Un curioso entre mis relatos

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Un curioso entre mis relatos
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Letrame Editorial.

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© Marta Cediel García

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada Victoria Raquel López Solano

Supervisión de corrección Laura Martinez Gonzalez y Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-231-1

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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A mis padres, a mi marido y a mis hijas, siempre a mi lado

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«Nunca tuve una tristeza que una hora de lectura no haya

conseguido disipar»

Montesquieu.

Sol de invierno

Un ruido insistente se coló en su sueño. Fue un alivio, había tenido una pesadilla, como siempre. Miró por la ventana y el color del día le anunció otra jornada triste y plomiza.

Después de ducharse y vestirse, bajó a la cocina. Sus padres ya habían desayunado, su hermano se levantaba de la mesa y a él lo esperaban sus cereales. Dio los buenos días, casi en un susurro. El padre le dio un beso en la frente y salió deprisa. El hermano le apremió para llevarlo al colegio en la moto si terminaba a tiempo. La madre ya estaba arreglada, maquillada y dispuesta a defender a quien lo necesitase como abogada de oficio. Se acercó a Juan y lo miró preocupada.

—Pero ¿qué te pasa? Tienes unas ojeras tremendas. ¿Te encuentras bien?

El niño pensó: «Por favor, siéntate a mi lado. Insiste hasta que te cuente lo que me pasa. Ayúdame a abrir el corazón. Haz que no tenga miedo de que me compares con mi hermano, el campeón, el joven alegre al que le sobran los amigos y los planes cada día. Te necesito». Sin embargo, cuando la vio levantarse de nuevo y coger su maletín, mintió:

—Es que tengo examen y no he dormido bien, mami…

—Vaya, eso hay que verlo más despacio. A ver cómo estás esta noche, cielo. —Y se despidió con un beso y un abrazo rápido antes de salir hacia su destino.

Juan le dio un sorbo a la leche y cogió la mochila para hacer lo único bueno del día: llegar al colegio en moto con su hermano. A la entrada del colegio ya le esperaban sus cuatro pesadillas, sus acosadores, preparados para hostigarlo sin tregua desde el principio de la jornada. Pedro era el cabecilla, un repetidor de curso decidido a divertirse a costa suya. Lo eligió, como un cazador olfatea a una pieza débil, y se rodeó de otros futuros depredadores como él.

Acostumbrado a aquellos recibimientos, Juan agachó la cabeza y entró en el colegio mientras recibía insultos al oído. Se sentó en su nuevo sitio, al fondo del aula. La profesora no se había dado cuenta y nadie le había preguntado por el cambio. Se sentía invisible para todos, excepto para sus cuatro perseguidores. Cuando sonó el timbre para salir al recreo, cogió el libro de Julio Verne con la esperanza de que ese día no se acercaran a él. Ya no llevaba bocadillo para evitar el aliciente de quitárselo. Ese día, quien se aproximó fue el nuevo conserje, un señor mayor que cojeaba y en el que no se había fijado antes. Su expresión era agradable y risueña.

—¿Puedo sentarme contigo un momento? —le preguntó con tono amable—. He visto que leías y he pensado que quizá te gustaría escuchar una historia. Me la contaron hace tiempo y la he recordado muchas veces a lo largo de mi vida. ¿Qué te parece?

El chaval asintió con timidez y cerró el libro sin poder evitar pensar que, al menos, se libraría de los gamberros. El anciano inició su relato.

«Hace cientos de años, en el antiguo Japón, era famoso un samurái que tenía aterrorizados a todos los habitantes del pueblo. La gente sabía que no había contrincante que, después de un altercado con él, saliera vivo. Su maestría con la espada y la agresividad que llenaba su corazón lo hacían invencible.

Juan lo miraba interesado y el narrador continuó:

Un día, el samurái paseaba por un pueblo vecino y observó que todos los habitantes corrían por las calles. Curioso, detuvo a un campesino que inmediatamente se arrodilló ante él, temeroso de recibir algún castigo.

