Frente al dolor

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Necesitamos expresar nuestras penas

«Dad palabras al dolor».

Shakespeare1

–No encuentro palabras para expresar el dolor que siento…

Así empiezan muchos de los mensajes de pésame que recibimos o enviamos. Ante el dolor, ya se trate de la pérdida inesperada de un bebé en gestación, o de cualquier otra desgracia, aunque fuera previsible, parece que nos quedamos sin palabras. No es fácil expresar lo que sentimos cuando nos enteramos de que a un amigo le han detectado un cáncer. O cuando un accidente estúpido deja mutilado a un joven vecino, o un conocido ha sido víctima de un atentado… Una necesidad imperiosa nos empuja a manifestar nuestros sentimientos de pena, en esa mezcla tan difícil de formular en la que nuestras emociones se confunden con los sentimientos de rabia o impotencia.

Si asumirlo no es fácil, aún parece más difícil callar el dolor. Se diría que tenemos una necesidad básica de expresarlo, aunque no sepamos hacerlo. Desde que llega al mundo, las primeras manifestaciones del recién nacido son gritos de protesta, de ruptura, de miedo, quizá. El que sufre, no importa su edad o situación cultural, tiende a decirlo, a quejarse o a llorar su dolor.

Contar sus penas o escribirlas para sentirse escuchado, hablar de sus enfermedades u operaciones, forma parte de una verdadera terapia. ¿Quién no ha reparado alguna vez en las expresiones de satisfacción o alivio que reflejan ciertas señoras mayores contándoles a otras sus operaciones, partos o enfermedades?

Sin embargo a muchos de nosotros nos han formado en el rechazo de los mejores cauces para evacuar el dolor. No nos han sabido decir a tiempo que las meras lágrimas son un innegable alivio. Y así son innumerables los que van por la vida sin atreverse siquiera a revelar sus penas a quien deberían hacerlo. Por su talante, por la educación recibida, creen que exponer a otros sus problemas es una debilidad. O, a causa de la naturaleza de sus dolencias, les da vergüenza revelarlas. Ignoran que compartir lo que se siente con alguien de confianza suele ayudar a ver más claro y a descargar la angustia. Sobre todo si se trata de un profesional, capaz de aportarnos soluciones para nuestra situación.

El mero hecho de ser escuchados y descubrirnos reflejados en los relatos de sufrimientos ajenos, como ocurre en los grupos de apoyo, nos ayuda a sentirnos menos aislados y a comprender mejor nuestra situación. Al tomar conciencia de que otros comparten nuestro estado, e incluso sufrieron y lucharon tanto o más que nosotros, nos resulta más fácil relativizar el propio dolor y sobrellevarlo. En realidad, «las personas que no consiguen expresar su pena corren el riesgo de ser destruidos por ella [...]. Sin la posibilidad de comunicar con otros no hay cambio posible. Quedarse mudo, cerrarse a toda relación, es la muerte».2

Atreverse a llorar

Cuando las emociones nos embargan, a veces no podemos reprimir las lágrimas. Aunque la tradición nos recuerda en muchas partes que “los chicos no lloran” –como cantaba Miguel Bosé–, todos los seres humanos, incluidos los varones, sentimos en algún momento la imperiosa necesidad de llorar.

Es cierto que, en algunas sociedades, aquellos caballeros que no consiguen reprimir las lágrimas ante la pena son todavía tratados de blandengues y de poco hombres. Pero las actitudes están cambiando y hoy vemos cada vez más hombres que se atreven a llorar en público, cosa impensable hace solo unos pocos años. Ahí están, por ejemplo, algunos tan valientes y masculinos como los bomberos voluntarios en Haití al rescatar a un niño entre los escombros del terremoto (2010), el futbolista Iker Casillas al ganar el Mundial de Sudáfrica ese mismo año, el actor Javier Bardem al recibir la Concha de Plata en 1994, o el tenista Roger Federer al perder el Abierto de Australia en 2009. De dolor, de pena o de alegría, todos necesitamos llorar en algún momento. Unos se aguantan, otros no lo consiguen. Llorar es natural, y forma parte del lenguaje corporal para expresar nuestras emociones extremas. Nuestra reacción ante nuestra necesidad de llanto es cultural, y depende en gran medida de nuestra educación.

