Buch lesen: «El lento silbido de los sables», Seite 3

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—Yo no pedí autorización —dijo Orozimbo Baeza.

—Depende. Hablaste conmigo y acordamos que tu visita sería pacífica. Estos iban en son de guerra, y ahí los tienes.

—Hay varios de los tuyos caídos en tierra también, según puedo ver a simple vista. ¿No vamos a enterrarlos?

—Vendrán a buscarlos por la mañana.

—Esta noche no habrá más que huesos. ¿Enterrarás a los nuestros?

—Si me lo pides.

—Te lo pido fraternalmente.

—Para matar hay que morir —afirmó Diguillín con gran convicción—. No existe otra salida. En todo caso, los tuyos no pasaron. Es seguro que venían de la guarnición de Traiguén.

El Teniente se allegó a su subalterno y le preguntó en voz baja.

—¿Quién comanda la guarnición de Traiguén?

—El Capitán Tomás Walton —dijo Eraclio—. Es un oficial muy exaltado: recomienda la guerra de recursos y la guerra de exterminio. Por el momento, no es escuchado, pero el día menos pensado nos va a meter en un forro de conciencia.

—¿Y de qué tratan estas guerras?

—Es un proyecto diabólico. Se trata de capturar a las mujeres y a los niños y matar a los hombres si los encuentran. Quemar las tolderías y las sementeras y robar el ganado. Piensan cercarlos por hambre y obligarlos a huir a las montañas. Lo peor es que el Ejército pretende vender a las mujeres y a los niños en las estancias de Chillán, Los Ángeles o Concepción. ¿Se da cuenta usted, mi Teniente? ¿Vender a los niños y a las mujeres como esclavos para financiar la guerra? Y no se tratará de traficantes particulares sino de nuestro propio Ejército, al cual pertenecemos. ¿No le da vergüenza ajena?

—Supongo que no podremos nada contra eso.

—No —dijo Zambrano.

Cabalgaron una hora más y escogieron un lugar para comer y dormir. Un poco antes se cruzaron con una patrulla india que iba en busca de sus muertos. Cerca del sitio que escogieron como campamento corría un río que los mapuches llamaban Trongol.

Al cabo de un momento ardían las fogatas. Los indios asaron un cordero que traían descuartizado. Los uniformados hicieron lo propio con el suyo y todos se instalaron a comer, separados en dos grupos que casi no se dirigían la palabra. Eraclio Zambrano ordenó a sus hombres que se cuidaran con la bebida y envió a dos mocetones para montar la guardia en lo alto de unas rocas que dominaban el campamento.

—El relevo será cada dos horas —dijo—. Preparen las parejas y no disparen por ningún motivo sin orden de mi parte.

Se reunió con su jefe y ambos bebieron aguardiente en silencio, recostados en el pasto contemplando las estrellas que fulguraban en la noche negra.

—Cuando era pequeño, soñaba que las guerras las hacían los héroes —dijo el Teniente—. Y mis sueños estaban llenos de errores. Por ejemplo, en mis sueños no había sangre ni lágrimas. Apenas héroes armados de espadas gigantescas, que empuñaban con las dos manos para combatirse entre sí. El pueblo no intervenía. Solo vitoreaba a los vencedores.

—El problema está en que la guerra se halla en la naturaleza de los hombres —observó filosóficamente Zambrano—. En la historia del hombre, las espadas y los cañones no han tenido jamás un solo instante de reposo. Lea la Biblia, Teniente. Aprenderá un montón de cosas sobre la guerra.

—La leí muchas veces en mi adolescencia. Quizás debería volver a leerla ahora, pero no me queda tiempo. Y hace muchos años que dejé de comulgar.

—Yo leo la Biblia como un libro de historia —alegó Zambrano—. Para mí no tiene nada que ver con religiones. La tengo siempre en las alforjas.

Muy temprano estaban todos lavándose en el río. Bebieron café en grandes tarros mohosos, ensillaron, y prosiguieron el viaje.