—¿Dime, labriego, ¿a dónde va toda esta gente tan deprisa? —preguntó el guerrero, orgulloso, mientras lo sujetaba por la camisa.

El campesino, asombrado, se atrevió a mirar al caballero y exclamó:

—¿No lo sabéis, señor? Es el maestro Sing, que hoy visita el pueblo y habla en la plaza para todo el que desee oírle. Es un hombre sabio, siempre da buenos consejos y nos cuenta historias maravillosas. —Al ver que el temido noble ya no estaba pendiente de él, el campesino escapó para reunirse con sus vecinos.

El samurái quedó pensativo. Había visto algo en la mirada de aquel campesino a lo que ya estaba acostumbrado: miedo. Pero al hablar de aquel sabio, lo que vio en los ojos del hombre fue algo que nunca le habían dedicado a él: respeto. Decidió seguir a la muchedumbre y llegó hasta una plaza atestada de gente que rodeaba a un anciano pequeño, con la piel arrugada por la edad, calvo y vestido con un traje andrajoso. De inmediato, perdió el interés al ver a una persona que no estaba a su altura. Sin embargo, cuando ya daba la vuelta para irse, escuchó:

—Las armas y la fuerza bruta no doblegan al hombre. Si queréis vivir en paz y que os respeten, debéis tratar a vuestros semejantes con afabilidad. —Aunque la voz tenía un tono suave y tranquilo, denotaba firmeza. Esto hizo que el aguerrido soldado se volviera y le gritase al viejo:

—¡Eso es mentira, anciano! —Desenvainó la espada con gesto ostentoso y vociferó a la muchedumbre—: ¡Esta es la que manda!

—Eres un bruto, una persona sin principios y tu opinión no vale nada… —le contestó el maestro, con voz serena.

El samurái cruzó la plaza con grandes zancadas y, muy cerca de la cabeza del sabio, le gritó:

—Prepárate, viejo, porque vas a morir. Nadie me ha insultado nunca y mereces terminar tu vida aquí. —Y con la vista fija en él, se dispuso a bajar la espada ante el espanto de la gente.

—Perdóname, gran señor. Ya ves la edad que tengo y de mi boca solo salen descalabros. No sé ya ni lo que digo… —clamaba el venerado maestro, con la cabeza gacha y las manos unidas en un gesto de súplica.

El samurái, crecido por su victoria ante la multitud, quiso demostrar su poder y decidió impresionar a los ignorantes campesinos con el indulto de la vida del sabio.

—Te perdono la vida por reconocer mi fuerza y mi magnanimidad. —Y el guerrero envainó su arma, altivo y soberbio.

Entonces, el maestro Sing levantó la cabeza e irguió el cuerpo. Miró al bravo guerrero con valentía y, con unos ojos francos y una dulce sonrisa, le dijo amable:

—¿Entiendes, ahora, que la palabra es más fuerte que las armas?».

El hombre se levantó al finalizar la historia y Juan lo miró confuso e impresionado.

—¿Ves hoy el sol? No, ¿verdad? Pues está ahí, detrás de esas nubes, como tu fuerza. Si tú la descubres, los demás también la verán. Piensa en cómo ser mejor y lucha por ello. —Y sin añadir nada más, se alejó con paso renqueante por el patio del colegio.

Esa misma mañana, al salir de clase, los cuatro matones lo esperaban. Juan, de forma inconsciente, levantó la cabeza y los miró con firmeza. Desconcertados por esa nueva actitud, los gamberros, confusos, lo dejaron pasar.

Algo se había transformado en su interior. Ahora sabía que tenía que cambiar todo. Deseaba volver a sacar buenas notas y a mejorar en el deporte. Debía hablar con sus padres y sus profesores. Aquello no era cosa de niños. Tenía que afrontar su conducta, aunque tuviera doce años.

