Buch lesen: «La versión de Eric »
A mis padres,
por darme las alas.
Y a cada adolescente
que he conocido en estos años,
con el deseo de que nadie –jamás–
corte las vuestras.
«A mí ya no me podéis cambiar. Yo he nacido poeta y artista como el que nace cojo, como el que nace ciego, como el que nace guapo. Dejadme las alas en su sitio, que yo os respondo que volaré bien».
Carta de Federico García Lorca a su padre
Madrid, Residencia de Estudiantes
Primavera de 1920
La primera víctima apareció el miércoles 12 de junio a las 3:45 de la mañana.
La segunda, el sábado 13 de julio a la 1:34.
La tercera, esa misma madrugada de julio y solo una hora después.
Aún no sé si estas líneas verán la luz. Puede que no me atreva a que lo hagan o que, debido a todos los intereses que hay en juego, no me lo permitan. Ni siquiera estoy seguro de si sabré recordarlo tal y como sucedió. Todos los pasos, todos los momentos que, sin saberlo, acabaron acercándome a Rex, a Tania, a Hugo, a Julia, a Matt o incluso a Lorca. A cada una de las personas que, fueran o no conscientes de ello, cambiaron mi vida y escribieron mi historia.
Estas páginas son el relato de todo lo que callé entonces.
Y de por qué lo hice.
SÁBADO, 13 DE JULIO
01:44 a. m.
Tenía nueve años cuando mi padre se fue de casa.
Once cuando comenzaron las pesadillas.
Trece cuando llegó el primer ingreso.
Y catorce en el segundo.
No sé por qué me resulta imposible dejar de pensar en todo eso este maldito sábado, mientras corro sin saber hacia dónde.
Intentando alejar de mí la imagen de ese cuerpo que aún debe de yacer en el asfalto a la espera de la ambulancia.
–¿Podría repetir la dirección, por favor? –me pedía la voz al otro lado del teléfono.
–Estoy en... Estoy...
Tenía guardada la ubicación en mi móvil, pero no era capaz de responder porque, de repente, solo era capaz de ver y sentir oscuridad.
Tan parecida a la que me empujó a empezar a lesionarme a los doce.
A la que me derribó a los trece.
A la que estuvo a punto de hundirme para siempre a los catorce.
Como si esta noche mis demonios se hubieran aliado para lanzarse sobre mí de nuevo.
–Denos su ubicación –insistía quien intentaba atenderme al otro lado de la línea.
He balbuceado el nombre de la calle justo antes de colgar para evitar que pudiera hacerme más preguntas. No podía explicarle qué estaba haciendo allí, ni cuál era mi nombre; ni siquiera me sentía preparado para describirle a la víctima. O para cerciorarme, como pretendía la voz, de si seguía respirando.
Cuando he subido de nuevo a la moto, no me he fijado en si lo hacía.
No he querido saberlo.
Quizá ya no respirase.
Quizá el suyo haya sido el segundo cadáver con el que me he cruzado.
Pero el primero era muy diferente a este. El de mi abuelo tenía un gesto amable. Casi sereno. La expresión empática –esa palabra no la conocía entonces, pero es la mejor con que puedo describirlo ahora– de una de las pocas personas que han sabido entenderme. O, al menos, intuirme.
Han pasado ocho años hasta que, en esta madrugada, a mis veinte, he visto el segundo.
Me gustaría convencerme de que tal vez no lo sea.
De que quizá solo estoy huyendo sin rumbo después de haber abandonado a alguien sobre el asfalto.
Alguien que, si la ambulancia llega a tiempo, conseguirá recuperarse.
A mi espalda, cuando solo estaba a unas calles de allí, he creído oír las sirenas.
O quizá no fuera eso.
A lo mejor no era más que mi conciencia la que me hacía creer que se escuchaba ese sonido para que mis demonios no se hagan aún más fuertes.
Los que, hace no tanto, guiaban mis manos cuando rasgaba mi piel.
Los que deformaban mi imagen cuando me obligaban a mirarme en el espejo que mis padres se empeñaron en poner en el armario de mi habitación.
Los que estuvieron a punto de robarme lo poco de mí que no me asusta. Lo poco de mí que, a pesar de todo, sé que soy.
Sigo corriendo mientras me doy cuenta, por primera vez, de que esta noche puedo perderlo todo. Si no tomo las decisiones adecuadas, estaré poniendo en peligro lo que he construido estos dos últimos años. Todo lo bueno que ha sucedido y que me dijeron, cuántas veces me lo dijeron, que nunca iba a pasar.
