Postmodernismo y metaficción historiográfica. (2ª ed.)

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En entrevistas y ensayos recientes su actitud parece ser más positiva. Así, por ejemplo, sugiere el uso de técnicas “homeopáticas” o de apropiación para combatir el postmodernismo con las formas del postmodernismo mismo: “To undo postmodernism homeopathically by the methods of postmodernism: to work at dissolving the pastiche by using all the instruments of pastiche itself, to reconquer some genuine historical sense by using the instruments of what I have called substitutes for history” (Kellner 1989: 59).

EL DEBATE SOBRE EL POSTMODERNISMO EN LATINOAMÉRICA

Los cuatro conceptos del postmodernismo discutidos hasta el momento se relacionan estrechamente con el postmodernismo angloamericano. Si aluden a obras y autores latinoamericanos, lo hacen ocasionalmente y abstrayéndolos de sus contextos socioculturales de producción. En el caso de Hassan y McHale, se limitan a incluir algunos de los más conocidos autores de la nueva narrativa hispanoamericana (Borges, García Márquez, Fuentes y Cortázar) dentro de sus taxonomías sin una contextualización clara. Su adscripción al postmodernismo se considera automática por el uso de determinadas estrategias formales. Incluso Hutcheon, que subraya la necesidad de emplazar las prácticas postmodernistas dentro de un marco referencial más amplio, no consigue explicar las condiciones específicas en que dicho marco se manifiesta en circunstancias diversas.

Fredric Jameson: la novela del tercer mundo como alegoría nacional

Si el postmodernismo latinoamericano está presente, aunque de forma poco satisfactoria, en las obras de los tres críticos mencionados, Jameson ni siquiera contempla dicha posibilidad. Su concepto del postmodernismo como la “lógica cultural del capitalismo tardío” le obliga a limitar su perspectiva a sus manifestaciones más agresivas. Su estudio se centra, por tanto, en los Estados Unidos, país en el que se origina dicha lógica cultural. El resto del mundo vive en un estadio cultural que, según él, difiere radicalmente del norteamericano.

En su ensayo “Third-World Literature in the Era of Multinational Capitalism” (1986), Jameson acomete un estudio de esa situación particular. Lo que a primera vista podría parecer un encomiable intento de apreciar las voces ajenas a la dinámica específica de la nueva metrópoli cultural, acaba dando lugar a generalizaciones aún más conflictivas. El uso del término “tercer mundo” es de por sí problemático (como el propio Jameson reconoce); pero todavía más problemática es su tajante afirmación de que todas las novelas de Asia, África y Latinoamérica (los espacios geográficos que incorpora bajo el término “tercer mundo”) responden a un mismo esquema alegórico. Según Jameson, “all third-world texts are necessarily… allegorical, in a very specific way: they are to be read as what I will call national allegories, even when, perhaps I should say, particularly when their forms develop out of predominantly western machineries of representation, such as the novels”(1986: 69). Los textos del tercer mundo, Jameson sigue diciendo, “necessarily project a political dimension in the form of a national allegory: the story of the private individual destiny is always an allegory of the embattled situation of the public third-world culture y society” (1986: 69).

Jameson, por supuesto, busca una alternativa a la situación apocalíptica que contempla en el panorama cultural estadounidense. La producción de una cultura claramente de oposición en los países del tercer mundo se convierte así en una alternativa utópica al quietismo político y al simulacro referencial del postmodernismo característicos del primer mundo, y más concretamente de los Estados Unidos.8

Julio Ortega: hacia un postmodernismo internacional

El estudio de la postmodernidad latinoamericana es ciertamente un campo sumamente controvertido. En algunos casos, los críticos latinoamericanos rechazan el término “postmodernismo” y el concepto asociado al mismo a causa de la confusión que genera en relación con los movimientos modernistas abanderados por Rubén Darío en el ámbito hispanoamericano y Mario de Andrade en la literatura luso-brasileña. La adopción de este término es así vista como una extrapolación de un fenómeno que es visto como ajeno a la realidad histórica y cultural de Iberoamérica (Paz 1987: 26-27; Osorio 1989: 146-48), cuando no como un nuevo caso de imperialismo cultural (Rozitchner 1988: 165-66).