El lenguaje del dolor

El lenguaje del dolor es complejo y ambiguo. Si por una parte nos impulsa a quejarnos, se da la paradoja de que, a la hora de explicar el sufrimiento, pocos sabemos hacerlo, incluso los que más padecen. La respuesta al dolor es en gran medida aprendida. Depende en una buena parte del contexto personal y de la cultura. Así, el gran tenista Rafael Nadal, después de un partido épico contra el no menos famoso Novak Djokovic, declaraba haber «disfrutado sufriendo».3

Durante milenios el lenguaje del dolor estuvo teñido de connotaciones religiosas y filosóficas. Pero a partir del advenimiento de la medicina científica nuestra sociedad occidental se refiere a sus dolencias en términos cada vez más seculares. Ante la enfermedad, el dolor y la muerte un número creciente de nuestros contemporáneos ya no recurren a la espiritualidad, sino que se dirigen exclusivamente a la ciencia y a los servicios públicos, en los que han depositado la fe que les queda. Al auxilio espiritual innegable de la meditación o de la oración, prefieren soluciones técnicas inmediatas. De modo que la gestión de esas realidades tan personales está pasando del área existencial al área asistencial, como si incumbiesen en primer lugar a la seguridad social.

En otras épocas o latitudes todo el mundo tenía que convivir con viejos, enfermos y moribundos. En nuestro entorno la atención al que sufre se ha socializado y tecnificado tanto que la mayoría de nuestros conciudadanos casi no tienen contacto con las postrimerías de la vida hasta que no les afectan directamente. Hospitales y tanatorios mantienen a enfermos y muertos lejos de los vivos y sanos. Una de las consecuencias más inmediatas es que hoy muy pocos de nuestros contemporáneos están emocionalmente preparados para el encuentro personal con el sufrimiento, y aún menos poseen el lenguaje adecuado para expresar su dolor o para comunicarse con los que sufren. No sabemos qué decir en situaciones dolorosas, por la sencilla razón de que nunca nos hemos enfrentado a ellas, y no hemos aprendido de la tradición familiar qué hacer en esos casos.

Ni siquiera la terminología médica consigue expresar debidamente el nivel experimental del dolor. No sabemos cómo describir nuestro propio sufrimiento, y cuando lo intentamos descubrimos que a menudo no podemos rebasar una comunicación superficial, porque desconocemos el lenguaje que le es propio. Apenas nadie habla de esas cosas en una sociedad que mantiene la ilusión de que tiene derecho a que toda molestia le sea evitada. Esto aumenta el sentimiento de incomprensión de los que sufren, incluso en relación con las personas en las que confían. En la visita al médico este usa una terminología científica que deja insatisfecho al paciente porque no la comprende, pero que protege al profesional de las incómodas preguntas del enfermo y de su familia, en caso de que desborden hacia cuestiones existenciales profundas, para las que no suele tener respuestas.

Eso hace que la creciente confianza en la ciencia se acompañe al mismo tiempo de un creciente temor ante los efectos de la enfermedad y ante el poder de los profesionales de la salud. De modo que no solo el dolor nos encierra en un sentimiento de impotencia, sino que también nos deja a menudo sin palabras. Y este silencio añade a nuestra aflicción el peso de la soledad.

El derecho a ser felices

La situación se complica en nuestra sociedad porque esta nos ha persuadido de que todos tendríamos que ser felices. Aunque nadie nos garantiza el derecho a la felicidad, son muchas instancias las que nos bombardean con la publicidad de que la dicha está al alcance de todos, inmediatamente, y con un mínimo esfuerzo. Pero una cosa es tener derecho a buscar la felicidad y otra es pretender conseguirla, sin más, comprándonos un coche, una casa, o contratando una póliza de seguros. La realidad no siempre se amolda a nuestros deseos. Y hacer depender nuestra felicidad de las cosas que tenemos o de las personas que nos rodean es una triste quimera. Por mucho que unas y otras puedan contribuir a nuestros estados de ánimo, tratándose de vivencias subjetivas, las raíces de la felicidad siguen plantadas en nuestras actitudes, en nuestro ser interior.