–Deberías pensar en un plan B –Delia, la tutora de 4.º de ESO, masticó mucho las palabras mientras me las escupía–. Deberías tener un plan B, Alicia.
Era una de las que, a pesar de mis quejas y de las advertencias de mi madre, se negaban a utilizar mi verdadero nombre.
–En las listas pone Alicia –repetía marcando mucho el verbo cuando me atrevía a corregirla.
Delia podía haber sido una de los que, un par de años antes, habrían conseguido que me devorasen los demonios. Los mismos que ya no me arrollarían porque ese curso había conocido a Iván, el profesor que sí lo cambió todo, porque habían empezado a calar en mí las conversaciones con Julia y porque Tania ya había entrado en mi vida. Demasiado a mi favor como para permitir que nadie, y mucho menos alguien tan gris como Delia, lo estropease.
–Es importante contar con un plan B.
Tenía catorce años la primera vez que alguien como ella me aseguró que jamás podría vivir de la interpretación.
Dieciocho cuando me eligieron en el casting que lo cambiaría todo.
Y acababa de cumplir los diecinueve cuando, gracias al éxito inesperado de Ángeles, sumé mi primer millón de seguidores en Instagram.
Lejos –tal vez solo en mi cabeza– siguen rugiendo las ambulancias mientras yo comienzo a frenar.
Aparco la moto y entro, sin darme tiempo a pensar en lo que estoy haciendo, en una comisaría del centro.
Puede que no haya sido casualidad.
Que no haya sido el azar lo que me ha traído hasta aquí.
Quizá ni siquiera fueron mis demonios.
Los que conozco demasiado bien como para no haber aprendido a controlarlos.
–Tú eres más fuerte –me recordaba mi abuelo cuando notaba que mi tristeza se volvía densa y pegajosa–. Tienes superpoderes, ¿no lo sabías?
Y, como hago siempre que debo enfrentarme a un momento difícil, me repito sus palabras y dibujo su sonrisa en mi mente. Esa sonrisa que me permitía olvidar el rostro de preocupación de mi madre y la expresión ausente de mi padre.
Por eso, porque suenan en mi cabeza las palabras de mi abuelo, estoy convencido de que no son mis demonios quienes me obligan a cruzar esta puerta.
Ellos no podrían empujarme a través de este mar de uniformes en busca de alguien que quiera hablar conmigo y escuchar lo que siento la necesidad de confesarles.
Estás a punto de perderlo todo, Eric.
¿Te lo has pensado bien?
–Espere aquí –uno de los oficiales más jóvenes me detiene y me indica una angosta sala de espera donde debo aguardar hasta que llegue mi turno para decir lo que (¿estás seguro?) he venido a decir.
Una chica de mi edad, a la que acompaña alguien que debe de ser su padre, me reconoce.
–¿Tú eres el de...?
Asiento y bajo la cabeza antes de darle tiempo a que pronuncie el nombre de la serie que lo ha cambiado todo.
–Menudo pelotazo hemos dado –me escribió Rex cuando vimos los picos de audiencia de Ángeles: más de veinte millones de personas habían devorado la primera temporada solo en una semana. Y quince de esos millones lo habían hecho en un solo día–. Hemos triunfado, tío. Hemos triunfado...
Seguro que la chica que me ha reconocido es una de las que se vio los ocho capítulos de golpe, en un maratón de un solo día. Y ahora, con todo ese inesperado ejército de fanes, espera con ansiedad a que se estrene la segunda temporada.
En el casting aún no sabían cuál iba a ser el título de la serie. En realidad, lo cambiaron varias veces a lo largo de los seis meses de rodaje y solo se decidió unas semanas antes de que comenzara la campaña de lanzamiento.
–Hay que crear mucho hype –insistía Valeria, la responsable de comunicación–. Es importante que nadie sepa bien lo que va a ver, pero que todo el mundo tenga ganas de verlo...
Cuando por fin me enteré de que se iba a llamar Ángeles, lo confieso, casi tuve un ataque de risa. Y no solo porque aún me costaba creer que yo fuera a formar parte de ese proyecto, sino porque me preguntaba qué opinarían mis demonios si supieran que estaba a punto de unirme a las filas de sus antagonistas.
