Postmodernismo y metaficción historiográfica. (2ª ed.)

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Además de estos tres tipos de duplicación, Dällenbach distingue entre cuatro niveles estructurales de reflexión que rara vez ocurren en forma pura, aunque a menudo suele predominar uno sobre los demás. Con el nombre de mise en abyme del enunciado o ficticia, se refiere al resumen intertextual o cita de contenido de una obra (1977: 55). Este recurso tiene lugar, por ejemplo, cuando una narrativa ofrece una recopilación de los sucesos o motivos presentados hasta ese momento, o bien, cuando prolépticamente presenta una síntesis de los acontecimientos que se desarrollarán a continuación. La mise en abyme de la enunciación pone en primer plano (al nivel de la diégesis) al agente y/o al proceso de producción y recepción de la obra (1977: 75). El tercer tipo metatextual corresponde a la mise en abyme del código, que revela la forma en que funciona el texto, pero sin ser mimética del texto mismo (1977: 98), es decir, opera como instrucciones que nos permiten leer la obra de la forma en que quiere ser leída (1977: 100). Una de las manifestaciones más características de este nivel de reflexión consiste en la incorporación a la narración de manifiestos estéticos o de disputas entre diferentes concepciones sobre el arte y la literatura. A estos tres tipos básicos, Dällenbach añade otro un tanto obscuro al que se refiere como mise en abyme trascendental o ficción del origen y que define cómo aquella que refleja lo que simultáneamente origina, motiva, instituye y unifica la narrativa y determina por adelantado lo que la hace posible. Plantea la cuestión de cómo la obra concibe su relación con la verdad y se comporta en relación con la mimesis (1977: 101).

Tras establecer esta tipología, Dällenbach advierte que existen numerosos cruces entre estos diferentes tipos o niveles de reflexión. Como concluye él mismo, no hay mise en abyme de la enunciación que no sea mise en abyme del enunciado o ficcional. Además, tanto la mise en abyme del código como la trascendental son frecuentemente variantes de la mise en abyme de la enunciación puesto que ponen en primer plano a menudo al agente o al receptor de la obra literaria. Con la intención de evitar el abuso de un término inexistente fuera de la lengua francesa, se usarán también ocasionalmente los siguientes términos: “Reflexiones del enunciado” (mise en abyme del enunciado) para referirnos a los resúmenes o citas de contenido inscritas en las novelas, “Reflexiones de la enunciación” (mise en abyme de la enunciación) para las representaciones del productor o receptor del texto, “Reflexiones del código” (mise en abyme del código) para la representación de su principio de funcionamiento y “Ficciones del origen” (mise en abyme trascendental) para las ficciones (principalmente mitológicas) que revelan el origen y efecto de la escritura.

Además de la descripción de estos marcadores autorreflexivos en las obras, nuestro estudio busca ante todo desvelar la función de tales técnicas dentro de las formas contemporáneas de la ficción histórica. Esta función tiene que ser estudiada dentro del contexto específico de cada texto, ya que, como veremos, se trata de un recurso ambivalente que puede ser usado para fines diametralmente opuestos.16 Uno de los efectos más señalados por los críticos en relación con la mise en abyme es su poder totalizante. Al presentar metáforas de la totalidad, la obra narrativa intenta superar sus propios límites de representación. Sin embargo, este anhelo de totalidad es negado por algunas de sus formas más características, como la duplicación aporética, en la que el elemento reflector y el reflejado intercambian posiciones. La paradoja inherente a su empleo dentro de la ficción postmodernista reside en el hecho de que es usado para dar coherencia y unidad a modelos narrativos que se presentan como dispersos y fragmentarios y que aspiran a desenmascarar las prácticas totalizantes en el ámbito de la ficción y de la historia.

