El hipogeo escarlata

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

A unos cien metros, observo que el portón está bajado. Me aproximo y, cuando me asomo dentro de la cochera, advierto que el coche está intacto, tal y como lo dejó la última vez que lo usó, con la lona que lo protege del polvo. Si tampoco está aquí, ¿dónde narices se habrá metido? No sé qué pensar, pero esto no me da buena espina. Creo recordar que anoche lo dejamos muy claro, aunque tal vez entendí mal y debíamos ir cada uno por su cuenta para encontrarnos en la necrópolis. Lo que no me cuadra es que el coche siga aquí aparcado y no lo haya usado para transportar todo el material y herramientas que hoy vamos a necesitar. Es prácticamente imposible que se lo haya podido llevar todo sin la ayuda del vehículo. De lo que sí estoy seguro es que hoy es cuando vamos a intentar abrir la puerta de acceso al laberinto, así que, si todo sigue según lo planeado, ese material nos será más que imprescindible.

Me dirijo hacia la necrópolis para ver si está allí; de camino, voy pensando en qué es lo que ha podido pasar, pero varios metros antes de llegar al yacimiento, Jordi, nuestro amigo y compañero, se interpone en mi camino y me obliga a quedarme fuera. Me dice que, por orden de la Guardia Civil, no puede dejar pasar a nadie sin que ellos lo autoricen. A lo lejos hay una pareja de la Benemérita, pero lo que más nerviosismo me está generando es que también hay una ambulancia aparcada en la entrada del yacimiento y varios sanitarios bajando al hipogeo donde mi amigo y yo llevamos semanas trabajando.

—Jordi, ¿qué demonios ha pasado? Por favor, dime qué están haciendo los sanitarios en nuestro hipogeo.

—Vicente, siento decirte que Antonio ha tenido un accidente. Lo han encontrado esta mañana tirado en el socavón. Según han dicho los médicos, solo está inconsciente. Lo más seguro es que se haya resbalado y, tras caer desde varios metros de altura, se haya dado un fuerte golpe en la cabeza. Los sanitarios están preparando la camilla para llevárselo al hospital lo antes posible y poder valorar la gravedad de las lesiones. Llevan un buen rato ahí abajo. Los agentes están investigando los hechos, pero esta mañana, cuando han llegado los primeros arqueólogos, se lo han encontrado boca abajo en el agujero y no respondía. Ellos han sido los que han avisado a la ambulancia. Lo más raro es que nadie sabe cuánto tiempo llevaba ahí, ni los arqueólogos ni el resto de guardias lo hemos visto llegar. Es como si él hubiera entrado en el yacimiento antes de que yo abriese la puerta esta mañana. Los agentes están interrogando a todo el mundo y también han preguntado por ti. Les he dicho que estarías al llegar.

—Por favor, Jordi, déjame pasar, necesita que esté a su lado —digo intentando convencer al guardia de seguridad.

—No se puede pasar. Lo siento mucho, Vicente. Ahora debemos dejarlos trabajar tranquilos. Cuando lo traigan a la ambulancia, podrás ir con él para hacerle compañía de camino al hospital.

Los sanitarios se llevan a Antonio al hospital. Según dicen, está muy débil, pero hasta que no le hagan una serie de pruebas no sabrán qué es lo que tiene exactamente. Me ha impactado mucho verlo en ese estado. Siempre está como un rabo de lagartija, no para de moverse, ni siquiera cuando está dormido. Pálido e inmóvil, tumbado en la camilla, no tiene buen aspecto. Postrado parece aún más delgado y huesudo de lo normal. Mientras lo suben a la ambulancia, percibo cómo uno de los guardias civiles me mira en repetidas ocasiones mientras interroga a uno de los arqueólogos. Su cara me resulta familiar, creo que es uno de los agentes que nos tomó declaración el día que entraron a robar en casa de Antonio. Apuesto a que él también me ha reconocido. Me vuelve a mirar una vez más antes de dirigirse hacia aquí.

—Buenos días, señor Rafael.

—Buenos días. Su nombre era Vicente, ¿verdad?

—Sí, señor, nos conocimos hace unos días cuando vinieron a casa la noche que tuvimos el incidente con el ladrón.

