situación no exista, aunque en muchos casos puede ser así; sino que, mediante pensamientos y frases como «Esto no me puede estar pasando», «No es justo» o «Esperemos a ver qué pasa», pretendemos negar lo que nos está ocurriendo. El dolor emocional que genera la pérdida nos bloquea, nos pone en un estado de anestesia en el cual nos sentimos en un mundo paralelo, irreal; pero esta negación cumple también una función muy importante: es, en cierta manera, un mecanismo de protección que, al hacernos dudar de lo que está pasando, nos permite asimilar el dolor poco a poco y, con ello, nos mantiene «funcionales», como mínimo respirando y ejecutando funciones básicas, mientras procesamos lo que está ocurriendo.

Tengo muy clara esta fase de negación o irrealidad durante el entierro de Elisa, por ejemplo: de ese día tengo muy pocos recuerdos y los pocos que hay son muy borrosos. En ese caso, identifico el estado emocional de la negación plenamente, como si mi propia mente quisiera negar lo que estaba pasando, aunque claramente sabía dónde estaba y por qué; pero esa anestesia sirvió para que estuviera ahí y superara ese momento. Lo importante, entonces, es entender que la negación simbólica es un estado emocional no solo normal, sino en alguna manera necesario en un duelo. Nos ayuda a iniciar el proceso de adaptación a la nueva realidad, pero no debe ser ni literal ni permanente.

Rabia

Esta emoción se presenta de muchas maneras: rabia contra nosotros mismos, contra otros, contra el mundo y hasta contra Dios; es nuestra forma de expresar que lo que pasó no debió haber sucedido. De este estado emocional destaco lo siguiente: si tenemos rabia, ya por lo menos hemos avanzado en reconocer lo que nos pasó, pues la rabia siempre se expresa en contra de alguien o de algo; y que esta es el mecanismo de expresión de todo el malestar que llevamos dentro, así que, al ser evidente, ya por lo menos estamos empezando a enfrentar lo que sentimos, a expresarlo y con ello a liberar el dolor.

Hay que tener en cuenta que la rabia se disfraza de otras emociones: tristeza, culpa, miedo, soledad…; es más fácil exteriorizar estos sentimientos en forma de rabia que articularlos como lo que son. Esta es una de las razones por las cuales la rabia como estado emocional también cumple una función importante en un duelo: ayuda a reconocer y expresar el dolor, a que salga. Pero, una vez sacamos la rabia y nos descargamos, es importante ponerles nombre a las emociones que hay detrás para poder sanar. Después de la «explosión», hay que pararse a entender la emoción real que detonó en rabia; identificar si hay miedo, culpa, impotencia o vergüenza, entre otras posibles, pues cada una se libera y gestiona de manera diferente.

En mi caso, tuve rabia conmigo misma, con Elisa, con los médicos y hasta con Dios; permitirme expresar la rabia sin juicio moral me ayudó a sacarla sin causar un daño aún mayor. Ponerle nombre a la rabia nos ayuda a liberarla: la no expresada no desaparece, sino que termina por salir en el lugar equivocado. Acá, nuevamente, es importante resaltar que no debemos quedarnos eternamente en este estado emocional, pero que tampoco es sano que no exista: pedirle a un doliente que no esté furioso con el mundo no es acertado. Cuando algo nos duele, tenemos no solo el derecho, sino la necesidad de expresar ese dolor o ¿acaso hay alguien en el mundo que se martille un dedo sin ninguna reacción posterior? La rabia es la forma más fácil para empezar a expresar nuestro dolor. Claro está que este estado emocional puede traer efectos colaterales, como sacarla contra otros o contra nosotros mismos de una manera perjudicial; pero si nos permitimos expresarla y nos dedicamos a entender su origen real (tristeza, miedo, culpa, injusticia), poco a poco empezará a sanar y a bajar la intensidad y se encauzará hacia el aprendizaje que permitirá el inicio de nuestro proceso de transformación.

Negociación

En este estado emocional, los dolientes buscamos hacer nuevos acuerdos, pactos o tratos buscando tres cosas principalmente:

1 devolver el tiempo y evitar que la situación que nos causó dolor suceda;

2 creer que podríamos haber hecho algo diferente nosotros, el otro u otros, para que no pasara lo que ocurrió, ya que es la etapa de los «Si yo hubiera» o «Si yo no hubiera», o «Si X hubiera» o «Si X no hubiera»;

3 y minimizar de alguna manera el dolor que estamos sintiendo, negociando con nuestro comportamiento en el presente y en el futuro, buscando sentirnos mejor.