Una mujer india cruzó la ruta frente a ellos. Parecía hallarse sola, llevaba un canasto de mimbre sobre la cabeza y sus pies descalzos en apariencia no sentían la dureza de los guijarros que cubrían el camino. Nadie formuló el menor comentario, como si la mujer les resultara invisible. Ella tampoco miró al grupo.

—Un destacamento mapuche puede estar acampando cerca de aquí —susurró el Cabo—. Tal vez sea el mismo que atacó a los nuestros cuando iban a Boroa. Además, ella viene del río, donde seguramente lavó sus ropas.

Continuaron avanzando pero no vieron a nadie más. Al mediodía el sol ya calentaba con fuerza y los soldados abrieron sus guerreras para ventilarse. Diguillín los llevaba por un desvío, porque al marchar recostándose sobre la Cordillera, los ríos eran todavía angostos y menos correntosos, de modo que se les podía cruzar con suma facilidad. Cerca del mar la cosa se mostraba distinta. Allí llegaban hinchados por las aguas de numerosos afluentes, adquiriendo gran profundidad y fuerza, lo cual constituia un peligro mayor.

Entraron a Boroa en mitad del crepúsculo. Para ello tuvieron que cruzar el río Imperial, que en el verano es bajo, con grandes extensiones pedregosas en el centro de su curso. Boroa estaba constituido por un tolderío situado en la ribera sur del Imperial. La particularidad de Boroa es que la mayor parte de sus habitantes son indios de ojos verdes o azules y cabellos rubios.

—Acampen en la orilla del río —indicó Diguillín—. Mañana los buscaré para que hablen con nuestras mujeres.

—Tus cautivas —corrigió Baeza.

—Ellas pueden irse cuando quieran —repuso Diguillín—. El problema es que no quieren irse.

Prepararon el rancho y comieron sin sobresaltos. No había ruidos en el tolderío y todos parecían dormir.

El Teniente Baeza se internó en medio de los matorrales con la intención de evacuar. Jamás imaginó lo que vendría, porque de repente, acuclillado, los pantalones abajo, entre pedos y eructos, levantó la vista y sus ojos tropezaron con una extraordinaria criatura que lo miraba en silencio, semioculta por las ramas. Era una muchacha de piel blanca, largos cabellos rubios y un rostro de increíble belleza. Parecía tener quince años o un poco más. Sus ojos eran verdes.

Orozimbo saltó subiendo sus pantalones y se quedó mirando la aparición.

—Perdona —dijo— no sabía que estabas aquí.

—No estaba aquí. Acabo de llegar. Por las noches vengo al río.

No parecía impresionada por la escena anterior y se sentó entre los arbustos, sobre el pasto.

—Me gusta nadar de noche —explicó.

—¿Sola?

—Nadie pasa por aquí. Esto es muy seguro. Además, los guerreros montan guardia en los caminos que llegan a Boroa. ¿Ustedes de dónde vienen?

—De lejos. Hemos cabalgado varios días.

—¿Cómo lograron burlar a los guardias?

—Los guardias nos trajeron. Queremos hablar con ustedes, pero debemos esperar hasta mañana.

—¿Hablar con nosotras?

—Tan solo queremos saber por qué se niegan a abandonar Boroa.

—Vivimos aquí —dijo la joven—. No hay ninguna razón para que nos vayamos.

Orozimbo terminó de abrochar su cinturón.

—Pero tú eres blanca —objetó—. ¿Tienes familia?

—Mi madre. Vive con el jefe de la aldea.

—¿Y tú?

—No tengo edad para emparejarme —replicó con sencillez—. Por el momento espero.

—Supongo que solo conoces a los indios.

—He visto a muchos de los tuyos matando. He visto sus caras cuando matan. Es terrible.

—No son míos, pero los vi muertos, en un claro que hay más arriba del río.

