El hipogeo escarlata

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El hipogeo escarlata
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Letrame Editorial.

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© Raúl Romero García

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-178-9

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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A Miranda, por enseñarme a querer con el alma.

Y a Isabel, por ser mi compañera de viaje.

Agradecimientos:

«Nunca dejes que nadie te robe tus sueños. Sigue luchando por tu novela».

Gracias, Ana García de Polavieja. Gracias por ir de mi mano en este sorprendente proceso de creación de mi novela. Gracias por tus consejos, por tus ánimos, pero, sobre todo, gracias por el gran trabajo de corrección que has hecho con El hipogeo escarlata.

Gracias, Diego González, por tu paciencia infinita.

Capítulo 1

Han pasado ya varias horas desde que me he dado cuenta de que estoy encerrado y de que, por culpa de mi dejadez, estoy cumpliendo arresto domiciliario sin previo aviso. Ya me imagino a Antonio recordándome todas las veces que me ha advertido sobre lo mal que funciona esta vieja cerradura y que, antes o después, me jugaría una mala pasada. Por supuesto, una vez más, el tiempo acaba por darle la razón.

Llevo un buen rato asomado a la reja de la ventana y no veo a nadie a quien poder pedir ayuda. El olor a tierra mojada y a humo de las chimeneas hace que la espera sea más amena, aunque las frías gotas de lluvia salpicando mi cara no son tan agradables. Pasan diez minutos de las nueve y, con la que está cayendo, no creo que vaya a pasar nadie por aquí. Para colmo, se acaba de ir la luz en todo el vecindario y toda la calle está a oscuras.

A lo lejos puedo ver la puerta de la casa de Antonio, una casa vieja y humilde que conserva el mismo aspecto desde que tengo uso de razón, con desconchones y pidiendo una mano de pintura a gritos, pero con un encanto único. Miles de recuerdos me invaden cuando pienso en los buenos ratos que hemos pasado en esa casita. En su interior, los muebles siempre cubiertos de polvo están abarrotados de libros, pergaminos y mapas. En la cocina nunca faltan una buena sobrasada, pan y alguna botella de vino payés. En la parte de atrás, junto al almacén, mi amigo tiene su taller de alfarería, donde guarda miles de piezas de barro, unas hechas por él mismo y otras encontradas en las excavaciones arqueológicas de la necrópolis.

En mi desesperación por salir de casa, he pensado en llamar a gritos a Antonio, pero con la estruendosa tormenta es imposible que desde aquí me oiga. Además, ahora que me fijo, no veo luz alguna en el interior de su casa. Si mal no recuerdo, me dijo que esta tarde estaría en el horno cociendo las últimas vajillas que hace unos días le habían encargado.

Parece que alguien se acerca, distingo la luz de un farol a lo lejos. Por fin viene hacia aquí. La luz se dirige en esta dirección, seguramente es Antonio. Un momento. No, no es él. Lleva un cigarrillo en los labios y Antonio no fuma. Además, no es tan alto. Se trata de alguien con una pronunciada cojera en la pierna derecha. El problema es que está tan oscuro que no puedo ver con exactitud de quién se trata. No recuerdo a ningún vecino de por aquí con estas características. Lleva puesta una prenda larga y oscura. A primera vista, parece uno de esos chubasqueros que usan los pescadores cuando salen a faenar en invierno. Va muy rápido y decidido hacia la casa de mi amigo, supongo que será algún conocido suyo. Intentaré pedirle ayuda, aunque está demasiado lejos y no creo que me escuche. En todo momento está mirando a ambos lados de la calle, como si tuviera miedo de que lo viesen. Esa forma de actuar me ha dejado desconcertado por completo, no me gusta esa actitud, me hace pensar en lo peor. Me fijo con más detenimiento y puedo ver que, en la otra mano, lleva una especie de palo, pero por lo corto que es no parece un bastón. Se para delante de la puerta y, tras intentar abrirla sin éxito, sigue adelante. ¡Dios mío!, se ha detenido frente a una de las ventanas y creo que está forzando la persiana; por lo que parece, quiere entrar por la fuerza.

—¡Oiga! ¿Qué está haciendo? —le grito en vano.