Entre aquellos que defienden la validez de este término en el ámbito latinoamericano se observan diversas actitudes que dependen de la orientación crítica de cada autor. Al igual que en el caso de la crítica angloamericana, los estudios sobre el postmodernismo en Latinoamérica tienden a agruparse en dos tendencias principales: la de quienes definen el postmodernismo como una poética, es decir, como un repertorio de técnicas formales que difieren sustancialmente de las empleadas por los escritores del alto modernismo y aquellos que optan por una aproximación de tipo sociohistórico en la que el postmodernismo sería una manifestación cultural estrechamente vinculada a los más recientes desarrollos socioeconómicos. En ningún caso se han producido obras críticas de la envergadura y difusión de las publicadas en Estados Unidos. Como señalamos antes, el área de los estudios sobre postmodernismo en Latinoamérica es un campo crítico que surgió posteriormente.9 Aunque la producción crítica sobre el tema ha crecido vertiginosamente en las últimas décadas, la dispersión y falta de acuerdo en torno a unas premisas básicas sobre el postmodernismo latinoamericano parece aún mayor que en el caso de la crítica norteamericana.

Un ejemplo representativo de la primera de las dos tendencias arriba descritas es el de Julio Ortega. En un ensayo publicado en 1988, Ortega defiende el uso de este término dentro del contexto latinoamericano. Para evitar confusiones, distingue entre lo que llama International Modernism (el movimiento artístico liderado por Pound, Eliot y Joyce, pero que coincide también con el programa de las vanguardias en Latinoamérica) y el “modernismo hispanoamericano” o “modernismo decimonónico”. Ortega no cree en la tesis de una ruptura violenta, sino que ve una relación de continuidad entre modernismo y postmodernismo, una relación tendría su origen en la influencia del vanguardismo en ambos movimientos. Aunque se originaron dentro del modernismo internacional, los movimientos vanguardistas, según Ortega, han sobrevivido a la debacle del modernismo y han mantenido vivo el espíritu innovador dentro del ámbito de la postmodernidad.

Ortega toma los rasgos definidores del postmodernismo de dos fuentes profundamente dispares: John Barth y Fredric Jameson. De Barth adopta algunos de los rasgos formales del repertorio postmodernista, así como su tratamiento del problema de la representación. Según Ortega, en obras como Cien años de soledad, el lenguaje no se limita a problematizar su relación con la realidad (como ocurre en los textos modernistas), sino que cuestiona la lógica natural misma, “the very presence of the word and its laws in the book” (1988: 194). No busca revelar, reemplazar o reformular la realidad; busca mostrar cómo puede representar, crear o deshacer una serie de realidades. De acuerdo con Ortega, el lenguaje es aquí un modus operandi, y su transformación constituye un juego y una búsqueda que el lector puede valorar, de acuerdo con su poder innovador. A diferencia de los textos del realismo tradicional, Cien años de soledad provoca una nueva clase de lectura que es sometida a un estado de permanente revisión/deconstrucción en el que todas las realidades se cancelan entre sí, incluyendo la realidad de la novela misma. Si bien Barth establece una relación de continuidad entre lo que llama el premodernismo de Cervantes, el modernismo dernier cri de Borges y el postmodernismo de García Márquez, Ortega defiende esta continuidad, pero cuestiona la categorización de Barth. De acuerdo con Ortega, la modernidad de Cervantes es incuestionable. Como Rabelais y Stern, Cervantes es, en muchos sentidos, más moderno que Tolstoi y Balzac. Para comprender este tipo de afirmaciones, debemos tener en cuenta que Ortega valora la modernidad en función del uso de la ironía autoconsciente del autor y según las posibilidades paródicas de la novela.