—Pretendían entrar por la fuerza para llevarnos. Nosotros no queremos abandonar este lugar. Además no nos han capturado, sino comprado. Aunque ellos nos llaman españolas, nacimos en Argentina, y desde allá nos trajeron. Nunca los abandonaremos.

—¿Por qué?

—Porque son dulces y afectuosos y les pertenecemos. Están llenos de amor y de respeto. Somos libres y felices aquí.

Orozimbo se aproximó a la joven y se detuvo a dos pasos.

—No lo intentes —dijo ella, levantando el brazo—. Un solo grito mío y te matarán.

—No intento nada. ¿Cómo te llamas?

—Ale.

—¿Qué significa eso?

—Luz de Luna.

—Es un lindo nombre.

—¿Y tú?

—Orozimbo. Orozimbo Baeza.

—¿Y eso, qué quiere decir?

—Nada. Soy un oficial de Ejército y todavía no he guerreado nunca. Estoy contra la guerra y quizás un día me fusilen por eso.

Ella miró hacia el río un largo momento. Parecía ensimismada, como si una duda o un problema de difícil solución le curvara el entrecejo. De repente, preguntó:

—¿Quieres nadar conmigo?

Orozimbo se confundió mucho.

—No sé.

—¿Qué tiene de malo?

Orozimbo lo pensó dos veces, como era su costumbre. Luego:

—Nada, en realidad. Te sigo.

La joven cruzó por entre las ramas y alcanzó la ribera del río. Allí había un remanso de aguas quietas. Se desnudó y saltó al agua. Orozimbo creyó que debía hacer lo propio. Había visto su cuerpo desnudo, muy pálido y bello a la luz de la luna.

No puede ser, pensó, estoy soñando.

El agua era curiosamente tibia para hallarse en un territorio situado tan al sur. Nadaron y retozaron largo rato en las aguas transparentes. De pronto se encontraron frente a frente, con las caras empapadas, riendo. Se miraron. Ella lo besó en la boca. Fue la noche más intensa en la vida del joven militar. Incrustó su pecho entre los duros senos de la muchacha y atrajo su cintura hasta que los vellos del pubis tocaron los suyos. Una erección violenta le inflamó la sangre.

Volvió a hundir sus labios en la boca que jadeaba. La penetró con dulzura y ella colgó sus piernas en las caderas del macho. Orozimbo no supo nunca cuánto tiempo estuvieron así. Sintió que eyaculaba interminablemente y escuchó sus pequeños gemidos de placer. Durante el largo apareamiento, en todas las posiciones que permite el agua tibia, la luna se fue corriendo por el cielo casi hasta desaparecer en el horizonte que terminó por tragársela.

—Sabía que esto iba a ocurrir aquí —dijo la niña de repente, zafándose de sus brazos y nadando hasta la orilla. Él la alcanzó. Estuvieron un rato en silencio, recostados sobre la hierba, secándose.

—Cuando conozca el sentido de mi futuro, cuando sepa quién soy y hacia dónde me llevan las aguas de la vida, vendré a buscarte —dijo el Teniente, con inevitable romanticismo—. Es una promesa.

Ella se limitó a mirarlo en silencio con intensidad. Después se levantó, sacudió las hierbas de su falda, se metió en ella y en seguida se metió en la blusa.

—Te esperaré —dijo— te esperaré hasta que vuelvas —Y acto seguido lo besó en la boca y desapareció entre los matorrales como un susurro.

Esa noche, sin sospecharlo, había revelado a Orozimbo Baeza el nombre de sus futuras hijas.

Por la mañana se produjo el encuentro entre cautivas y soldados. Como lo había predicho Luz de Luna, las mujeres, una cuarentena de diversas edades, escucharon en silencio la exposición del Teniente Orozimbo Baeza y contestaron con gran seguridad a sus preguntas. En particular, una dijo:

—Nosotras no somos cautivas. Los Boroanos nos compraron en Argentina.

—¿Cómo en Argentina?