—«La vida no se debe cimentar sobre miedos y debilidades». —Recordó esa frase mientras se alejaba y sentía en su interior un calor olvidado.

La llegada

Estaba a punto de salir de cuentas. Pesada y molesta, se movía por la casa sin poder remediarlo. Estaba inquieta ante la llegada inminente del bebé, pero no tenía miedo. Era su segundo hijo y el primer parto había ido bien; además, la atendería el practicante del pueblo, un veterano que había traído al mundo a la mitad de los niños del lugar. Como todas las madres, daría a luz en su cama y la criatura llegaría al mundo en casa. En esta ocasión también lo tenía todo preparado. Miraba y revisaba todo una y otra vez: la ropita del recién nacido, los pañales, el polvo de talco, su propio camisón, las gasas, las toallas, el alcohol…

El futuro padre salía todos los días a trabajar al campo con su tractor. En esas fechas invernales, había elegido ir a un olivar pendiente de recoger su aceituna. Desde allí se podía ver la casa, lejos, pero lo bastante cerca como para distinguir una toalla que ella colgaba en una ventana. Si esta era blanca, significaba que la situación era normal; si era de color rojo, señalaba que habían comenzado los dolores de parto. Esa mañana, en una de las muchas miradas que el marido dirigió hacia la casa, descubrió el tono púrpura, señal inequívoca de que el momento había llegado. Subió al tractor y se dirigió a casa, nervioso y emocionado.

 

El practicante estaba por llegar y todos los preparativos se encontraban a punto. Cuando este hizo acto de presencia y reconoció a la parturienta, su semblante se ensombreció: el bebé venía de nalgas. Preocupado, miró al padre, salió del dormitorio y le explicó:

—Escucha, el parto no se presenta bien. La criatura viene de nalgas y se puede complicar. Creo que debemos ir al hospital, a Madrid, y salir sin perder tiempo. Desde Perales, se nos va una hora y la dilatación va rápida —añadió sin poder contener el temblor en la voz.

El padre, con la cara lívida, asentía y miraba al profesional, horrorizado solo de pensar en una desgracia.

—Lo primero… hay que buscar un coche que nos lleve, acondicionarlo y salir cuanto antes —afirmó el partero, preocupado, con la mano apoyada en la espalda del angustiado padre.

A pesar de que en los años sesenta eran escasos los coches, consiguieron encontrar al Pescadilla, que tenía una furgoneta lo bastante amplia en la parte trasera como para disponer un colchón en el que fuera cómoda la gestante y pudieran acompañarla el marido, la abuela y el practicante. Limpiaron a conciencia el vehículo por dentro y acomodaron a madre y bebé, fundidos aún como un único ser. El nerviosismo era palpable. La tarde era fría y empezaba a lloviznar. Iniciaron el camino. A los acompañantes les faltaban manos para apoyarla; y a ella, con su sufrimiento, le sobraban todas.

Cuando apenas habían recorrido unos kilómetros, el rostro de la madre empezó a mostrar tintes grisáceos y la nariz se le afilaba por momentos. Los dolores eran continuos e intensos, mientras las contracciones le agitaban el vientre rebosante de vida y torturaban a aquel cuerpo colmado de angustia. Pasaban en ese momento por Arganda del Rey y el practicante decidió parar y dirigirse al centro del pueblo para avisar al médico, don Antonio. Este, al escuchar la situación, compungido, recordó en voz alta, sin poder remediarlo, que un parto similar el día anterior había resultado trágico. Con malos presagios en su cabeza y sin perder tiempo, se dispuso a preparar la sala de urgencias de la consulta para recibir a la familia.

La llovizna se había convertido en lluvia y el frío era intenso. El joven e inesperado chófer soportaba estoico al volante, avergonzado en su juventud. Aquello se había convertido en un aguacero y el chaparrón le obligaba a permanecer inmóvil dentro del coche y con la mirada baja. Cuando el practicante, apresurado, regresó y reconoció de nuevo a la madre, el grito de alegría fue inmenso, porque la criatura se había dado la vuelta. Palpó con cuidado la cabeza de aquel ser que luchaba por salir al mundo. El alumbramiento había comenzado, la alegría y los nervios se mezclaban con el sufrimiento. El camino ahora era el de la llegada al mundo.