Asimismo, Borges es para Ortega el autor que permitió el surgimiento del postmodernismo en Latinoamérica.10 Aunque sus comienzos literarios estaban estrechamente vinculados con las vanguardias y, especialmente, con el ultraísmo, Borges se fue progresivamente alejando de estas posiciones, para acabar por convertirse en el principal transgresor de un “modernismo institucional” (1988: 195). Su obra de ficción y sus ensayos tienden a reemplazar la visión modernista, concebida como una entidad totalizante, con una noción de la obra como una entidad diferenciada y “diferida” que tiene que ser anotada y comentada. De acuerdo con Jameson, los dos rasgos característicos de la cultura postmodernista–la transformación de la realidad en imágenes y la fragmentación del tiempo en una serie de presentes momentáneos–, fueron parte del estilo propio de Borges ya en la década de los treinta. En “El Aleph”, por ejemplo, Borges reescribe la tradición epifánica, convirtiendo un pequeño objeto en una imagen que puede revelar el universo, que se resiste a su transcripción verbal y que conlleva una visión del tiempo que solo puede ser aprehendida como una serie de presentes perpetuos. Ortega concluye afirmando que las grandes novelas latinoamericanas (Pedro Páramo, Rayuela, Los ríos profundos, Cien años de soledad, Tres tristes tigres, Terra Nostra y Paradiso) son el resultado de las evoluciones que surgieron del Modernismo Internacional; lo que no significa que se limiten a aplicar las técnicas o motivos adoptados por tradiciones foráneas. Por el contrario, se trata de obras que confrontan la visión y prácticas modernistas con su propio contexto histórico y literario; de tal modo que problematizan y parodian ambas, influenciando la postmodernidad y confiriéndole un acento más crítico, tanto a un nivel estético como social (1988: 206).

 

Las tesis de Ortega en relación con el postmodernismo son, sin duda, excesivamente abarcadoras. El uso simultáneo de conceptos de postmodernidad dispares y, a veces, contrapuestos lleva a Ortega a convertir el postmodernismo en un cajón de sastre teórico donde cabe la práctica totalidad de la narrativa hispanoamericana de corte innovador y experimental. La falta de definición de este modelo se agrava aún más por la falta de contextualización del fenómeno dentro del ámbito latinoamericano. Para Ortega el postmodernismo consiste principalmente en una serie de marcadores formales que podría llevarnos a considerar como postmodernistas obras de épocas precedentes y de tradiciones culturales dispares. Los críticos que se estudian a continuación intentan corregir estas limitaciones, ofreciendo modelos teóricos interdisciplinarios que nos permiten entender el postmodernismo latinoamericano a la luz y en contraste con otras prácticas discursivas.

Néstor García Canclini: estrategias para entrar y salir de la postmodernidad

Una visión más crítica de este fenómeno la ofrece Néstor García Canclini. En Culturas híbridas (1989), García Canclini examina las paradojas resultantes de la política y cultura transnacionales, así como su influencia en el debate en torno a la postmodernidad. Su actitud es abiertamente crítica frente a las dos reacciones más comunes entre la conceptualización del postmodernismo latinoamericano: aquellos que consideran imposible adoptar una perspectiva postmodernista en un continente en el que la modernización ha llegado tarde o ha sido desigualmente distribuida, y aquellos que consideran a una Latinoamérica híbrida como el paradigma geográfico del postmodernismo.11 García Canclini rechaza tanto el paradigma de la imitación como el de la originalidad. Para él, ni el intelectual latinoamericano se limita a copiar los modelos de la metrópoli ni la mistificación de la realidad “mágica” latinoamericana puede dar cuenta de su hibridez cultural y socioeconómica. La propuesta de García Canclini, aunque acepta la utilidad del discurso postmodernista en el contexto latinoamericano, establece la necesidad de optar por un modelo crítico que pueda describir las relaciones entre tradición, postmodernidad y la modernización socioeconómica occidental, de la cual Latinoamérica forma parte.

Entre los aspectos que dificultan la comprensión de la modernidad, García Canclini señala que, mientras en la filosofía y el arte de los países industrializados domina el pensamiento postmodernista, en la economía y la política de Latinoamérica prevalecen los objetivos de la modernidad. Esto lleva a muchos intelectuales latinoamericanos a subestimar irónicamente el debate en torno a la postmodernidad (“¿para qué nos vamos a andar preocupando por la postmodernidad si en nuestro continente los avances modernos no han llegado del todo ni a todos?” [1989: 20]). En gran medida Latinoamérica no ha disfrutado de una sólida industrialización, ni de una mecanización extendida de su agricultura. Incluso muchos de sus países no han podido llegar a beneficiarse de las ventajas relativas del liberalismo político. Los caudillos y dictadores han dirigido secularmente los destinos de muchos de estos países.

