Octógono de Hallistar

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Octógono de Hallistar
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OMAR CASAS

EL OCTÓGONO

DE HALLISTAR


Editorial Autores de Argentina

Omar Casas

El octógono de Hallistar / Omar Casas.- 1a ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-1091-4

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas de Ciencia Ficción. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina- Printed in Argentina

A mi estimado y querido amigo, Daniel Salgado,

porque le debo esta historia desde hace tiempo,

cuando cursábamos ingeniería civil, y charlábamos

sobre: matemática, física, música, leyendas y...

¡ Ciencia ficción...!

¡Y a mi nieto Valentín Casas! Con todo mi corazón...

1— PRELUDIO

Cómo olvidar aquella increíble e inquietante noche, la que abrió el portal de la aventura, de la locura sin freno y de las temerarias decisiones. Cómo olvidar ese estado de agitación en mi alma, momentos antes de mi supuesto descanso para comenzar otro supuesto día. Cómo olvidar al deslumbrante rayo de plata, que viscoso se derramó por la ventana y reptó por el comedor, desplazándose con lentitud como si quisiera encontrarme. Quedé paralizado, con el vaso en la mano que casi suelto. Pero todavía reinó algo de cordura y no perdí el valioso néctar de mi medida de whisky. En lugar de retroceder y encerrarme en el dormitorio, cometí la estupidez del curioso y decidí contemplar el fenómeno. Me encontré con una inmensa luna, reflejando la fría luz del sol, recortada en un hueco azul entre los rascacielos. Quedé fascinado por el intenso brillo, como si fuera propio, como si lentamente ella tuviera deseos de convertirse en estrella. Mi cuerpo vibró y una tibia gota se deslizó por mi mejilla.

— ¡Brindo por vos... magnífica perra, tremendo susto me diste!- exclamé y elevé mi vaso hacia el camino de plata. Sí, eso parecía el rayo que por los caprichosos jirones de niebla se extendía en tortuoso sendero hacia mi departamento. “Si tan sólo pudiera caminar hacia ella...” pensé en un posible escape de la rutina. Jamás sospeché que un deseo pudiera tomar tanta fuerza y proclamarse en victoria de los sueños contra el pesado imperio de la realidad.

Tras el sorbo de whisky y el grato fuego en el paladar, se encendió otro en mi alma, engendrado por el baño lunar, aventado por el contraste de brillo y oscuridad, alimentado por la magia del momento. Visiones fantasmales se arremolinaron contra la cara redonda, convertida en una pálida pantalla. Me acerqué a la ventana, casi hasta chocar mi frente contra el cristal. En una pradera resonaban las espadas blandidas en batalla. Expresiones de ira, angustia y agonía ensombrecían rostros desconocidos. Esferas de fuego caían del cielo en medio de la contienda, explotaban contra la tierra y la sacudían en temblores. Decenas de hombres, como escupidos por el suelo, volaban envueltos en llamas, trazando víboras de sangre. Gritos de dolor y rabia resonaron en mi cabeza. Y de pronto... todo se desvaneció. Me afirme contra el marco de la ventana cuando mis piernas se doblaron. Ocho puntos rojos, distribuidos en el borde de la luna apocalíptica, fueron el vestigio de semejante escenario. Poco a poco fueron tragados por el brillo de plata que esta vez, me hizo retroceder. Todavía conmovido y a pesar del temor creciente que generaba, no podía apartar la vista del círculo blanco. Giré la cintura y estiré el brazo para alcanzar la silla más cercana. La arrastré hacia mí y me dejé caer, con una fatiga inusual, como si hubiera estado en ese combate. Un frío sudor emergió de mi frente ardiente, mientras contemplaba aquella superficie nevada que congelaba mi cuerpo. Con un sorbo de whisky descongelé la escarcha acumulada en mis huesos. No recuerdo cuánto tiempo necesité para recuperarme del evento, pero en un comienzo lo atribuí al agotamiento o a la posible locura que puede afectar a un hombre de 80 años. Y quizás hubiera sido víctima fácil del sueño, si cierto deseo no aflorara y me obligara a cumplirlo. Tenía que salir del departamento y caminar hacia el puente “Unión”, para contemplarla mejor y absorber sus secretos. ¿Acaso ella me obligaba? Así lo sentía, y lo peor de todo, era presa de su atractivo. En un momento de lucidez quise escapar de la alucinación y enfilar directo hacia el dormitorio para acostarme. Y lo logré, conseguí llegar victorioso al borde de la cama. Pero su imagen redonda, brillante e imborrable me obligó a abrir el ropero y coger el abrigo.