Ha conseguido romper el pestillo de la persiana y, después de golpear el cristal con el palo que lleva en la mano, se dispone a entrar. Le vuelvo a gritar, pero es inútil. Tengo que salir de aquí ya, antes de que sea demasiado tarde. No tengo más remedio que forzar la puerta de mi casa, aunque tenga que romperla. No sé con qué demonios puedo intentar abrirla. Los nervios no me dejan pensar. Cojo un taburete de los que tengo en el salón y golpeo la puerta hasta que el taburete se rompe en dos. Cuando me doy por vencido, apoyado al lado de la butaca, encuentro el pico que utilizo en las excavaciones. La última vez que lo usé tenía un poco de holgura y lo traje a casa para repararlo. Creo que me servirá para intentar abrir la puerta. Debo darme prisa, tengo que poder salir de aquí antes de que el intruso consiga escapar. Golpeo una y otra vez la maldita puerta con todas mis fuerzas, pero es más resistente de lo que yo pensaba. Entre los nervios del momento y el esfuerzo, estoy empezando a sudar y el pico se me resbala de las manos. Sigo dando golpes hasta que empiezan a saltar astillas. Continúo golpeando; los crujidos que emite la puerta delatan que la madera ya se está doblegando. Ya falta menos. Por fin ha cedido y puedo salir. Espero que quien ha entrado en casa de mi amigo siga aún allí y no haya huido con lo que sea que ha ido a buscar.

Voy en su busca todo lo rápido que puedo. Llego a la ventana por la que se ha colado y me asomo con mucho cuidado. Efectivamente, la persiana está reventada y el cristal está roto por completo. En el suelo, junto a los trozos de madera y de vidrio, veo gotas de lo que parece ser sangre. Al salpicar, ha dejado manchas tanto en el marco de la ventana como en la pared. No hay duda de que el individuo del chubasquero se ha cortado con los cristales al saltar al interior de la casa. Me dispongo a entrar sin cortarme e intentando no hacer ruido, algo difícil teniendo en cuenta que mis piernas parecen un flan. A ciento ochenta pulsaciones por minuto, parece que el corazón se me va a salir del pecho. Mi respiración acelerada hace que con cada exhalación una gran nube de vapor salga por la boca. Una vez dentro, un fuerte olor a aceite de farol me embriaga, casi me marea. Todo está muy oscuro y, aunque no lleve nada con lo que alumbrarme, prefiero no usar ninguna luz para evitar ser visto. Ahora que estoy dentro y de pie en medio del salón, a oscuras y sin oír nada que no sea la tormenta, me asalta la incertidumbre y empiezo a pensar que tal vez no ha sido tan buena idea venir a enfrentarme a un desconocido sin ninguna ayuda y sin haber avisado a las autoridades. No se oye ruido alguno aparte del de los truenos y las gotas de agua golpeando contra el suelo. Gracias a la luz que con cada rayo se cuela por la ventana, descubro unas huellas de botas. No hay duda de que el intruso ha pasado por aquí.

Avanzo poco a poco mientras intento controlar mis nervios y puedo sentir mi corazón latiendo como un redoble de tambores. Paso a paso, comparo mis pies con los suyos. Se trata de alguien bastante más grande que yo. Confieso que empiezo a sentir algo de miedo; podría tratarse de alguien peligroso, pero ya es demasiado tarde para pedir ayuda. Otra opción es volver atrás, pero una parte de mí no quiere dejar escapar al intruso. En caso de que aún siga aquí, espero que sea alguien que decida salir corriendo antes que luchar y enfrentarse a mí. Voy mirando en cada habitación, pero no consigo encontrarlo por ningún lugar y no me quedan muchas más estancias en las que seguir buscando. Espero que no esté escondido, al acecho, para atacarme a traición. Por culpa de mi maldita puerta me ha sacado demasiada ventaja y tal vez ni siquiera siga aquí. Su rastro se pierde a lo largo del oscuro pasillo y se dirige al final de la casa. Continúo adelante siguiendo ese olor que ha ido dejando el combustible de su candil. Con cada rayo y cada trueno, aprovecho la luz y el estruendo para poder ver y avanzar al mismo tiempo que el ruido camufla mis pasos. Cada vez estoy más cerca, ya percibo claridad al final del pasillo, que procede del taller de alfarería. Cuando estoy lo suficientemente cerca, oigo el abrir y cerrar de cajones. Quienquiera que sea está manipulando documentos sin ningún tipo de delicadeza. Está buscando algo desesperadamente.

