Buch lesen: «El lento silbido de los sables», Seite 2

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El agua puede matar cuando decide ser río

La tropa montada descendió hasta la ribera siguiendo un sendero estrecho flanqueado por matorrales espinosos. Los soldados espoleaban sus caballos guiándolos en fila india. Al cabo de quince minutos los detuvo el curso de agua. El Coronel Abigail Cruz contempló la espesa e intransigente correntada del río. Desde la cima de la colina había observado que la velocidad y la profundidad del agua serían un obstáculo para alcanzar la otra orilla, pero eso no pareció arredrarlo. Había cruzado muchos ríos nadando al costado de su caballo y todavía estaba vivo.

Torció el cuerpo sobre la montura para mirar a sus hombres.

—Pase lo que pase —dijo— debemos cruzar hasta los árboles de enfrente. Y eso, antes de que el sol se ponga. Crucen cortando la corriente en diagonal hacia arriba.

En mitad del río había un islote desolado, cubierto apenas por algunos arbustos. Tras la orden de lanzarse al torrente, los caballos y sus jinetes fueron arrastrados por el potente aguaje de montaña. Algunos lograron cruzar, otros se fueron río abajo para siempre, camino del mar, y unos pocos treparon al islote a fin de completar después la segunda parte de la travesía. Entre ellos estaban el subteniente Orozimbo Baeza y el Coronel Abigail Cruz.

—¡Maldita la puta que te parió! —dijo este último, mirando el río, bebiendo de su petaca y sacudiendo con furia el agua que empapaba el capote militar.

Los hombres que se hallaban en mitad del cruce parecían desorientados y temerosos. Algunos habían visto a sus compañeros desaparecer aguas abajo.

—Luego los buscaremos —dijo Baeza, asumiendo la subjefatura—. Pueden estar agarrados a un tronco o haber salido por una curva del río —agregó, sabiendo que los otros pensaban en los muertos que las aguas estaban arrastrando hacia alguna parte, parte que no era otra cosa que el muy lejano mar, si no enganchaban en una raíz o entre dos rocas.

—A quinientos metros hay una cascada —dijo el Coronel Cruz—. Para salvarse es preciso encontrar una curva antes de la cascada. Y me corto una hueva si la hay.

Con este juramento no hizo otra cosa que descorazonar todavía más al contingente.

—Veremos —dijo Baeza, desafiante—. Yo no doy a nadie por perdido.

Tras un silencio, ordenó a los hombres, quienes ya empezaban a tiritar empapados de frío y de miedo:

—Arrójense al agua, luego bájense de las monturas y cuélguense de las crines por el lado izquierdo, desde donde viene la corriente. Así los caballos nadarán mejor.. Naden a la izquierda de los caballos para evitar que el río los arrastre.

Un furibundo estruendo de espuma saltó al aire cuando las cabalgaduras penetraron en el río.

El subteniente Orozimbo Baeza y el Coronel Abigail Cruz nadaban en medio de sus hombres. De pronto Baeza escuchó un sollozo que venía de la derecha. Mirando por encima de las crines de su caballo, vio que el Coronel Cruz había soltado las crines del suyo y resbalaba hacia las ancas arañando la montura para no perder el contacto con la bestia. El comandante vestía su pesado atuendo militar y un gran rifle le colgaba cruzándole la espalda, por lo cual flotar en la corriente era casi imposible. El Subteniente gritó:

—¡Atención, Comandante!

El Comandante tenía el rostro contraído de miedo y sus dientes castañeteaban. Los ojos grandes, abiertos, parecían mirar sin ver a causa del terror.

—¡No puedo! —gritó—. ¡Voy a soltarme!

—¡Se lo prohíbo! —aulló Orozimbo Baeza—. ¡Agárrese de la montura, carajo!