En los primeros dos casos nos encontramos con dos compañeros casi que inevitables: la culpa o el arrepentimiento; creemos que si algo hubiera sido diferente, no estaríamos viviendo el dolor presente. Jugamos en nuestra mente con escenas, decisiones y actitudes diferentes, creyendo que en alguna de ellas estuvo la causa de nuestro dolor y, por lo mismo, que si ese espacio de decisión hubiese sido diferente, nada de lo que estamos viviendo habría pasado. Innumerables veces me he encontrado imaginando comportamientos diferentes, decisiones opuestas a las que tomé en su momento, hasta inventándome en mi cabeza soluciones médicas milagrosas (ojo, soy politóloga). Ahora sé que son mecanismos de defensa de mi mente ante lo inexplicable de mi dolor y, al identificarlos como tales, vuelvo a la realidad del momento presente.

Esta negociación es normal como estado emocional: es la manera en la cual nos cuestionamos y cuestionamos a los otros por lo sucedido; pero se vuelve problemática cuando del cuestionamiento pasamos al juicio en contra nuestra o de los demás. La verdad es que, si en algún momento hubiésemos sabido que lo que ocurrió iba a pasar, habríamos actuado de manera diferente y, así como nosotros, cada persona actúa desde lo que sabe y conoce, creyendo que es lo mejor que puede hacer en un momento determinado; juzgar cuando ya se conoce el desenlace es injusto simplemente porque hoy tenemos información que en ese momento no existía. Sé que si hubiera sabido que Elisa se iba a morir, habría actuado diferente; sé que cada persona que intervino en el proceso lo hizo con la información que tenía en el momento; sé que arrepentirse o culpar solo le va a poner más dolor a una situación que de por sí ya es demasiado dolorosa. Pero esta negociación de los «Si yo o el otro hubiera» también tiene un lado positivo, ya que es la primera invitación a reflexionar acerca de lo sucedido, a cuestionarnos y llevarnos a pensar en lo que ocurrió; si usamos el cuestionamiento como reflexión y con una perspectiva de aprendizaje, puede ser poderoso y hasta liberador. Gracias a la reflexión de lo que me pasó, gracias a unir la información y analizar, hoy sé que no puedo cambiar lo que me pasó, pero que sí tengo opciones diferentes a futuro. Sé que sí puedo decidir cómo quiero responder a lo que me pasa; sé que tengo la opción de sentirme diferente.

En el tercer caso, cuando negociamos pretendiendo minimizar o hacer desaparecer el dolor que estamos sintiendo, también existen dos caras: una negativa y una positiva. La negativa es que hacemos apuestas a todo o nada buscando eliminar el dolor como por arte de magia: acá le damos poder al tiempo, a la oración, a una promesa, a dejar un vicio o una mala actitud, o a una nueva alternativa, esperando que un solo acto lo cure todo, que algo concreto nos quite el dolor que estamos viviendo. Me acuerdo, por ejemplo, implorando un nuevo embarazo a cambio de hacer dietas absurdas y de poner en riesgo mi propia salud, pensando que otro bebé me quitaría el dolor de perder a Elisa. Me acuerdo también de levantarme por la mañana esperando que ya hubieran pasado diez años para no sentir tanto dolor; recuerdo haber considerado irme a vivir a otro país para que nadie me reconociera. Hoy sé que todas esas negociaciones, así se hubieran dado a mi favor, eran irreales; hoy tengo a mis otras dos hijas, las amo y soy profundamente feliz; pero Elisa todavía duele. Han pasado casi cuatro años y hay días en que la tristeza profunda todavía me invade. He ido a sitios donde nadie sabe mi historia y nada de eso me ha quitado el dolor. El problema es pretender que haya un remedio instantáneo que cure el dolor emocional porque el propósito de un duelo no es dejar de sentir dolor, es precisamente atravesarlo para sanarlo; no para no volverlo a sentir, sino para aprender a sentirlo en paz.

La cara positiva de estas negociaciones mentales y ficticias es que cuando pretendemos negociar es porque creemos que existe alguna posibilidad de ganar. En el caso de un proceso de duelo, la ganancia que esperamos es volver a sentirnos bien o, por lo menos, dejar de sentir tanto dolor. El simple hecho de que vislumbremos, así sea remotamente, la posibilidad de dejar de sentirlo tanto, es la chispa que necesitamos para empezar a reconstruir nuestra vida, para renacer. Ese rayito de luz, si se lo permitimos, va a darnos la fortaleza para atravesar el camino.