— Viejo idiota- murmuré en la desolada habitación frente a la puerta o quizás fue la advertencia, de lo poco que quedaba de la voz mi conciencia. Ahí me encontraba, parado mientras cavilaba sobre los peligros de la noche. De todas formas, el sonido del cierre de la campera que ascendía hasta el cuello, me informaba que algo o alguien dominaba mis manos. Al pasar frente al espejo, de repente me pareció ver un rostro joven, pero después de un parpadeo involuntario, ahí se encontraba el mismo y conocido mapa de arrugas.

Antes de tocar el picaporte, me frené otra vez, pero una inexplicable ansiedad por llegar al puente, hizo posar mi mano en él, girar y abrir la puerta. Caminé por el pasillo casi con desesperación. Y supuse que no quería llegar tarde a la hora de mi muerte.

Un ascensor vacío me esperaba. Cuando atravesé el amplio hall frío y desértico de la planta baja, supuse una helada caminata en el exterior. Mis pasos arrancaban graves sonidos acompasados contra la cerámica. Los ecos que revotaban contra las paredes, atravesaban mi cabeza para vibrar en presagios nada alentadores. Tras el golpe seco de la puerta del acceso principal, me recibió la brisa glacial de la medianoche. Tras los primeros pasos, imaginé que a media cuadra de mi edificio me atacarían. No fue a media cuadra, fue a dos cuadras. Dos siluetas oscuras se desprendieron de una pared como si hubieran sido parte de ella. Imposible correr a mi edad. Solo atiné a aminorar el paso y prepararme para lo peor. Para colmo, la calle estaba increíblemente desierta, y era imposible gritar para pedir ayuda. Además, ¿si alguno pasaba por ahí, defendería a un inconsciente que paseaba a esa hora? Ya escuchaba sus risas, como saboreando su fácil atraco. Entonces... Cuando estuvieron muy cerca y desenfundaron las relucientes navajas, los vi directo a los ojos como si tratara de fulminarlos con la mirada. Vibré de miedo y bronca por mi insensatez. De repente se detuvieron, yo también lo hice, apretando mis puños. Gratis no me iban a matar, algún diente se iban a tragar antes de que recibiera sus estocadas. Pero entonces observé la transformación de sus rostros, como si hubieran observado al mismo diablo. Dieron media vuelta, y echaron a correr.

— Mierda... ¿qué carajo les pasó?- me pregunté tocándome el rostro. Tan horrible no era.

Proseguí por mi desolado camino, apurando el paso en la brillante acera donde caían las cortinas plateadas de la luna. Recorrí las veinte cuadras para llegar a la intersección con la avenida Rivadavia, que a un kilómetro se transformaba en el puente Unión.

— Ya queda poco- murmuré a la cómplice noche, encargada de borrar todo vestigio humano. Ni vagabundos, ni asaltantes, ni transeúntes, ni autos se divisaban en aquel sector de la gran metrópoli, como si la oscuridad los hubiera tragado.

A pesar del abrigo, el excesivo frío junto a los cachetazos del viento, atravesaron mi cuerpo como espadas de hielo. Pero la ansiedad las derretía en un torbellino de llamas, y alimentaba el fuego de una voluntad irracional para seguir.

