Buch lesen: «Lady Hattie y la Bestia»
Índice de contenido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Epílogo
Agradecimientos
Título original: Brazen and the Beast. The Bareknuckle Bastards, Book 2 Published by arrangement with Avon, an imprint of HarperCollins Publishers.
© 2019 By Sarah Trabucchi
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Diseño de cubierta y fotomontaje: Eva Olaya
Traducción: María José Losada Rey
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1.ª edición: enero 2021
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2021: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
Para V.
Eres mi cosita favorita.
Capítulo 1
Mayfair, septiembre de 1837
Después de veintiocho años y trescientos sesenta y cuatro días, a lady Henrietta Sedley le gustaba pensar que había aprendido algunas cosas.
Como, por ejemplo, que si una dama no podía salirse con la suya y ponerse pantalones —una desafortunada realidad para la hija de un conde, incluso de uno que había empezado la vida sin título ni fortuna—, debía asegurarse de que sus faldas incluyeran bolsillos. Una nunca sabía cuándo podría necesitar un poco de cuerda o un cuchillo para cortarla.
También había aprendido que cualquier escapada que valiera la pena de su casa en Mayfair requería del amparo de la oscuridad y de un carruaje conducido por un aliado. Los cocheros tendían a hablar demasiado cuando se trataba de guardar secretos; además, en última instancia, estaban en deuda con quienes pagaban sus salarios. Un importante punto a añadir a esa lección en particular era que el mejor de los aliados era a menudo el mejor de los amigos.
Quizá por eso, lo primero en la lista de cosas que había aprendido en su vida era cómo hacer un nudo de Carrick. Algo que sabía hacer desde que tenía memoria.
Con esta colección de conocimientos tan oscura y poco común, cualquiera se habría imaginado que Henrietta Sedley habría sabido qué hacer ante la posibilidad de descubrir a un hombre atado e inconsciente en su carruaje.
Pero estaría equivocado.
De hecho, Henrietta Sedley nunca habría descrito tal escenario como una posibilidad. Era cierto que podría encontrarse más cómoda en los muelles de Londres que en los salones de baile, pero el impresionante bagaje vital de Hattie nada tenía que ver con el ambiente criminal.
Y, sin embargo, allí estaba, con los bolsillos llenos y su amiga más querida al lado, de pie en la oscuridad de la noche, la víspera de su veintinueve cumpleaños, a punto de escaparse de Mayfair para disfrutar de una velada bien planeada y…
Lady Eleanora Madewell silbó por lo bajo, de manera poco femenina, al oído de Hattie. Hija de un duque y de una actriz irlandesa a la que él amaba tanto como para convertirla en duquesa. Nora tenía la clase de descaro que se permitía en aquellos miembros de las sociedad que ostentaban sus títulos desde la cuna y que tenían un montón de dinero.
—Hay un tipo en el carruaje, Hattie.
Hattie no apartó la vista del tipo en cuestión.
—Sí, ya lo veo.
—No había un tipo en el carruaje cuando enganchamos los caballos.
—No, no lo había.
Tres cuartos de hora antes habían dejado el coche preparado para partir y completamente vacío en el oscuro callejón trasero de Sedley House, después subieron las escaleras con el fin de cambiar su vestimenta por un atuendo más apropiado para sus planes nocturnos.
En algún momento entre el corsé y el lápiz de ojos, alguien les había dejado un paquete extraordinariamente inoportuno.
—Creo que, si hubiera habido un hombre en el carruaje antes, nos habríamos dado cuenta —dijo Nora.
—Creo que sí. —Fue la respuesta distraída de Hattie—. Y aparece justo en el momento menos adecuado.
—¿Hay algún momento adecuado para encontrar a un hombre atado e inconsciente en tu carruaje? —Nora la miró de reojo.
Hattie imaginó que no, pero al menos podría haber elegido una noche diferente.