–Es un buen título –dijo Hugo, mi representante, que fue quien me había conseguido la prueba–. Corto, pegadizo... Y seguro que da para hacer una buena campaña de merchandising.
La chica que espera conmigo en la comisaría me enseña algo: es un llavero con las dos alas plateadas que forman el logo de la serie. Después creo que me hace una pregunta, pero estoy tan perdido en mis pensamientos –¿por qué siento que mi pasado se desborda en este inoportuno presente?– que me cuesta escuchar sus palabras.
Sonrío, como hago habitualmente cuando no entiendo a alguien.
Porque ahora mismo mi mente es incapaz de oír algo que no sea mi propia voz gritando con una mezcla de rabia –¿por qué a mí?– y de culpa –¿por qué yo, joder?, ¿por qué yo?
Pero la chica insiste. Tal vez quiere un autógrafo. O, peor aún, una fotografía.
Un estúpido selfi en el lugar más inoportuno del mundo.
No le respondo.
No pienso guardar ni un solo testimonio gráfico de mi presencia en este sitio.
Ni de esta noche.
Masculla algo entre dientes, sacude con rabia su llavero (debo de haberle parecido un imbécil) y se aleja de mí.
«Para el fandom de @Eric_Ángeles: es un borde, que lo sepáis. Canceladísimo desde hoy».
Envía su tuit con tanta rabia que, cuando aparece la notificación en la pantalla de mi móvil, casi puedo sentir cómo me golpea con sus palabras.
Igual que una bofetada.
Aparta la mirada y se apoya en el hombre que la acompaña. Sí, es su padre: tienen la misma nariz y una expresión similar.
La imagen de ambos, con ella reclinada sobre él, consigue que me sienta un poco más solo que antes y, a falta de alguien que lo haga en mi lugar, soy yo mismo quien rodea mi cuerpo con mis brazos, como si intentara sujetarme los miembros para impedir que caigan al suelo.
El oficial joven que me ha traído hasta aquí –cabello muy corto y rubio, ojos azules, manos grandes y espaldas inmensas– viene a buscarme.
–Acompáñame.
Recorro un largo pasillo lleno de gente en el que, intuyo, hay más miradas que me reconocen e incluso algún móvil que intenta conseguir un robado, así que me cubro la cara con las manos para ponerme a salvo.
–La televisión lo cambia todo, Eric –me advirtió mi madre cuando firmé el contrato.
–Para bien –trató de convencerla Hugo–. Esto es solo el inicio.
Pero ella no sonrió ni una sola vez en todo ese día.
Ni cuando le pedí que me acompañara a los estudios de la productora para formalizar la firma.
Ni cuando nos fuimos a comer con Hugo para celebrarlo.
Ni cuando le aseguré que estaba empezando a cumplir un sueño.
A mi madre le habría gustado que todo fuese más despacio.
Quizá una obra de teatro alternativa, como la que le han propuesto a Tania.
Una webserie.
O algún corto que apenas tuviera difusión.
Cuando le conté que me habían cogido en la agencia de Hugo y que me habían propuesto para aquella prueba, mi madre trató de convencerme de que no sucedería.
–En la televisión buscan nombres, Eric.
Pero es que mi madre lleva tantos años acostumbrada a perder que le resulta impensable que sea posible ganar.
Se cierra la puerta del despacho, donde otro oficial aguarda mi testimonio para dejar constancia de él en su ordenador.
El nuevo policía –algo mayor, con calva incipiente y bastante menos atlético que su compañero de los ojos azules– me hace alguna pregunta que trato de responder instintivamente.
No soy capaz de concentrarme en lo que me dice.
No soy capaz de concentrarme en nada que no sea la voz que, con sus gritos, está a punto de atravesar mi cabeza.
La voz que esta madrugada, a mis veinte, se parece tanto a la que empezó a asfixiarme a los nueve.
–¿Te encuentras bien?
Habla, Eric.
Pero, aunque quiero hacerlo, siento que en mi interior suenan a la vez demasiadas voces.
Demasiado ruido.
–La televisión lo cambia todo.
–Deberías tener un plan B.
–Hemos triunfado, tío.
–En las listas pone Alicia.
–Esto es solo el inicio.
No puedo oír mis propias ideas, así que tampoco consigo que lleguen a escucharse mis palabras.
El oficial más joven, que sigue aquí, hace ademán de abrir la puerta para buscar a alguien.
Tienes que hacerlo, Eric.