Un problema conceptual que plantea el estudio de estas metáforas autorreflexivas es el de su relación con elementos extratextuales que abarcarían desde la intencionalidad de su uso hasta su dimensión social. ¿Hasta qué punto la mise en abyme es un recurso empleado conscientemente con fines específicos o simplemente el resultado de la obsesiva lectura alegórica del crítico? ¿Se trata de un recurso que garantice la “literariedad” del texto de ficción o mantiene algún tipo de relación con la realidad extratextual? Dällenbach elimina este problema adoptando la posición del New Criticism en torno a la falacia intencional.

De acuerdo con esta perspectiva, no es necesaria una evidencia explícita de la intención del autor para descubrir los modos de autorrepresentación en su obra. En el caso de los ejemplos usados por Dällenbach (la mayoría procedentes del nouveau roman ) la intencionalidad autorial y las relaciones extratextuales son elementos que carecen de interés y relevancia en su estudio. De hecho, las obras de los autores que trata y la del propio Dällenbach se entienden dentro del contexto de la práctica y teoría estructuralista-formalista que intentó hacer de la mise en abyme la característica definidora de toda literatura y arte. Como sugiere Carroll, “the mise en abyme has largely been considered a tool of formalist critics used to ensure the purity of the literary and to exclude the extra-literary from having any significant impact on literary texts” (1987: 54).

La metaficción historiográfica reacciona frente a la clausura estética de estas prácticas abriendo la obra al impacto de lo histórico y lo sociopolítico sin por ello reducir su dimensión autoconsciente. Por su naturaleza híbrida (entre la autorreferencialidad y la meditación histórica) estas nuevas formas de la ficción histórica exigen una aproximación diferente al de aquellas obras puramente esteticistas o al de aquellas otras meramente historiográficas. Las nuevas formas de la narrativa histórica son el resultado del revisionismo dominante en el pensamiento contemporáneo. Dicho revisionismo debe entenderse en relación con las paradojas más flagrantes con que se enfrenta el postmodernismo literario en el ámbito interamericano: la tensión entre autorreferencialidad y reflexión histórica, entre escepticismo epistemológico y compromiso ético, entre autonomía artística y solidaridad política. Cualquier aproximación al postmodernismo literario que rehúya una de estas polaridades está condenada a ofrecer tan solo un visión parcial y distorsionada de un fenómeno que basa precisamente su razón de ser en la heterogeneidad y la ambivalencia.

LA ESCRITURA DE LA HISTORIA EN LA ERA POSTMODERNA

Muchas de las tendencias mencionadas en la teoría y práctica de la ficción postmodernista pueden apreciarse igualmente en la filosofía de la historia contemporánea. Al igual que otras ramas de la humanística, el estudio de la historia se ha beneficiado de los desarrollos intelectuales que han tenido lugar en otros discursos (principalmente la filosofía y la teoría literaria). De especial relevancia para el tema del presente trabajo de investigación, es la creciente tendencia entre los filósofos de la historia a cuestionar los presupuestos básicos de la labor historiográfica tanto en sus fines como en sus aproximaciones metodológicas. Como señala Jenkins, al igual que la filosofía y la literatura, la historia ha “empezado a preguntarse seriamente cuál es la naturaleza de su propia naturaleza” (Jenkins 1991: 1).

El relativismo y escepticismo característicos del pensamiento postmodernista han tenido un fuerte impacto en las prácticas epistemológicas de los nuevos historiadores, para quienes la búsqueda de la verdad en el pasado resulta cada vez más una utopía.17 Difícilmente podemos hablar hoy en día de un discurso histórico exclusivo; en su lugar solo parece haber posiciones, perspectivas, modelos, ángulos que fluctúan de acuerdo con diferentes paradigmas. El pensador postmodernista recurre a múltiples formas discursivas mientras, simultáneamente, reflexiona sobre el uso que hace de tales formas y sus posibles limitaciones. Esta visión de la historia parte de la base de que podemos observar un mismo fenómeno desde múltiples perspectivas sin que ninguna de las narrativas históricas resultantes tenga una necesaria permanencia o sea expresiva de esencia alguna.