En ese momento el caballo de Cruz se apartó del resto y chapoteó en las aguas furiosas, siguiendo ahora la dirección de la corriente en lugar de buscar la otra orilla. Baeza volteó su caballo para ir a su rescate, cuando escuchó desde tierra la voz estentórea del Cabo Eraclio Zambrano, una voz que creyó oír por primera vez:

—¡Déjelo ir, subteniente, y vuelva a meterse entre sus hombres! ¡Más abajo hay una cascada de treinta metros de altura, y nadie sobrevive al caer por ella!

Baeza alcanzó la orilla cien metros más abajo, arrastrando por las riendas el caballo de su jefe, quien se aferraba a la montura gritando. Las cabalgaduras chapotearon en el fango hasta alcanzar la tierra firme. El hielo del agua calaba los huesos. Orozimbo Baeza trotó por la ribera río arriba, tirando las bridas del zaino del Coronel, que se dejaba conducir a sacudones, cabizbajo. Parecía borracho. Al meterse entre el pelotón, el joven oficial ordenó desmontar, desensillar, atar los animales y encender hogueras. También autorizó bebidas alcohólicas y designó a los soldados que prepararían el rancho y a los que levantarían las carpas. Pronto las llamas alzaron sus lenguas desde la carne de los leños. Los hombres se desnudaron para secar los uniformes. Todos llevaban vino y aguardiente en las alforjas, de tal modo que bebieron haciendo que el alcohol pasara a través del castañeteo de los dientes. Era media tarde y un sol refinado y triste empujaba sus rayos a través de las hojas.

—¡Subteniente Baeza, redacte un informe detallando nuestras pérdidas humanas y animales! —aulló el Coronel, que cubierto por una toalla se había sentado en una silla de campaña con una botella de aguardiente en la mano, cerca de una fogata, al parecer olvidado de su insólita cobardía.

—Mi Coronel, voy a explorar primero la orilla río abajo para buscar sobrevivientes.

—Pierda el tiempo como quiera —dijo el Coronel con aspereza—, aunque puedo garantizarle que todos los que fueron arrastrados por el río están muertos. Este río lo conozco como el hoyo de mi mujer. Y como en el caso del hoyo de mi mujer, el que entra sale con la cabeza colgando —añadió con exquisita bestialidad, aunque conciente del efecto que sus palabras causaban en la tropa.

Media hora después regresó el subteniente. Por supuesto, con las manos vacías. Desnudándose, estiró su vestimenta cerca del fuego para secarla. Pero antes llamó al Cabo Zambrano, y le ordenó que vigilara el montaje de las carpas y apurara a los cocineros del rancho, pues pernoctarían allí. Se instaló en otra silla de campaña en la mesa del Coronel, junto a la gran fogata, que ahora los iluminaba tiñendo sus cuerpos desnudos de un color dorado. El color contrastaba con la opacidad verde oscura de los árboles sonando pausados al fondo, donde recomenzaba el bosque.

—He estado pensando en pedir un ascenso para usted —dijo el Coronel Cruz—. Hoy día mostró tener cojones y preocupación por la suerte de sus soldados. Pero nunca olvide que fui yo quien pidió su ascenso —advirtió grosero.

El sentido de la frase no pasó inadvertido para el joven.

—Yo no olvido nada, Comandante.

Habían transcurrido tres años desde la conversación en el Fuerte de Nacimiento. Sin duda las cosas estaban cambiando, pues Baeza hizo sonar las manos y pidió a un condestable que le trajera una botella de vino descorchada. La bebió sin prisa, desde el mismo gollete, mirando al Coronel y limpiando sus nacientes bigotes con la punta de una toalla, mientras el fuego crepitaba cerca de sus rodillas.

—¿Sabe usted que los chicos pudieron salvarse, pero el cruce del río no fue bien organizado?

—¿Cómo así?

El Comandante había fruncido el entrecejo ante lo que consideró un reproche.