—Todas venimos de allá, donde también fuimos cautivas. Ellos, los Boroanos, van a Argentina y nos compran, sobre todo a las que tenemos pelo rubio y ojos azules.

—¿Entonces, no son cautivas chilenas ni españolas?

—Por nada del mundo —dijo una de las mayores—. Somos gente comprada.

—¿Y no tienen nada que ver con Chile?

—Nos llaman las españolas —dijo la más fuerte de ellas—. Hay quienes alegan que nos han cortado los talones para que no logremos escapar. Aunque yo te puedo mostrar mis talones.

En efecto, ellos no tenían ninguna huella de tortura ni de herida.

—Captamos —murmuró el ayudante—. Es muy extraño lo que sucede aquí, y sin embargo sucede.

—Afirmativo.

—¿Qué hacemos?

—Ordena a los soldados que ensillen.

Zambrano se alejó.

Orozimbo Baeza clavó sus ojos en Luz de Luna y manifestó con voz firme:

—Hemos hecho un compromiso Diguillín y yo, y cumpliré todas mis promesas. Todas —reiteró sin apartar los ojos de los ojos de la joven, que lo observaba al parecer sin ninguna emoción especial—. Espero que la guerra no las haga sufrir en demasía, pero tengan cuidado, porque cuando estalle, las cosas cambiarán. Será una guerra larga. Yo no estaré muy lejos, pues se me ha destinado a la comandancia de la División que controlará la zona de la desembocadura del río Toltén. Si me necesitan, pueden buscarme allí. Adiós. Me despido como un amigo.

—¡Como amigos! —gritaron al unísono las españolas-argentinas.

Al abandonar la gran tienda donde se tenía la reunión, se cuadró e hizo un saludo militar. No miró atrás, aunque sabía que dos ojos jóvenes y claros le horadaban la espalda como dos cuchillos verdes buscando tal vez su corazón.

Se mencionan halcones y palomas

Había decidido quedarse unos días en Boroa, pero en la otra parte del villorrio, donde se mezclaban el comercio, pequeñas posadas y expendios de bebidas alcohólicas. El lugar se hallaba poblado por aventureros de varias nacionalidades y de toda laya. Sabía que la simple visión de los cuerpos de las mujeres en las calles volvería locos a los jóvenes reclutas. Cruzaron pues el pueblo de callejuelas pedregosas, y algunas anchas y altas casas construidas con tejuelas de alerce. Estableció campamento cerca del río, que rodeaba tres cuartos del poblado, y concedió a los reclutas veinticuatro horas de permiso, con la condición de que organizaran las guardias para evitar el robo de los caballos. Escoltado por Zambrano, se adentró en la aldea, una de las primeras agrupaciones aglutinadas alrededor de un Fuerte, fundada por los españoles durante los primeros años del siglo XVII. En pleno centro, había pequeños hoteles con sus respectivos bares, y por supuesto, un bullicioso gentío que circulaba saludándose a gritos, entrando y saliendo de los establecimientos comerciales o de los bares.

—Vamos a buscar información sobre lo que está pasando —dijo Baeza a su ordenanza—. Por aquí deben andar los corresponsales de guerra.

Amarraron los caballos y entraron en un bar reluciente, atiborrado de botellas. Era mediodía y mucho mundo se alborotaba junto a la barra. Ciertos parroquianos leían periódicos instalados en sus mesas, bebiendo. Los uniformes llamaron la atención de inmediato. Algunos tipos se les acercaron con rapidez, pues todo el mundo quería contrastar sus informaciones. Nada era claro en el conflicto.

—¿De dónde vienen ustedes? —preguntó uno.

—De la desembocadura del Toltén —contestó Orozimbo mintiendo—. ¿Y quiénes son ustedes?

—Yo cubro las informaciones para El Meteoro.

—De Los Ángeles —dijo otro.

Un tercero admitió que pertenecía a El Ferrocarril, de Santiago de Nueva Extremadura, y un cuarto aseguró que informaba para El Mercurio, de Valparaíso.

