Buch lesen: «Neoliberalismo. Aproximaciones a un debate», Seite 7

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Pero la ilusión y expectativas revolucionaristas le dieron ímpetu al nuevo progresismo, a pesar de los fracasos mencionados. La consecuencia principal es que a la izquierda tradicional le apareció un nuevo competidor por su propio flanco izquierdo, el Frente Amplio, que no quería nada con la NM y que buscaba definir su identidad a través del repudio al “modelo”. Aunque no se conocía en forma muy explícita y detallada, su propuesta programática parecía ser una profundización de la vía inicial de la NM, que se frustró en el segundo año del gobierno cuando aparecieron los primeros problemas de gobernabilidad y, sobre todo, de estancamiento de la economía.

Un rasgo interesante caracteriza a este panorama general y es que el centro de gravedad político del país se movió hacia la izquierda. Es lo que ocurrió con la Nueva Mayoría que tuvo que entrar a competir con el Frente Amplio. Y en la derecha tampoco faltaron los sectores que se escindieron para acercarse al centro político. Para la Democracia Cristiana el desafío ha sido mayor. Por una parte, ha debido sufrir un desangramiento electoral hacia la centroderecha, de una masa de simpatizantes que no se sintieron cómodos en el vecindario de la NM. Por otra parte, con el desplazamiento de la elite política hacia la izquierda, su vocación de centro quedó cuestionada al interior de la NM. Como ésta tuvo que competir con el FA, que entró a disputarle su electorado de izquierda, la existencia de ese centro conciliador con “el modelo” se convirtió en una molestia más que en una contribución a la hora de definir un programa de gobierno. Esto se suma a la inquietud de la DC de haber sido “maltratada” por el resto del bloque de la NM, todo lo cual incentivó a este partido a pensar en el camino de la identidad propia y la independencia para enfrentar la elección presidencial de 2017, como una manera de reforzar las propuestas del centro político, detener la fuga de sus electores hacia la derecha y convocar a la gran clase media que se constituyó en las últimas décadas64. Era un camino ciertamente poco viable como base de un eventual gobierno a corto plazo, pero la pérdida de convocatoria que ha sufrido este partido a largo plazo ha generado un agrio debate sobre cómo fortalecer su vocación de representación de la clase media.

Esta opción del camino propio de la DC encendió las alarmas de la NM. La DC todavía representaba a un electorado no despreciable y decisivo para ganar una elección presidencial, por lo cual la NM no podía darse el lujo de perderla. De ahí que el anuncio público que hizo la candidata presidencial Carolina Goic de no participar en primarias de la NM e ir a competir a la primera vuelta de la elección presidencial de 2017, desató las advertencias en tono mayor de los dirigentes de la NM y de su candidato Alejandro Guillier, respecto de la necesidad de unidad y de mantener el bloque. Aunque programáticamente la DC era una molestia para el resto de la NM, especialmente para el partido Comunista, sus votos eran esenciales tanto para ganar el gobierno como para alcanzar una mayoría parlamentaria65. Es el dilema que enfrentan tanto la NM como la DC y, en general, la viabilidad de un bloque de “centroizquierda”. El retiro de la DC de la NM significaba el fin de ésta. Se constituirían dos bloques de izquierda, digamos, una izquierda tradicional de vieja raigambre ideológica y partidaria y una nueva izquierda, emergente, la del FA, aparte de un eventual bloque de centro.

Las presunciones se cumplieron y en la elección de 2017 el triunfo le correspondió por una amplia mayoría a la alianza de centro-derecha encabezada nuevamente por Sebastián Piñera, sin duda con un importante transvasije del electorado de la Democracia Cristiana. Para la NM y la DC el resultado fue un fracaso de proporciones. La NM se desmembró y la DC quedó relegada a un papel muy secundario en el escenario de la nueva oposición. Con todo, mantuvo un suficiente poder parlamentario como para ser requerida por los partidos de izquierda, incluido el Frente Amplio, en el intento de conformar una oposición única y cerrada al gobierno de Piñera. La víctima principal de este escenario político ha sido la gobernabilidad del país. Un gobierno de centro-derecha elegido por una amplia mayoría, del 55 por ciento, pero con un Congreso adverso, en minoría en ambas cámaras.