—Debimos atar grupos de diez caballos con un lazo, para permitir a los que cayeran de sus monturas tener algo donde agarrarse. Hemos perdido dieciocho hombres en la simple travesía de un río bravo, y nos quedan todavía decenas de ríos bravos por cruzar. A este paso, lo haremos nosotros dos solos, si sobrevivimos.

—No se preocupe, Baeza. Podemos pedir más hombres a Santiago. Además, otros contingentes van barriendo hacia el sur al mismo tiempo que nosotros, de tal modo que un día alcanzaremos el río Toltén y desde allí atacaremos el norte, mientras nuevos destacamentos bajarán al sur. Los meteremos en una especie de tijeras mortales, ¿comprende? Además, en Argentina están haciendo lo mismo y tal vez mejor que nosotros, de manera que no pueden cruzar la cordillera para esconderse allá.

—Llegar al Toltén —dijo Baeza— no costará un puñado de hombres, sino miles de hombres.

—Nuestra misión es llegar al río Toltén, sin contar los muertos, ¡carajo! —declaró medio ebrio Abigail Cruz.

Otra vez el héroe había despertado en él, tal vez a causa de la seguridad que proporcionan el fuego y el alcohol.

—Podríamos ahorrar muchas vidas si planificamos cada operación de tal modo que no haya pérdidas. Piense que hasta el momento, se han construido alrededor de ocho fuertes y ningún indio nos ha atacado ni preguntado qué es lo que estamos haciendo en sus tierras. Solo nos matan los ríos y los barrancos.

—Déjelos tranquilos, que están fabricando armas y almacenando víveres para una guerra larga. Ellos siempre piensan así porque a lo ancho de toda su historia, solo han tenido guerras largas. Cuentan con el tiempo como si fuera un guerrero más que les es afín —dijo filosofando el Coronel.

Ambos bebieron en silencio de sus respectivos golletes. El subteniente estaba perdiendo la cara de niño y su par de bigotes serían un día amenazadores. Tres años de campaña habían bastado para que sufriera un cambio paulatino, pero perceptible a simple vista. Incluso había cesado de escribir cartas a su madre, y este silencio epistolar revelaba, tal vez mejor que nada, la perturbadora realidad de su desarrollo. ¿Pero se crece en una guerra sucia o uno se transforma en una bestia borracha capaz de las peores tropelías?, pensó más de una vez. Bastaba escuchar al Coronel Abigail Cruz, quien no cesaba de soñar con el momento en que la Jefatura de la Guerra autorizara un ataque directo contra las tolderías indias.

—Imagine, subteniente, la cantidad de mujeres que tendremos.

—¿No es usted casado? —inquirió con candidez su lugarteniente.

—En efecto. Pero ese agujero está muy lejos. Estos otros se hallan aquí mismo, al alcance del dedo. O mejor dicho, del descabellado.

Guardaron silencio para beber sin interrupciones.

—He recibido un mensaje —dijo de pronto el Coronel—. Me piden que investigue lo que pasó con las cautivas de Boroa. He pensado ascenderlo. Apenas reciba la autorización, lo enviaré a ese lugar. Usted comandará el destacamento y deberá hacerse responsable de todo lo que ocurra.

—Perdone, Coronel, pero ¿quiénes son las cautivas de Boroa?

—Usted va allá, pregunta y me lo cuenta. Tan sencillo como eso.

—No es una razón militar para que vaya.

—Son mujeres de militares y colonos capturadas por los indios, es decir, hembras blancas. Ignoro la razón, pero se niegan a volver con sus maridos y retornar a la civilización. ¿Qué cree usted? Ya sabemos que toda mujer es una bestia sin cerebro, aunque en este caso, el vaso se está filtrando por el culo. Nadie comprende nada. Algunos las han visto y parecen estar felices con los indios. ¿Se imagina?

El subteniente reflexionó un minuto.

—Como los indios no están todavía en guerra, tal vez tengan más tiempo para dedicarles —dijo.

—¿Qué sabe usted de mujeres, pendejo?