Esto explica que, aun consiguiendo evitar muchas aflicciones, sigamos sintiéndonos desgraciados. No sufrir no significa ser felices. Nuestros inevitables desencuentros con la realidad envenenan nuestra existencia devastando las pequeñas parcelas de felicidad –pasajeras y efímeras– que están sin embargo a nuestro alcance. Demasiadas veces «los hechos no son los responsables de nuestro malestar, sino la interpretación y la actitud que tomamos frente a ellos».4

Para evitar mucha de la infelicidad evitable «tendríamos que aprender a aceptar las cosas tal como nos vienen, y a los demás tal como son»5. Aceptar no quiere decir resignarse a la realidad sino reconocer su existencia, y reaccionar inteligente y positivamente ante ella. Vivir no es un asunto fácil. Por eso, en vez de temer que nuestra felicidad se acabe, conviene temer que no empiece nunca. Alguien ha dicho, con una pizca de humor, que “mirar al lado bueno de la vida no perjudica la vista”. Por eso, teniendo en cuenta la gran cantidad de dolor que ya existe en el mundo, nuestra mejor opción es mirar más al lado amable, intentar ayudar e incluso sonreír –a ser posible– aunque estemos heridos. Porque cada minuto perdido en pensamientos negativos es un minuto de vida no recuperable.

¿Sufrimiento creador?

Eso no significa que la infelicidad sea buena en sí. Significa que le podemos hacer frente de maneras más positivas e inteligentes que otras. Stefan Zweig fue sin duda muy categórico al afirmar que al dolor se lo debemos todo: «Toda ciencia viene del dolor. El sufrimiento busca siempre la causa de las cosas, mientras que el bienestar induce a la pasividad y a no volver la mirada atrás».6 Sin llegar a tanto, es necesario reconocer que al menos una parte esencial de la literatura universal surge de la necesidad de expresar el drama humano o de superarlo. El Diálogo de un desesperado con su alma (Egipto, 2000 a.C.) decía ya: «¿Con quién puedo desahogarme hoy? La angustia me ahoga. Ni siquiera el silencio quiere escucharme. Quizá mi único confidente sea la muerte…»

 

Los más bellos poemas suelen ser los más desesperados. La fuerza de la tragedia griega reside precisamente en haber dado expresión al drama que se libra en cada ser humano enfrentado a un destino mortal inevitable ante el que se rebela y del que se siente simultáneamente víctima y culpable. En sus conflictos, desgarros y angustias, el amor y el sufrimiento se entrecruzan al mismo tiempo como causa y efecto. Gran parte de las obras literarias expresan la lucha del hombre contra la adversidad, y sus incesantes esfuerzos para decir su dolor, comprender su sentido o superarlo de alguna manera.

La literatura bíblica, de hondo arraigo en nuestra cultura, sigue aportando consuelo en la aflicción porque contiene algunos de los más vigorosos testimonios ante el dolor. Como dice Pascal, «Salomón y Job conocieron y expresaron mejor que nadie la miseria humana: uno en la prosperidad (véase el Eclesiastés) y otro en la adversidad. Uno experimentando la vanidad de los placeres y el otro padeciendo la realidad del sufrimiento».7 El libro de los Salmos contiene 150 oraciones, unas «de orientación» y otras, las más numerosas, «de desorientación»,8 es decir, de queja, lamento y protesta sobre las veleidades de la vida. Meditar u orar con esos salmos nos hace bien, porque ayuda a verbalizar aquello que nos duele, a partir de la experiencia de quienes se sintieron escuchados y recibieron consuelo en sus penas.

En realidad, en el mundo del arte, las creaciones francamente alegres son escasas. El arte cómico y la risa camuflan, con frecuencia, muecas de dolor. Por ejemplo, del Quijote se dice muy acertadamente que “al terminar de reír, se debería llorar”. Se ha afirmado que los grandes artistas son seres “malditos por el sufrimiento” y que alguien que no ha sufrido no tiene nada que decir.

De hecho, muchos artistas se han hecho portavoces del sufrimiento, dándole una función catalizadora en su creación artística. Algunas de las más sublimes obras de arte se inspiran en él. La sensibilidad –cualidad fundamental del artista– o le hace sufrir más que a otros o lo capacita para expresar su dolor con mayor emoción.

Aunque parezca exagerado, la verdad es que si tomamos la lista de los mayores artistas de la historia, y la recorremos casi al azar, empezando por los músicos, esta tesis parece confirmarse. Juan Sebastián Bach quedó huérfano a los 10 años. Mozart murió de enfermedad y miseria a los 35 años. Beethoven, nieto de una demente, hijo de un alcohólico y de una criada, escribió sin embargo la sublime Pastoral. Debussy, de gusto tan refinado, se crió en un barrio de los más bajos, a golpes de látigo, con una madre que tenía, entre otras taras, una mano muy suelta.