Aunque la modernización haya llegado tarde y mal, su impacto ha sido notable en muchos de los centros urbanos, en donde cohabitan los más variados estadios del desarrollo económico y cultural. Latinoamérica es así contemplada, desde la perspectiva de García Canclini, como una compleja articulación de tradiciones y modernidades, “un continente heterogéneo formado por países donde, en cada uno, coexisten múltiples lógicas de desarrollo” (1989: 23). García Canclini ve en la reflexión antievolucionista del postmodernismo un instrumento sumamente útil para explorar la heterogénea realidad de Latinoamérica. La postmodernidad es así entendida “no como una etapa o tendencia que reemplazaría el mundo moderno, sino como una manera de problematizar los vínculos equívocos que este armó con las tradiciones que quiso excluir o superar para constituirse” (1989: 23).

A diferencia de la modernidad cultural, basada en la rígida división entre la cultura de masas, la cultura popular y la “alta cultura”, el relativismo postmodernista facilita la revisión de tales fronteras y la contemplación de estas tres manifestaciones de la cultura como constitutivas de la sensibilidad colectiva de la contemporaneidad latinoamericana. García Canclini ve en el pensamiento postmodernista un punto de partida para la constitución de unas ciencias sociales nómadas que podrían circular a través de estos niveles de división artificial de la cultura e incluso reorganizar tales niveles de forma horizontal y democrática. Estos mecanismos permitirían seguir el rastro dejado por la diseminación y transnacionalización de la cultura llevada a cabo por las nuevas tecnologías y los medios de comunicación de masas.

El modelo de postmodernidad que propone García Canclini, aunque difiere de las generalizaciones de Jameson sobre la cultura del Tercer mundo, coincide con el del crítico marxista estadounidense en la urgente necesidad de crear un modelo de oposición que pudiera ser aplicado a la totalidad social. Como García Canclini sugiere, “en este tiempo de diseminación postmoderna y descentralización democratizadora también crecen las formas más concentradas de acumulación del poder y centralización transnacional de la cultura que la humanidad ha conocido” (1989: 25).

George Yúdice, John Beverly, José Oviedo y Neil Larsen: reconceptualizando el postmodernismo desde una óptica neomarxista

La perspectiva de García Canclini ha abierto el camino a un gran número de ensayos que tienden a seguir esta aproximación sociocultural. George Yúdice, por ejemplo, insiste igualmente en la necesidad de adoptar una perspectiva crítica en los estudios sobre la postmodernidad latinoamericana. Para Yúdice, la postmodernidad no es una poética o una episteme que haya sustituido a la modernidad. Por el contrario, Yúdice prefiere teorizar la postmodernidad como “a series of conditions variously holding in different social formations that elicit diverse responses and propositions to the multiple ways in which modernization has been attempted in them” (1992: 7). Desde esta perspectiva, la relación entre modernidad y postmodernidad habría que contemplarse en términos no de ruptura, sino de replanteamiento crítico. Frente al rechazo del pasado propugnado por las vanguardias europeas y anglo-americanas, el postmodernismo en Latinoamérica se caracterizaría por la rearticulación de la tradición dentro de nuevos modelos culturales. De ahí el éxito del pastiche entre los autores latinoamericanos, entendido no en el sentido de blank parody (Jameson), sino como forma de estilización que no rechaza ni celebra el pasado, sino que lo asume de forma crítica.

En una línea ideológica similar a la de Yúdice, John Beverly, José Oviedo y Neil Larsen han evaluado el fenómeno del postmodernismo en Latinoamérica desde una perspectiva oposicional. Para Beverly, las formas culturales hegemónicas, lo que Jameson denomina la lógica cultural del capitalismo tardío, conviven y se entremezclan en Latinoamérica con formas de expresión locales de diverso signo. La dinámica transcultural resultante obligaría al crítico a adoptar nuevas formas de análisis y, especialmente, a renovar el desfasado arsenal crítico de la vieja izquierda.