Uno de los mayores esfuerzos de los historiadores postmodernistas se dirige a romper con el mito de la identidad entre el pasado y la historia. El pasado es obviamente el objeto de estudio de la historia, pero dicho pasado solo puede ser leído a través de prácticas discursivas limitadas, pero nunca conclusivas. Este pluralismo y provisionalidad de todas las lecturas favorece, supuestamente, la dispersión del poder en múltiples prácticas discursivas, ya que incluso los sectores más marginales pueden así producir sus propias historias: “Querying the notion of the historian’s truth, pointing to the variable facticity of facts, insisting that historians write the past from ideological positions, stressing that history is a written discourse as liable to deconstruction as any other, arguing that the ‘past’ is as notional a concept as ‘the real world’ to which novelists allude in realist fictions—only ever existing in the present discourses that articulate it—all these things destabilize the past and fracture it, so that, in the cracks opened up, new histories can be made” (Jenkins 1991: 66).

Como consecuencia de su autorreflexividad y deconstruccionismo extremos, los teóricos del postmodernismo aspiran a socavar todas y cada una de las visiones tradicionales del historiador y de la empresa historiográfica. El concepto del historiador como testigo, propuesto por la historiografía grecorromana y explotado por los historiadores de Indias hasta el siglo XVI, ha sido desbancado por la epistemología contemporánea (Lozano 1987: 12). Si este concepto se basaba en la necesidad de una inmediatez entre el autor de la historia y los hechos que narraba, tal posibilidad ha sido puesta en entredicho por las nuevas visiones de la investigación científica y sus paradigmas. No hay hechos desnudos por completo. Los hechos que entran en nuestro conocimiento (incluso aquellos aparentemente empíricos) son ya percibidos de cierto modo y no son “naturales” sino teóricos (Feyerabend 1981: 11). La visión positivista del historiador como científico ha sido igualmente puesta en tela de juicio. Los filósofos e historiadores de finales del siglo XIX (Taine, Michelet, Comte, Ranke) consideraban que los hechos hablaban por sí mismos y que del análisis científico de los mismos surgían inevitablemente las leyes que los gobernaban. Al desvelar el proceso de mediación inherente a la escritura de la historia y su ineludible componente ideológico, la historiografía postmodernista desmantela los presupuestos positivistas. Siguiendo la línea apuntada por Nietzsche en Vom Nutzen und Nachteil der Historie für das Leben, los nuevos filósofos de la historia afirman que no existen hechos en sí mismos; para que un hecho exista debemos primero otorgarle un significado: “history is never itself, is never said or read (articulated, expressed, discoursed) innocently, but… it is always for someone” (Jenkins 1991: 71). Todo historiador orienta al texto que escribe en direcciones específicas. Como señala Paul Veyne, “los hechos no existen aisladamente… el tejido de la historia es lo que llamaremos una trama… un episodio de la vida real que el historiador acota a su gusto y en el que los hechos tienen sus relaciones objetivas y su importancia relativa” (Lozano 1987: 62). La máscara de objetividad defendida por el empirismo y el positivismo historiográficos pierde toda validez cuando somos conscientes del fetichismo del documento y su consiguiente metodología basada en un realismo ingenuo.18 Incluso la personalidad más recientemente adoptada por el historiador, la del reconstructor de un misterio pasado mediante una trama detectivesca es igualmente sometida a revisión.19 Esta visión de la historia implica la clausura de un enigma previo que puede ser resuelto con la ayuda de pistas y evidencias. La idea subyacente es la necesidad de reconstruir una realidad precrítica dentro de un todo orgánico en el que los hechos adquieren su único significado posible. Al hacer patente la multiplicidad de sus versiones discursivas y al desvelar tanto la manipulación ideológica del autor como la imposibilidad de clausura última, el teórico de la historia postmodernista muestra lo artificioso y limitado de esta nueva “ficción del historiador”.