Edgar Poe, que perdió a su madre a los 3 años, escribió: «Nunca he amado sin que la muerte mezcle su aliento con el de la belleza».

R. M. Rilke, en sus Cartas a un joven poeta (escritas cuando él solo tenía 27 años y su destinatario, 20), escribe que «el artista creador es en sí mismo un mundo en el que debe encontrarlo todo. Yo lo aprendo todos los días, lo aprendo a costa de sufrimientos hacia los que no puedo más que sentir gratitud [...]. Cuanto más tristes, silenciosos y pacientes nos sentimos, más profundamente penetra en nosotros todo lo nuevo [...]. ¿Por qué quieres excluir de tu vida toda turbación, todo dolor o melancolía, si no sabes nada de todo lo que esos estados de ánimo aportan a tu trabajo?» Más tarde añadiría que «cada uno tiene derecho a su muerte», afirmación que resulta casi profética para alguien que murió prematuramente como resultado de la herida causada por una espina de rosa...9

Vincent Van Gogh, el pintor maldito, de sensibilidad enfermiza, acabó perdiendo la razón, luchando desesperadamente contra la demencia. Después de pintar sin ningún éxito ni reconocimiento, día y noche, hasta un cuadro diario, conoció la automutilación, el internamiento definitivo y finalmente el suicidio, a los 37 años, no habiendo vendido un solo lienzo en toda su vida. En 1888, dos años antes de su muerte, escribía desde Arlés a su hermano Theo, que lo mantenía para que siguiera pintando: «Me siento demasiado débil para luchar contra las circunstancias. Necesitaría ser más sabio, más rico y más joven para triunfar. Afortunadamente para mí, ya no me importa el triunfo y en la pintura solo busco la fuerza de sobrevivir...»10

Edvard Munch, el gran pintor noruego de la angustia, escribió lo siguiente: «Enfermedad, Locura y Muerte son los ángeles que han velado sobre mi cuna y me han acompañado a lo largo de toda mi vida. Yo supe muy pronto que mi vida no sería más que sufrimiento y tormentos [...]. Mi padre nos castigaba a menudo con una violencia demente [...]. Desde niño viví como las más torturantes injusticias la ausencia de mi madre, mi mala salud y la amenaza constante de los castigos del infierno».11

Nijinski, el gran genio de la danza, para poder estudiar y salir adelante se vio forzado a sucumbir a los 16 años a las exigencias sexuales del gran Diaghilev, director de los famosos ballets rusos. Toda su corta vida, que acabó en la demencia, se vio abrumada por el miedo a la miseria. Escribió hacia el final, en su Diario: «Vivo, luego sufro. Pero en mi rostro rara vez se han visto lágrimas: todas se las ha tenido que tragar mi alma».

La angustia y la inquietud pueden, en efecto, favorecer la creación porque los artistas, siendo más sensibles que el común de los mortales, subliman su dolor en sus obras. Su arte les ayuda como una terapia a superar circunstancias particularmente adversas. Una personalidad creativa encuentra nuevos medios de expresión hasta para el dolor. Por otra parte, los artistas sufren el desfase entre la realidad imperfecta en la que viven y la creación maravillosa que desearían producir. Creando construyen puentes entre esos dos mundos. Ante los horrores del dolor, y en su admirable empeño en no dejarse destruir por él, no es de extrañar que los artistas sientan la imperiosa necesidad de crear belleza. Pero no cabe duda de que sus obras maestras surgen más del talento del genio que de sus desventuras.

1 . «Dad palabras al dolor. La desgracia que no habla, murmura que no puede más en el fondo del corazón, hasta que lo quiebra» (Shakespeare, Macbeth).

2 . Dorothee Sölle, Suffering, Filadelfia: Fortress Press, 1975, p. 76.

3 . En J. J. Mateo, “Te sangran los dedos y disfrutas del sufrimiento”, en El País, 30.1.12, p. 43.

4 . Borja Vilaseca, “¿Qué necesito de los demás para ser feliz?”, El País Semanal, p. 68.

5 . Ibíd.

6 . Stefan Zweig fue un escritor austriaco que vivió entre 1881 y 1942.

7 . Pascal, Pensamientos, § XV.

8 . W. Brueggerman, The Message of the Psalms, Mineápolis: Augsburg Fortress, 1984, p. 51-52.