Tienes que contárselo de una maldita vez.
–He venido porque...
Esperan a que encuentre el modo de terminar la frase.
El encargado de tomar nota de mi declaración le hace un leve gesto a su compañero para que no abra todavía la puerta. Están dispuestos a concederme, al menos, unos segundos.
Solo necesito eso.
Unos segundos más.
–He venido por...
En mi mente se suceden, crueles, todas las palabras con que podría terminar esa frase. Las verdaderas causas de que hoy, sin que ellos aún puedan saberlo, esté aquí:
Azar.
Destino.
Mala suerte.
Amistad.
Rencor.
Torpeza.
El Círculo.
Pero no digo nada de eso. Solo respiro hondo. Despacio. Intento recordar los ejercicios de relajación que he aprendido con Julia. Los mismos que, por otros motivos, me recomendaba Helena.
Ahora necesito serenarme.
Hacer callar el sonido de la ambulancia que sigue dando vueltas en mi cabeza.
Así que me esfuerzo por alejar de mí la imagen de ese cuerpo tendido sobre la calzada.
Sus miembros.
Rígidos.
El charco de sangre.
Creciente.
Y la expresión desencajada.
Siniestra.
Pero cuanto más me empeño en no verlo, con mayor detalle se dibuja todo ello en mi cabeza.
El silencio no piensa concederme ni siquiera un instante, así que cojo fuerzas y elijo las palabras precisas para decir, sin que las sombras me hagan enmudecer, lo que me ha traído hasta aquí.
Un hecho que, de algún modo, siento que abre todas las escenas de mi vida.
Un guion escrito por muchas y muy diferentes manos –las mías, las de quienes se cruzaron en mi camino– durante estos veinte años en que no esperaba que el argumento girase en la dirección en que lo hace esta madrugada.
En un lugar donde no sé si he decidido estar. Donde, por mucho que aún intente negármelo, era imposible que eligiese no estar.
Así que me pregunto cómo voy a lograr que el policía que me mira impaciente al otro lado de la pantalla entienda algo.
Cómo va a comprender quién soy yo. Quién es Tania. Y quién es la persona que yace en el suelo.
Cómo voy a explicarle algo de todo esto sin que sepa cómo fue a los nueve.
A los doce.
A los trece.
Y a los catorce.
Porque las huellas de lo que he sido son las cicatrices que dibujan la persona que soy ahora.
Cada herida que conseguí cerrar, aunque la vida, tenaz en el recuerdo, se esmere en abrirlas de nuevo.
El policía más joven me mira con algo que podría parecerse a la complicidad.
El más veterano, sin embargo, empieza a dar muestras de cansancio.
–¿Tienes algo que denunciar o no, chaval?
–Algo que confesar –matizo.
–Pues tú dirás.
Y abre las palmas de las manos a ambos lados del teclado como si quisiera dejar claro que no piensa perder conmigo ni un solo minuto más.
–Aquí estamos para ayudarte –apostilla el más joven, que quizá tenga un sexto sentido para detectar cuándo alguien necesita ayuda. Cuándo alguien, en este caso yo, está a punto de decir algo que tal vez merezca ser escuchado.
A ellos no se lo cuento.
No les describo esas escenas de todos los años que precedieron a esta madrugada.
Pero esas imágenes sí desfilan, una tras otra, en mi cabeza.
Así que me refugio en el único superpoder que –tenías razón, abuelo– me hace fuerte: mi verdad.
Junto las manos, las agarro con fuerza y, mientras en mi cabeza vuelve a surgir el recuerdo de un niño de nueve años que lleva puesta una camisa azul demasiado grande, al fin les digo lo único que necesito que apunten en su estúpido ordenador.
Lo único que hoy, ahora mismo, de verdad importa.
–Creo que acabo de matar a alguien.
1
LO QUE NO SUCEDIÓ ANTES
EL ABRAZO
El día que mi padre nos abandonó, yo llevaba una camisa suya.
Era una de esas tardes sofocantes de agosto, en medio de un verano que parecía que no iba a acabarse nunca.
–¿Hoy tampoco bajas? –me preguntó mi madre, empeñada en que me relacionase con los demás críos de la urbanización–. En la piscina seguro que se está bien.
Negué con la cabeza.