—Aprenderé, Comandante, aprenderé. Hasta las bestias aprenden y yo no soy una bestia.

Los dos golletes se alzaron por enésima vez hacia sus bocas.

—Me gustaría empezar a matar —dijo el Coronel—. Esto está muy flojo. El olor de la muerte me exacerba las ganas de vivir.

—Me gustaría empezar a parlamentar —replicó el subteniente—. Quizás podamos evitar una guerra. ¿Cuándo parto para Boroa?

—Apenas llegue su ascenso.

—Un ascenso no cambiará mis convicciones.

El Coronel lo miró con enfado.

—Ojo, subteniente, que un militar no tiene convicciones. Solo órdenes y alcohol en el cerebro. Las convicciones las tiene el mando central del Ejército y nosotros debemos acatar sus órdenes. Ningún Ejército se ha equivocado nunca. Somos más infalibles que el Papa. ¿Y sabe por qué?

—No. Comandante.

—Porque el soldado no debe pensar. El soldado obedece. Por eso no comete errores personales. Solo cumple con las instrucciones que recibe y así se salva. Las responsabilidades se diluyen. Con el tiempo, nadie sabe quién da las órdenes, se teje una cortina de misterio en torno al que toma las decisiones.

—¿Somos entonces un puñado de bestias armadas buscando guerras para justificar nuestra existencia, Coronel? Eso me pone muy por debajo de la escala de valores con la cual he sido educado y he crecido.

—Los valores militares son distintos a los valores civiles. No se sorprenda si un día lo fusilan. Ya lo han hecho con muchos pensadores como usted. Pero yo lo aprecio. Es un militar de tomo y lomo, un poco impetuoso, porque le falta todavía crecer para tocar el cielo con la culata de su fusil.

El subteniente pareció decidirse y cambió la conversación.

—Salud, Coronel —dijo mientras bebían demasiado rápido sus respectivos tragos—. ¿Dónde construiremos el nuevo fuerte?

—Un kilómetro más abajo de la cascada.

—¿Se ha preguntado quién dio la orden o quién eligió el lugar?

—No es necesario. Sé que debe ser allí.

La mañana siguiente los encontró preparando la partida. Cabalgaron a lo largo del río, observaron calculando la potencia del agua en la cascada, recorrieron otro kilómetro a marcha forzada y escogieron con cuidado el sitio para establecer allí un campamento estable. La tarea encomendada era construir un fuerte. El lugar parecía solitario y protegido. La curva del río, que lo circundaba, amansaba un poco las aguas, lo que permitía pescar truchas y lisas de agua dulce. Emprendieron las obras del fortín. Días más tarde, un grupo de soldados que se bañaba tras concluir las faenas, tropezó con los cuerpos hinchados de algunos de sus compañeros arrastrados por el río durante la travesía. Esto dio lugar a una ceremonia que contempló la excavación de tumbas, un discurso, numerosas paletadas de tierra y ripio, y luego el descorchar de un número indeterminado de botellas. Seguro que muchos pensaron, de pie junto a las tumbas, que era posible que ellos tampoco volvieran a sus casas.

Durante varias semanas trabajaron en la construcción. Se trataba, en realidad, de una tosca hilera de postes clavados en la tierra que completaban un círculo. Al centro, se alzó una gran cabaña, cuyo piso lo constituían planchas de hierro que llegaron desde una guarnición cercana, y cuyas ventanas, muy numerosas, eran de pequeñas dimensiones, para que un hombre, por delgado que fuera, no pudiera penetrar a través de ellas. Luego levantaron otra cabaña, similar, pero más pequeña. En un costado, alto sobre el círculo de postes, se elevó un balcón volado, en el que emplazaron una pieza de artillería giratoria que permitía la defensa del recinto, protegido por la cascada, río arriba, y un meandro. Nadie podría atacar desde el agua, y viniendo del bosque, la pieza de artillería podía producir grandes estragos. En realidad, reconoció Orozimbo, un verdadero estratega planeó la construcción de la fortaleza allí.