9 . Citado por Reine Caulet, « Je crée donc je souffre », dossier Douleur, p. 35-36.

10 . Antonio Rabinad, Cartas a Theo, Barcelona: Paidós Estética, 2004, p. 395.

11 . Ibíd., p. 35.

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Atentos a las

señales de alarma

«El arte de la vida es el arte de evitar el dolor».

Thomas Jefferson

Según William James, el mayor descubrimiento de nuestra época es que los humanos podemos influir sobre numerosos aspectos de nuestra vida con solo cambiar nuestras actitudes mentales.1 Shakespeare ya decía poéticamente que, «estamos hechos de la misma materia que nuestros sueños».2 O como afirmaba de modo más directo Ramón y Cajal, «todo ser humano, si se lo propone, puede ser escultor de su propio cerebro».3 Hasta ahora lo decían los artistas y los sabios: ahora también lo sostiene la ciencia.

«Hoy sabemos que la confianza en uno mismo, el entusiasmo y la ilusión tienen la capacidad de favorecer las funciones superiores del cerebro [...]. Cuando nuestro cerebro da un significado a algo, nosotros lo vivimos como la absoluta realidad».4 Esto implica, según los expertos, que «los procesos de curación dependen en gran medida de lo que ocurre en la mente del paciente. El desafío de la medicina es encontrar la manera de poner en acción los asombrosos poderes de recuperación que tiene el organismo».5

El dolor tiene aliados

Lo que ocurre en la mente de la persona es el aspecto del sufrimiento más difícil de comprender y controlar.6 Haciendo una carrera con sus amigos, un niño se cae y se rasguña la rodilla. Pero en la excitación de llegar el primero prosigue corriendo sin hacer caso. Terminada la carrera el dolor de la rodilla recupera su atención. Al ver sangre, toma conciencia de lo ocurrido, se asusta y se echa a llorar corriendo hacia su madre. Esta lo abraza, lo tranquiliza, le limpia el rasguño y le pone una tirita. Pronto el niño se vuelve a sus juegos y se olvida de su herida. Hay hombres que trabajan en oficios duros (matarifes, carniceros, etc.) o que practican deportes violentos (rugby, boxeo, etc.) que requieren mucha fuerza y resistencia ante golpes, pero que son incapaces de presenciar hasta el final el parto de sus propios hijos, o que se desmayan en el hospital al ver acercarse la aguja de una jeringuilla hipodérmica.7

Hay factores que potencian la percepción del dolor y otros que la atenúan. Pero en gran medida los ignoramos. El psicoanalista Carl Jung decía que todos tenemos una parte oculta de nuestra realidad personal a la que no podemos enfrentarnos abiertamente y que no podemos cambiar. Se trata de nuestro inconsciente, que él llamaba simplemente nuestra zona de “sombras”. No podemos huir de ella ni hacerla desaparecer. «Las sombras forman parte de nuestra vida».8 Nos conviene escuchar lo que tengan que decirnos. Ahora bien, escuchar el dolor no significa dejarse acaparar por él. Porque hay determinados grados de atención que agravan las situaciones.

El miedo

El miedo es, sin duda, nuestro peor aliado ante el dolor. El sufrimiento se acrecienta siempre por el espectro del miedo. Todos tenemos más o menos miedo a sufrir. Pero a menudo nuestro propio temor agrava el dolor y lo intensifica, convirtiéndolo en una obsesión tan destructora o más que la propia causa del daño. El miedo comporta un estrés adicional que puede paralizar la vida o hacerla insoportable cuando encierra al doliente en una cárcel de pánico. Para los que viven bajo la constante amenaza de una espada de Damocles, es muy difícil no pasar el tiempo auscultándose.9 Pero eso no resuelve sus problemas sino que los agrava. El dolor puede ser inevitable, pero nuestro sentimiento de miseria es en cierta medida opcional.10 De ahí la conveniencia de aprender a enfrentar los problemas con realismo y asumir el control de nuestras reacciones emocionales.

Muchas personas consiguen dominar el miedo poniendo su confianza en alguna forma de ayuda externa, ya sea profesional o espiritual.11 Pero, ¿cómo superar el miedo cuando no se cuenta con la ayuda de nadie?