La niña asomaba ya su cabeza morena y empezaba a escurrirse, viscosa y apresurada, como si tuviera prisa por terminar con el sufrimiento de su madre. Al practicante, con las manos temblorosas, se le escurrió todo el material médico al suelo. Gracias a que la recién nacida llegó sin problemas, el nacimiento fue un éxito y la pequeña reposó encima del vientre de su madre, entre el calor de su cuerpo y el abrigo de su abuela Adela, con el que se apresuraron a cubrirla. Con el cordón umbilical fundido, unidas madre e hija, aliviados y emocionados los acompañantes, agotada ella, deshicieron el camino y volvieron a casa.

***

Después de cincuenta y siete años, puedo imaginar aquella experiencia recordada una infinidad de veces. Mi padre a punto de perder a su esposa e hija; mi querido tío Arsenio, el practicante, comadrón con sobrada experiencia en el pueblo, con la vida de su hermana y de su sobrina en las manos; mi abuela, la madre de ambos, con el miedo como un cordel que le aprisionaba el alma al ver cómo su hija no paría, mientras un halo negro y agorero rondaba por encima de sus cabezas.

Solo me queda una duda: ¿fui lista y me di la vuelta en el último instante al ver lo feo que se ponía aquello o mi destino era nacer un catorce de febrero, a las siete de la tarde, dentro de un coche, lloviendo a mares y con un terrible frío, pero rodeada de vaho, calor y amor? Seguro que lo segundo.

La eterna noche madrileña

Sus ojos negros lo miraban con intensidad. Eran bellos y profundos. En ellos se podían alternar, sin dificultad, el amor más apasionado, la comprensión y la amistad con la recriminación. Así era ella, capaz de embrujarte con una mirada. Si todo volviera a ser como antes, daría lo que fuera sin dudarlo. En ese momento se oyó la puerta de la estancia abrirse y cerrarse suavemente, él se apresuró a guardar el camafeo en el escondite que tenía debajo del escritorio. Era su esposa: seria, circunspecta, vestida de negro y poco agraciada. A pesar de ello, su aspecto era armonioso y distinguido, la expresión de dulzura y bondad trascendía de su persona. Desde la entrada, tímidamente, le preguntó:

—¿Saldrás esta noche, querido? —Y esperó la respuesta con aprensión, pues ya lo conocía. Solo tenía que ver su indumentaria. Parecía un dandi con el frac, el pantalón ceñido y el precioso chaleco bordado en fantasía como único punto de color a la austeridad que imponía la moda.

El corazón le latió más deprisa, sin remedio. Era enorme el amor que sentía por él e inmenso el desamor que recibía. Pero estaba educada para la resignación y lo aceptaba como su madre, sus hermanas y la mayoría de las mujeres de su tiempo lo hacían.

—No tengo alternativa. Se trata de una cena en la que se hablará de asuntos muy importantes con inversores extranjeros —contestó, mientras recogía la pitillera, un pañuelo bordado con sus iniciales y el bastón—. ¿Las niñas ya están dormidas? Mañana desayunaré con ellas.

Y, sin esperar una respuesta, salió con un leve movimiento de cabeza a modo de despedida. Sabía que doña Virtudes, como todos la llamaban con sorna, no merecía su comportamiento, pero su corazón ya estaba ocupado por otra cuando lo obligaron a elegirla como esposa. Era inevitable la indiferencia que le inspiraba como mujer.

En la puerta lo esperaba un criado con el gabán y el sombrero de copa. Cuando montó en el carruaje con otros acompañantes, inspiró profundamente y pensó que lo único agradable de su vida era esa noche madrileña, alegre, llena de espectáculos, de hermosas actrices, de garitos en los que se jugaban fortunas y se bebía hasta el desenfreno. Todo y todos a sus pies.