 

Ante todo, la visión postmodernista de la historia aspira a problematizar lo que tradicionalmente se había presentado como una labor mecánica que respondía a un concepto simplista de la representación. Dos tendencias específicas dentro del postmodernismo cumplen un papel crucial en su revisionismo epistemológico y requieren, por tanto, de un comentario más detenido: la sustitución de las visiones orgánicas de la historia por una idea fragmentaria del pasado y la reevaluación del papel de la narrativa en la escritura de la historia. El primero de estos aspectos encuentra en la obra de Michel Foucault una de sus formulaciones más radicales, mientras que el segundo ha sido llevado hasta sus últimas consecuencias en el análisis formal de la historia propuesto por Hayden White. En ambos casos, se trata de proyectos teóricos que buscan desvelar el proceso de mediación inherente a la textualización del pasado. La obra de Foucault desmantela los intentos de teorización global del fenómeno histórico mediante narrativas fragmentarias (microhistorias) que prestan atención a las diferencias en lugar de centrarse en las continuidades. Los trabajos de White, por su parte, revelan el carácter poético (tropológico) y cultural de toda obra histórica. Estos dos pensadores ofrecen alternativas autorreflexivas a la llamada crisis del pensamiento histórico.

Michel Foucault: la historia como discontinuidad

Como ocurre con el análisis de cualquier aspecto de su pensamiento, el estudio de la obra de Foucault tropieza con una serie de dificultades que tienen su origen en el desprecio de su autor ante toda forma de teorización sistemática. Lo primero que llama la atención de cualquier lector es la cantidad ingente de paradojas, ambigüedades e interrupciones en el hilo de su argumentación. En su discurso fragmentario, las ideas se suceden a menudo sin causalidad lógica, quedan suspendidas temporalmente o son oscurecidas por la abundancia de metáforas. Este aspecto heterodoxo y provocativo de su prosa es parte sustancial (la manifestación formal) del proyecto de reorganización del discurso histórico esbozado teóricamente en “Nietzsche, la genealogía, la historia” (1971) y llevado a la práctica en obras como Vigilar y castigar (1975) e Historia de la sexualidad (1976).

Siguiendo la pauta establecida por Nietzsche en La genealogía de la moral, Foucault propone una forma de análisis genealógico que sirva como reacción contra la historia tradicional. A diferencia del historiador preocupado por la descripción del relato que habrá de llevar inexorablemente al presente, el análisis de Foucault aspira a deslegitimizar dicho presente cuestionando la causalidad que lo ata al pasado. En el análisis de Foucault no hay lugar para los conceptos de continuidad y progreso sostenidos por el empirismo historiográfico. Por el contrario, al concentrarse en todos aquellos aspectos diferentes, socava la noción de “inevitabilidad” histórica mediante la cual todo historiador intentaba justificar sus ideas y fortalecer su autoridad intelectual. La filosofía de la historia de Foucault desenmascara la inocencia epistemológica del historiador espiritista tradicionalmente representado como un buscador de la verdad. La búsqueda del historiador no se circunscribe a la verdad sino al conocimiento, entendido este como fuente de poder. La escritura de la historia se convierte así en una forma de domesticación del pasado con efectos de legitimación específicos: “Historical writing, Foucault contends, is a practice that has effects, and these effects tend, whatever one’s political party, to erase the difference of the past and justify a certain version of the present” (Poster 1984: 76).

El método histórico del genealogista, por el contrario, se basa en el rastreo sistemático de las diferencias: “localizar la singularidad de los acontecimientos, fuera de toda finalidad monótona; atisbarlos donde menos se los espera, y en lo que pasa por no tener historia—los sentimientos, el amor, los instintos” (Foucault 1979: 7). El historiador nietzscheano parte del presente y se remonta en el pasado hasta localizar una diferencia. En ese momento empieza a describir la evolución y transformaciones de tal anomalía a lo largo del tiempo, teniendo siempre presente la necesidad de conservar por igual tanto las conexiones como las discontinuidades: “These alien discourses/practices are then explored in such a way that their negativity in relation to the present explodes the ‘rationality’ of the phenomena that are taken for granted. When the technology of power of the past is elaborated in detail, present-day assumptions which posit the past as ‘irrational’ are undermined” (Poster 1984: 89-90).