—Es un regalo de cumpleaños horrible. —Entrecerró los ojos para enfocar mejor el oscuro interior del carruaje—. ¿Crees que está muerto?
«Por favor, que no esté muerto».
Silencio.
—¿Acaso se mete a los muertos en los carruajes? —añadió a continuación.
Nora se adelantó, con el abrigo del cochero sobre los hombros, y le dio un empujón al posible muerto. Este no se movió.
—No se mueve —añadió encogiéndose de hombros—. Podría estar muerto.
Hattie suspiró, se quitó un guante y se inclinó dentro del carruaje para poner dos dedos en el cuello del hombre.
—Estoy segura de que no está muerto.
—¿Qué estás haciendo? —susurró Nora con rapidez—. ¡Si no lo está, lo despertarás!
—Eso no sería lo peor del mundo —señaló Hattie—. De hecho, así podríamos pedirle amablemente que saliera de nuestro carruaje y seguir nuestro camino.
—¡Oh, sí! Este bruto parece el tipo de hombre que lo haría sin vengarse de inmediato. Sin duda, se quitaría la gorra y nos desearía buenas noches.
—No lleva gorra —dijo Hattie, incapaz de refutar el resto de la evaluación sobre el misterioso y presunto muerto. Era muy corpulento, con el cuerpo bien formado, e incluso en la oscuridad podría decir que no era el tipo de hombre con el que ella se pasearía por una fiesta.
Era el tipo de hombre que arrasaría el salón de baile.
—¿Qué notas? —le preguntó Nora.
—No hay pulso. —Aunque no estaba muy segura de dónde tomárselo—. Pero está…
«Caliente».
Los muertos no estaban calientes, y aquel hombre estaba muy caliente. Como el fuego en invierno. El tipo de calor que hacía que cualquiera se diera cuenta de lo frío que se podía llegar a estar.
Ignorando esa tonta ocurrencia, Hattie movió los dedos sobre el cuello del hombre hasta el punto donde la piel desaparecía debajo de la camisa, donde estaba la clavícula y la pendiente de… el resto de él, y se encontró con una fascinante hendidura.
—¿Y ahora qué estás…?
—Silencio. —Hattie contuvo la respiración. Nada. Sacudió la cabeza.
—¡Jesús! —No había nada religioso en aquella expresión.
Hattie no podría estar más de acuerdo. Pero de repente…
«Aquí está».
Una pequeña palpitación. Presionó con más firmeza. El pulso se volvió más fuerte. Lento. Acompasado.
—Lo siento, está vivo —dijo—. Está vivo —repitió antes de suspirar profundamente aliviada—. No está muerto.
—Excelente. Pero eso no cambia el hecho de que está inconsciente y en nuestro carruaje, y que tú tendrías que estar en otro lugar. —Nora hizo una pausa—. Deberíamos dejarlo aquí y usar el tílburi.
Hattie había estado planeando la excursión de esa noche durante tres meses. La noche en que comenzaría su vigésimo noveno año. El año en que su vida pasaría a ser suya de verdad. El año en que se convertiría en ella misma. Y tenía un plan muy específico en un lugar muy específico a una hora muy específica, para lo cual se había puesto una vestimenta muy específica. Y, aun así, mientras contemplaba al hombre desmayado en su carruaje, esos detalles no parecían ser importantes.
Lo realmente importante era verle la cara.
Aferrándose a la manija del borde de la puerta, Hattie cogió la linterna de la esquina superior trasera del carruaje antes de girarse hacia Nora, cuya mirada se clavó inmediatamente en el interior del vehículo.
Nora inclinó la cabeza a un lado.
—Hattie, déjalo. Nos llevaremos el tílburi.
—Solo quiero echarle un vistazo —respondió Hattie.
La inclinación se convirtió en una lenta sacudida.
—Si lo miras, te arrepentirás.