El destacamento permaneció algunos meses en el lugar, esperando la tropa que debía establecerse en el recinto. Entretanto, inspeccionaron los alrededores buscando fuentes de aprovisionamiento. No resultó necesario ir muy lejos. A dos millas de distancia se abría un campo de pastoreo indio, en el cual centenares de cabezas de ovinos pastaban al alcance de los lazos. Había también caballos y vacunos.

—Este es el paraíso terrenal —manifestó el Coronel una noche en que bebían contemplando el fuego, mientras los jóvenes reclutas se preparaban para organizar las guardias—. La comida está al alcance de la mano, y un poco más lejos, mueve sus caderas una deliciosa carne humana que muy pronto tendremos aquí.

Mostró con el dedo la pequeña cabaña que ocupaban los jefes y oficiales para proteger su seguridad y su privacidad.

Como era de esperar, la tropa no se privó, en sus horas de descanso, de buscar a las pastoras de semejantes rebaños, y numerosas violaciones tuvieron lugar bajo el pesado sol de mediatarde que llameaba avanzando hacia el verano.

Un correo llegó con la muerte del año. Traía abundante información acerca del movimiento y los logros de once Divisiones que operaban ya en territorio indio. Las primeras batallas tuvieron lugar cuando los Pehuenches sorprendieron y atacaron a dos destacamentos que bajaban por los contrafuertes cordilleranos en busca del valle de Lonquimay, en donde había tribus escondidas. El Ejército contraatacó. Las muertes de guerreros indios se contaban por centenas y habían capturado mujeres y niños, arreado miles de cabeza de ganado y quemado las sementeras y las tolderías. Esto habría sido aprobado por el Ministro de la Guerra, pese a que se evitaba por ahora entrar en un combate generalizado.

En documento aparte, el General Cornelio Saavedra, Comandante en Jefe de todas las operaciones, autorizaba el ascenso del subteniente Orozimbo Baeza a Teniente.

—Felicitaciones —dijo el Coronel Cruz, elevando su botella—. Ahora usted está en condiciones de comandar su propio contingente.

—¿Y eso qué significa, Comandante?

—Que puede usted incendiar, matar, quemar, robar o violar, según su propio criterio y sus necesidades, sin pedir permiso a nadie. Será otra guerra, esta vez entre usted y su ética y su moral. Apróntese. Se lo digo yo, que también pasé por ahí.

Las cautivas de Boroa

Catorce días con sus noches tardó el Teniente Orozimbo Baeza en cubrir la distancia que lo separaba de Boroa, aldea enclavada al sur, a corta distancia del lugar en que años más tarde sería fundada la ciudad de Temuco. Como los días que lo demoraron, el contingente a su mando estaba compuesto también por catorce hombres. Entre ellos venía el ordenanza que le fue asignado en forma oficial: Cabo Primero Eraclio Zambrano, un militar alto, delgado, moreno y en apariencia obsecuente. Tenía dos años más que el Teniente y había llegado casi a la cúspide de su carrera pues, salvo que procediera una causal específica, estaba excluido su ascenso a oficial, toda vez que no había pasado por la Escuela Militar. Muy pronto los dos hombres se entendieron bien y Zambrano terminó por convertirse en el confidente de Baeza y en el militar que lo asesoraba ante todas las tomas de decisiones.