Me asomo lentamente y con sigilo desde la puerta, y ahí está, al otro lado del gran almacén, registrando todos los cajones habidos y por haber sin el más mínimo cuidado por dejarlo todo como lo ha encontrado. Ahora que no lleva la capucha, y gracias a la luz de su farol, puedo verlo con algo más de detalle. Tiene el pelo largo, canoso y descuidado, y lleva una barba de varios días. Lo he pillado por los pelos; tras haberse guardado varios documentos en los bolsillos, se está cerrando el chubasquero y se ha vuelto a colocar la capucha. No sé si ha conseguido encontrar lo que buscaba, pero se dirige hacia la puerta de atrás. Debo detenerlo antes de que se percate de lo fácil que será escapar por ahí. Antonio siempre deja la llave puesta por dentro.

 

—¿Qué hace usted aquí? —le pregunto a gritos.

Rápidamente, al verme, estalla el farol contra la cajonera, haciendo que el combustible se esparza por todo el mueble y se prenda fuego de inmediato. Sale corriendo hacia la puerta del patio trasero; a pesar de su cojera, es muy rápido, pero sobre todo muy listo. Ha prendido fuego al mueble que estaba registrando, obligándome a apagarlo y asegurándose así su huida. O, lo que es peor aún, intentando destruir el resto de documentos para que nunca sepamos qué ha venido a buscar exactamente. Por un momento, trato de seguirlo, pero a medio camino, tal y como él ha planeado, las llamas me hacen volver atrás. No me queda más remedio que elegir apagar el fuego antes de que la casa se queme por completo. De inmediato, cojo uno de los cubos de agua que Antonio usa para humedecer la arcilla y lo vuelco encima de las llamas, extinguiendo el fuego antes de que se extienda por el resto de las pertenencias de mi amigo.

Cuando estoy apagando el incendio, oigo ruido procedente de la puerta principal. Parece que Antonio está de vuelta. ¡Menos mal!, es él y no viene solo. Lo acompañan dos agentes de la Guardia Civil.

—¡Vicente! —grita Antonio al verme con las manos manchadas de hollín frente al escritorio humeante.

Esa expresión, esa cara de espanto, no la había visto nunca. Creo que soy la última persona a la que esperaba encontrarse aquí. Antes de poder mediar palabra, los dos agentes se abalanzan sobre mí.

—Ya puede tener una buena explicación para justificar lo sucedido —me dice uno de ellos mientras me sujeta por las muñecas.

Por lo visto, un vecino me ha visto entrar por la ventana y ha dado aviso a las autoridades. Antonio les pide con cara de decepción que me suelten, ya que seguramente tendré una buena excusa para todo lo sucedido. Él es quien me ha cuidado desde que mis padres desaparecieron. Se podría decir que es mi única familia.

—Lo conozco, ha vivido conmigo desde pequeño hasta hace un par años. Ahora tiene su propia casa ahí enfrente. Prácticamente, desde que sus padres fallecieron, ha sido como mi hijo adoptivo —les aclara.

Mientras les cuento, con el más mínimo detalle, todo lo sucedido, la cara de Antonio ha ido cambiando de expresión como si de una montaña rusa se tratase. Cuando he podido demostrar, gracias a las huellas y la sangre del suelo, que yo no he sido el causante de los destrozos, he visto cómo mi amigo se ha sentido aliviado, pero esta expresión ha durado tan solo unos segundos. Al describir al intruso, su ánimo ha ido poco a poco viniéndose abajo y he notado cómo ha empezado a ponerse muy nervioso. Conforme avanzo con la descripción, cada vez parece más asustado, con el rostro empalidecido y la mirada perdida, apenas sin mediar palabra. Lo más extraño es que, a pesar de que los agentes no dejan de insistirle una y otra vez en que debería interponer una denuncia, él hace caso omiso y descarta esa opción en todo momento. Le informan sobre la importancia que tiene, en estos casos, una vez valorados los desperfectos y los objetos robados, el dejar constancia de lo sucedido mediante algún documento oficial, pero él no hace más que insistir en que no es necesario y que pueden marcharse. Con la mirada fija en el mueble quemado, no hace más que decir que no había nada de valor, pero lo cierto es que he notado cómo ha entrado en shock al describir al intruso, como si alguien ya olvidado hubiera regresado a saldar alguna cuenta pendiente. Los agentes, extrañados, deciden irse después de tanta insistencia por parte del afectado, pero el miedo en su cara me hace sospechar que no se trata de un robo normal y corriente; hay algo en ese hombre que lo ha dejado perplejo, como si alguien, de repente y sin avisar, le hubiera desenterrado recuerdos ya olvidados en lo más profundo de su alma.