—Tengo que echarle un vistazo —insistió Hattie, buscando una razón coherente, porque no podía decirle la verdad a su amiga—. Tengo que desatarlo.
—Eso no es necesario —indicó Nora—. Alguien ha pensado que era mejor dejarlo atado y, ¿quiénes somos nosotras para no estar de acuerdo? —Hattie ya estaba buscando un pedernal en el bolsillo de la puerta del carruaje—. ¿Y tus planes?
Tenía mucho tiempo para llevar a cabo sus planes.
—Solo le echaré un vistazo —repitió. Cuando el aceite de la linterna prendió, cerró la puerta y se volvió hacia el carruaje, la levantó para iluminar con un hermoso brillo dorado… —. ¡Oh, Dios mío!
—Parece que no es un mal regalo después de todo. —Nora ahogó la risa.
El hombre tenía el rostro más hermoso que Hattie había visto nunca. El rostro más hermoso que nadie hubiera visto nunca. Se acercó más, disfrutando de la cálida y bronceada piel, de los pómulos elevados, de la nariz larga y recta, de las líneas oscuras de sus cejas y de las pestañas inexplicablemente largas que arrojaban sombras, como un pecado, contra sus mejillas.
—¿Qué clase de hombre…? —se interrumpió y negó con la cabeza.
¿Qué clase de hombre tenía ese aspecto?
¿Qué clase de hombre tenía ese aspecto y, de manera sorprendente, aterrizaba en el carruaje de Hattie Sedley, una joven que no estaba acostumbrada a estar cerca de hombres que tenían ese aspecto?
—Me estás dando vergüenza ajena —dijo Nora—. Lo estás mirando fijamente y con la boca abierta.
Hattie cerró la boca, pero no dejó de mirarlo.
—Hattie, tenemos que irnos. —Nora hizo una pausa—. ¿O has cambiado de opinión?
La pregunta la trajo de vuelta a la realidad. A su plan. Movió la cabeza y bajó la linterna.
—No, no lo he hecho.
Nora suspiró y puso los brazos en jarras, mirando más allá de Hattie, al interior del carruaje.
—Entonces, ¿tú le sacas el trasero y yo me encargo de la parte de arriba? —Miró por encima del hombro a una zona entre las sombras que había a su espalda—. Puede recuperar la conciencia ahí.
—No podemos dejarlo tirado. —A Hattie le latía con fuerza el corazón.
—¿No podemos?
—No.
Nora le echó un vistazo.
—Hattie, no podemos llevarlo con nosotras solo porque parezca una estatua romana.
Hattie se sonrojó en la oscuridad.
—No me había dado cuenta.
—Pues te has quedado sin palabras.
—No podemos dejarlo porque Augie lo ha dejado aquí —dijo Hattie aclarándose la garganta
—No puedes estar segura de eso. —Los labios de Nora formaron una perfecta línea recta.
—Puedo… —aseguró Hattie, sosteniendo la linterna cerca de la cuerda que maniataba las muñecas del hombre y haciendo un barrido hasta los tobillos atados—, porque August Sedley no sabe hacer un nudo Carrick decente, y me temo que si dejamos a este hombre aquí, se liberará e irá directamente a por el inútil de mi hermano.
Eso, y que si no liberaban al extraño, quién sabía lo que Augie le haría. Su hermano era tan tonto como temerario, una combinación que requería de la intervención de Hattie con cierta asiduidad. Lo que, por cierto, era una razón de peso en su decisión de reclamar su vigésimo noveno año como suyo. Y, aun así, allí estaba su infernal hermano estropeándolo todo.
—Inconsciente desde hace poco o no… —dijo Nora, que no sabía lo que pasaba por la cabeza de Hattie—, no parece un hombre de los que pierden en una pelea.
El eufemismo no se le escapó a Hattie. Suspiró, alargó la mano para colgar la linterna encendida en el gancho correspondiente y aprovechó la oportunidad para echar una larga y prolongada mirada al hombre.