Eran, pues, los célebres corresponsales de guerra, cuyos artículos despachados todos los días a sus periódicos, con el relato de los acontecimientos vividos en directo, ayudarían a los futuros historiadores en la reconstitución de los avatares del conflicto. Orozimbo los invitó a sentarse con ellos y descorcharon algunas botellas comentando las últimas noticias de todos los frentes. Al parecer, las acciones bélicas habían comenzado. Se hablaba de combates en la precordillera de los Andes, donde moraban los Pehuenches y los Arribanos. Estos últimos, sin embargo, se negaban a combatir y habían parlamentado con el Ejército para obtener garantías. En cambio, los Pehuenches atacaban con gran ferocidad, y no vacilaban en bajar hasta los llanos enfrentando a los uniformados. Había ya once Divisiones operando en territorio araucano. Todas estaban bajo el mando central del General Cornelio Saavedra, quien dependía del Ministerio de la Guerra, pero había experimentados jefes militares al mando de cada una de las otras Divisiones. Aunque esto de experimentados no calzaba, pues nunca antes habían combatido. Mal congénito de los ejércitos que atacan a sus pueblos para justificar su aversión a un trabajo verdadero.

—Parece ser que se está buscando una estrategia a fin de que la guerra no dure demasiado —dijo uno de los corresponsales— aunque como siempre ocurre en estos casos, los halcones quieren acciones decisivas y las palomas desean parlamentar con las tribus.

—Hace dos días hubo una batalla sangrienta en un sitio que llaman “El Almendral”, cerca de Ángol —informó otro—. El Ejército atacó una toldería en plena noche y mató sin discriminación a hombres, mujeres y niños, que apenas podían defenderse. Hay una laguna, un pantano cerca de allí, y un tipo que presenció los hechos nos contó que decenas de cadáveres flotaban sobre el barro. El Ejército montó guardia e impidió que los indios sobrevivientes enterraran a sus muertos. Las aguas y el fango estaban rojos y se dice que algunos heridos murieron desangrados porque no se les prestó auxilio.

—¿Quién comandó el ataque?

—El Coronel Tomás Walton y su lugarteniente, el Churrete Herman Marín, aspirante a escritor-historiador.

—¿Por qué aspirante a escritor?

—Herman Marín cree que escribe...

—¿Y cuándo fue ascendido Walton?

—En el mismo sitio de los hechos. Hay un General que protege sus fechorías. Se llama Eleuterio Barboza.

—Después de la matanza quemó las tolderías, las cosechas, y se llevó dos mil cabezas de ganado. Está tratando de elevar la guerra a su máximo punto de destrucción, y ya, a estas alturas, no lo frena nadie. Dentro de poco ascenderá a Teniente Coronel y entonces será imposible pararlo.

—No hace ninguna distinción entre guerreros, mujeres y niños. El mismo arenga a sus soldados para que cometan violaciones contra las mujeres y los niños de cualquier sexo o edad. Se hace llevar adolescentes a la tienda y ha matado a varios que le opusieron resistencia. Se dice que está loco a causa del alcohol.

Orozimbo escuchó los relatos en silencio. Tal vez ahora comprendía mejor el sentido de la guerra y la pérdida de compasión y humanidad que ella conlleva. Pero también, y por primera vez, temió por sí mismo. Supo con certeza que podría llegar a convertirse en otro Walton, protegido por el recién ascendido General Abigail Cruz, que cubriría todas sus fechorías. El miedo de que aquello ocurriera lo hizo beber su copa de un solo sorbo. Los periodistas lo miraron, pero miraron también su uniforme. En cambio, él se internó en su pasado, revisó su infancia, su adolescencia, y escuchó la voz de su padre: “Te estás metiendo en una guerra inmunda, hijo”. Llenó su copa y la vació de nuevo.

—¿Qué pasa con los Abajinos?