La estructura del puente colgante relucía bajo la gigantesca luna. Tenía otro porte, como si perteneciera a otro mundo, algo había cambiado en las ciclópeas columnas de acero y hormigón, quizás por el baño de luz y el contraste con las sombras. Hasta el pavimento parecía cubierto de nieve, como si una tormenta del ártico vomitara millones de copos. Apuré el paso casi hasta trotar. ¡Y mis rodillas no se quejaron por el esfuerzo! Supuse que al otro día no podría ni levantar un dedo. Pero... ¿Acaso iba a existir otro día? ¿Acaso podía aspirar a sobrevivir a semejante medianoche? No lo creí probable. Sólo pensé en disfrutar las últimas gotas de vida que quedaban en mi envase de carne. Con alegría, alcance el inicio de la suave pendiente. Bajo mis pies, lentamente se alejaba el contorno de la costa, mientras las aguas verdosas destellaban y ganaban terreno. Y continué trotando sobre el desolado puente, mientras ya el río Verde se extendía a los costados, a cincuenta metros de altura. Entonces... alcancé a divisar un punto que comenzó a crecer. Se trataba de una figura humana. Agitado, decidí caminar; la sombra hizo lo mismo. A medida que me acercaba, el baño lunar esculpía los rasgos de su cuerpo y rostro. Era delgada, caminaba erguida, a paso lento. Sus blancos cabellos y la apergaminada piel denotaban mi edad. Cuando quedamos a un metro de distancia, me sonrió y de sus verdes ojos refulgió un poderoso destello. Quedé petrificado, y lo que en un comienzo fue miedo e incomprensión, se convirtió en dicha y revelación. Entonces comprendí el susto de los delincuentes, yo también llevaba esa marca, la marca de una luna cómplice, que por algún motivo nos brindaba poder.

 

Nos acercamos silenciosos, como temiendo que alguna palabra, que algún sonido rompiera el magnífico hechizo que nos abrazaba. El fino mentón, se elevaba en una quijada de trapecio donde los pómulos redondos apenas sobresalían. Su delgada nariz recta, pequeña y casi respingada nacía de un entrecejo que evidenciaba severidad pero al mismo tiempo, calma. En su boca mediana se recortaban las suaves curvas de sus labios. En sus grandes ojos florecían los bosques de sus retinas. ¡Si a su edad impactaba... lo que habría sido en su juventud era imposible de imaginar! Ella sonrió y se aguantó de soltar una risa. Me sentí un idiota porque inexplicablemente, supe que leyó mi pensamiento. En ese momento, el baño de luz aumentó su intensidad, como llamándonos. Y giramos para enfrentarlo. El círculo de plata emergía y abría la profunda oscuridad azul. Y creció a una velocidad pasmosa como si se abalanzara para devorarnos. Ella apretó mi mano con fuerza. Y mientras la esfera crecía, alcanzamos a ver ocho puntos rojos igualmente espaciados sobre su contorno, formando un octógono inscripto en la circunferencia. Ambos aumentaban su tamaño al punto de devorar a los edificios (que no los derribaron) y al río (que no lo desbordaron). Y cuando la luna besó las vigas donde descansaba el pavimento y a los gruesos cables de acero, se detuvo en grave trueno. El brillo nos cegó y un ronroneo brotó de sus entrañas, pero si en un comienzo tuvimos miedo, creímos que la titánica diosa era amigable. De pronto, escuchamos un zumbido, que barrió desde una tonalidad alta hacia la baja. Y tras él experimentamos la succión. Al abrir los ojos, contemplé que la luna regresaba presurosa a su lugar pero nos arrastraba con ella. El jalón gravitatorio era muy superior al de una caída libre. No pude gritar, porque mi estómago quería escapar por mi garganta. En ese momento solté la mano de mi compañera de forma involuntaria, debido a que mi cuerpo se arqueaba, y los brazos y piernas se abrían en “V”. ¡Caíamos hacia las estrellas! La ciudad y sus luminarias se convirtieron en un punto, y el planeta en una esfera azul abrazada por penachos blancos.

Luego un hormigueo me invadió, y tras él, primero las extremidades y después el resto de mi cuerpo se desintegraba en polvo. Transmuté en una y cada una de las millones de partículas que se arremolinaban y aceleraban en una oscuridad silente.