Hattie Sedley había aprendido algo más en sus veintiocho años y trescientos sesenta y cuatro días: si una mujer tenía un problema, lo mejor era que lo resolviera ella misma.
Se subió al carruaje, pasando con cuidado por encima del hombre tirado en el suelo, antes de mirar a Nora de reojo, mientras permanecía en la acera con los ojos muy abiertos.
—Venga, vamos. Nos desharemos de él por el camino.
Capítulo 2
Lo último que recordaba era el golpe en la cabeza.
Estaba esperando el ataque sorpresa. Por eso era él quien iba conduciendo en la plataforma: seis raudos caballos tirando de un enorme carro de transporte con un contenedor de acero cargado de licor, cartas y tabaco, destinado a Mayfair. Acababa de cruzar Oxford Street cuando oyó el disparo, seguido del grito de dolor de uno de sus escoltas.
Se detuvo para ver cómo estaban sus hombres. Para protegerlos. Para castigar a los que los atacaban.
Había un cuerpo ensangrentado tirado en la calle, justo debajo de él. Acababa de enviar al segundo de sus hombres a pedir ayuda, cuando oyó pasos a su espalda. Se había girado cuchillo en mano. Lo lanzó. Escuchó el grito en la oscuridad y localizó su origen.
Luego, un golpe en la cabeza. Y después… nada.
No hubo nada hasta que un insistente golpeteo en su mejilla le devolvió la conciencia; era demasiado suave para doler, aunque lo suficientemente firme para ser irritante.
No abrió los ojos, los años de entrenamiento le permitieron fingir que seguía inconsciente mientras se orientaba. Tenía los pies atados. También las manos, detrás de la espalda. Las ataduras le tiraban tanto de los músculos del pecho como para notar que le faltaban sus cuchillos, ocho hojas de acero montadas en ónice. Se los habían robado junto con la funda que los unía a su cuerpo. Resistió el impulso de tensarse. De enfurecerse. Pero Saviour Whittington, conocido en las calles más oscuras de Londres como Bestia, no se enfadaba: castigaba. De un modo rápido y devastador, sin emoción.
Y si le habían quitado la vida a uno de sus hombres, a alguien que estaba bajo su protección, nunca conocerían la paz. Pero primero necesitaba recuperar la libertad.
Estaba en el suelo de un carruaje en movimiento. Uno bien equipado, teniendo en cuenta el suave cojín que rozaba su mejilla, y que se desplazaba por un vecindario decente, a tenor del suave ritmo de las ruedas sobre los adoquines.
«¿Qué hora es?».
Consideró su siguiente paso, imaginando cómo reduciría a su captor a pesar de las ataduras. Se imaginó rompiéndole la nariz usando la frente como arma. Utilizando las piernas atadas para noquear al hombre.
El golpeteo en su mejilla comenzó de nuevo. Luego un suave susurro.
—Señor…
Whit abrió los ojos de golpe.
Su captor no era un hombre.
El baño de luz dorada en el carruaje le jugó una mala pasada; le pareció que emanaba de la mujer y no de la linterna que se balanceaba suavemente en la esquina.
Sentada en el banco, no se parecía en nada al tipo de enemigo que noquearía a un hombre y lo ataría dentro de un carruaje. De hecho, parecía que iba de camino a un baile. Perfectamente lista, perfectamente peinada, perfectamente maquillada —su piel lisa, sus ojos delineados con kohl, sus labios carnosos y pintados lo suficiente como para que un hombre prestase atención. Y eso fue antes de que viera el vestido azul, del color de un cielo de verano y muy ajustado a su figura.
No debería estar fijándose en nada de eso, considerando que ella lo tenía atado en un carruaje. No debería fijarse en sus curvas suaves y acogedoras en la cintura, en la línea de su corpiño. No debería fijarse en el destello de la suave y dorada piel de su hombro redondeado a la luz de la linterna. No debería fijarse en la bonita suavidad de su cara o en la plenitud de sus labios pintados de rojo.