—Caballeros, ¿dispuestos a comernos Madrid? —preguntó, con alegría, al resto del grupo, que contestó presto con un «sí» alegre y dicharachero—. ¡Pues a por ella y a conquistar a todas esas hermosas damas que nos esperan!

Esa noche verían en el Real a Adela Borghi, más conocida como La biondina, una cantante de ópera que lo tenía obsesionado y con quien esperaba culminar una noche de pasión. Tenía otras amantes, como la actriz Elena Sanz, quien le había dado dos hijos, pero su ardiente sangre y la añoranza de su verdadero amor le hacían buscar lo inexistente allá donde fuese.

Pasarían por La Casa de la Concha o por los Burgaleses, quizá por Fornos, donde se celebraban orgías, con discreción, a las que se llegaba por un pasadizo secreto. Tampoco hacían asco a los locales donde el pueblo se divertía, ubicados en la barriada de Lavapiés, Delicias, Pacífico o el Rastro, sin olvidar Cuatro Caminos y Chamberí, en una de cuyas tabernas lucía un famoso cartel: «El camello es el animal que más resiste sin beber. No seas camello».

Uno de los acompañantes tenía la obligación de vigilar y cuidar al insigne personaje, aunque con sus risas y la voz que arrastraba por las callejuelas de la capital, como los demás, sonara a borracho. Era compañero de juergas y amigo personal, mas permanecía sobrio y atento. Cada garito visitado y cada mujer que se acercaba era, enseguida, escrutada por aquellos ojos que llevaban acostumbrados a hacerlo desde hacía muchos años, antes por orden de la madre y ahora por orden de otros niveles y obligaciones más elevados.

El alba aclaraba y expulsaba, con los primeros rayos de sol, las últimas sombras de las calles de Madrid. Las campanas de las iglesias tañían escandalosas y llamaban a los madrileños de bien a la primera misa; las matronas y criadillas salían temprano a comprar pan y leche para sus familias. Empezaba la retirada de los vividores, los borrachos, los jugadores clandestinos y las mujeres que se ganaban la vida con favores cobrados, unas con mejor suerte que otras, en el lujo o en las míseras esquinas de la vieja ciudad, pero usadas, ojerosas y deseosas de llegar a su cama. Era el momento de regresar a casa y contar a sus mujeres que se había alargado la cena o que sus invitados se habían empeñado en conocer tal o cual espectáculo. Era el minuto de las mentiras. Unos las decían sin esperar ser creídos, otras querían creerlas para continuar sobreviviendo.

En el Palacio Real, dos pares de ojos fatigados finalizaban otra noche eterna de espera. Desde una ventana en los aposentos de la familia real, destrozada por la pena, doña Cristina de Habsburgo-Lorena acechaba con ojos de búho hasta que veía el carruaje de vuelta y se retiraba a sus aposentos privados. Desde la cristalera de su despacho, preocupado y mesándose la perilla una y otra vez, esperaba don Antonio Cánovas del Castillo, presidente del Consejo de Ministros y principal valedor de su majestad. Era de baja estatura, moreno, rechoncho y de aspecto vulgar, aunque de palabra elocuente, galante y de fino humor. Había pasado otra noche más apesadumbrado y disgustado por la conducta del rey de España. Él, que junto al duque de Sesto tanto había luchado contra las intrigas de los carlistas y de la absorbente madre y reina, Isabel II, para que abdicara en favor de su hijo, veía con tristeza cómo la delicada salud del joven y sus excesos podían acabar con él y con la ilusión y la esperanza que los españoles tenían en la nueva monarquía.