2- TRANSFORMACIÓN

Tras la nada atemporal, sufrí otra vez el empuje. Miles de partículas en remolino se agruparon para reconstruirme. A pesar de mis sentidos todavía dormidos, de forma instintiva extendí mis brazos y abrí las palmas de las manos para esperar el golpe. No tardó en llegar, luego hice un ovillo de mi cuerpo y rodé sobre el suelo irregular. Mientras me frenaba vuelta tras vuelta, escuché murmullos y el aire olía a quemado. Al detenerme, extendí mis piernas y me las palpé para encontrar alguna lesión. Me alegré por despertar entero. Cuando levanté mis párpados, sólo un borrón gris manchaba la visión. Los murmullos aumentaban su volumen y ya parecían gritos en la lejanía. Traté de incorporarme y un dolor en la cabeza me noqueó. El suelo me recibió otra vez. El olor del azufre y las bocanadas del humo caliente comenzaron a asfixiarme. Un espasmo sacudió mi cuerpo. Me esforcé en avanzar, y solo conseguí gatear sin dirección en un intento de encontrar el preciado aire puro. Cuando mi mano alcanzó una superficie convexa y rugosa que se elevaba por delante, la utilicé para pararme. Luego giré y apoyé la espalda contra lo que supuse el tronco de un árbol. Los choques del metal resonaron, los gritos de furia y terror brotaban por doquier, el polvo se arremolinaba en espesas y grises nubes. El cielo parecía un amasijo de tripas negras. Y luego vino la pregunta que nos hacemos al despertar de una profunda pesadilla que parece real, aquella que nos hace perder la noción de espacio, tiempo y hasta de memoria. ¿Dónde estoy?

Restregué mis ojos y sólo conseguí un ardor insoportable. Apreté la espalda contra la convexa pared, tanto... que buscaba hundirme en la madera.

Lentamente, cuando mis sentidos comenzaron a agudizarse y mis fosas nasales lograban atrapar los vestigios de aire respirable, logré dominar el temor y arranqué mi cuerpo del abrazo arbóreo.

Me encontré entre sombras que se movían con rapidez, luchaban, caían, corrían, y blandían espadas. A medida que me acercaba, las sombras comenzaron a aclararse... La mayoría de las viviendas eran mordidas por anaranjadas y amarillentas fauces fantasmales. Una mujer con un chico en cada brazo escapaba de un hombre. Tropezó y cayó con tanta habilidad que lo hizo de espaldas para abrazar a sus hijos. El perseguidor se acercó y elevó la espada con ambos brazos.

No lo pensé, sólo corrí hacia él y me sorprendió mi velocidad. Salté con el impulso de la carrera y estirado como un felino lo derribé. Caímos, giramos y quedé encima de él. Apoyé mis rodillas en su abdomen y cuando quise golpear su mandíbula quedé petrificado... ¡Su abominable aspecto era una mezcla de perro y humano! Sus fauces cubrían toda la parte inferior de su rostro. A media altura latía un hocico ancho y prominente. Su frente estrecha se confundía con los pelos de la cabeza. La bestia quiso tomar ventaja de mi sorpresa, aferró su espada y trazó un arco hacia mi cintura. Le di un fuerte golpe en medio del hocico con la derecha y con la izquierda detuve su antebrazo. Una vez que soltara la espada, seguí golpeándolo hasta que los puños me dolieron. Alguien tocó mi espalda. Era la mujer que me indicaba por donde escapar. Miré alrededor. Eran demasiados para hacerles frente y teníamos la suerte de que los otros no nos prestaban atención. Tomé la espada del herido y luego alcé a uno de los niños. Después eché a correr bajo su guía. Cuando nos alejamos lo suficiente, la carrera se convirtió en trote y luego en caminata.

Las nubes de humo comenzaron a desgajarse con la distancia, dejando retazos de un celeste claro. No podía creerlo, era de día. Mientras ascendíamos por una ladera, observé el globo negro de la aldea, cuyo centro se encendía en rubí. Al menos, ninguna de las bestias nos seguía.

— ¿Du astag javen?- preguntó la mujer.

— Lo lamento, no te entiendo- le respondí negando con la cabeza.

— Drasgas- expresó ella tras una sonrisa y una triste mirada que revelaba alguna pérdida, seguramente, la de su pareja.

— De nada- le contesté bajo un supuesto.

Seguimos la caminata con los chicos y nos encontramos con un puñado de sobrevivientes. ¡Y entre ellos... apareció ella! Pero no era la “ella” octogenaria, sino la que me había imaginado en un cercano pasado. Y la realidad superó a mi imaginación, pues era más atractiva. Entonces me pregunté, si rejuveneció unos veinte años, entonces... Miré mis manos menos arrugadas, sin manchas hepáticas, luego me toqué la cara. ¡Cerca de veinte años más joven! Entonces comprendí mi velocidad y fuerza.

— Dime que hablas castellano, por favor- pedí con apremio.

Ella soltó una risa y se aproximó en silencio.

— Te agrada hacer sufrir a la gente. Pero tu reacción lo confirma.- Aseguré a un paso de ella.