Así pues, en mitad del verano siguiente ambos cabalgaban codo a codo precediendo a la tropa, compuesta por mozalbetes barbilampiños de origen campesino, ex convictos, aventureros de toda laya, torpes, agresivos, reidores y locuaces. Zambrano los dominaba bien y su dominio suplía las incertidumbres e inseguridades de su bisoño jefe. En efecto, el Teniente Baeza se sentía entre dos aguas a causa de la tensión interna que le producía la inminencia de la guerra, con la cual no estaba de acuerdo, y sus deberes militares, que había juramentado cumplir. Intuyó muy temprano que esta sería una guerra irregular, una guerra con objetivos privados, destinada a arrebatar a los mapuches su territorio ancestral. El Cabo Eraclio Zambrano le prestó un libro en que se describía, con gran acopio de detalles, un Parlamento entre españoles y mapuches, el cual tuvo lugar el año 1641, en un lugar llamado Quilín, cerca del Fuerte de Nacimiento. Los diferentes parlamentarios representaban, unos a la Corona española, y otros, al pueblo mapuche. Las figuras principales, entre los primeros, eran el jesuita Diego de Rosales, autor de la célebre Historia General del Reyno de Chile. Flandes Indiano, y el Marqués de Beides, por entonces Gobernador de Chile. En este Parlamento quedaron zanjadas las cuestiones de la paz y de los límites del territorio indio, denominado a partir de entonces, la Nación Indiana. Límites establecidos a perpetuidad según el documento en el que se estamparon los sellos reales, y en el que se consignaba que ningún estado o nación foránea podía violar u objetar los compromisos contenidos en el pliego, pues esa era la voluntad del soberano para concluir de una vez por todas la larga guerra de Arauco. Esta guerra había durado alrededor de trescientos años y había costado al pueblo mapuche demasiados muertos. El acuerdo, que fijaba los límites de la Nación Indiana entre los ríos Bío-Bío, por el norte, y Toltén, por el sur, fue desconocido en varias ocasiones a causa de las reticencias de las sucesivas autoridades centrales. Incluso, requirió de otros Parlamentos, y la guerra prosiguió con altibajos, sucediéndose largos períodos de calma que antecedían a nuevas acciones bélicas. Sin embargo, el territorio indio no logró ser modificado, y sus habitantes, de costumbres nómadas, fueron evolucionando poco a poco hasta transformarse en pueblos sedentarios que cultivaron las llanuras y organizaron la explotación de vastísimas praderas para convertirlas en tierras de labranza o de crianza de ganado. Lo que perturbaba en el presente a Orozimbo Baeza, tras la lectura del libro, era la actitud pacífica de los indios, porque no respondían a las avanzadas militares chilenas que penetraban en su territorio. El súbito despertar de los Pehuenches años más tarde, frente a esta situación, podía ser atribuido a un caso particular, porque no duró demasiado y las cosas se tranquilizaron al cabo de pocos meses. Sin embargo, el episodio constituyó un llamado de alerta para el Estado chileno, cuyas autoridades comprendieron de inmediato que toda la región podía transformarse en un barril de pólvora en cualquier momento por un “quítame allá esas pajas”.

—Cabo Zambrano —dijo el Teniente—, ¿le parece que nos estamos embarcando en una guerra justa?

—No sé hasta qué punto es necesaria —respondió Zambrano con cautela— pero supongo que obedece a razones políticas bien meditadas y planeadas. Se trata del problema de estas tierras, que impiden al Estado chileno expandirse al sur, pues la nación india es una especie de Estado corcho o tapón.

—¿Corcho?

—Los mapuches autorizan a los misioneros y a los comerciantes el acceso a su territorio, pero es necesario tomar precauciones. Por aquí pasa mucha gente, en particular, comerciantes, que se establecen donde quieren sin pedir permiso a nadie, aventureros de toda laya y misioneros.. . A los indios les interesa esta relación, pues no deben ir muy lejos para encontrar lo que necesitan: harina, aguardiente, herramientas de labranza. Con el correr de los años tales extranjeros serán muchos y esta situación provocará conflictos ya que, sin ninguna duda, comprarán tierras. El Gobierno tiene otras opciones, como por ejemplo, hacer venir a colonos europeos para instalarlos aquí, y como es obvio, necesita despojar a los aborígenes de su Estado Nación. Por eso estamos usted y yo donde estamos.