La soledad y el desamparo

El hecho de que el sufrimiento sea una sensación tan privada hace que se acompañe muy a menudo de un fuerte sentimiento de soledad. Las personas que sufren de modo crónico agravan su situación, muchas veces con el sentimiento de que nadie las entiende ni las compadece como merecen. Si de ahí pasan a pensar que son un estorbo, o que molestan, todavía aumentan más su malestar.

Hay muchas formas de dolor que no podemos combatir solos. En innumerables casos el recurso a los profesionales de la salud se impone. Pero también la familia, los amigos o la comunidad religiosa pueden ayudar con eficacia a sobrellevar los avatares del dolor. La soledad es uno de los aspectos del sufrimiento más penosos de llevar. Si son compartidas, las penas se aligeran. Si no conseguimos compartirlas con nadie, lo habitual es que se agraven. Por eso, cuando sufrimos, lo que más necesitamos no es que alguien nos explique el porqué, sino que nos acompañe con su presencia y nos exprese su simpatía. Al mismo tiempo no hay nada que mitigue tanto las penas –ajenas y propias– como volcarnos en acompañar a otros en su dolor. Para ello la formación profesional es útil pero no necesaria. Lo principal es la sensibilidad. Sentarse al lado del que sufre y escucharle en silencio puede bastar.12

 

La frustración y el desánimo

Mucho de nuestro sufrimiento viene de la mera constatación de que nuestra realidad no responde a nuestros deseos. Un día tomamos conciencia de que nunca volveremos a tener lo que tuvimos en el pasado, o de que jamás alcanzaremos la vida que habíamos soñado. Y así envenenamos aún más nuestro presente, incapaces de asumir nuestra realidad tal cual es. Los dolores del alma cicatrizan mal y solo el que los siente puede saber cuánto duelen un amor frustrado, un empleo perdido, un matrimonio fracasado, o una amistad que terminó en traición. El paso del tiempo suele ayudar, menos cuando las consecuencias perduran para siempre. En ese caso el tiempo no hace más que agravar el dolor crónico del deterioro o del envejecimiento. Y el mal que no cesa puede acabar con la moral de cualquiera. Como escribió el poeta:13

«El mayor dolor del mundo

No es el que mata de golpe,

Sino aquel que, gota a gota,

Horada el alma y la rompe».

Sin embargo todas las pruebas pueden servirnos para aprender. La experiencia nos enseña a ser más sabios, más prudentes, a protegernos. Entendemos que no se trata, tampoco, de levantar barreras de protección tan altas que acaben por aislarnos de la realidad. Porque si tras un desengaño amoroso no volvemos a amar, podemos caer en el resentimiento y el odio. La decepción, si no se trata, degenera en amargura, y la amargura en cinismo. Cuando tras el naufragio tocamos fondo, solo intentando nadar de nuevo podremos salir a flote.

Es propio del ser humano cometer errores. Pero uno de los aprendizajes más importantes de la vida es el de sacar lecciones positivas de nuestras equivocaciones y pasar página. Si nos complacemos en nuestra situación de víctimas, si nos empeñamos en echar la culpa de todo a los acontecimientos, si nos anclamos en situaciones de queja y lástima, difícilmente podremos tomar las riendas de nuestra existencia. El resquemor y la frustración no hacen más que exacerbar el sufrimiento. La curación de los malos recuerdos no se obtiene luchando contra ellos sino cultivando los buenos.

La sombra del pasado

Una de las mayores fuentes de infelicidad puede ser la sombra del pasado. No podemos olvidar a voluntad con solo desearlo, y cuanto más nos esforzamos por no recordar ciertos problemas, más los tenemos presentes. La memoria es caprichosa y selectiva. Olvida innumerables beneficios disfrutados, pero recuerda reveses, derrotas, decepciones, afrentas y traiciones… Alguien ha dicho que «la memoria es un monstruo: vosotros olvidáis; ella no. Lo graba todo y para siempre. Guarda los recuerdos […] para sacarlos cuando ella quiera. Creéis poseer memoria, pero es la memoria la que os posee».14 Si le dejamos hacer, la memoria es capaz de llevarnos al cementerio de las decepciones, de enterrarnos en el pasado, y de recrearse sin piedad en recordarnos nuestros sueños muertos.