La piscina era uno de los lugares prohibidos. Resultaba imposible no verse en el reflejo de esa agua que parecía acusarme. Que me recordaba que había algo en mí que, a mis nueve, todavía no era capaz de expresar. Algo que no me atrevía a decir, aunque sabía que me molestaba. Y en el agua, en medio de ese azul cruel y transparente, era imposible esconderlo con las mismas tácticas que había aprendido a desarrollar, de manera inconsciente, fuera de ella.
–¿Estás segura, Alicia?
Entonces todavía respondía a mi deadname y, aunque no me reconocía en él, me dolía tanto escribirlo como ahora.
Ni siquiera se me había ocurrido aún elegir Eric.
Mi verdadero nombre vendría poco después, en casa del abuelo, gracias a una de esas historias que él me contaba –aquel amigo, aquella vez en que consiguieron huir juntos, aquellas revoluciones universitarias de las que ambos fueron parte en tiempos más oscuros– y que luego, cuando ya no estuviera junto a mí, tanto echaría de menos.
–Seguro que en la piscina estarías mucho mejor –mi madre es incansable cuando se le mete una idea en la cabeza.
–No me apetece.
–Tan cabezota como tu padre...
No sé en qué momento ellos dos decidieron rendirse, ni por qué pensé aquella tarde que era buena idea entrar en su dormitorio y coger una de sus camisas.
Elegí una azul, de un azul casi negro, mucho más intenso que el de la piscina a la que me negaba a bajar y en la que se oían las voces de decenas de niños con los que, de repente, se había vuelto más complicado saber cómo relacionarme.
Hacía tiempo que mi padre no se la ponía. Entonces aún era un hombre fuerte, bastante atlético –no sé cómo lo habrá tratado el tiempo en estos años: la última vez que nos vimos fue poco después de mi segundo ingreso–, aunque hacía demasiado que había dejado de entrenar y su cuerpo había iniciado una decadencia prematura con la que era fácil intuir que tampoco él se encontraba satisfecho.
En realidad, no había nada en nuestra familia que pareciera gustarle demasiado.
Ni nuestra casa.
Ni mi madre.
Ni las visitas de mi abuelo.
Ni yo.
Ni siquiera su propio cuerpo.
Tal vez por eso había dejado de mirarnos. De mirarse.
Nada de lo que hacíamos le importaba mucho.
Así que debí de imaginar que tampoco le molestaría que tomase prestada aquella camisa para uno de los juegos en que me creía director, actor, guionista y hasta escenógrafo al mismo tiempo. Había empezado a imitar una escena de Wall-E, que aquel año se había convertido en mi película favorita. Uno de mis muñecos, sentado a mi lado, era la robot Eva, y yo, el protagonista que trataba de conquistarla.
–Has salido a la abuela –se reía mi abuelo cuando me veía organizar mis muñecos como si fueran el reparto de un musical.
–¿En serio?
Y él, que todavía no me había hablado de Eric –de ese amigo al que yo transformaría en un mito hasta el punto de robarle su nombre–, me decía que sí, y me contaba alguna anécdota de los años en que aquella mujer que murió demasiado joven, y que yo jamás llegué a conocer, aún se paseaba por locales y tugurios donde, según me explicaba, interpretaba revista, zarzuela y algo de teatro clásico.
–Nunca fue buena en nada: ni cantando, ni bailando, ni actuando. Pero cuando tu abuela se subía a un escenario, nadie era capaz de apartar la mirada. Para mí, siempre fue la mejor.
Y cada vez que lo decía, se le iluminaba la expresión. Era la misma mirada con la que, cuando pensaba que yo no me daba cuenta, lo sorprendía observándome. Una mirada que solo encontraría, años después, en Tania.
Aquella camisa azul, casi negra, me quedaba muy grande. Me sobraban unos cinco centímetros en cada manga y el faldón bajaba tanto que llegaba a cubrirme las rodillas. Me miré en el espejo que había en la puerta de mi armario, un lugar que se había convertido poco a poco en uno de los rincones más siniestros de mi habitación, y sentí algo que entonces no supe explicar.
No tenía las palabras, a pesar de que mi madre insistía en que mi vocabulario era muy avanzando para mi edad –ese afán por convertirme en alguien excepcional–, pero sí era capaz de interpretar mis emociones.
Entonces se me quedó pequeño el lenguaje.
Hoy no.
Hoy sí puedo traducir lo que viví en ese mismo instante.
Porque lo que pasó se resume en una única acción.
En un único verbo: me reconocí.
Por eso, porque acababa de verme por primera vez debajo de una camisa que no era mía, supongo que no escuché las llaves girar en la cerradura.