En el carruaje, entre otros amigos nobles, permanecía, exhausto por la tensión de la vigilancia de su protegido, Pepe Alcañices, duque de Sesto. Medio dormido y recostado en el asiento, se hallaba el joven Alfonso XII, poseedor de todo menos del amor, que se fue con su reina, María de las Mercedes de Orleans, apodada por el pueblo Carita de cielo. Murió a los 18 años, tan solo unos meses después de la boda. Le quedaba su imagen en un camafeo, escondido en el cajón de su despacho, como un tesoro, solo para contemplarlo.

Heredó las virtudes de la madre, la reina desterrada, y, por fortuna, ninguno de sus muchos defectos. Su templanza, su buen juicio y la educación que recibió, debido a la oportunidad que le presentó el exilio en otros países, pudieron haber hecho de él un gran rey, pero la tuberculosis sesgó su vida tres días antes de cumplir 28 años.

En el vientre de la reina crecía su sucesor, Alfonso XIII.

El ascensor

Está bloqueado y contempla la pantalla del ordenador con mirada extraviada. En un mes debe entregar su tesis de Sociología. Se obliga y relee:

El ascensor existe desde hace bastante tiempo, pero las personas no han superado la sensación de incomodidad que les produce tener que compartir aquel espacio. Casi todos sufren cierto desasosiego, aun en un viaje tan corto. Esto es debido a distintas reacciones psicológicas y sociales relacionadas con la falta de espacio vital, la forzada cortesía, etc. Es interesante el estudio del comportamiento humano en los ascensores: entramos, presionamos el botón y nos quedamos quietos. No existen patrones sociales. Todos luchan por establecer un espacio personal equilibrado con el resto […].

David mantiene un gesto de hastío. La habitación está oscura y solo la luz azulada de la pantalla ilumina unos rasgos agotados.

—¡Vaya coñazo de tesis! Debo convertirlo en algo más interesante.

Decide acostarse y consultarlo con la almohada. Apenas cierra los ojos, llega la idea. Es ilegal, pero no importa. Al día siguiente, en una ferretería, compra lo necesario y el resto en una tienda especializada. Solo debe esperar a la noche.

De madrugada, baja al portal con la esperanza de no ser sorprendido por un vecino rezagado. Viste un mono prestado con el logo de «Ascensores Martínez». Veloz, comienza a instalar diminutas y casi invisibles cámaras con audio en las cuatro esquinas del habitáculo. Está entusiasmado. El experimento inicia su andadura a primera hora, antes de que el amanecer despierte a los moradores de la casa.

 

Es un edificio, cerca del centro de Madrid, con veinte viviendas. Él vive allí con su madre, viuda desde hace muchos años. Tratará de eliminar los prejuicios y de no juzgar a nadie porque los conoce bien a casi todos.

Llega la noche. En la universidad ha estado nervioso por el anhelo de comenzar su tarea. El primero en entrar es el señor López, del quinto A. Es un empingorotado caballero que se dedica al asesoramiento fiscal. Lo primero que hace es mirarse en el espejo y después su cara se torna de color grana hasta que se oye un extraño ruido. Rebobina porque no lo identifica, pero las palabras del vecino lo aclaran:

—¡Toma ya! Y este pedo para todos los que entren hoy aquí. ¡Ni uno ha querido invertir conmigo! Que les den….

Damián se sorprende. Nunca hubiera pensado que ese señor era un cerdo vengativo. Vaya, vaya.

La segunda persona en entrar es Ana, del quinto B, una mujer elegante. Respira todo el olor. A la pobre le empiezan a dar arcadas y casi vomita.

—Todos los días lo mismo. Tengo que hablarlo con el presidente. Las tuberías deben tener un problema. —Sale con la nariz tapada a toda prisa.

A las nueve de la mañana comienza el trasiego de mamás con niños que van al colegio. Los hay con buena cara, bien peinados y con su mochila a la espalda, mientras otros entran a los tirones. Alguno arroja la mochila al suelo y se lleva un cachete en la cabeza, otros solo reciben una mirada desesperada de su madre.