—Vicente, ahora puede usted irse al hospital con su amigo, pero, en cuanto acabe de hablar con el resto de sus compañeros, iré para allá para hacerle varias preguntas. Es importante que me espere allí para poder tener toda la información que necesitamos lo antes posible. Después de haber hablado con sus compañeros, hay un par de cosas que no me cuadran, no parece que esto se trate de algo accidental. Le aconsejo que no se separe de su amigo. Espero equivocarme, pero me da la sensación de que lo que le ha sucedido está relacionado con el allanamiento de morada que sufrieron ustedes la semana pasada.

—Entonces, ¿cree usted que ambos sucesos pueden tener relación?

—De momento solo son suposiciones, pero hace varios meses que estamos detrás de un sospechoso que concuerda con la descripción que usted nos dio la otra noche y, por lo que sé, se trata de alguien muy peligroso.

De camino al hospital, metidos en la parte trasera de la ambulancia, mientras acompaño a mi amigo moribundo, no hago más que pensar en qué es lo que ha podido pasar. Antonio jamás me apartaría de este descubrimiento por voluntad propia, no es su forma de actuar, y mucho menos sabiendo lo que significa para mí. Una de las hipótesis de la Guardia Civil es que no se trate de un accidente y que esto tenga que ver con el incidente de la otra noche y con el desagradable alférez Moreno. Si eso es cierto, entonces él es el culpable de que mi amigo se encuentre entre la vida y la muerte, pero para averiguar eso ya está la Guardia Civil. Ahora debo centrarme y entender que lo más importante es la salud de Antonio. Espero que solamente esté inconsciente a causa del golpe y que no haya secuelas más allá de las superficiales.

La ambulancia se detiene en la puerta del hospital y bajan a mi amigo lo más rápido que pueden para llevárselo al interior de las instalaciones.

—¿Es usted su nieto? —me pregunta una enfermera nada más verme llegar.

—Sí, más o menos.

—Esperaremos a ver qué nos dice el médico, pero, al tratarse de una persona de avanzada edad, no quiero darle falsas esperanzas —me dice la enfermera mientras esperamos al doctor.

Mientras aguardo los resultados de las pruebas para saber el diagnóstico, sentado a solas en la recepción del hospital, un sentimiento de indefensión se apodera de mí por completo. En estos momentos, mi estado anímico es como una montaña rusa y mis sentimientos van cambiando según lo que me va pasando por la cabeza. Siento rabia y sed de venganza cuando pienso en que el alférez Moreno ha podido ser el causante de su estado, pero casi, al mismo tiempo, tan solo unos segundos después, la soledad y la tristeza me atrapan cuando pienso que ese pobre anciano al borde de la muerte es lo único que tengo y que tal vez lo pierda y me quede más solo aún de lo que estoy.

Casi una hora después, el médico viene con los resultados de las pruebas. El golpe le ha ocasionado un edema bastante grave. Me comunica que deben dejarlo en observación para ver cómo evoluciona. Parece que es una situación complicada por tratarse de un hombre de su edad, pero en estos casos todo depende de cómo reaccione su cuerpo al tratamiento. Solo podemos esperar y, pasados unos días, volverán a repetir todas las pruebas. Aunque es cierto que en la radiografía no se observa ninguna fractura ósea, el doctor dice que es posible que el fuerte golpe haya afectado al cerebro.

Cuando acabo de hablar con el médico, llega el agente con el que he hablado hace unas horas en la necrópolis. Me tranquiliza pensar que con él no tendremos problemas de atención. Se le ve muy volcado en el caso y eso hace que me sienta bastante cómodo. A priori, su intención con nosotros, tanto la noche del robo como hace un rato en el yacimiento, es la de ayudarnos e intentar esclarecer todo lo que está sucediendo. Se trata de un chico joven y muy delgado, pero con mucha energía. Con el pelo oscuro, endeble y con entradas pronunciadas, a pesar de su corta edad. De piel muy blanca y con los ojos claros. Educado y atento en todo momento, se ve claramente que intenta aparentar más edad de la que tiene. Por su aspecto, y por cómo se dirige a las personas mayores, calculo que no es mucho mayor que yo, dos o tres años tal vez. Se puede apreciar ese impulso característico que tienen los novatos que han alcanzado el puesto de trabajo de sus sueños, dedicado a su profesión en cuerpo y alma veinticuatro horas al día, rebosante de esa ilusión que caracteriza a los principiantes que aún no se han encontrado con un alto cargo que les abra los ojos y les muestre el lado oscuro de su oficio.