— ¿Si soy tu torturadora, qué queda para la Luna que nos trajo a este mundo?- preguntó ella con cierta preocupación.

— ¿Mundo?- respondí sin todavía tener en claro a qué se refería, mientras la gente seguía avanzando por la ladera de la montaña y no prestaba atención a nuestras reflexiones. Ella alzó su brazo y seguí su dirección. Lo descubierto me sorprendió tanto o más que el “cabeza de perro”. Cerca del sol había otro más pequeño y de tonalidad un poco más oscura. Giré la visual y divisé dos lunas, y la imponente cúpula de una tercera comenzaba a escalar la bóveda celeste.

— Mierda... Estamos jodidos... - murmuré con la seguridad de un imposible regreso, y me senté abatido. La mujer se sentó a mi lado.

— Eyyy... Me llamo Ana- se presentó apretando mi antebrazo con afecto.

— Marco, un placer- le respondí tratando de sonreír.

— ¿Crees en el destino Marco? Por algún motivo, que en algún momento vamos a descubrir, la misteriosa Luna, nuestra Luna, nos convocó a un lugar y tiempo específico para transportarnos. ¿Estás de acuerdo con eso?- me interrogó Ana y yo asentí.

— No sé tú, pero yo era una vieja solitaria, esperando con resignación y valor el momento de mi muerte. Sólo vivía disfrutando de mis últimos momentos...- comentó ella con una tierna mirada.

— Eehhh... Creo que yo... creo que yo también... No tenía ningún proyecto para seguir. Pero todavía no me preparaba para el momento final.- expliqué contemplando su belleza.

— ¿Dejaste a alguien en nuestro mundo, mujer, hijos, nietos?- preguntó Ana y supuse que sabía la respuesta.

— A nadie, y creo que tú tampoco- aclaré y ella asintió.

— Entonces... Marco...- murmuró Ana como esperando una conclusión.

— Entonces... aceptemos este regalo de los dioses. Una juventud insospechada- concluí con ánimo.

— Y aferrémonos al nuevo destino- agregó Ana, nos paramos y seguimos al lejano grupo.

Antes de que los soles se ocultaran entre las montañas cubiertas de coníferas, los aldeanos descansaron en un rellano y luego comenzaron a juntar leños. Los imitamos, pero no pudimos cazar ningún venado como ellos. Trajeron dos, los destriparon y descueraron con rapidez y habilidad. Ana y yo los observamos con detenimiento, suponiendo que en algún momento deberíamos hacerlo sin su ayuda. Luego los ensartaron en lanzas que apoyaron en horquillas talladas de las propias ramas. Cuando la carne comenzó a destilar la grasa, ya era de noche.

Éramos veinte sobrevivientes, entre ellos algunos niños y ancianos. Hablaban ese extraño idioma, pero por sus gestos supuse que comentaban su reciente experiencia del ataque. Sus rostros denotaban tristeza y preocupación. Uno de ellos trepó a uno de los árboles como centinela.

La carne estaba algo dura, pero sabrosa. En la rueda que habíamos formado alrededor del fuego, pasaban odres de agua y también de vino. Cuando terminamos la cena, cambiaron la guardia y varios se recostaron para dormir. Con Ana hicimos lo mismo. Supuse que sin la confortable cama, sería imposible alcanzar el sueño, pero me equivoqué. Había sido tal el cansancio y la acción, que al apoyar mi cabeza contra el suelo, quedé inconsciente.

Sentí que alguien hamacaba mi hombro.

— Vamos Marco, despierta- escuché la voz de Ana. El calor de un manto de luz cobijaba mi espalda y no tenía ganas de incorporarme.

— ¿Qué sucede, amaneció tan temprano?

— Creo que es mediodía, dormimos demasiado. Nos abandonaron, Marco. Esos hijos de puta nos dejaron solos.- aclaró Ana y recobré mis fuerzas por la mala noticia.

— Es evidente que no les somos útiles. ¿Pero...? ¿De qué pueden servirnos ellos si ni siquiera conocemos su idioma? Además... ¿Cuántos sabrán pelear? Escaparon, en lugar de plantarse y defender su aldea.- Expliqué mientras todavía conservaba la pesadez del sueño.

— Es verdad, pero nos proveyeron de comida. Debemos alcanzarlos. ¿O acaso sabes cazar?- interrogó Ana con sorna.