Ni sentí sus pasos hasta mi habitación.
No me di cuenta de que mi padre ya estaba en casa hasta que entró en mi cuarto y me sorprendió en el momento más importante de mi vida.
El momento en que acababa de descubrir quién era.
Me miró.
Y no dijo nada.
Tampoco era necesario: la repugnancia que latía en sus ojos no precisaba ni una sola palabra que la acompañase.
Nunca sabré si se debió a la particular manía que le tenía a mis juegos teatrales.
O si, por un instante, solo por un instante, fue capaz de verme con la misma rotundidad con que lo había hecho yo.
Sentí una vergüenza abrumadora y lo miré con una candidez que hoy, de puro indefensa, me resulta estúpida.
Casi hiriente.
Me mantuve firme en mi ingenuidad –a lo mejor no le importa, a lo mejor él también lo sabía, a lo mejor me abraza– durante unos segundos.
Quizá fueran minutos.
Él permaneció inmóvil. De pie, junto al quicio de la puerta, observándome con severidad mientras yo me empeñaba en creer que aquella escena podría terminar bien. Con un final tan feliz como el de las películas de dibujos que me gustaban. Como el de los cuentos que mi madre e incluso él mismo me habían leído algunas noches cuando era más pequeño. Así que me quedé quieto, confiando en que aquello acabara con un gesto tan simple como un abrazo.
No sé cuánto tiempo estuvimos así. Tampoco recuerdo en qué momento me di cuenta de que lo que esperaba de mi padre era un imposible.
Lo único que sé es que aquel abrazo no llegó.
–¿Por qué te molesta todo lo que hago, papá?
Le habría preguntado mi yo de ahora.
–¿Por qué no me abrazas?
Habría querido preguntarle mi yo de entonces.
Pero ninguno de los dos habló.
Ni el Eric de hoy, porque todavía no había encontrado mi nombre: apenas acababa de encontrar mi mirada.
Ni el niño asustado de entonces, porque temía que ese abrazo no sucediera justo cuando más lo necesitaba: el mismo día en que por fin había entendido que todos llevaban años llamándolo de la forma equivocada.
–Quizá estuvo bien que pasara –intentó consolarme Tania la primera vez que se lo conté.
Fue durante una de esas tardes eternas que compartimos en el hospital donde nos encontramos. Uno de esos días en los que no pasaba nada y que aprovechábamos para llegar a conocernos mejor de lo que nadie nos había conocido jamás.
Su 3.º de ESO en un supuesto colegio de élite había resultado tan catastrófico como el mío, y los dos habíamos decidido que, cuando saliésemos de allí, buscaríamos un nuevo lugar para empezar. Y, a ser posible, juntos.
–Quizá lo mejor que podía suceder es que tu padre se diera cuenta lo antes posible –opinaba ella–, que se alejara inmediatamente de tu vida.
No estaba seguro de que tuviera razón, pero podía elegir entre torturarme por su ausencia o decidir que Tania acertaba: con su marcha había zanjado cualquier polémica posible antes de que esta pudiera estallar.
Hablarlo con ella, en medio de las sesiones de terapia, entre los continuos cambios de medicación, las normas sin final y las visitas de sus padres y de mi madre, fue una manera de recibir por fin el abrazo que aquel hombre me había negado.
Tania tiene ese don. Sabe acariciarme sin siquiera rozarme.
Nos conocimos en pleno «naufragio existencial», como se nos ocurrió llamarlo en adelante, y los dos decidimos empezar juntos 4.º en un lugar completamente diferente. Un sitio donde tuvimos la suerte de que, a pesar de la presencia de gente como Elías o Delia, también estaba Iván. Nuestro famoso Iván. El culpable de que acabáramos apuntándonos en una escuela de teatro de barrio donde había más voluntad que medios. A Tania también le habría gustado que la cogieran para una serie –incluso hicimos el casting de Ángeles juntos–, pero, aunque no ha tenido la suerte que yo, creo que no me envidia.
Al revés, me apoya.
Por eso fue la primera a la que le dije que me habían dicho que sí en ese casting.
Por eso es una de las pocas personas a las que he contado cómo fue aquel día de agosto de hace ya once años.
El día de la camisa azul casi negra que me llegaba por las rodillas.
El día que, por fin, pude conocer a quien pronto decidiría que se llamaba Eric.