El director del hospital nos ha habilitado una sala para que se lleve a cabo el interrogatorio. Cuando le confieso nuestras sospechas sobre el alférez Moreno, y le comento que por miedo a represalias mi amigo no quiso denunciar lo sucedido en su casa, el agente me confirma que ellos estaban ya al tanto hacía varios meses de que esta persona andaba rondando por la zona. Me comunica que hace años que están intentando atraparlo. Me dice que el alférez fue expulsado del cuerpo después de recibir infinidad de acusaciones por parte de presos que habían estado en la prisión que él dirigía. Después de que lo echaran, estuvo usando un viejo uniforme de la Guardia Civil y documentos falsos durante varios años para llevar a cabo delitos de todo tipo. Se trata de una persona muy peligrosa, y les consta que tiene varias armas de fuego en su poder. No deja de insistirme en que no intente nada para localizarlo o detenerlo. Me advierte que, si me enfrento a él o hago lo más mínimo para que se sienta en peligro, tendré todas las de perder. Lo describe como alguien sin ningún tipo de miramientos a la hora de conseguir cualquier objetivo que se proponga.

Su consejo, por nuestro bien, es que me quede en el hospital con Antonio y, que si recuerdo o veo algo que piense que le pueda ser de ayuda, le llame urgentemente al cuartel, sea la hora que sea. La recepcionista del hospital está al tanto y, en caso de querer ponerme en contacto con él, estoy autorizado a usar el teléfono.

 

Cada vez tengo más claro que el accidente de Antonio no ha sido una mera coincidencia. Ahora sé perfectamente que Antonio estaba en lo cierto, lo que el alférez pretendía con su forma de actuar ayer noche, al dejarse ver en la muralla, a pocos metros de mí, pero sin que pudiera alcanzarlo, era demostrar que nos tenía localizados en todo momento, esperando al acecho a que se dieran las condiciones idóneas para poder atacar y conseguir así lo que sea que haya venido a buscar.

Con todo este revuelo, me he olvidado de la carpeta de cuero donde están todos los documentos y las seis llaves de piedras. Al recoger las pertenencias de mi amigo en la necrópolis, no había ni rastro de ella. Lo mejor será que vaya a su casa lo antes posible para ver si todo está en el escondite. Si la encuentra la persona equivocada, no podremos seguir adelante con el descubrimiento. Si, por lo que sea, la carpeta ha desaparecido, sé que solo hay una persona, además de nosotros, que pueda valorar su importancia a la hora de abrir la puerta del laberinto. Cuando mi amigo despierte, no me gustaría tener que darle la noticia de que la carpeta ha desaparecido.

Capítulo 6

Salgo del hospital para ir a comprobar que la carpeta sigue donde la habíamos escondido. Al llegar, la puerta sigue abierta, al igual que esta mañana. Las rejas que mi amigo instaló en las ventanas después de que se colase el alférez no valen de nada si continúa dejando la puerta abierta de par en par. Antes de marcharme, aprovechando que ahora tengo la llave, la dejaré cerrada.

Voy con mucho cuidado después de las advertencias del brigada Rafael y, ahora que sé cómo se las gasta el alférez, tengo que reconocer que me da cierto respeto encontrarme con él. Viendo la facilidad con la que nos ha localizado cada vez que se lo ha propuesto, podría sorprenderme en cualquier lugar. Aunque nunca se ha dejado ver a la luz del día, iré con cautela, por si acaso. Me dirijo al salón y, con ayuda de una silla, me coloco debajo del escondite y abro la trampilla del falso techo para asegurarme de que la carpeta está bien escondida. Introduzco la mano, la alcanzo y la arrastro hacia mí. Nada más verla, la saco de su escondite para comprobar que todo está en su interior, tanto los documentos como las seis piedras. Ahora que la tengo en mis manos, y pensando que posiblemente tengamos que estar en el hospital hasta Dios sabe cuándo, creo que no es seguro que la vuelva a dejar aquí. Lo mejor será que me la lleve y así estará a buen recaudo en todo momento. Creo que a nuestro lado la tendremos más controlada que aquí; además, tal y como me ha aconsejado el brigada Rafael, lo mejor será que procure no salir del hospital. Así evitaré tener que venir cada día para revisar si sigue estando donde la dejamos.

—¡Hola, buenos días! ¿Hay alguien ahí? —gritan desde la puerta.

Salgo a su encuentro. Es el brigada Rafael. Ni siquiera ha pasado una hora desde que me ha interrogado. Por la cara que pone al verme intuyo que no le hace mucha gracia encontrarme aquí.