En su estudio sobre Nietzsche, Foucault propone tres usos alternativos del sentido histórico, opuestos a las tres modalidades platónicas de la historia: el uso paródico y destructor de la realidad (opuesto a la historia como reminiscencia o reconocimiento), el uso disociador y destructor de la identidad (opuesto a la historia como continuidad o tradición) y, por último, el uso sacrificador y destructor de la verdad (opuesto a la historia como conocimiento) (Foucault 1979: 25). Estos tres usos transgresivos contribuyen a configurar una historia alternativa a la que Foucault se refiere indistintamente en su ensayo con los términos historia efectiva y genealogía: “La historia será ‘efectiva’ en la medida en que introduzca lo discontinuo en nuestro mismo ser; divida nuestros sentimientos; dramatice nuestros instintos; multiplique nuestro cuerpo y lo oponga a sí mismo. No deje nada sobre sí que tenga la estabilidad tranquilizadora de la vida de la naturaleza, ni se deje llevar por ninguna muda obstinación hacia un final milenario. Socave aquello sobre lo que se la quiere hacer reposar, y se ensañe contra su pretendida continuidad. Y es que el saber no está hecho para comprender, está hecho para zanjar” (1979: 20).

Como teoría global de la historia, la obra de Foucault es claramente insuficiente y oscura. Su negativa a enfrentar problemas epistemológicos y la falta de definición de muchos de sus conceptos básicos, hace que su obra sea de difícil acceso y de aún más difícil evaluación. Su obra es, ante todo, “oposicional”, ya que ofrece una crítica demoledora de algunas presuposiciones básicas del realismo historiográfico que han venido dominando los departamentos de historia en las últimas décadas. Dentro del ámbito de la práctica, Foucault ha alcanzado sus páginas más brillantes en las microhistorias de fenómenos específicos, como la historia de las prisiones o de la sexualidad, donde obliga a replantearnos las nociones sobre conocimiento y poder asumidas como naturales.

Hayden White: “tropología” y narratividad en el discurso histórico

Una aproximación diferente, aunque igualmente sintomática del escepticismo epistemológico creciente en la filosofía de la historia contemporánea, es la que ofrece Hayden White. Siguiendo la relativización del conocimiento histórico iniciada por pensadores europeos continentales (desde Valéry y Heidegger a Sartre y Lévi-Strauss) y el cuestionamiento del rango científico de la historia llevado a cabo por filósofos anglo-americanos (Mink, Dray y Danto), White propone un análisis formal de la estructura narrativa de la obra histórica. Las razones de este enfoque se encuentran en la consideración del historiador como un narrador y de todo acto de escribir como un acto poético.

En la opinión de White la obra histórica es, ante todo, una estructura verbal cuya forma sigue los dictados de la prosa narrativa (1973: ix; 1978: 82). Toda actividad historiográfica queda limitada a la metahistoria, es decir, a una reflexión hecha a posteriori y organizada sobre las bases de otros textos históricos y según las convenciones retóricas del discurso poético. En sus obras White insiste en la necesidad de discriminar entre términos como “suceso” y “hecho”, “crónica” e “historia”. Los sucesos aluden a los acontecimientos del pasado antes de ser procesados textualmente. Los hechos, en cambio, son el resultado de la inscripción de un suceso (event) en el registro histórico sancionado por la comunidad interpretativa a la que pertenece el historiador. La trasformación de los sucesos en hechos históricos supone el paso del ámbito objetivo de la realidad empírica a la esfera subjetiva de las prácticas discursivas contenidas en el archivo. White subraya el proceso de mediación con que se caracteriza cada una de las etapas en la construcción del discurso histórico. El mismo proceso de selección y de exclusión de hechos y evidencias está inevitablemente condicionado por los prejuicios e intereses del historiador, de ahí que White subraye el valor de la estructura de exclusión sobre la que se organiza toda narrativización del pasado: “Our explanations of historical structures and processes are thus determined more by what we leave out of our representations than by what we put in. For it is in this brutal capacity to exclude certain facts in the interest of constituting others as components of comprehensible stories that the historian displays his tact as well as his understanding” (1978: 90-91).