De modo similar, Larsen (1990) defiende la existencia de un postmodernismo de izquierdas latinoamericano, que ejemplifica mediante la novela del testimonio, la Teoría de la Liberación, el neomarxismo de Ernesto Laclau y la obra del crítico cubano Roberto Fernández Retamar. Larsen, al igual que Yúdice, Beverly y tantos otros latinoamericanistas, se propone presentar el postmodernismo no como un fenómeno homogéneo sino como el resultado de la interacción entre una cultura mundial omnipresente y otras de carácter resistente y local. Beverly y Oviedo llegan a invertir el modelo de Jameson al afirmar que lo que el crítico norteamericano califica de postmodernismo podría ser mejor entendido, no como algo que emana desde un supuesto centro (el mundo capitalista avanzado) hacia la periferia neocolonial (el “tercer mundo”), sino como “precisely the effect. in that center of postcoloniality: as, that is, not so much the ‘end’ of modernity as the end of Western hegemony” (1993: 4).

Este intento de encontrar un postmodernismo crítico y de adaptarlo a las prácticas culturales latinoamericanas lleva a todos estos críticos a privilegiar todas aquellas manifestaciones culturales que se identifican con el proyecto político de la nueva izquierda latinoamericana. Para estos dos críticos las nuevas formas de expresión del postmodernismo latinoamericano se distanciarían cada vez más del elitismo que caracterizaría tradicionalmente a los intelectuales de este continente y se identificarían, en cambio, con las nuevas formas de organización popular que han venido surgiendo en las últimas décadas.

EL TEXTO AUTORREFLEXIVO

Uno de los rasgos más característicos de la narrativa contemporánea es su tendencia a desvelar su propia condición de artificio verbal. Esta autorreferencialidad responde a una tendencia generalizada dentro del discurso contemporáneo. Las ciencias humanas (la historia, la sociología, la psicología, la lingüística y la antropología) así como las tradicionales disciplinas humanísticas (la filosofía, la retórica y la estética), se han hecho cada vez más subjetivas y figurativas, haciendo explícitos y cuestionando los presupuestos sobre los que se asientan sus métodos. La metaficción se hace eco de esta tendencia hacia la auto-representación y la incorpora a su propia estructura. Consiguientemente, la distinción entre los discursos se difumina, como se difumina también la frontera entre arte y teoría, entre ficción y realidad. Dada la ubicuidad de la metaficción y otros términos afines (ficción autoconsciente, narrativa narcisista, fabulación, surfiction, literatura del agotamiento, novela autofágica, abysmal fictions), en la teoría y práctica literarias contemporáneas, se hace necesaria una breve recapitulación de las teorías más influyentes sobre el tema.

Conceptos de metaficción

El ensayo más temprano sobre metaficción fue escrito por Robert Scholes en 1970. En “Metafiction” Scholes utiliza esta etiqueta para referirse a aquellas ficciones que incorporan dentro de sí las perspectivas características de la crítica. En un ensayo posterior, Fabulation and Metafiction (1979), Scholes analiza un grupo de obras que muestran esta tendencia, pero sin llegar a desarrollar una teorización detallada. En este segundo ensayo, Scholes sugiere la semejanza entre la metaficción y la fábula, ya que en ambos casos se trata de narrativas que muestran un placer especial por la forma, la dominación autorial y la cualidad didáctica.12

Una de las definiciones más influyentes de este modo narrativo tiene su origen en el ensayo sobre la novela autoconsciente de Robert Alter Partial Magic: “A self-conscious novel, briefly, is a novel that systematically flaunts its own condition of artifice and that by so doing probes into the problematic relationship between real-seeming artifice and reality” (1975: x). Alter no llega a definir los componentes intrínsecos de este tipo de novelas, sino que se orienta más bien a analizar un corpus de obras que a lo largo de los siglos han venido usando recursos igualmente autoconscientes.