—Hola de nuevo, Vicente. ¿Se pude saber qué hace usted aquí? Creo que le he dejado bastante claro que no debía salir del hospital hasta que no encontrásemos al sospechoso.

—Solo he salido un momento para coger algo de ropa limpia y asegurarme de dejar la puerta de la entrada bien cerrada.

—Hemos ido a buscarle al hospital para que nos diese una llave de la casa de su amigo. La recepcionista nos ha informado de que hacía menos de media hora que usted había salido, así que me he imaginado que había venido hasta aquí. Mi equipo y yo vamos a inspeccionar la vivienda para ver si encontramos alguna pista que nos ayude con el caso. Como antes me ha comentado, aquí fue la última vez que usted vio a su amigo antes del accidente.

En esta ocasión, el brigada Rafael no viene solo. Le acompaña un equipo de tres agentes que, nada más entrar en la casa, empiezan a examinar todas y cada una de las estancias.

Antes de salir para volver al hospital, percibo cómo el brigada no deja de mirar mi mochila. Cuando creo que me va a pedir que le enseñe el contenido, uno de los agentes le llama y le enseña una colilla que ha encontrado en una de las habitaciones haciendo que, por suerte, se olvide de mi mochila. Me he salvado por los pelos de tener que abrirla y que viera que lo que llevo no es ropa, sino una vieja carpeta.

—¿Su amigo fuma Celtas? —me pregunta uno de los guardias mientras sujeta la colilla con unas pinzas.

—No, agente, Antonio ni siquiera fuma —le contesto.

—Sabemos que el sospechoso fuma esta marca de cigarrillos. Teniendo en cuenta que su amigo no fuma, esta prueba demuestra que el alférez ha estado aquí y, aunque aún no podemos determinar con exactitud en qué momento, si confirmamos que es posterior al allanamiento de morada de la otra noche, tendremos indicios para poder acusarlo del lamentable estado en el que en estos momentos se encuentra su amigo.

—No creo que esa colilla lleve aquí tantos días, Antonio la hubiera visto al barrer —le aclaro al equipo de investigadores.

—Por favor, ahora márchese al hospital para que podamos trabajar correctamente. Cuando tengamos alguna novedad, se lo haremos saber. Como ya le he dicho en varias ocasiones, es preferible que ambos permanezcan allí hasta que demos con el sospechoso. Eso nos ahorrará tener que estar pendientes de su seguridad y podremos centrarnos en esclarecer lo sucedido lo antes posible. Por favor, le pido que me entregue la llave de la puerta principal para que, cuando acabemos nuestro trabajo, cerremos como es debido. Después de examinar toda la vivienda, iré al hospital y le devolveré la llave personalmente.

De vuelta al hospital, sabiendo que voy a estar varios días allí encerrado, he decidido pasar por casa de María. Me gustaría explicarle todo lo que nos ha pasado en los últimos días y, sobre todo, que sepa el motivo por el que he estado tanto tiempo sin poder quedar con ella.

Golpeo con la aldaba varias veces y espero unos segundos hasta volver a hacerlo. Al tercer intento, cuando desisto de esperar y decido marcharme, alguien abre la puerta. Me recibe un señor muy alto y corpulento, con el pelo canoso y un gran bigote. Supongo que se trata del padre de mi amiga. Lleva puesta una boina y una especie de blusa blanca. Tanto sus manos como su ropa están cubiertas de manchas de colores de lo que parece ser pintura.

—Buenos días, señor. ¿Está María en casa?

—Buenos días, ¿cuál es su nombre, caballero? —me pregunta con cierta ironía.

—Soy Vicente, me gustaría hablar con ella.

—Encantando, Vicente. Mi nombre es Alfredo. Lamento comunicarle que no se encuentra en casa en estos momentos, ha ido a la panadería. Pero, ya que está usted aquí, si me lo permite, le pediré un favor.

—Usted dirá.

Me hace un gesto con la mano indicándome que entre en su casa. Una vez en el interior de la vivienda, un delicioso aroma procedente de la cocina hace que empiece a salivar. En el aire se pueden identificar diferentes tipos de especias, la que más resalta es el curry. Me lleva hasta un patio trasero donde advierto que tiene montado un caballete con un lienzo junto a una mesa repleta de todo tipo de tubitos de pintura y pinceles. Coge la paleta llena de colores y, seguidamente, me hace retroceder hasta encontrarnos a varios metros de distancia de lo que parece ser su creación. Los rojos y morados predominan en el cuadro. Ha plasmado perfectamente todos los detalles, incluso en la parte inferior se pueden apreciar varios flamencos.