En octubre de 2019 se produjo el “estallido social” que cambió todas las claves del escenario político, agravado por la pandemia iniciada a principios de 2020.

Conclusión

Hay un consenso entre los economistas en cuanto a que el desarrollo está muy ligado a la calidad de sus instituciones. Se busca el desarrollo porque es la base de la expansión de las capacidades para satisfacer necesidades apremiantes y crecientes, sobre todo de los sectores más pobres, más vulnerables y excluidos tradicionalmente. Es también la base para generar nuevos y más empleos de calidad y dignidad. Por eso la política importa. Es la instancia capaz de generar los cambios institucionales.

El alto ritmo de desarrollo que se produjo en los años 90 se debió en gran parte a que se aceptó una nueva institucionalidad, post-dictadura, imperfecta pero acordada. La gran mayoría del país creyó en ella y los conflictos se abordaron a través del diálogo y la búsqueda de acuerdos. Después, en la primera década del siglo XXI esa estrategia comenzó a ser deslegitimada. La política se polarizó y balcanizó. El centro político se debilitó y crecieron los extremos, por la derecha y por la izquierda66. Esta polarización contribuyó a desvirtuar las principales instituciones, aumentar la incertidumbre y dar pábulo a las asonadas callejeras por demandas sociales insatisfechas. Como ha escrito más de alguien, este escenario recuerda otros momentos trágicos de la historia de Chile y del mundo, en que las polarizaciones, las desconfianzas, las odiosidades e intolerancias, terminan destruyendo el tejido social y con él, las reglas de la democracia. La historia muestra que lo que viene después, son regímenes totalitarios o regímenes populistas, o ambos a la vez, donde la pobreza aumenta y las demandas sociales son reprimidas. Es un juego peligroso sin ganadores, en el cual los que pierden son siempre los más vulnerables.

Ya lo advirtió ese gran senador que fue Radomiro Tomic (cuando había políticos de gran estatura moral y liderazgos) en los años 70, cuando la crisis en el gobierno de la Unidad Popular amenazaba arrastrar al país al colapso de la democracia. Señaló que la situación chilena era como una tragedia griega, en que todos veíamos cómo se descomponía el sistema político, cómo se amenazaba la democracia, cómo avanzábamos al precipicio, pero no había quien pudiera ponerle freno a la carrera al despeñadero. Ojalá la historia no se repita.

4. SOBRE POLÍTICA Y LOS POLÍTICOS67

¡Qué difícil es gobernar! Este sentimiento es que el indujo a Nicolás Maquiavelo, a principios del siglo XVI, a escribir su libro El Príncipe, en el cual analiza la experiencia de los grandes conquistadores y líderes de la antigüedad, y extrae consejos para su príncipe, acerca de cómo ganar el poder y una vez ganado, cómo mantenerlo. Su análisis es descarnado y sin escrúpulos. La base del poder es la fuerza y la lealtad de sus súbditos y soldados. El príncipe tiene que estar siempre preparado para ganarle la iniciativa a sus rivales y a los eventuales traidores. Si tiene que engañar y matar, debe hacerlo. La única lógica que vale es la del poder y la fuerza. Pero el príncipe necesita dos capacidades esenciales para lograr el poder: En el lenguaje de Maquiavelo, ellas son la “virtud” y la “fortuna”. La primera alude a las capacidades y destrezas personales, con todo lo que ello implica. La fortuna, es la suerte, siempre necesaria.