—Este es el teléfono del cuartel. Si cambian de idea, llamen y pregunten por mí. Soy el brigada Rafael —nos dice uno de los agentes antes de marcharse.

No entiendo nada de lo que ha pasado y mucho menos la reacción de Antonio al oír la descripción del supuesto ladrón, pero lo que sí tengo muy claro es que quien ha irrumpido esta noche en su casa sabía muy bien lo que venía a buscar y, por lo que parece, se trata de algo de lo que él prefiere no informar a la Guardia Civil.

Capítulo 2

Al marcharse los dos agentes y quedarnos a solas, mi viejo amigo enciende la chimenea, me trae ropa seca y un vaso de caldo de pollo para que entre en calor. No es la primera vez que veo esa expresión en su cara, con la mirada perdida y sin enfocar nada en concreto. Lo conozco perfectamente y esos gestos revelan cómo intenta asimilar algo que ya creía olvidado. Algo que, después de muchos años intentando borrar de sus recuerdos, en tan solo cuestión de segundos ha vuelto con tanta fuerza que parece que hubiera sucedido ayer mismo.

Sentados frente al fuego, mirándome fijamente, me cuenta una historia que jamás olvidaré.

—Vicente, ¿recuerdas el día que me preguntaste por las marcas y cicatrices que tengo por todo el cuerpo? Te dije que algún día hablaríamos acerca de todo lo que me sucedió en aquella época de mi vida. Aunque he intentado olvidarlo, hay algunas heridas, las que llevo en lo más profundo de mi alma, que nunca se acabarán de curar. Durante todos estos años, en repetidas ocasiones, me has hecho muchas preguntas sobre lo que les sucedió a tus padres. Siempre he intentado contarte lo mínimo respecto a lo que ocurrió por miedo a que no lo pudieras entender, te daba las explicaciones justas para que te conformases, pero creo que ya ha llegado el momento. Ya eres lo suficientemente mayor para saber todas las historias que estas cicatrices encierran.

»Corría el año cincuenta y dos, lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer mismo, pero ya han pasado más de veinte años. Como tú bien sabes, desde que mi padre me enseñó el oficio, siempre me he ganado la vida con la alfarería, pero fue por culpa de mi gran pasión, la arqueología, por lo que un día me encontré en el lugar y el momento equivocados. Llevaba tiempo traduciendo una inscripción tallada en una losa que había encontrado en la entrada de uno de los hipogeos. En ella se describía una ruta de acceso a unos pasadizos subterráneos que había en el interior de la necrópolis. Lo que ese texto decía era algo tan insólito y extraño que al principio hasta llegué a pensar que había transcrito mal la grabación de la piedra. Volví a repasarla una y otra vez, pero el resultado seguía siendo el mismo, y entonces decidí seguir al pie de la letra todo lo que allí había escrito, así que me puse en marcha y, por insólito que me pareciese, hice todo lo que la piedra grabada decía.