En su intento por desenmascarar las pretensiones empíricas de la historia tradicional, White cuestiona el valor puramente arqueológico de la empresa historiográfica y, subraya, en cambio, su componente narrativo. Los datos contenidos en el archivo histórico, y presentes en formas de documentos y crónicas, son organizados por el historiador en función de su significación y de su relación con el conjunto de su obra. A ello se añaden observaciones particulares que permiten entender un suceso a la luz del proyecto último del historiador. La escritura de la historia se convierte, así, en un acto en el que la invención (tradicionalmente reservada a la ficción) no está del todo ausente, sino que desempeña, en la mayoría de los casos, un papel primordial (White 1973: 7).

 

En Metahistory (1973), White distingue cinco niveles de conceptualización historiográfica: crónica, relato (“story”), modo de la trama (“mode of emplotment”), modo de argumentación y modo de implicación ideológica. La obra histórica es concebida como un intento de mediación entre lo que White llama un campo histórico (el documento no procesado) y un público. En este esquema, la crónica alude a la disposición de los acontecimientos a tratar en el orden cronológico en que han acaecido. Las crónicas constituyen así una fase previa (“preparatory exercises” los llama Danto 1965: 116) carente de conclusión. Tampoco tienen partes inaugurales o climáticas; comienzan simplemente cuando el cronista inicia la narración de los acontecimientos, y pueden ampliarse indefinidamente. El paso de la crónica a la historia vendría dado por la combinación de tales acontecimientos como componentes de lo que White llama un “espectáculo” o proceso de ocurrencia al que el historiador asigna un principio, una parte central y un final. Mientras que en la crónica un suceso constituye una posición en una serie, en la historia tal suceso pasa a ser significativo en cuanto elemento de un relato. A diferencia de las crónicas, las “narraciones” históricas trazan las secuencias de sucesos que conducen de fases inaugurales a fases conclusivas (siempre provisionales) de los procesos sociales y culturales.

La disposición de los sucesos escogidos de la crónica y su incorporación en un relato histórico plantea una serie de preguntas que el historiador debe anticipar y responder en el curso de la construcción de su narrativa: ¿qué ocurrió después? ¿cómo ocurrió? ¿por qué ocurrió esto y no lo otro? ¿por qué fue de esta forma y no de otra? Estas preguntas tienen que ver con el proyecto narrativo total del historiador y pueden responderse de varias maneras. White circunscribe estas posibilidades de explicación a tres tipos: (1) explicación por la trama (emplotment), (2) explicación por el argumento formal y (3) explicación por la implicación ideológica.

Dentro de cada una estas estrategias interpretativas, distingue cuatro posibles modos de articulación. Al nivel de la trama (emplotment), y sobre la base del modelo teórico de Northrop Frye, estos cuatro modos serían: romance, sátira, comedia y tragedia. El romance arquetípico describe la forma en que el héroe es capaz de trascender el mundo de la experiencia. La sátira sería la antítesis de este drama de redención ya que presenta al hombre como cautivo, en lugar de dueño del mundo que habita. En la comedia pervive la esperanza de un triunfo humano temporal mediante la perspectiva de reconciliación de las fuerzas en pugna dentro del mundo social y natural. Por lo que se refiere a la tragedia, las expectativas de reconciliación son más sombrías e implican el reconocimiento de que las condiciones de vida son inalterables y eternas y es preciso aprender a convivir con ellas. Como en el resto de las diferentes estrategias interpretativas, estos cuatro posibles modos de articulación permiten modos híbridos como, por ejemplo, la sátira cómica o la tragedia satírica, pero siempre sobre la base de estas estructuras argumentales arquetípicas mediante las cuales el historiador busca explicar “lo que ocurrió” (1973: 11).