Mucha agua ha corrido desde aquel siglo. Aunque la lógica del poder sigue siendo la columna vertebral de la política, los países han aprendido que esa lógica, sin restricciones, lleva inevitablemente a la autodestrucción. Las sociedades aprendieron que la paz más que la guerra tiene beneficios para todos. Fue una conclusión fundamental a la que llegaron los príncipes y reyes europeos después de treinta años de guerra durante el siglo XVII, y finalmente acordaron ciertas reglas conocidas por la historia como la Paz de Westphalia. A ésta siguió después, en el siglo XIX, el Congreso de Viena, que terminó con el estado de guerra creado por Napoleón. Y, en el siglo XX, la creación de las Naciones Unidas fue el intento más reciente y global por evitar desastres tan trágicos como fue la Segunda Guerra Mundial. Las democracias emergentes en el siglo XX fueron también el ingrediente esencial para domesticar el poder, la política y someter a los gobernantes a la voluntad de los ciudadanos. A pesar de todo, el lema de “buscar la paz, pero prepararse para la guerra” sigue vigente en la mayoría de los países del mundo.

Las viejas preguntas siguen vigentes. ¿Cómo obtener y mantener el poder? Pero a ésas se añaden ahora otras, que plantean las condiciones necesarias para gobernar en los sistemas democráticos modernos, lo que es mucho más exigente que simplemente ganar el poder. ¿Cómo conducir los destinos de un país, hacerle frente y justicia a las demandas y aspiraciones de los distintos grupos sociales, algunas justas y otras no tanto, manejar los conflictos, superar las restricciones y amenazas que vienen desde el exterior, cuando hay guerras o circunstancias económicas adversas o, desde el interior del país, como las rebeliones, los terremotos, las inundaciones, el cambio climático, los abusos, la criminalidad, la delincuencia y la corrupción? ¿Cómo cambiar instituciones que han estado ahí por decenios, que se van quedando obsoletas como la estructura de la educación, de los sistemas de salud, de la regionalización, las formas de gobierno o la propia Constitución, la carta magna del sistema político de un país? ¿Cómo ajustar las economías a las cambiantes condiciones del mundo?

Todos estos son desafíos que enfrenta un gobierno, cualquiera sea su color político. Las autoridades democráticas no son todopoderosas. No pueden hacer lo que quieran, aunque sea el propio presidente de la República. Sólo pueden hacer lo que la ley les manda y les permite. Además, tienen que entenderse con los otros poderes del Estado, el Congreso, el Poder Judicial. Son poderes independientes que tienen sus propias leyes. También tienen que manejarse con los poderes fácticos, como los partidos políticos, pero, sobre todo, los que se vinculan al gran dinero, a los grupos de presión, a los medios de comunicación. Y, en los últimos años, con una ciudadanía cada vez más empoderada e informada, capaz de expresarse de distintas maneras y movilizarse por sus intereses.

La vocación política

De manera que para aspirar a ser autoridad pública, sea presidente de la República, ministro, parlamentario, concejal o alcalde, hay que tener una vocación de servicio público extraordinaria, una convicción muy fuerte en ciertos principios éticos que guíen la acción pública, una disposición a participar en una organización política, una capacidad para escuchar a la ciudadanía, a los grupos afines y no afines, una sensibilidad para captar las corrientes subterráneas que van creando demandas sociales, una capacidad de conducción, persuasión y convencimiento porque siempre hay que arbitrar y resolver conflictos, y un estado de ánimo para estar en servicio las veinticuatro horas del día y siete días a la semana. Como los boy scouts, siempre listos.

Además, se requieren ciertas capacidades muy sutiles, una inteligencia emocional se diría hoy, un soft power, que se expresa en la fortaleza del liderazgo, en la claridad de ideas, en la asertividad, en la capacidad de reconocer prioridades, en la voluntad de asumir riesgos, de hacer apuestas en base a decisiones de resultados inciertos, en atender a los detalles, donde siempre el diablo mete la cola, en negociar o asumir conflictos, incluso con los amigos. En estar dispuesto a recibir golpes, críticas, eventualmente demoledoras, sin perder el aplomo, la compostura. Todo esto, sin hablar del conocimiento, aunque sea superficial, de la historia nacional o local y de los problemas que van emergiendo al debate público y que requieren ser abordados. La política, en especial la política democrática, no es una creación espontánea de mentes supuestamente lúcidas y voluntariosas. Es un proceso que se va construyendo a partir de la experiencia, de los éxitos y fracasos del pasado, de una interpretación de la realidad vigente. Pero tiene que confluir en programas, en proyectos, en iniciativas concretas y que den respuestas que la gente espera. Es lo que se llama construcción de agendas. La actividad política es como una religión laica: se parte de convicciones muy profundas y se dedica la vida a promover un ideal en la realidad concreta.