Depresión

Este estado emocional puede ser de los más malinterpretados durante un proceso de duelo. Estar profundamente triste cuando se ha vivido una pérdida dolorosa es lo normal; para mí, lo raro sería que alguien no manifestase ningún tipo de síntoma ante estas situaciones. Catalogar a alguien como clínicamente deprimido durante un proceso de duelo es, a mi manera de ver, algo de esperarse. Lo importante, como en los casos anteriores, es que este estado emocional no se prolongue indefinidamente. ¿Cuánto tiempo es normal? Depende de cada caso y de cada persona, pero profundizaré en los tiempos del duelo más adelante. Por ahora, lo que quisiera resaltar es que estar profundamente triste es normal en un duelo y eso incluye no querer pararse de la cama, no querer comer, llorar hasta el agotamiento y cuestionar el sentido de todo; es normal como estado emocional que viene y va. Si este estado se torna permanente, hay que consultar con un especialista.

Duré mucho tiempo sin aceptar una invitación, estuve muchas mañanas en mi cama llorando, bajé de peso y no le veía sentido a mi vida: me deprimí. Pero también hubo una amiga con la que sí quise verme y hablar, hubo mañanas en las que sí me paré, me bañé y me arreglé, y hubo días en los que sí quise comer. El hecho es que tener momentos de profunda tristeza es normal y necesario porque, para sanar, es necesario atravesar la tristeza o más bien dejar que nos atraviese. El dolor debe doler. Como dije antes, el propósito de un duelo no debe ser dejar de sentir dolor: es precisamente sentirlo, dejar que nos invada, es lo que nos dejará sanar. De la misma forma, tener momentos de alegría y descanso también es normal y necesario, pero muchas veces, nosotros mismos como dolientes, nos obligamos a deprimirnos. Me acuerdo mucho del día del entierro de Elisa: fuimos a almorzar en familia y en algún momento la conversación llegó a la historia del matrimonio de mis papás, que es un poco bizarra por decirlo de alguna manera y ello incluye risas. Hubo muchas. Yo me encerré sola en el baño a llorar, juzgándome por reírme el día del entierro de mi hija. Afortunadamente, algo me paró y me hizo reflexionar y desde ese momento sé que si ha habido un día en mi vida en el que necesitara una risa fue ese. Así, desde entonces, soy consciente de que el dolor y la tristeza profunda son estados emocionales normales y necesarios en un duelo, pero sé que la alegría y la risa también. En un duelo hay demasiada carga, demasiada tristeza: lo mínimo es permitirnos una risa espontánea, regalarnos un rato bienestar.

Finalmente, y aunque parezca contradictorio, es precisamente en el estado emocional de la tristeza profunda en el que empezamos a cultivar nuestra sanación. En mi caso, solo cuando me permití sentir todo el dolor que tenía adentro, cuando lo saqué por completo hasta quedar agotada y acabar las lágrimas, fui capaz de descargarme, de liberarme y de soltar. Fue ahí, en ese estado de agotamiento y entrega, en donde empecé a encontrar la fortaleza para iniciar mi proceso de transformación. En el fondo de nuestra tristeza está nuestro potencial de sanación: es por eso que para hacer un duelo sanador es imposible evadir este estado emocional. Si lo hacemos, nos estamos negando a la posibilidad de trascenderlo y, si lo permitimos, también habrá momentos de risa, alegría y bienestar que nos darán el impulso para atravesar el proceso completo.

 

Aceptación

Este estado emocional se refiere a esos momentos en los cuales dejamos de cuestionar y juzgar lo sucedido y simplemente vivimos el momento presente: dejamos de negociar o transar, hemos liberado la rabia y la tristeza y quedamos nosotros solos, con nuestro silencio interior.

Es importante diferenciar entre resignación y aceptación; es por esto por lo que considero pertinente subdividir este estado emocional en dos. Está, en primer lugar, el estado emocional de aceptación de Kübler-Ross, al que he denominado aceptación-resignación: en él, nos entregamos a lo sucedido, entendemos lo que pasó; pero lo hacemos como víctimas de las circunstancias: «Así es la vida», «Era lo que tenía que pasar», «Fue lo que me tocó», «Menos mal estaba tan chiquita», o lo que nos digamos. Frases que, si bien expresan la aceptación de las circunstancias, demuestran nuestra total falta de poder frente a las mismas.

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