—No considero justo el procedimiento —dijo el Teniente—. Creo que se podría parlamentar y acordar un pasaje hacia el sur, que no sea controlado por los mapuches y por donde la gente circule en libertad. ¿Cuántos mapuches habitan estas tierras?

—No lo sé. Se habla de centenas de miles, por lo menos. Pero eso del pasaje, puede ser por la costa, pues el Estado tendrá que construir pequeños puertos de enlace con los que tiene más al sur. Y si el pasaje es por la costa, los mapuches quedan sin acceso al mar, es decir, a la pesca. Como ve, todo parece simple, pero al menor análisis las cosas se complican.

—En todo caso, si hay casi un millón de mapuches, eso puede darle a usted una pequeña idea de lo que será la magnitud de la matanza —puso la mano a modo de visera y exclamó—: ¿qué veo en el horizonte?

—Uno de los establecimientos comerciales que mencioné —explicó Zambrano—. Allí podemos comer y beber algo y dejar que los animales pasten y descansen.

—Informe a la tropa que pararemos un rato —ordenó Baeza.

Zambrano obedeció. Cinco minutos más tarde se hallaban bien instalados en sendas sillas, con los codos sobre una mesa y una botella de aguardiente al alcance de las manos, mientras esperaban la comida. Sentían el peso de los huesos y dolores intensos provocados por las rudas cabalgatas. Los mozalbetes desensillaron los caballos y los amarraron con lazos largos, para que pudieran pastar.

Al cabo de un rato se acercó el dueño de los lugares.

—¿De dónde es usted? —inquirió el Teniente.

—Soy italiano —repuso el lacónico posadero—. Me gusta Chile.

—Esto no es Chile —observó cáustico Orozimbo Baeza, aplicando sus nuevos conocimientos—. Usted vive en la Nación Mapuche.

—Es lo mismo, señor oficial. Está dentro de Chile.

Orozimbo lo miró, mientras el otro limpiaba sus manos con un delantal.

—Estamos en paz— dijo el italiano sonriendo—. Yo los necesito a ellos y ellos me necesitan a mí. Es la única manera de evitar las guerras.

—Muy simple— dijo el Teniente—. Pero le prevengo que esto está por comenzar.

—Y yo le aseguro que mientras tenga la posibilidad de traer aguardiente, nadie me tocará un pelo de la calva.

En efecto, su cabeza desprovista de cabellos parecía un huevo, a tal punto que sus clientes lo llamaban Pastene Fulgieri, el Descabellado.

—Mi Teniente —dijo Zambrano en voz baja—. Esta gente es así. No les interesa el país y sus leyes. Al contrario, están masacrando a los indios con sus barriles de aguardiente.

—Entonces también está masacrándonos a nosotros, Zambrano. Le pedimos un par de copas y nos trajo un litro —observó Orozimbo.

—No tiene por qué chupárselo entero, jefe.

—El problema es que si se me calientan las fauces, dentro de un rato no habrá una gota ahí —murmuró Orozimbo señalando la botella.

—El Comandante me previno que usted no bebía.

—Eso es el pasado puro. Los acontecimientos me están cambiando, mi Cabo. Y yo lo siento por mí, por mis ideales, a los cuales estoy traicionando a cada rato.

—Es muy duro vivir en estas condiciones —admitió el Cabo—. Sobre todo, sin mujer.

—Por el contrario, dicen que esto está lleno de mujeres.

—Pero tienen dueños.

—Estas mujeres no los sienten como dueños, Zambrano. Eso me han dicho.

—Según como se mire —admitió el Sargento—. ¿A usted le gustaría que un indio robe a su mujer?

—Es lo que vamos a averiguar en Boroa. Por qué las cautivas no quieren abandonar a los indios, sus captores. ¿Sabe usted que se niegan a volver a la civilización?

—Algo he oído, Teniente. Pero es un asunto que solo ellas pueden explicar.

—Estoy ansioso por escuchar una explicación, si es que la hay.