¿Cómo entender esa obsesión por llegar a los cargos de responsabilidad política que exhiben los candidatos? Puede haber dos explicaciones principales: una se basa en la banalidad, que todos los seres humanos podemos tener en alguna medida, cual más, cual menos. Es una verdadera concupiscencia por el poder, una atracción que para muchos es irresistible, gente que se sienten destinada a ser grandes personajes. El poder tiene glamour, se recibe pleitesía, se es escuchado, cuando se abre la boca los demás callan y, last but not least, se accede a un estilo de vida de privilegio o, cuando menos, a un empleo bien remunerado.

Pero hay también motivaciones más nobles para la política. Son las que se basan en ideas y en una energía por contribuir a una sociedad mejor. O, incluso, en un sentido de la unidad de esfuerzos con otros para una tarea colectiva, a través de un partido político o de un movimiento social. Puede haber un alto idealismo, impulsado por unas virtudes de orden superior, como la justicia, la solidaridad, el bien común; pero también puede haber un idealismo más bien negativo, que aspira a impedir, excluir a quienes se considera perjudiciales para las causas propias. Es de esperar que la mayoría de los postulantes al poder sean más bien del tipo de los que quieren llevar sus ideas a la práctica, porque piensan que esas ideas son las correctas para el progreso general. Por cierto, esas ideas se convierten, a su vez, en ideologías, que ya implican ciertos programas específicos para la acción colectiva, ciertas concepciones de lo que habría que hacer en el país para alcanzar esos ideales, la sociedad más justa, más solidaria, más libre, más democrática. En una democracia, se compite en base a las ideologías, que buscan expresarse en los partidos políticos, que es donde los ciudadanos y ciudadanas confluyen para coordinar sus acciones, fortalecer sus capacidades de influencia, conquistar adeptos y formular diagnósticos sobre los problemas del mundo real.

La mayoría de los grandes políticos que ha tenido Chile, de sus autoridades de gobierno, parlamentarios, dirigentes sociales, se ha involucrado por una vocación de servicio, por un sentido de la acción pública, por una percepción de que si no contribuimos a una sociedad mejor, solidaria, en paz, aun reconociendo diferencias y conflictos, el bienestar individual y familiar son inviables. Podrá haber excepciones, pero históricamente Chile ha tenido políticos honorables, inteligentes, visionarios, grandes estadistas. Hubo un presidente de Chile en el siglo XIX que salió muy empobrecido al término de su mandato, al punto que sus amigos tuvieron que juntar recursos para que se pudiera mantener. No ocurre así en otros países de América Latina, donde algunos presidentes o presidentas han abusado del poder con desparpajo para enriquecerse y abrirles oportunidades a sus más cercanos.

El malestar con el poder

Se ha instalado en Chile un desprestigio de la política, algo que ha venido ocurriendo desde fines de los años 90, ante las expectativas no cumplidas, demandas sociales frustradas, de sectores que quisieron reformas más radicales al sistema económico-social-político que hemos tenido desde el término de la dictadura68. Es cierto, el inicio de la transición a la democracia desde la dictadura se hizo con una negociación con Pinochet y su gobierno, lo que algunos políticos de izquierda aceptaron a regañadientes, pero lo vieron como inevitable, y otros, los menos, consideraron que era casi un acto de traición. En toda negociación se gana y se pierde. No hay triunfos totales, por definición. Pinochet fue siempre una amenaza y ante esta realidad, las fuerzas democráticas optaron por negociar algunas reformas democratizadoras, básicas, fundamentales, como la elección popular de autoridades, entre otras, para empezar a hablar.