—Buscan un pacto con los Arribanos, los Pehuenches y otras tribus menores que operan en el Valle Central. No sabemos bien lo que piensan, pero pueden entrar en combate en cualquier momento, y son mucho más temibles que los Arribanos, porque también saben pelear en el mar.

Quizás a causa del vino, Orozimbo cerró los ojos y pensó por primera vez en Luz de Luna. No supo jamás por qué la recordó en ese instante. Vio una imagen muy nítida de la niña, yaciendo entre grandes raíces de árboles salvajes postradas a flor de tierra, en la mitad de un bosque. A través del follaje se filtraban los rayos de la luna, pero eran rayos de una luz intensa y muerta. Su amante estaba desnuda, y el largo pelo rubio, manchado con su sangre, le servía de pálida mortaja.

La boda

La Décimo Primera División terminó por instalarse en una colina, un par de kilómetros más atrás de la desembocadura del río Toltén, y sobre las tolderías y el caserío —también muy antiguos— situados en las inmediaciones del mar. Como en Boroa, los mapuches vivían separados del resto de la población blanca, constituyendo algo así como dos caseríos diferentes, aunque vecinos.

En uno de los otoños que vinieron, y tras una ardua discusión con sus padres, el recién ascendido Capitán Orozimbo Baeza pidió de modo oficial la mano de Josefina Aedo Pérez-Cotapos, a la sazón de dieciocho años. Era una joven dulce, tímida, hija del General en retiro Joaquín Aedo, un hombre muy influyente en las esferas castrenses, pues había sido por largos años profesor en la Academia de Guerra. Orozimbo contaba ya con veintiséis años en el cuerpo y siete en la Guerra de Arauco. Consideraba —en opinión de sus próximos— que había llegado la hora de formar una familia, y conocía a Josefina desde que ella tenía diez años. Además, no ignoraba la influencia de su padre y las ventajas que podía obtener con ello en el desarrollo de su carrera militar, cosa que le importaba mucho más que la novia. En realidad, Orozimbo Baeza quería utilizar a su futuro suegro para lograr que lo llamaran a la capital a fin de prestar servicios en una unidad acantonada en ella y dejar para siempre la Guerra de Arauco, pues estaba convencido de que involucrándose más y más en ella, terminaría por perder todas sus plumas.

—No tengo objeciones —dijo observándolo con su mirada de águila el General en retiro—. Las referencias que recibí de usted son muy buenas.

—He pensado fundar una familia —manifestó Orozimbo Baeza, saboreando su copa— porque hay indicios de que el fin de las operaciones está cerca.

—No lo sabemos aún —observó el General Aedo—. Las informaciones del frente son confusas. Me temo que lo van a retener allí por un buen rato. ¿Se da usted cuenta que la verdadera guerra no ha estallado todavía?

—Todos lo sabemos allá abajo —dijo el Capitán— pero suponemos que una vez lanzadas las hostilidades, estas serán de corta duración. Hay demasiadas tropas en el frente y los indios no mueven un dedo.

—Ponga mucha atención, Orozimbo, porque cuando mueven un dedo la tierra tiembla.

Conversaron durante un buen rato, bebieron algunas copas más y luego Orozimbo se levantó para marcharse. Quedaron convenidas las fechas y el Capitán, antes de retornar a su guarnición, estampó una solicitud de permiso por cinco días para casarse durante la primavera de ese mismo año. A condición de que las cosas estuvieran tranquilas “allá abajo”.

Con su acostumbrada buena estrella, todo estaba bien y en septiembre regresó a la capital para encontrar a la novia, que no cabía en sí de ansiedad, de dicha, pero también de ocultas premoniciones. No en vano se había comprometido con un militar.