Su estudio de estas obras constituye una crónica de la metaficción en su sentido más amplio, sin que sea posible delimitar claramente el campo de aplicación de este término. Aunque no hablaba de metaficción propiamente, sino de novela autoconsciente, la definición de Alter fue retomada por teóricos de este modo narrativo como Patricia Waugh: “Metafiction is a term given to fictional writing which self-consciously and systematically draws attention to its status as an artefact in order to pose questions about the relationship between fiction and reality” (1984: 2). Al desvelar su propia artificiosidad, los textos autoconscientes revelan, en última instancia, el proceso mediante el cual, de forma similar, se construye nuestro sentido del mundo. Tanto Alter como Waugh consideran que la metaficción no es un fenómeno exclusivo de la narrativa contemporánea, sino que forma parte de una tradición que se remonta a los orígenes mismos de la novela. De hecho, una parte substancial del ensayo de Alter se dedica al análisis de Don Quijote como novela autoconsciente. El trabajo de Waugh, por su parte, se centra en obras contemporáneas, pero admite asimismo la antigüedad de esta tradición. La diferencia, según Waugh, vendría dada por la radicalización y extensión de las prácticas autoconscientes en la ficción contemporánea.

 

El texto autorreflexivo ha sido también explorado por Gerald Graff (Literature Against Itself, 1979) y Linda Hutcheon (Narcissistic Narrative, 1980). El libro de Graff, que se podría enmarcar dentro de la crítica moral de la Escuela de Chicago, fue escrito como reacción contra las teorías antimiméticas que, según él, habían trivializado la literatura y la crítica, intentando despojar a ambas de su poder didáctico. Para Graff, el texto no puede escapar nunca a su impulso mimético. Todo arte representa el mundo natural. Incluso las formas más radicales del antirrealismo y la metaficción son, paradójicamente, miméticas, ya que reflejan una realidad en la que ya no existen referentes estables: “Where reality has become unreal, literature qualifies as our guide to reality by de-realizing itself” (1979: 179). En la visión moral de Graff la literatura debe infundir orden y conocimiento a una cultura crecientemente nihilista, en lugar de convertirse en una fácil celebración de dicha cultura.

El libro de Hutcheon estudia también el antirrealismo, aunque desde una óptica diferente. Mientras que Graff condena lo que considera el ataque relativista del postmodernismo contra el significado, Hutcheon celebra el impulso transgresivo de la metaficción contemporánea. A diferencia de las formas del realismo decimonónico, basado en lo que Hutcheon llama una “mímesis del producto”, la metaficción plantea una “mímesis del proceso”, en cuya elaboración deben participar activamente los lectores. Partiendo de las teorías orientadas hacia el lector, Hutcheon ve la metaficción como una forma narrativa que alegoriza el proceso de su propia creación, mientras reflexiona sobre su naturaleza lingüística. El dominio de uno u otro de estos dos impulsos miméticos lleva a Hutcheon a clasificar los textos metaficticios en función de su grado de autorreflexión. Así, distingue entre textos diegéticamente autoconscientes (conscientes de su propio proceso creativo) y textos lingüísticamente autorreflexivos (aquellos que ponen en primer plano los límites y poderes del lenguaje). En ambos casos las obras quedan atrapadas dentro de una paradoja, ya que invitan al lector a participar en la producción del significado, mientras que simultáneamente lo distancian por su propia naturaleza autorreferencial.

Frente a los modelos inclusivos de Scholes, Alter, Waugh y Hutcheon, surge el de Robert Spires (Beyond the Metafictional Mode, 1984). Sobre la base de textos de ficción españoles y a partir de la teoría genérica de Robert Scholes, Spires intenta redefinir la metaficción como modo narrativo cercano a la teoría novelística y diametralmente opuesto al modo de la ficción reportaje, que se encuentra, a su vez, próximo a la realidad extratextual o histórica.13 A diferencia de los modelos previos que identifican como metaficticia toda ficción autoconsciente, Spires guarda este término para la llamada novela autorreferencial, es decir, aquella que ante todo se refiere a sí misma como proceso de escritura, de lectura, de discurso oral o como aplicación de una teoría inscrita en el propio texto. La teoría de Spires se basa en un modelo de orientación lingüística basado en el concepto de los modos. A diferencia de los géneros o movimientos que tienen un valor diacrónico, los modos son atemporales, estructuras sincrónicas que pueden ocurrir en cualquier periodo de la historia.