— Te preocupa la comida. Buen punto. Pero... ¿Qué seguridad tendremos de ir tras los campesinos? Ya dejaron bien en claro que no somos de su agrado- repuse con amargura.

— Con 80 años sería difícil darles alcance, pero con 60 no es tan imposible. Seremos una carga hasta que aprendamos a cazar.- aclaró Ana y estaba en lo cierto.

— Más que la comida, debo preocuparme por mis pastillas contra el reuma.- expresé con desdicha.

— Y yo por las de la presión- comentó Ana.

— Por eso nos abandonaron, somos bichos raros- repuse mientras trataba de incorporar un cuerpo dolorido. Entonces escuchamos un cuerno de caza, que provenía del pié de la montaña, hacia el este, donde se asentaba la aldea.

— ¿Serán esas bestias?- preguntó Ana y bellos surcos de preocupación se profundizaron entre su nariz y mejillas.

— Es probable...- respondí sin abrigar ni una pizca de esperanza.

— Entonces huyamos montaña arriba, por donde los aldeanos escaparon.- sugirió Ana señalando al oeste.

— ¿Viste esas montañas?- le pregunté contemplando las altas murallas cubiertas de nieve. Y en ese momento, un gélido aliento descendió de ellas traspasando mis huesos, tal vez como advertencia a un posible ascenso.

— ¡Las vi, claro que las vi! ¿Prefieres luchar contra cientos de bestias peludas?- preguntó con ironía Ana.

 

— Al menos me dejaron la espada- murmuré y ella me miró furiosa.

— Me marcho, haz lo que tú quieras- decidió mi compañera y comenzó su marcha mientras el grave sonido del cuerno aumentaba.

— Espera Ana ¡Por favor! Solo unos segundos- avisé y ella se detuvo nerviosa.

— ¿Y si trepamos a los árboles? Son muy frondosos y cuando las bestias pasen de largo, volvemos a la aldea- expuse al mismo tiempo que señalaba a los pinos y abetos apretados en lo alto.

— ¿A la aldea?

— Jamás esperarán que regresemos. El camino en bajada es más rápido. En cambio, si subimos, ¿cuánto tiempo tardarán en alcanzarlos?- fundamenté y ella asintió.

— Entonces no perdamos más tiempo- aceptó Ana corriendo hacia la parte más densa del bosque y yo la seguí lo más rápido que pude.

Ana encontró un ancho y rugoso tronco del que nacían poderosas ramas y con habilidad felina comenzó a trepar. A mí me costó muchísimo más, quizás por mi exceso de peso. Cuando la había perdido de vista entre la espesura, escuché no sólo al cuerno sino muchos ladridos, cada vez a mayor volumen.

— Vamos gordito, encontré un escondite perfecto- escuché el susurro burlón.

— Ahora entiendo... por qué es tan difícil... encontrar a un chancho... trepado en un árbol- reflexioné mientras me acomodaba sin aliento en una ancha enramada natural. Formaba una cerrada concavidad, como la palma ahuecada de un cíclope. Y allí, protegidos por el verde refugio, decidimos esperar algo más tranquilos y en silencio.

Después de varios minutos, escuchamos sus ladridos bajo nuestros pies. A pesar del frío, comenzamos a transpirar e instintivamente apretamos la espalda contra la maleza, mientras yo aferraba la espada con ambas manos. Y cada vez sus ruidos aumentaban, no sólo ladraban, parecían comunicarse entre ellos en graves tonos que sonaban como prolongados eructos. La cara de repulsión que puso Ana me causó gracia, pero con seguridad, la mía mostraba algo parecido. El refugio tenía el inconveniente de imposibilitar observarlos, pero ese defecto lo volvía hermético y seguro. El aroma intenso de la resina del pino nos envolvía y cubría nuestro frío sudor, que podía delatarnos por el fino olfato de las bestias. Y así estuvimos por más de dos horas, sin movernos, sin decir palabra alguna, hasta que los ruidos se hicieron más lejanos y fueran tragados por la distancia.

— Creo que llegó el momento- musité y ella asintió para estirar su delgado cuerpo. Movió muy despacio rama por rama y se detuvo unos segundos.

— No veo nada- murmuró al fin y comenzamos el descenso. Cuando llegamos al pié del árbol, sólo quedaban las huellas de los “cabeza de perro”.

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