—Bueno, Vicente, ¿me podría usted decir qué es lo que ve en este lienzo?

—Ha reflejado usted a la perfección una de las imágenes más bonitas e identificativas de nuestra isla. Una puesta de sol en Ses Salines. Sinceramente, parece una fotografía. Teniendo en cuenta lo difícil que es pintar al óleo, diría que es usted todo un experto —le contesto regalándole el oído.

—¡Bravo, Vicente!, es usted un excelente crítico. Me ha caído usted muy bien. Bueno, no le hago perder más tiempo —me dice mientras me acompaña a la salida a la vez que me pone la mano en la espalda para hacer el camino lo más rápido posible.

Su reacción me ha dejado totalmente descolocado. No sé si mi comentario le ha gustado o no. Aunque me ha dicho que le he caído bien, la forma en la que me ha invitado a marcharme tras describir su cuadro me hace pensar todo lo contrario. Seguramente tendrá cosas que hacer y no quiere que me quede más tiempo del necesario.

—Au revoir, monsieur Vicente. Si quiere, cuando vuelva María, le diré que usted ha venido —me dice antes de cerrar la puerta.

No he entendido las primeras palabras que me ha dicho, pero creo que me ha hablado en francés.

—Gracias, señor, pero no es necesario. Voy en esa dirección. Seguramente la encontraré por el camino. Hasta la próxima, ha sido un placer poder ver su obra.

Me acerco hasta la panadería para ver si coincido con María. Conforme llego al establecimiento, veo que ya ha terminado de comprar y se dispone a pagar. De espaldas a la puerta, ese pelo y esa silueta son inconfundibles. Hace varios días que no la veo y no me acordaba de lo temblón que me pongo cuando la tengo tan cerca. Mientras espera a que le devuelvan el cambio, me acerco por detrás y le tapo los ojos sin mediar palabra. Acto seguido, ella pone su mano derecha sobre las mías y nada más tocarme dice mi nombre con un tono dubitativo.

—Hace días que pienso en ti —me recrimina con una media sonrisa.

—He venido a contarte todo lo que nos ha pasado estos últimos días, ha sido de locos. Hemos tenido varios problemas y me ha sido imposible venir a verte. ¿Te apetece dar un paseo y te lo cuento?

—Está bien, pero me están esperando en casa y les he dicho que volvería pronto.

—He conocido a quien creo que es tu padre. Me ha parecido un hombre muy simpático. Nada más verme, me ha invitado a pasar hasta su taller de pintura para que le diera mi opinión sobre el cuadro que está terminando.

—¿En serio? Es muy pesado. No es mal pintor, pero solo quiere que le digan lo bien que lo hace y no le interesa ningún tipo de crítica, por constructiva que sea —me dice María sonrojada.

Paseamos tranquilamente mientras le cuento todo lo que nos ha sucedido a Antonio y a mí. Por su cara, creo que algunas cosas ni siquiera llega a creérselas, pero me basta con que me disculpe y podamos seguir viéndonos. Caminando y caminando, llegamos al baluarte de Santa Lucía, donde nos sentamos durante un buen rato viendo el mar y contemplando cómo llegan algunos barcos de pesca perseguidos por una gran nube de gaviotas graznando para conseguir algún bocado fácil sin tener que mojarse las plumas. Desde aquí arriba se ve todo tan pequeño que parece de juguete. Antes de marcharnos, he notado cómo, poco a poco, María ha ido acortando distancia entre nosotros. En una de esas veces en las que le he podido aguantar la mirada más de lo habitual, ha puesto su mano sobre la mía y me ha besado en los labios. A pesar de que estaba viendo cómo se ha ido acercando, no me lo esperaba, pero me ha encantado. El pulso se me ha acelerado y he sentido cómo el corazón se me quería salir del pecho. Es la primera vez que beso a una chica y no sabía bien cómo actuar. Aunque me ha gustado mucho, me ha sabido a poco y me he quedado con ganas de más.

Antes de irme de vuelta al hospital, he acompañado a María hasta su casa. Me muero de ganas de volver a besarla, aunque después de haber conocido a su padre, creo que justo delante de la puerta de su casa no es el lugar más adecuado.