Ella no estaba allí para que él la admirara.
Clavó su mirada en ella, y sus ojos… ¿Era posible que fueran violetas? ¿Qué clase de persona tenía ojos de color violeta? Y estaban abiertos de par en par.
«Bien. Si esa mirada es un indicio de su temperamento, no es de extrañar que esté atado», pensó mientras veía que ella inclinaba la cabeza a un lado.
—¿Quién le ha atado?
Whit no respondió. Seguro que ella sabía la respuesta.
—¿Por qué está atado?
Otra vez silencio.
Sus labios marcaron una línea recta y murmuró algo que sonaba como «inútil». Y luego, más fuerte, más firme:
—El asunto es que usted es un inconveniente, puesto que necesito el carruaje esta noche.
—¿Un inconveniente? —No quería responder y las palabras los sorprendieron a ambos.
—En efecto. Es el Año de Hattie —asintió ella.
—¿El qué?
La chica agitó una mano como para alejar la pregunta. Como si no fuera importante. Excepto que Whit imaginó que sí lo era.
—Mañana es mi cumpleaños —continuó ella—. Tengo planes. Planes que no incluyen… lo que sea esto. —El silencio se extendió entre ellos—. La mayoría de la gente me desearía un feliz cumpleaños en esta situación. —Whit no picó el anzuelo. Ella arqueó las cejas—. Y aquí estoy yo, dispuesta a ayudarlo.
—No necesito su ayuda.
—Es bastante rudo, ¿sabe?
Se resistió a quedarse boquiabierto.
—Me han noqueado, me han atado y he despertado en un carruaje desconocido.
—Sí, pero debe admitir que los acontecimientos han tomado un giro interesante, ¿no? —Ella sonrió, el hoyuelo de su mejilla derecha era imposible de ignorar.
—Bien —añadió ella viendo que él no respondía—, entonces, me parece que está en un aprieto, señor. —Hizo una pausa—. ¿Ve lo divertida que puedo llegar a ser, incluso en un aprieto? —añadió.
Mientras, él manipulaba las cuerdas de sus muñecas. Apretadas, pero ya estaban aflojándose. Eludibles.
—Veo lo imprudente que puede ser.
—Algunos me encuentran encantadora.
—No encuentro nada encantador en esta situación —contestó mientras continuaba manipulando las cuerdas, preguntándose qué le llevaba a discutir con aquella charlatana.
—Es una lástima. —Parecía que lo decía en serio, pero, antes de que se le ocurriera qué responder, ella siguió hablando—. No importa. Aunque no lo admita, necesita ayuda y, como está atado y yo soy su compañera de viaje, me temo que está atado a mí. —Se agachó, como si todo fuera perfectamente normal, y desató las cuerdas con un gesto hábil—. Tiene suerte de que sea bastante buena con los nudos.
Gruñó su aprobación, estirando las piernas en el reducido espacio cuando se notó liberado.
—Y tiene otros planes para su cumpleaños.
Dudó. Se ruborizó ante aquellas palabras.
—Sí.
—¿Qué clase de planes? —White nunca entendería qué le hacía seguir presionándola.
Los ridículos ojos, de un color imposible y demasiado grandes para su cara, se entrecerraron.
—Planes que, por una vez, no implican arreglar el desastre que lo haya dejado aquí atado.
—La próxima vez que me dejen inconsciente, trataré que sea en un lugar que no se interponga en su camino.
Ella sonrió, el hoyuelo en la mejilla apareció como una broma privada.
—Bien pensado. —Y ella continuó antes de que pudiera responderle—. Aunque supongo que no será un problema en el futuro. Claramente no nos movemos en los mismos círculos.
—Esta noche sí.