Pero la fuerza de los disconformes creció con los años y el empujón final, de insatisfacción y radicalización, lo dieron los estudiantes que empezaron a movilizarse a mediados de la primera década del siglo XXI. Ellos lograron instalar una nueva cultura desafiante, provocadora, que se extendió más allá de sus propios ámbitos. Sectores más amplios de la sociedad han hecho suyos esos planteamientos, sean padres y apoderados, gremios docentes, organizaciones de trabajadores o de regiones, que se sienten interpretados también en relación a sus propias vivencias. No pocos políticos de tradición partidaria se han subido a este carro, quizás con algún oportunismo y denuncian el propio sistema en el cual han participado e influido. Algunos, bien conocidos como los “díscolos” renunciaron a sus partidos para organizar nuevos referentes que ahora sí estarían por introducir cambios más radicales en el sistema político y económico. Todo esto ha sido una señal inequívoca de que el sistema político chileno superó la transición democrática, superó el fantasma de la amenaza militar, superó los traumas que acosaron a la generación anterior y entró a una nueva fase, o nuevo ciclo como les gusta decir a muchos, en el cual se debería abordar los grandes desafíos de esta etapa histórica, sin inhibiciones ni complejos.

Es muy importante que la ciudadanía se exprese y manifieste sus intereses, que pueden ir mucho más allá de las agendas de los partidos políticos y de los gobiernos. En Europa y otras regiones existen organizaciones de ciudadanos, como los Comités Económico-Sociales, que tienen mucho que decir y aportar a la construcción de agendas públicas. Pero lo que no puede ignorarse en una democracia representativa es que la responsabilidad de gobernar recae en los poderes ejecutivo y legislativo, y no en grupos ciudadanos, por muy respetables que éstos sean. La ciudadanía elige a sus representantes para gobernar y construir agendas. Los grupos ciudadanos que se auto organizan pueden proponer prioridades, necesidades no bien identificadas, sentidos de urgencia, pero estas propuestas no pueden tener carácter vinculante, obligatorio, porque ello significaría una abdicación de la responsabilidad de gobernar de las autoridades constituidas, elegidas democráticamente. Este es el gran error en que a veces caen los dirigentes estudiantiles y gremiales, quienes piensan que las autoridades estarían obligadas a asumir en toda su plenitud sus deseos, sin considerar, además, que las autoridades, al ser representantes de la ciudadanía en general, no pueden asumir intereses de grupos que pueden no coincidir con el interés general o mayoritario. Las autoridades elegidas deben representar los intereses ciudadanos, pero también deben liderar, proponer y decidir. Para eso han sido elegidas, no para abdicar a cada instante de sus responsabilidades en función de encuestas y gritos callejeros.

En Chile la institucionalidad política que representa el sentir ciudadano se ha venido degradando, como lo muestra la pérdida de confianza en los partidos políticos, en el Congreso o en el Ejecutivo. Ante la ausencia o falencia de los mecanismos formales de participación ciudadana, la calle ha empezado a expresar a ese grillito (o león rugiente más bien) que está permanentemente alerta y recordando a sus representantes las necesidades emergentes, y también las promesas electorales incumplidas. A falta de esa institucionalidad, los grupos sociales más desafiantes salen a la calle o se toman establecimientos para expresar sus rabias y sus demandas. Fue emblemática al respecto la toma y violencia desatada contra el Instituto Nacional, el liceo público más representativo en toda la historia de Chile independiente. Ahí se reveló una anomia, falta de acatamiento de las normas y de respeto a la autoridad, muy destructiva de ese liceo, que le quitó su prestigio y rebajó la preferencia de las familias por enviar ahí a sus hijos. También se manifestó una legitimación de la violencia por parte de estudiantes que sin duda son parte de la elite social.

Las buenas o malas prácticas de la política

Otra razón importante del desprestigio de la política es lo que se viene denominando “las malas prácticas”. El ejercicio de la política y de la autoridad (de hecho, todas las actividades humanas) suponen unas prácticas cotidianas que son muy influyentes en la calidad de sus resultados. En contraste con el sistema de mercado, en el cual la competencia, la productividad y los precios son determinantes del éxito de los agentes económicos, en el sistema político el éxito y el prestigio de sus actores dependen de una gran variedad de comportamientos y acciones, las cuales inciden directamente en dos objetivos claves: el sentido de cohesión social y de pertenencia, por un lado, y en la calidad de las políticas públicas, considerando también la capacidad de respuesta a las necesidades emergentes. Mucho del prestigio y carisma de la presidenta Bachelet se pueden atribuir a su capacidad de hacernos sentir que formamos parte de una familia, que nos debemos unos a otros, sin perjuicio de muchos errores que se cometieron en sus dos gobiernos.