Sin embargo, y antes que nada, debemos tener en cuenta que Orozimbo había cambiado mucho desde aquel día en que recibió el espadín de cadete de manos de su padre, en el patio de la Escuela Militar, y aquella época en que sollozaba sobre la almohada leyendo y releyendo las cartas de sus enamoradas adolescentes. Era ahora un hombre hecho y derecho, curtido por los avatares de la guerra, con el rostro tostado por el sol, el viento y la lluvia del sur, y dos grandes mostachos negros cubriéndole el labio superior y descendiendo a lo largo de ambas comisuras. Bebía como un camello, expelía constantes juramentos, y no pocos pedos cada vez que se encontraba a solas, o a veces, sin preocuparse por ello. Su paciencia era limitada, y del amor solo conocía el sentimiento de potencia y violencia que convocan las violaciones, sobre todo de mujeres jóvenes, y aun, de niñas, pues había hecho suya esa máxima guerrero-militar que asegura: “A pico parado no hay culo cagado”. Se había visto envuelto en numerosas batallas y escaramuzas armadas, de manera que el acto de matar, para él, carecía de significante. Al fin y al cabo, había estudiado mucho, y la totalidad de sus estudios concernían a las cosas de la guerra, que es la muerte. Su noviazgo con Josefina duró lo que una lombriz en el pico de un pavo, pues lo que de verdad le interesaba de todo aquello, aparte de la protección de su suegro, era aplastarle los huesos lo más pronto posible. La noción de fundar una familia no tenía significado preciso para él, pues sabía que a Josefina, hasta el fin de la verdadera guerra, la vería apenas una o dos veces por año. En honor a la fidelidad histórica, no puede desconocerse que esta guerra no había comenzado todavía.

La boda comenzó con la ceremonia religiosa en el Convento de San Francisco, ubicado en la Alameda de las Delicias, donde ambos hicieron su primera comunión, en años diferentes, por cierto. Numerosos oficiales de la generación de Orozimbo asistieron a ella, a la vez que muchos civiles. Tal vez la mayoría no era católica observante, pero para seguir la fiesta en casa del Comandante Aedo, se hacía obligatorio mostrarse antes, en los ritos preliminares. La borrachera generalizada sería la coronación del ceremonial. Desde el Convento se fueron caminando hasta la mansión de los Aedo, que estaba situada a cuatro cuadras del templo. Los hombres marchaban cantando aires militares. La novia lucía ditirámbica, como todas las novias, y reía colgada del brazo de Orozimbo, mostrando sus dientes imperfectos, un tanto salientes, y sus caderas estrechas, o como decía el propio Orizimbo, su poto de diuca.

Sin embargo, se consolaba afirmando:

—A partir de esta noche, le ensancharé el chancho hasta que le quepa todo el afrecho que tengo que encajarle.

Y no dudaba que sería así.

El padre, rojo de satisfacción, se lanzó con el primer vals, mientras los jóvenes oficiales, compañeros militares del novio, se encontraban vaciando el cuarto o quinto vaso para ponerse a punto. Luego bailó el recién casado, con manifiesta torpeza, desde luego, luciendo sus piernas arqueadas a causa de tantos años vividos sobre los caballos. Tenía ya los ojos brillantes y rojos y su equilibrio era precario, pero nadie daba importancia a cosas tan superficiales, y la fiesta tomaba poco a poco color y calidez. Algunas señoras de oficiales superiores coqueteaban, pues sus maridos se hallaban en misión o, como alardeaban ellas, en combate; y unas pocas viudas de civiles y militares, se disputaban a los machos para dejar que les manosearan el culo y les hicieran sentir las vergas entre los muslos, duras como garrote de bandido, aprovechando las oportunidades de acercamiento corporal implícitas en cada danza, que, como se sabe, fueron concebidas para eso.

En razón de que Orozimbo debía volver al frente de batalla en tres días, se decidió que la luna de miel tendría lugar en el segundo piso de la casona, en una habitación aislada. Alrededor de las once de la noche, y sintiendo venir la borrachera, el novio cogió la mano de su mujer y arremetió por la escalera rumbo al lecho nupcial. Puso llave a la puerta. Mientras se desnudaba Josefina miraba a su marido como preguntando qué debía hacer. Él la desnudó en un santiamén y antes de meterla en la cama, arremetió espárrago en ristre contra los vellos de su entrepierna, acto que él consideraba una dulce estrategia de suave seducción. Luego cayeron sobre el lecho. De partida, Orozimbo encontró la puerta cerrada, lo que era de esperar, aunque no había pensado en ello. Trató de forzar el orificio, pero éste parecía inexistente.