»Tuve que usar un pequeño bote para llegar a la ubicación descrita, ya que se trataba de una cueva con acceso desde el mar, desde la cual, según los escritos, a través de una combinación de túneles, se atravesaba toda la montaña donde se encuentra la necrópolis. La entrada principal al pasadizo estaba dentro de la gran cueva, pero tardé varias horas en encontrarla. Estaba medio derrumbada. Con ayuda de varias cuerdas que llevaba en la mochila, pude desplazar algunas rocas para poder acceder. Una vez dentro del entramado de túneles, encendí el farol para poder ver. Me aseguré de que toda la estructura estuviera bien conservada y, poco a poco, seguí adelante, recorriendo cada una de las distintas salas a las que me llevaba el laberinto. Tras varias horas allí dentro, me di cuenta de que todos los pasadizos acababan de la misma forma, eran túneles sin salida. Así, fui examinándolos uno por uno, intentando ver si alguno me llevaba a otro lugar que no fuera un camino sin salida. Para no perderme, fui dibujando con un palo una línea en la tierra para marcar por dónde había pasado. Recuerdo que en algunas zonas incluso era difícil respirar, el aire estaba viciado y el fuerte olor a humedad de la tierra me producía náuseas. Había tramos en los que el techo aún conservaba el color negro del humo de las antorchas que en su día alguien usó para poder ver en la oscuridad. Las paredes eran totalmente irregulares. Sin duda, esos túneles habían sido picados a mano, pero no había ninguna inscripción o resto que me revelase en qué época se habían construido.

»Tras varias horas andando entre túneles sin salida, llegué a un pasadizo que era diferente a los demás. Conforme avanzaba, se iba haciendo más amplio y con el techo más alto. En él se podía apreciar cómo la piedra de sus paredes estaba trabajada con mucho más esmero. Caminando por este último túnel, que parecía el más importante, llegué a una enorme losa de mármol rojo con seis agujeros repartidos por toda su superficie. Todos eran de un tamaño similar, pero cada uno con una forma diferente. Esa gigantesca puerta me cortaba el paso y no me dejaba seguir avanzando. Era la primera vez que veía ese tipo de material en la necrópolis y enseguida supe que algo excepcional debía haber al otro lado. Había encontrado algo nuevo y diferente a lo que estaba acostumbrado a ver en este yacimiento. Entonces me di cuenta de que solo me quedaba combustible en el farol para unos pocos minutos de luz, así que, al ver que por el momento no podía seguir, volví sobre mis pasos hasta regresar al principio del laberinto.

»Fue entonces, al llegar de nuevo a la cueva en donde estaba la entrada al laberinto, cuando me vi en una situación que cambiaría mi vida para el resto de mis días. En ese mismo instante la cueva estaba siendo utilizada por piratas y contrabandistas como muelle de descarga. Había varios barcos anclados en el interior de la gruta y un grupo de unos veinte individuos estaba desembarcando barriles de lo que parecía algún tipo de bebida alcohólica y fardos que seguramente eran de tabaco. En esa época los contrabandistas y piratas eran mercenarios e intentaban ganarse la vida con cualquier cosa que pudiera venderse. Recuerdo que, en muchas ocasiones, también habían sido sorprendidos en la necrópolis intentando saquear las tumbas en busca de monedas y restos de gran valor para luego venderlos a coleccionistas en el mercado negro. Me entró el pánico y, para que no supieran de ese acceso al yacimiento, decidí quedarme escondido en el túnel y esperar a que se marchasen. Cuando parecía que ya habían vaciado las bodegas y que al fin podría volver a casa, llegó una pareja de la Guardia Civil y los pilló a todos in fraganti. Sin pensármelo dos veces, creí que era el momento adecuado y decidí salir de mi escondite para identificarme ante las autoridades, pero fue un gran error. Los agentes no solo estaban al tanto de esta actividad ilegal, sino que además estaban compinchados con los piratas y participaban en el reparto de beneficios a cambio de no dar parte a sus superiores. Nada más salir de mi escondite y confesar que yo no tenía nada que ver con lo que allí estaba sucediendo, se hizo un gran silencio y, acto seguido, tanto los contrabandistas como los guardias civiles empezaron a reírse a carcajadas. El agente que estaba al mando hizo caso omiso a todo lo que le conté para identificarme y poder justificar por qué estaba allí. Me encerraron en el cuartelillo, donde me sometieron a torturas y palizas durante horas hasta que, por miedo a morir, acabé confesando lo que ellos me obligaron a decir. Varios días más tarde, fui juzgado por contrabando y poco después me llevaron a la cárcel. Recuerdo como si fuera hoy cómo el alférez Moreno se quedó toda mi documentación y los escritos en los que yo había traducido los textos de los grabados originales. Esos documentos eran una coartada perfecta, pero en lugar de usarlo como prueba de mi inocencia, tal y como yo conté en mi versión, los sustrajo y los hizo desaparecer junto con varias piedras que ese día llevaba en mi mochila. Encerrándome y haciéndome confesar que yo era un delincuente, mataba dos pájaros de un tiro; por un lado, se aseguraba de que no pudiera contar lo que aquel día había visto en esa cueva y, por otro, se anotaba un punto a su favor en la lucha contra el tráfico ilegal de alcohol y tabaco. El alférez era un hombre rudo, maleducado, sin escrúpulos y sin el más mínimo aprecio hacia cualquier persona que no fuera él. Le recuerdo fumando a todas horas y con un fuerte y desagradable olor a sudor rancio de varios días. Con el pelo sucio y grasiento y la barba larga y muy descuidada. Sus cejas estaban tan pobladas que no había separación entre una y otra. Siempre con saliva blanca y pegajosa en la comisura de los labios, formando hebras al hablar. Disfrutaba con su trabajo porque, debido a su alto cargo, todas sus acciones se basaban en un abuso de poder constante para conseguir a toda costa su dosis diaria de sufrimiento ajeno.