Sus labios se convirtieron en una lenta y franca sonrisa, y Whit no pudo evitar perderse en ella. El carruaje comenzó a disminuir la velocidad, y ella apartó la cortina para asomarse.
—Ya casi hemos llegado —dijo en voz baja—. Es hora de que se vaya, señor. Estoy segura de que estará de acuerdo en que ninguno de nosotros tiene interés en que lo descubran.
—Mis manos —dijo él, aun cuando las cuerdas ya no ejercían presión sobre sus muñecas.
—No puedo arriesgarme a que se vengue. —Negó con la cabeza.
Él se enfrentó a su mirada sin dudarlo.
—Mi venganza no es un riesgo. Es una certeza.
—No tengo ninguna duda al respecto. Pero no puedo arriesgarme a que lo haga a través de mí. No esta noche. —Estiró la mano hacia la manilla de la puerta, hablándole al oído por encima del ruido de las ruedas y de los caballos—. Como he dicho…
—Tiene planes —terminó, volviéndose hacia ella, incapaz de resistir su aroma, como la dulce tentación de una tarta de almendras.
—Sí. —Ella lo miró fijamente.
—Cuénteme su plan y la dejaré ir. —La encontraría.
Esa preciosa sonrisa de nuevo.
—Es usted muy arrogante, señor. ¿Debo recordarle que soy yo quien lo está dejando ir?
—¡Dígamelo! —Su orden sonó ruda.
Vio que algo cambiaba en ella. Vio cómo la indecisión se convertía en curiosidad. En valentía. Y entonces, como un regalo, susurró:
—Tal vez debería mostrárselo.
«¡Dios, sí!».
Ella lo besó, presionando sus labios contra los de él, de un modo suave, dulce e inexperto; sabía como el vino, tentadora como el infierno. Le llevó el doble de tiempo liberar sus manos. Quería mostrar a esta extraña y curiosa mujer lo que estaba dispuesto a hacer para conocer sus planes.
Ella lo liberó primero. Notó un tirón en sus muñecas y las cuerdas se soltaron con un ligero chasquido antes de que Hattie retirara los labios. Él abrió los ojos, vio el brillo de una pequeña navaja en su mano. Ella había cambiado de opinión. Lo había soltado.
Para que pudiera abrazarla. Para reanudar el beso. Sin embargo, como le había advertido, tenía otros planes.
Antes de que pudiera tocarla, el carruaje se detuvo al doblar una esquina, y ella abrió la puerta.
—Adiós.
El instinto hizo que Whit girara mientras caía, agachó la barbilla, protegió su cabeza y rodó, aunque tenía en mente solo una cosa:
«Se está escapando… ».
Chocó contra la pared de una taberna cercana dispersando al grupo de hombres que había delante de ella.
—¡Eh! —gritó uno saliendo a su encuentro—. ¿Todo bien, hermano?
Whit se puso de pie sacudiendo los brazos, echó los hombros hacia atrás, se estiró para comprobar músculos y huesos y se aseguró de que todo funcionaba bien, antes de sacar dos relojes de su bolsillo y ver qué hora era. Las nueve y media.
—¡Vaya! Nunca he visto a nadie recuperarse tan rápido de algo así —dijo el hombre, extendiendo la mano para darle una palmada en el hombro. Sin embargo, se detuvo antes de llegar a su objetivo, cuando los ojos se posaron en la cara de Whit, ensanchándose inmediatamente en señal de reconocimiento. La calidez se convirtió en miedo cuando el hombre dio un paso atrás.
—Bestia…
Whit levantó la barbilla al escuchar su nombre, la realidad lo golpeó. Si aquel hombre lo conocía, si conocía su nombre…
Se volvió, su mirada se fijó en la curva de la oscura calle empedrada por donde el carruaje había desaparecido junto con su pasajera, en lo más profundo del laberinto que era Covent Garden.
Se sintió satisfecho.
«No se le iba a escapar después de todo».