El día que acabó con mi madre sentada en el sofá, con la música a todo volumen –siempre ha sido su modo de afrontar la rabia–, mientras mi padre acababa su maleta después de que ella, sin éxito, le hubiera pedido explicaciones.
–Lo he intentado.
Eso fue todo lo que él me dijo.
–Te aseguro que lo he intentado.
O lo que quizá le dijo a ella, aunque yo sentí que en ese preciso momento me estaba mirando a mí.
Al culpable de frustrar su intento de paternidad por su terca obstinación en no ser como habían determinado que fuera.
–No tiene nada que ver contigo –intentó convencerme mi madre cuando nos quedamos solos.
Y me lo repetía cuando atisbaba en mí una sombra de culpa. O cuando yo le preguntaba si nos había llamado. O cuando miraba el teléfono con la esperanza de que llegase un mensaje, un wasap, una maldita llamada.
Mi madre pasó meses diciéndome aquella mentira que confiaba en que, gracias a su reiteración, acabara convirtiéndose en verdad.
Pero nunca lo hizo.
Siempre sentí que esa puerta que se cerraba, que ese coche que vi arrancar bruscamente desde la ventana de mi habitación, que esa despedida sin abrazo tenía que ver conmigo.
Con lo que yo no había sabido concretar hasta esa tarde en que, por fin, poseía al menos una imagen a la que aferrarme.
Con lo que mi madre, como me confesaría mucho más tarde, había sabido desde que empecé a andar. A hablar. A comportarme como el niño que era y no como la niña que habían creído tener.
Con esa verdad que mi padre odiaba intuir y que, tras acusar a mi madre de alentar en mí ideas extravagantes –«La culpa es tuya, Olga, la culpa es solo tuya»–, no estaba dispuesto a reconocer.
–Lo he intentado –me dijo.
Puede que pensara que con su intento de mierda (¿cuánto tiempo había durado?, ¿cuántas veces pudo intentar nada en apenas nueve años?) cumplía con las expectativas que yo pudiera tener sobre él.
Debió de creer que así no le guardaría rencor.
Que no lo convertiría en uno de los fantasmas que llevo persiguiendo desde entonces, como si no necesitara encontrar otros abrazos que me hicieran olvidar por qué jamás llegué a recibir el suyo.
–Es lo mejor que te pudo pasar –insiste Tania.
Y cuando lo hace, cuando me dice que nuestras ausencias responden a un porqué, el caos resulta menos obvio, y la vida, un lugar casi razonable. O, por lo menos, menos hiriente.
Es una sensación pasajera, claro. Un alivio que dura tan poco como cualquier mentira.
–Hazme caso, Eric.
No respondo y ella, sin que yo se lo pida, me abraza.
En realidad, se abraza.
Nos abrazamos porque las ausencias duelen y nuestra presencia, que es una de las pocas que han resultado merecer la pena desde que nuestras vidas tuvieron la suerte de cruzarse, nos hace sentir algo más fuertes.
Ese momento, el instante en que me rompo a su lado y ella me ayuda a reconstruirme, es de los que nunca podrán ver mi millón de seguidores de Instagram.
Porque no admite filtros.
Ni hashtags.
Porque no se puede retransmitir en vivo la verdad. Y en mis redes, desde que todo pasó tan deprisa, solo hay espacio para las máscaras.
Para el éxito.
Y, a su manera, para la mentira.
La verdad no es lo que comparto con los extraños que me observan al otro lado de la pantalla, para «el fandom creciente y cada día más entusiasta» –como le gusta llamarlo a Hugo– de Ángeles, sino lo que vivo con quienes me conocieron antes.
Con quienes siento que nos conocemos desde siempre.
Como Tania.
Por eso no me sorprende ver su nombre en la pantalla de mi móvil mientras el oficial más joven me pregunta si necesito un vaso de agua.
–Sí, por favor.
Respondo con frases diminutas.
Ridículas.
Solo puedo contestar preguntas que exijan contestaciones sencillas, incapaz de comenzar el relato de los hechos que me han traído hasta aquí.
Como si volviera a estar frente a aquel espejo.
Con la camisa cubriendo mis rodillas.
Minúsculo y aún sin nombre ante la mirada de alguien que me escudriña con desconfianza.
Ese alguien hoy es un policía orondo y con calva incipiente, un hombre de la misma edad que entonces podría tener mi padre y que pide a su compañero que me traiga ese vaso de agua.