Hay varias áreas principales en las cuales se juega una mejor o peor práctica de la política. Las dos de mayor relevancia, a nuestro juicio, son la calidad de la gestión del Estado y la calidad de la gestión democrática, que se refiere a la eficacia y agilidad del proceso de elección de autoridades y la formulación de leyes.

La gestión del Estado

La gestión del Estado se ve afectada por una multiplicidad de variables, como la existencia y calidad de la carrera pública, los sistemas de incentivos a sus funcionarios, las regulaciones que rigen la acción funcionaria, entre otras. Para aludir a sólo una de esas variables, la calidad de la carrera pública. Cada gobierno que se constituye después de una elección tiene como una de sus primeras tareas la de designar al amplio grupo de autoridades que deberán ocupar los cargos públicos y encabezar las principales organizaciones del aparato público (ministerios, directores de servicios, de empresas públicas, etc.). Es irritante ver el abuso en la designación de esos cargos, cuando no se respetan los méritos de los candidatos a una designación y se recurre a considerar los cargos más como un premio a la fidelidad partidaria o, lo que es peor, a lazos de parentesco. Hubo un presidente conocido por un equívoco sentido del humor y que no terminó su período con mucha popularidad, quien afirmaba que para designar a sus colaboradores, la primera preferencia era para los parientes, después para los amigos y por último, para los que pudieran tener méritos profesionales.

Claro, es comprensible que los altos cargos, como los ministros, sean de confianza del presidente o presidenta. Pero, tradicionalmente, había que designar cerca de tres mil funcionarios en cargos de responsabilidad. Es razonable que los partidos políticos que han hecho el trabajo de terreno para hacer ganar un candidato de sus filas, tengan expectativas de que sus militantes accedan a algunos de esos cargos. Sin embargo, cuando esto se lleva a extremos y se sobrepasan los criterios de prudencia, en cargos muy menores, incluso pasando por alto los méritos de funcionarios de carrera, supuestamente bien evaluados, uno no puede menos de frustrarse. Ha habido casos en que hasta el puesto de ascensorista de un edificio público tiene que cuotearse entre los partidos de la coalición gobernante.

Por esto se creó la institución de la Alta Dirección Pública, un esfuerzo importante por crear y prestigiar el servicio público en Chile, en base a los méritos profesionales más que en base a la fidelidad partidista. Desgraciadamente ha habido gobiernos que vulneraron esa institución al despedir sin la adecuada evaluación a funcionarios contratados en base a sus méritos. Esto es un abuso de poder. Países de antigua tradición democrática, como Inglaterra, tienen un llamado “servicio civil” o carrera pública, en que los funcionarios entienden que su deber es servir al país y al Estado, antes que a sí mismos o a sus partidos. Ahí los funcionarios gozan de una gran estabilidad institucional, se prestigian y “hacen carrera” de acuerdo a sus capacidades y habilidades y no están expuestos a remociones cada vez que cambia el gobierno. Esto ayuda también a la continuidad de muchas labores de gobierno que no se pueden concluir en un período y requieren proyección en el tiempo.

La gestión de la democracia

Aunque parezca extraño, la democracia debe gestionarse. Lo hemos visto en las últimas décadas, a nivel mundial y también en nuestro país, que las democracias pueden generar resultados muy diversos, en términos del desarrollo de los países, del bienestar, de la justicia social.