—¿Dónde tienes el brocal? —preguntó el amante con suave ternura, aunque su voz sonaba ronca a causa de las libaciones.

—Tú lo sabes todo, mi amor —susurró ella.

—Es que empujo y empujo y no lo encuentro. Mi medio metro resbala de arriba abajo pero no hallo hueco donde sepultarlo.

Josefina trataba de ayudar.

—Ahí, ahí —gemía.

—¡Por la mismísima concha barbuda de tu abuela! —verborreaba el Capitán, perdiendo la paciencia—. ¿Qué se hizo tu fosa?

—Nunca ha cambiado de lugar. Lo sé, porque yo orino por ahí.

—A ver: abre bien esas patas peludas. En alguna parte debe estar —gruñó él, con exquisita caballerosidad.

En efecto, al cabo de quince minutos de bregar contra tamaña cerrazón, logró introducir la proa. Hay que reconocer que se trató de una hazaña, pues su herramienta tenía dimensiones considerables. Ella chilló pero luego comenzó a besarlo sin contemplaciones, aunque las sábanas —como era de rigor— se mancharon de sangre. La primera eyaculación se produjo en forma simultánea: los chillidos de rata y los rugidos de león se mezclaron en armonía. Orozimbo aprovechó el término del primer encontrón para tenderse de espaldas y buscar su petaca en la mesa de noche. Se zampó un buen estimulante y metió la mano izquierda entre los muslos de su mujer, que parecía no caber en sí de éxtasis. Veinte minutos más tarde, el centauro montó de nuevo y esta vez la cosa no fue difícil, pues el camino ya había sido desbrozado.

—¿Cómo es que te has pasado la vida entera sin culear? —preguntó Orozimbo con voz neutra.

—Recién tengo dieciocho años y para una joven honesta es una obligación llegar virgen al matrimonio. Tú eres mi primer hombre, Zimbito.

—A mí me gustan ya descartuchadas —dijo Orozimbo, bebiendo un nuevo trago—. Mira lo que me duraste virgen: poco más de un cuarto de hora. Pero además, no es muy agradable estar abriendo agujeros que parecen cosidos con lienza de pescar.

—Mi amor, tiene que ser así. Y así me recordarás para siempre —dijo ella con explicable recato melodramático.

—Incluso, creo que me rompiste la punta del estoque, Josefina. Chúpalo un poco para ver si descubres alguna herida.

Ella se metió bajo las frazadas y succionó con mucha convicción. Lo único que logró fue que aquella manguera volviera a ponerse rígida.

El la sentó sobre su artefacto y esta vez creyó que los veinte centímetros habían desaparecido por completo en el bajo vientre de la amada. Aunque, semiborracho, estimó que otra vez el agujero se estaba cerrando. La explicación no tardó en llegar.

—Te equivocaste de hoyito —confesó ella con un mohín—. Pero me es igual, porque te amo para siempre.

—Tienes el chico más grande que el grande —observó con desagradable ironía el novio—. A lo mejor, ahí está el secreto de tu virginidad. Un napolitano me contó que las italianas, para no quedar preñadas antes de tiempo, sugerían a sus amantes hacerlo por el pequeño.

No hubo comentarios, en razón de lo cual él dedujo que había acertado, y si bien Josefina no era italiana, pudo haber hecho desfilar sin dificultad a toda la Escuela Militar por el patio trasero. La casa de su padre siempre estaba llena de oficiales, la mayoría jóvenes.

Terminada la faena, se introdujo en la garganta otro sublime garrotazo de aguardiente, y el sueño lo venció, pues había bebido todo el día.

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