 

»A los pocos meses de estar encerrado, el celador de la cárcel y yo nos hicimos buenos amigos. Él tampoco estaba muy contento de cómo el alférez trataba a todo el mundo. Según contaba, con sus subordinados también cometía todo tipo de abusos e injusticias. Recuerdo que, en una de tantas conversaciones que tuvimos, me contó que el alférez Moreno había estado muchos años trabajando en Cádiz, concretamente en la zona del Parque Natural de Doñana, cerca de su lugar de nacimiento. Pero debido a las extrañas circunstancias en las que murió el hijo de un poderoso terrateniente, destinaron al alférez a nuestra isla para quitarlo de en medio y así hacerle creer al padre del muchacho que había sido expulsado del cuerpo. Por lo que me contó, el chico era aficionado a la caza furtiva y en varias ocasiones había sido sorprendido cazando en zonas protegidas del parque, pero, al pertenecer a una familia rica, el dinero de las multas no suponía ningún problema. Hasta que una tarde lo volvieron a sorprender cazando donde no debía. Esta vez el alférez esposó al muchacho y se lo llevó a dar un paseo en coche. A las pocas horas, el chico apareció muerto en medio del parque natural con todo el cuerpo repleto de moretones. Conociendo el modus operandi del alférez, estoy seguro de que, en su afán por convencerlo para que no volviese a cazar en las zonas prohibidas, se le fue la mano y mató al pobre chico.

—¿Y nadie era capaz de pararle los pies a ese indeseable? Tratando así a todo el mundo, debía de tener muchos enemigos.

—No, Vicente, en esa época, justo al acabar la guerra, tenía mucho poder. Rara vez alguien se rebelaba contra la autoridad, y los que lo hacían acababan con un tiro en la cabeza. Estuve cumpliendo condena por contrabando más de cinco años. Con el paso de los meses, descubrí que el alférez Moreno tenía una tercera intención, y eso fue, sin duda, lo peor de mi estancia en la cárcel. Noche tras noche, venía, con su peculiar sadismo y su aliento fétido, a sacarme información sobre un tesoro que, según él, estaba enterrado en la necrópolis. No sé de dónde narices había sacado esa idea, pero seguramente llegó a esa conclusión después de intentar descifrar los escritos que me quitó el día que me detuvo. Él decía que, al trabajar yo en el yacimiento como arqueólogo, debía saber dónde se hallaban enterradas esas riquezas. Me golpeaba la espalda con una especie de fusta hecha con el miembro de un toro. Entre muchos otros, recuerdo que uno de sus pasatiempos favoritos era apagarme cigarrillos en cualquier parte del cuerpo y, si se me ocurría moverme para evitar la quemadura, me golpeaba con la fusta hasta dejarme exhausto. Estaba convencido de que yo sabía dónde estaban enterrados esos restos de incalculable valor, y el hacerme cumplir condena, a pesar de mi inocencia, le aseguraba el poder interrogarme cada vez que le venía en gana. Disfrutaba viéndome sufrir con cada una de sus torturas. Por fortuna, gracias a que soy un hombre bastante poco agraciado, conmigo sus sesiones de tortura se limitaban al cigarro y la porra, pero recuerdo que mi compañero de celda no corrió la misma suerte. Manuel era un muchacho muy guapo, rubio y con ojos claros. Tenía un cuerpo escultural, digno del mismísimo Discóbolo de Mirón. Fue sometido a violaciones casi cada día y algunas noches incluso por varios agentes. Nunca olvidaré las gotas de sangre en el inodoro cada vez que Manuel, hasta varios días después de los abusos, intentaba hacer de vientre, y de cómo el alférez se mofaba al escuchar sus lamentos mientras mi compañero se retorcía de dolor siempre que se sentaba en la taza del váter.