La calidad de la gestión democrática alude a los mecanismos electorales, a los procesos de elección de autoridades políticas, a las relaciones entre gobierno y parlamento, a la composición de éste, a las normas de funcionamiento, entre muchas otras. En Chile, ha venido sobresaliendo el problema de las relaciones entre el Ejecutivo y el Congreso, a raíz de resultados electorales que no facilitaron el entendimiento entre uno y otro, con la excepción del segundo gobierno de la presidenta Bachelet que sí tuvo mayoría en el Congreso. Esto ha sido motivo de múltiples disputas a lo largo del tiempo, que suelen terminar paralizando la gobernabilidad y la formulación de leyes69. Este antagonismo es especialmente dañino en regímenes fuertemente presidenciales en los que, a pesar de la alta concentración de poderes en el presidente de la República, si se da un parlamento mayoritariamente opositor, y muy antagónico, puede ocurrir una paralización de la formulación de leyes. También puede ocurrir que los propios parlamentarios de la coalición oficialista asuman comportamientos díscolos e individualistas. A la larga, la ciudadanía resiente esta paralización, porque percibe una ineficacia de las máximas autoridades políticas y un ensimismamiento en sus propios intereses. Ese resentimiento lleva a la desconfianza y al desprestigio de las instituciones políticas.

Hay otras dimensiones institucionales que inciden en la calidad y eficacia de la gestión democrática. Podemos aludir, por ejemplo, al problema de la inconsistencia entre los tiempos de la democracia y los tiempos de los proyectos de desarrollo del país. Aquéllos son muy cortos, pero éstos muy largos. En otras palabras, es imposible que un gobierno pueda realizar unos proyectos de desarrollo, en el sentido amplio del término, dentro del período de su mandato, sea de unos años más o menos. Pero como los gobiernos miden su éxito según sus resultados electorales, existe el sesgo permanente de favorecer proyectos que rindan sus frutos a corto plazo, en detrimento de esos otros proyectos que sólo fructifican a largo plazo. Es el sesgo del cortoplacismo. Es un sesgo muy legítimo. John M. Keynes, el gran economista inglés del siglo XX, lo expresó muy claramente en su afirmación de que “en el largo plazo estamos todos muertos”. Aludía a las urgencias que había en plena depresión de los años 30 para aplicar soluciones rápidas y eficaces al enorme desempleo que afectaba a todos los países capitalistas. Es verdad que hay épocas en las cuales las urgencias son demasiado grandes como para pensar en el largo plazo. Si una persona está muriéndose, no es el momento de preocuparse por su estado atlético. La pandemia de 2020 exigió medidas de muy corto plazo.

Pero en tiempos de “normalidad”, si existe tal realidad, en tiempos en que las urgencias ceden y en cambio, se detectan problemas que no se pueden solucionar a corto plazo, con “leyes cortas” como se suelen llamar, las autoridades públicas deben asumir decisiones cuyos efectos sólo se verán a largo plazo y probablemente no las beneficiarán desde el punto de vista electoral. Las grandes reformas sistémicas, estructurales, sólo producen frutos en el largo plazo, y aún es posible que a la corta generen más bien efectos negativos. Ejemplos del pasado fueron la reforma agraria, la nacionalización del cobre. Ejemplos más recientes son la reforma a la educación, las estrategias de innovación tecnológica, la protección del medio ambiente, el desarrollo de las energías limpias. La cuestión es que hay proyectos que sólo fructifican en siete o diez años, o incluso más. Si un gobierno se abocara sólo a los proyectos que rendirán en su período, sin pensar más allá, sería un mal gobierno.

Es el caso de la reforma educacional. Ella pasa por la formación de buenos profesores, un proceso largo, por cierto. Pasa por cambios curriculares, de prácticas de enseñanza, por inversiones en infraestructura. La urgencia aquí es iniciar las reformas, pero sería irresponsable prometer que habrá resultados a corto plazo, aun en pocos años. Son cambios que sólo se pueden percibir a través de las generaciones. Esto induce a adoptar medidas que pueden parecer eficaces a corto plazo, como enfatizar la gratuidad, pero es engañoso que por sí solos esos temas serán suficientes. Hay que tener verdaderamente un espíritu estadista para vencer el sesgo del cortoplacismo y asumir los desafíos de largo plazo.