Después de estar más de cinco minutos sin que ninguno de los dos se despidiera, como era de esperar, ha salido su madre.

—María, ya era hora de que volvieses con el pan, ¿dónde has ido a comprarlo, hija mía?

—Bueno, María, yo me tengo que marchar. Nos vemos otro día. Buenas tardes —me despido y me voy sin mi beso.

—Sí, nos vemos pronto, Vicente —me dice de espaldas a su madre mientras me guiña un ojo y me tira un beso.

Camino a toda prisa para llegar al hospital. Se me ha ido el santo al cielo y he estado demasiado tiempo fuera. Espero que el brigada Rafael y sus compañeros hayan estado trabajando hasta tarde en casa de Antonio y no se hayan percatado de que llevo varias horas desaparecido.

Nada más llegar, la recepcionista me comunica que el doctor quiere hablar conmigo sobre el estado de Antonio. Me dice que lo espere en la habitación y que lo avisará de mi regreso para que pase por allí para informarme sobre la evolución de mi amigo.

 

—Por cierto, tengo algo para usted. Lo ha dejado un señor hace ya un buen rato —me dice la recepcionista mientras me entrega un sobre.

De camino a la habitación, abro el sobre que me acaban de entregar. En su interior está la llave de la casa de Antonio junto con una nota del brigada Rafael donde me vuelve a recordar, una vez más, que por nuestra seguridad es mejor que no me aleje del hospital.

—Buenas noches, Vicente —me saluda el doctor a los pocos minutos de estar en la habitación.

—Buenas noches, doctor.

—Tengo novedades sobre la evolución del señor Torres. A pesar de ser un hombre de avanzada edad, es una persona muy fuerte. En poco tiempo ha evolucionado favorablemente, así que es solo cuestión de días que vuelva a despertar. El edema está desapareciendo y, aunque aún quedan restos, hemos comparado las primeras radiografías con las que le hemos hecho hace unas horas y se puede ver que ha habido una gran mejoría.

—Muchas gracias, doctor —le contesto emocionado.

—Le mantendré informado. Buenas noches.

El doctor ha sido escueto, pero preciso, y me tranquiliza saber que mi amigo se está recuperando. Espero que, cuando vuelva en sí, recuerde lo que le sucedió y pueda contarnos si solamente fue un accidente o si el alférez Moreno tuvo algo que ver, tal y como sospechamos.

Tan pronto como me pongo cómodo, me saco del bolsillo una empanada de gató1 que compré ayer. Por lo que parece, esta será mi cena. Las noches aquí me resultan eternas; cuando apagan las luces y todos se acuestan, solo se oyen sollozos y quejidos de los enfermos en la oscuridad. Para mí, que normalmente duermo solo, me resulta una odisea conciliar el sueño entre tantos ruidos estremecedores, junto con el olor a medicamentos que se me mete en la faringe y se me incrusta como un parásito, sin dejarme casi respirar. Para colmo, la butaca donde duermo es digna de un faquir y los muelles se me clavan hasta tal punto que, en ocasiones, pienso que me van a atravesar de un lado a otro. A todo esto hay que sumarle que la enfermera de guardia va dando vueltas por las habitaciones con la brillante iniciativa de despertarme cada dos horas para preguntarme si todo va bien.

Capítulo 7

Antonio continúa inconsciente y no pasa ni un solo día sin que deje de buscar una relación entre la colilla que encontraron los agentes y el supuesto accidente en el yacimiento. Después de varias semanas aquí metido, con tanto tiempo para pensar, me he dado cuenta de que la Guardia Civil no avanza. No encuentran ninguna pista o indicio y, por lo que tengo entendido, ni siquiera saben dónde localizar al supuesto culpable. Con tantas noches en vela, he podido elaborar un plan para ayudar a capturar al alférez Moreno. Aunque sé que sería hacer caso omiso a lo que me recomendó el brigada Rafael, creo que es la única forma de poner en jaque a un criminal de su calaña. Ya lo tengo decidido, esta misma noche me vestiré con la ropa de Antonio y me dirigiré a su casa. Una vez allí, dejaré la puerta abierta y la luz encendida. Volveré a salir, pero esta vez vestido con mi ropa, haciéndole creer al alférez que Antonio ya está recuperado del accidente y que, además, se ha quedado solo en casa. Mientras aparece, me esconderé en mi casa y desde la ventana veré cómo cae en la trampa. Seguramente pensará que mi amigo está vivo y volverá para terminar lo que no acabó en la necrópolis. Una vez esté dentro, cerraré la puerta de la casa de Antonio para dejarlo atrapado y así poder avisar a la Guardia Civil desde la cabina telefónica más cercana.