—Quizás los indios tienen un trato menos animal con ellas que sus maridos, sean colonos o militares. Años atrás había alrededor de quinientas cautivas blancas que no quisieron regresar a su hogar. Y eso que les matamos a buena parte de los machos.

—Por desgracia. Yo no permitiré que este contingente mate a alguien en Boroa. Hablaremos con ellas, sin violencia.

—Estoy a su lado, Teniente. Puede contar conmigo.

Almorzaron a la sombra de una ramada. Cambiaron el aguardiente por vino. Luego se fueron a dormir un rato, tendiéndose a la sombra de un árbol, con los quepís echados sobre la cara. Un poco más tarde Orozimbo despertó y creyó que había alguien cerca. Apartó de inmediato el quepí para mirar. En efecto, un indio parado a sus pies lo observaba silencioso y sin ninguna expresión particular en el rostro, redondo, moreno, barbilampiño. Sorprendían sus ojos azules y el pelo rubio pajizo.

—Nada —dijo el indio, mostrando ambas manos levantadas como queriendo indicar que no llevaba armas—. ¿Es verdad que vas a Boroa?

—Voy directo para allá.

—¿Y se puede saber a qué?

—Cumplo una misión encomendada por mis jefes.

El otro reflexionó mirándolo de manera oblicua.

—Es un viaje inútil. Nada las hará cambiar de parecer —aseguró.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo vivo en Boroa. Ellas llegaron legalmente. Nosotros las trajimos desde Argentina —dijo el indio—. Las compramos, pagamos por ellas. Nunca hemos capturado a nadie.

—Se lo preguntaremos a ellas.

—Yo te guío —dijo el indio—. No es fácil llegar allá.

—¿Estás solo?

—No. Somos diez.

—Supongo que no tienes la intención de emboscarnos.

—Mira —dijo el indio—. Hace diez minutos que te observo dormir. Podría haberte matado veinte veces, porque tu gente está borracha roncando en el pajar, allá abajo. Por lo demás, me interesa que vayas a Boroa y hables con ellas sin intermediarios. No queremos que la guerra llegue allí.

—¿Y?

—No te he matado, aunque sabía que ibas para Boroa.

—¿Por qué? ¿No quieres que vaya para Boroa?

—Al contrario. Quiero que vayas para Boroa.

El Teniente, a su vez, reflexionó un poco.

—No queremos enfrentamientos. ¿Me das tu palabra de que conversaremos como amigos, sin recurrir a la violencia?

—Eso depende del comportamiento de ustedes. Si no provocan enfrentamientos, no tienen nada que temer.

—Muy bien. Déjame dormir un poco más y luego retomamos el camino.

—Estaré allí, en la bodega —dijo el indio—. No tienes que apurarte, porque nos queda más de un día de camino.

Se alejó. Orozimbo vio el machete que le colgaba por el costado izquierdo de la cintura.

Una hora más tarde el Teniente y el Cabo Primero se hallaban refrescándose bajo un chorro de agua. Eraclio hizo una señal al indio para indicarle que debían montar. Luego caminó hasta el establo para despertar a su destacamento, que se hallaba tirado en la paja con las guerreras abiertas y las caras sudadas. Al rato, la caravana se puso en camino. El Teniente echó a los indios por delante para evitar todo peligro a sus espaldas.

Cerca de la medianoche, cuando atravesaban un bosque, penetraron en un claro sembrado de cadáveres. La luna mostró que algunos eran indios y otros vestían uniforme. Sobre los muertos había buitres hendiendo la carne a picotazos. Los soldados dispararon a la bandada para espantarlos, torciendo la cara con asco.

—Qué despilfarro —dijo Baeza.

Se sorprendió al constatar que su voz carecía de toda emoción en presencia de la muerte.

—Un destacamento de ustedes iba para Boroa —dijo el indio, que se llamaba Diguillín—. Vinieron los nuestros y los pararon en seco, ya que no habían pedido como tú autorización para pasar.

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