Quizá nada produzca más desazón que la dicha perdida. Por haberla tenido, el aguijón de la tristeza se clava con más saña que si no se hubiera conocido nunca. La bella famosa vive con el alma en vilo luchando contra canas, sobrepeso, arrugas o flacidez. El atleta que fue admirado por su físico padece su marchitamiento en mayor medida que quienes fuimos siempre corrientes o feos. Los que amaron y fueron amados se desesperan tras el abandono. Quienes poseyeron riquezas y las perdieron son mucho más desgraciados que quienes fueron siempre pobres. Lo queramos o no, nuestro pasado proyecta sus sombras sobre el presente.15 Como dijo Lord Byron, «el recuerdo de la felicidad ya no es felicidad, pero el recuerdo del dolor es todavía dolor».

El actor que fue un ídolo no soporta haber caído en el olvido. El deportista que teme ser desbancado intenta prolongar su carrera a base de química… De los triunfos pasados –de la gloria perdida– cuesta curarse. El escritor se deprime si su siguiente libro se vende menos que el anterior, y el cantante se ensombrece si le contratan menos galas... Lejos de estar contentos con lo que la vida nos otorgó durante un tiempo, sentimos que lo pasado ya no cuenta, por excepcional que fuera. El dinero acumulado ya no satisface, si no se sigue ganando. La admiración cosechada no vale nada, si ha dejado de suscitarse. La belleza que se tuvo un día se convierte en un maldito recuerdo cuando se ha perdido.

¿Por qué valoramos tan poco lo conseguido, una vez que ha pasado? Un número creciente de personas desquiciadas se operan cien veces y se inyectan cualquier veneno en el cuerpo con tal de aparentar menos años, para convertirse a menudo en seres deformes... Y hasta hay algún político engreído que no hace ascos a cualquier apaño por mejorar su imagen intentando conseguir los votos que le permitan perpetuarse en el poder…

La frase “El tiempo lo cura todo” expresa una verdad relativa. Las heridas, es cierto, suelen cicatrizar. La piel vuelve a unirse, a renovarse hasta formar de nuevo una barrera contra la infección. Pero la nueva piel, la zona curada, suele permanecer siempre más sensible que la zona que la rodea. Más frágil. Y cada vez que la cicatriz entra en contacto con un objeto extraño, hay un recuerdo de la herida inicial. La lesión se cura pero la fragilidad sigue. Lo mismo ocurre cuando una palabra, un recuerdo, una imagen, nos traen a la memoria un sufrimiento lejano. La herida está curada, pero la fragilidad del recuerdo permanece. Los años pasan y la cicatriz sigue… mientras dure el amor o la memoria.16

El sentimiento de fracaso

Los humanos somos los únicos seres vivos que tropezamos mil veces con la misma piedra y encima le echamos la culpa a la piedra. Sin embargo, el padecimiento sufrido podría ayudarnos a identificar la causa de nuestros tropiezos. Esta toma de conciencia puede permitirnos asumir la responsabilidad personal en lo que nos pasa, cuestionar las creencias que la sociedad nos impone, y cambiar de rumbo. Así lo piensa José Luis Montes (Puertollano, 1965), ex directivo de multinacionales como Epson, Xerox y Tech Data: «Me creí eso de que el éxito consiste en llegar a lo más alto y ganar mucho dinero», confiesa. «Conseguí todo lo que este sistema dice que debes lograr para ser feliz, pero cuando alcancé la cima me sentí vacío».17

Movido por un profundo anhelo de recuperarse a sí mismo y de emprender un proyecto de vida basado en valores y no en el lucro, Montes vendió su empresa hace unos años. Lo que él llama su “transformación interior” le ha llevado a convertirse en el fundador del Movimiento Social Wikihappiness. Este exempresario de éxito imparte ahora conferencias para directivos, en las que reflexiona sobre el triunfo y el fracaso.

«Cuando no sabes quién eres ni qué quieres, eres esclavo de tu baja autoestima e inseguridad. Esta falta de confianza te lleva a pensar y hacer lo que piensan y hacen los demás. Las personas auténticas son libres, coherentes y honestas consigo mismas. Desde pequeñitos nos llenan la cabeza de ideas preconcebidas acerca de cómo hemos de vivir la vida. Nos condicionan para triunfar a toda costa, y entrar así en el templo de la felicidad. Pero es una gran mentira. Yo he vivido en ese lugar y está vacío. La felicidad no está relacionada con lo que poseemos, sino con lo que somos y con nuestra capacidad para vivir en coherencia con nosotros mismos. A menudo la carrera por poseer se convierte en un obstáculo en el sendero del ser.

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