Ya son las diez de la noche, he podido salir del hospital por la ventana del baño para que, esta vez, la recepcionista no se percate de mi salida. Con la ropa de mi amigo dentro de la mochila, me dirijo hacia su casa. De camino, el café La Estrella está abierto, así que entraré a tomarme un café; creo que me vendrá bien para aguantar despierto toda la noche. De paso, aprovecharé para cambiarme de ropa en el servicio y así saldré de aquí ya disfrazado.

Me acabo el café y vuelvo a ponerme en marcha, esta vez vestido con la ropa de mi amigo. He de confesar que estoy bastante asustado, me da pánico pensar que, al girar en alguna esquina, pueda encontrarme de frente con el alférez Moreno y me sorprenda in fraganti creyendo que soy Antonio. Tal es el miedo que siento que acelero el ritmo y llego a mi destino en un tiempo récord. Ya he dado el paso y no hay lugar para arrepentimientos, la decisión ya está tomada. Esta noche intentaré encerrar al alférez para que la Guardia Civil lo detenga de una vez por todas.

Nada más entrar, confirmo que la casa está tal cual la dejé la última vez que vine. Recuerdo que los agentes me dijeron que intentarían volver a dejar todo como estaba para que el sospechoso, en caso de que decidiera volver a la escena del crimen, no viera que habían estado buscando pistas. Me dispongo a llevar a cabo mi plan: enciendo la chimenea y la luz del salón. Relleno la ropa de mi amigo con varios cojines y la coloco en su mecedora, frente al hogar, para simular que está sentado al calor del fuego. Luego, desde la puerta, con un pie en la calle, finjo, con un tono más alto del habitual, que me despido de Antonio. Me voy a mi casa y, después de un rato, apago todas las luces para hacer ver que me he ido a dormir. Agazapado en la ventana, desde donde se ve la entrada de la casa de Antonio, espero a que el pez muerda el anzuelo.

Ya son muchos días los que llevo durmiendo en esa indomable butaca y la falta de sueño acumulada me está pasando factura. Estoy tan cansado que el café no me ha hecho ni el más mínimo efecto, hace ya un buen rato que se me están cerrando los ojos. En mi reloj son más de las dos, esperaré veinte minutos más y, si no aparece mi presa, me marcharé de vuelta al hospital. He debido de fallar en algo, tal vez precisamente hoy el alférez no ha estado vigilándonos en todo momento y he montado este numerito para nada. Vaya decepción, la verdad, pensé que sería más fácil.

Cuando se me está agotando la paciencia, a lo lejos distingo que alguien se dirige hacia la casa de mi amigo. Al pasar por debajo de una farola, la luz me ayuda a reconocer que no es quien yo esperaba. Por su silueta y su forma de andar diría que es el brigada Rafael. ¿Qué demonios hace aquí a esta hora? Va a ver que la luz está encendida y que la puerta está abierta. Una vez más, sabrá que he vuelto a salir del hospital. Cuando vea toda la parafernalia que he preparado, sabrá que he vuelto a casa de mi amigo a pesar de sus repetidas advertencias. Antes de ir hacia la entrada, se asoma cuidadosamente por la ventana, luego empuja la puerta, la abre lentamente y traspasa el umbral. Una vez dentro, cuando pierdo el contacto visual, las luces se apagan de repente y oigo dos disparos procedentes del interior de la casa. El corazón se me acelera de repente y el miedo me congela por completo. ¿Qué está pasando ahí dentro?, ¿a quién le está disparando? Me he quedado paralizado y los nervios no me dejan reaccionar. Cuando más asustado estoy, y tras oír un tercer disparo, sale por la puerta como una exhalación el alférez Moreno. Con el mismo atuendo de siempre, mira a ambos lados de la calle y echa a correr con esa cojera que lo caracteriza, como si lo persiguiera el diablo. ¿Por dónde narices ha entrado? He estado varias horas vigilando la puerta y solo he visto al brigada. No entiendo nada. Se han oído tres disparos y ha sido el alférez quien ha salido sin heridas aparentes. Me temo lo peor. No sé qué hacer, si aproximarme hasta la casa de mi amigo o avisar a las autoridades.