—¿Mis padres intentaron hacer algo por demostrar tu inocencia?

—Durante los dos primeros años, tus padres venían a verme a la cárcel muy a menudo, pero les pedí que no se involucrasen. No quería que relacionarse conmigo en aquellas circunstancias les fuera a generar problemas. Tú ya habías nacido, tenías unos tres añitos y ellos seguían haciendo vida normal. Además de continuar con su trabajo en la necrópolis, intentaron echarme una mano con el taller de alfarería, con la intención de que no se fuera al garete y, para que cuando yo saliera de la cárcel, siguiera en funcionamiento. Poco antes de que tus padres desaparecieran, me comentaron que el alférez había estado olismeando por la zona de los hipogeos. Me consta que había conseguido acceder a la trama de túneles que descubrí el día que me detuvo, y que su intención era volar con explosivos la losa de mármol rojo para acceder a lo que había al otro lado. Pocos días después, el carcelero me contó que, cuando el alférez intentó despejar el túnel principal del laberinto haciendo explotar la losa de mármol, se produjo un gran derrumbamiento, haciendo que el pasadizo desapareciera bajo toneladas de tierra. En el lugar del derrumbamiento, según el informe del alférez, se encontraron los cuerpos de dos saqueadores de tumbas, pero lo único que yo sé es que de tus padres nunca más se supo nada. Como comprenderás, de lo que se contó en el diario no me creí lo más mínimo, pues el informe de todo lo sucedido fue redactado por el mismo alférez. Cuando salí de la cárcel, las únicas pertenencias que me devolvieron fueron mi mochila y las seis piedras que encontré sobre las planchas de piedra de las que hice las transcripciones. De la documentación nunca más supe nada, aunque, por suerte, eran textos hechos por mí a partir de escritos grabados en varias piedras. Investigué adónde fueron a parar los cuerpos encontrados tras el derrumbamiento, pero ni siquiera en el registro fueron capaces de darme algún tipo de información. Estoy más que seguro de que tus padres fallecieron en el derrumbamiento. Desaparecieron sin dejar rastro, o al menos eso fue lo que el alférez quiso hacer ver con sus artimañas. Como siempre, en sus informes, él creaba una historia donde resaltaba su mérito y su buen hacer, sin importarle lo más mínimo la verdad de los hechos y la inocencia de los que se veían envueltos en su fatídico desenlace.

»Vicente, si me lo permites, te daré un consejo. Ahora que ya sabes lo que sucedió, lo mejor es que asumas que tus padres murieron aquel día a causa del derrumbamiento. Sé que es complicado, no es una noticia fácil de digerir, pero después de tantos años barajando distintas hipótesis, ahora que ya eres lo suficientemente maduro, es la mejor conclusión a la que podemos llegar. Para mí es la única explicación lógica para justificar su desaparición repentina.

»Tras salir en libertad, estuve varios años tratando de limpiar mi imagen, intentando quitarme esa fama de contrabandista que me pusieron en la isla gracias a esas falsas acusaciones por las que cumplí condena, pero sobre todo he intentado, día tras día, olvidar todo el daño, tanto físico como psicológico, que el alférez Moreno me causó durante todo ese tiempo. Lo último que supe de él es que, hace unos años, después de que le hubieran expulsado del cuerpo, tuvo un accidente de moto por culpa de su mal beber y que, debido al golpe, se había quedado cojo. ¿Entiendes ahora mi reacción cuando has descrito a quien ha entrado en mi casa?