Además del nivel de configuración argumental, White propone un segundo nivel en el que el énfasis estaría más en la finalidad de la forma histórica en relación con un determinado modelo. Para ello distingue entre cuatro paradigmas: formalista, organicista, mecanicista y contextualista. Grosso modo, la teoría formalista de la verdad busca la identificación de lo particular y único en el campo de la historia; el organicismo, por su parte, pretende describir los fenómenos particulares como parte de procesos de síntesis. Las hipótesis mecanicistas, en cambio, tienden a la reducción más que a la síntesis (el mecanicismo contempla los actos de los agentes que habitan el espacio de la historia como manifestaciones instrumentales de elementos extrahistóricos). El contextualismo, por último, sitúa los acontecimientos dentro del marco en el que tienen lugar y en relación con otras circunstancias históricas similares.

En un último nivel de conceptualización, White propone el estudio de las implicaciones ideológicas a través de cuatro posiciones básicas: anarquismo, conservadurismo, radicalismo y liberalismo. Estas cuatro posiciones desarrollarán concepciones divergentes en relación con los problemas del cambio social y la orientación temporal, elementos básicos en cualquier narración histórica. Los historiadores conservadores se muestran reacios frente a todo cambio social e imaginan la evolución histórica como una progresiva elaboración de la estructura social dominante en su momento. Los liberales contemplan los cambios bajo la forma de ajustes de un mecanismo cuya estructura podrá llegar a perfeccionarse en el futuro. El radicalismo y el anarquismo, por el contrario, creen en la necesidad de transformaciones estructurales sustanciales que permitan reconstruir la sociedad sobre nuevas bases. Mientras la mentalidad radical ve el advenimiento de esta nueva sociedad como inminente, la visión histórica del anarquismo tiende a idealizar un pasado remoto en que la humanidad vivía en un estado de inocencia natural que ha sido corrompido en las sociedades modernas.

Como resultado de la combinación de los modos posibles de articulación a los cuatro niveles descritos se desprende lo que White llama el estilo historiográfico del historiador. Este estilo se obtiene mediante un acto esencialmente poético en el que se prefigura el campo histórico y se constituye la estructura en relación con la cual se ensayarán diferentes interpretaciones del pasado. Las modalidades narrativas que escoge el historiador son elaboradas en última instancia mediante el uso de unas figuras retóricas determinadas. White se vale en su análisis formal de los cuatro tropos aristotélicos básicos del lenguaje poético o figurativo: metáfora, metonimia, sinécdoque e ironía. Los tropos dominantes en la narrativa histórica contribuyen de modo especial a confirmar las tesis del autor produciendo un efecto determinado en los lectores.

En su análisis metahistórico, White llega, entre otras, a las siguientes conclusiones: (1) no hay “historia” que no sea al mismo tiempo “filosofía de la historia”; (2) los modos de la historiografía son formalizaciones de percepciones poéticas previas que sancionan las teorías usadas para dar al relato histórico el aspecto de una “explicación”; (3) la exigencia de una historia científica revela tan solo una preferencia entre las múltiples modalidades de conceptualización histórica existentes; (4) la elección entre una perspectiva histórica u otra no es de orden moral o estético, sino epistemológico.

Como era previsible, las teorías de White han sido celebradas en los departamentos de literatura y duramente criticadas, cuando no ignoradas, por una buena parte del estamento historiográfico. Una de las evaluaciones más equilibradas de la obra de White ha sido llevada a cabo por Dominick LaCapra. Como declarado defensor de las perspectivas interdisciplinarias en el estudio de historia y la literatura, LaCapra admite la necesidad de que la historiografía tradicional se abra a los nuevos desarrollos que han tenido lugar en la filosofía y la crítica literaria, pero sugiere que debe hacerlo de una forma crítica. Si bien se muestra claramente en contra del objetivismo característico de la historiografía empirista, LaCapra rechaza con igual fuerza la inversión del modelo objetivista que ha llevado a un reduccionismo de signo opuesto. Para LaCapra el modelo inicial de White (el dominante en Metahistory) se caracteriza por un estructuralismo generativo que presenta el componente figurativo o “tropológico” como determinante de los demás niveles del discurso.