Si el énfasis del ensayo de Spires estaba en las formas de la metaficción que surgieron en España durante los años sesenta y setenta, Catalina Quesada Gómez ha estudiado la genealogía del género y algunas de sus manifestaciones más extremas en Hispanoamérica. La metanovela hispanoamericana en el último tercio del siglo XX (2009) ofrece un exhaustivo recorrido teórico e histórico por la trayectoria del género desde sus orígenes hasta la actualidad. Partiendo de los estudios teóricos sobre metaficción anteriormente mencionados (Alter, Scholes, Waugh, Spires) y narratológicos (Linda Hutcheon, Gérard Genette), Quesada Gómez estudia las obras de distintos autores hispanoamericanos (el mexicano Salvador Elizondo, el cubano Severo Sarduy, el chileno José Donoso, el argentino Ricardo Piglia y el colombiano Héctor Abad Faciolince) como una crítica de los límites del realismo en tanto que convención comunicativa entre autor y lector. La autora examina una pluralidad de procedimientos de los que la figura más perturbadora ha sido aquella que la retórica clásica llamó metalepsis de autor. Junto a ella, otros recursos característicos como la autoconsciencia, la autorreflexividad, la develación de la ilusión narrativa o la asociación de los ejercicios crítico y creativo son presentados como elementos esenciales de los textos. Uno de los aspectos más originales del trabajo es el modo en que Quesada Gómez rastrea dicha filiación antirrealista no, como la mayoría de los críticos hace, hasta Borges o Cortázar, sino hasta el período vanguardista, con la obra Museo de la novela de la Eterna (empezada en 1925 pero publicada póstumamente en 1967), del argentino Macedonio Fernández, a la vez que prescinde de la limitación territorial para abordar dicho estudio, incluyendo a autores de tradiciones nacionales dispares, pero con un claro posicionamiento antirrealista. Así, las obras estudiadas son adscritas, en virtud de la architextualidad, a un macrogénero metanovelesco caracterizado por su tendencia a minar las bases del realismo narrativo, concebido en un sentido amplio y no como el arte de un período histórico concreto. Quesada Gómez propone, así, un hipergénero metanovelesco que se posicionaría como reacción a lo que Roland Barthes denominó el hipogénero clásico-legible-realista y que tiene en Macedonio Fernández, no ya un precursor, sino un auténtico fundador, con su teoría de la Belarte conciencial, “un programa total de desacreditamiento de la verdad o realidad de lo que cuenta la novela” (Fernández 1993: 36).14

Lucien Dällenbach: una gramática de la mise en abyme

De entre los muchos recursos especulares mediante los cuales una novela reflexiona sobre sí misma, los críticos han prestado especial atención a la llamada mise en abyme.15 El término, tomado inicialmente por André Gide del lenguaje de la heráldica, servía para describir la imagen de un escudo que ostentaba en su interior una réplica miniaturizada de sí mismo. En su novela Les faux-monnayeurs, Gide lleva a la práctica literaria este recurso al presentar a un personaje novelista, Edouard, que trabaja en una novela titulada Les faux-monnayeurs, en la que igualmente hay un personaje novelista autoconsciente.

Las posibilidades de la autorreflexión en el ámbito del arte y la literatura han sido objeto de estudio sistemático en la obra de Lucien Dällenbach. En Le récit spéculaire (1977), Dällenbach examina las formas en que un elemento de la obra puede reflejar la totalidad de la misma y establece una tipología tanto de las modalidades de duplicación como de los niveles estructurales de reflexión. Basándose en ejemplos que van desde la pintura de Van Dyck y Velázquez a las obras de Beckett y, muy especialmente, al nouveau roman, Dällenbach define la mise en abyme como “any internal mirror that reflects the whole of the narrative by simple, repeated, or ‘specious’ (or paradoxical) duplication” (1977: 36). La duplicación simple se produce cuando una secuencia mantiene una relación de semejanza con la obra que la incluye (1977: 35). Es el caso del escudo dentro del escudo al que hacía alusión Gide. En la duplicación infinita, en cambio, la secuencia mantiene una relación de similitud con la obra que la incluye y que, a su vez, incluye otra secuencia en la que se establece la misma relación, y así sucesivamente. El efecto característico de esta modalidad es el de dos espejos enfrentados. Por último, la duplicación paradójica o aporética consiste en una secuencia que como en una espiral infinita parece incluir la obra que la incluye.