Una hora más tarde se inicia el regreso de las mamás y surgen las señoras mayores cargadas con el carro para hacer la compra. Se adivina su aroma a colonia Álvarez Gómez.

Entra su madre, acicalada, y, antes de cerrarse las puertas del ascensor, entra raudo don Manuel, el vecino del cuarto C, con el sombrero y una flor en el ojal. Sin perder tiempo, el caballero, galante, se quita la flor y se la ofrece a ella. David ralentiza la imagen y escucha:

—Esta flor para la más bella y dulce de las mujeres.

—Muchas gracias, Manuel. Usted siempre tan atento… —Y aletea las pestañas como si de dos abanicos se tratase.

David sonríe y piensa: «Pero si ella suspira embelesada ante la foto de su difunto esposo. Y venga a padrenuestros y avemarías por el añorado Delfín. Quizá en su mente está ya otro. ¡Vaya descubrimiento!».

A continuación, una imagen le hiela la sangre: una pareja joven entra en el quinto piso. De inmediato, él bloquea el elevador entre dos pisos. Agarra a la chica de la coleta con violencia y se acerca feroz a su cara.

—¿Adónde vas tan pintarrajeada hoy? Que yo sepa, para despachar en un supermercado no hay que ponerse así. ¿Con quién has quedado? ¿Eh? Dime. —La empuja y ella se cubre la cara con las manos, pero el golpe ya le ha abierto un corte en la frente y un camino de estrellas rojas le baja por el cabello y la sien. Llora en silencio. El tipo desbloquea el ascensor y continúa. Cuando se abren las puertas, la empuja y le ordena que se limpie.

David se levanta de la silla indignado. En ese momento le viene a la mente una frase que dice algo así como «los malos hacen cosas porque los buenos lo permiten…». Sabe que tiene que actuar. Al día siguiente, los espera en la acera de enfrente. Lleva una gorra y un libro. Cuando salen, los sigue hasta que se separan. David sigue a la muchacha y le grita:

—Perdona… ¿se te ha caído esto? —Cuando se pone a su altura, le susurra—: Sé lo que te pasa. O llamas tú al 016 o llamo yo. —De nuevo, continúa en voz alta—: Lo siento, pensé que era tuyo. Que tengas un buen día —le dice y se da la vuelta con paso ligero.

Cuando llega la noche, revisa las imágenes consternado. La policía entra en el ascensor y a continuación el 112 con una camilla plegable. Le tiemblan las manos. La siguiente imagen es del agresor detenido, le sigue una camilla con la chica. Los ojos los lleva cerrados, pero sonríe.

David suspira y continúa con su tesis. Debe describir cómo, en ese pequeño espacio, pueden estar presentes la venganza, el amor, la ilusión, la rebeldía, la violencia…

Lavar y marcar

Siempre me ha producido ternura el mundo de los mayores. Esa sabiduría que almacenan y que en muchas ocasiones a nadie le interesa, hace que se vayan de este mundo con sus secretos, sus frustraciones, sus alegrías y sus consejos. Cuando decidí encaminar mis estudios hacia el trabajo social, quise que mi posgrado, con una duración de dos años, fuese sobre la vejez. En una de mis visitas me encontré con un caso que me ha servido de inspiración para mi propia vida y para la de otras personas que han necesitado levantar el vuelo.

Se llamaba Dolores y vivía en la plaza de Chamberí. Contacté con ella a través del teléfono que teníamos en su ficha, concertamos un horario de visita y, el martes siguiente, me encontraba ante una puerta antigua que dejaba adivinar una de esas casas que ya apenas existen en Madrid: grande y de techos altos, seguramente con amplios ventanales y pasillos largos. Me abrió una señora de unos setenta y cinco años, el pelo blanco azulado, cuidada, con un cutis blanco y terso para su edad. Tenía ya preparado, detallista ella, un juego de café y unas pastitas en una mesa que daba a un balcón desde el que se veía la plaza, con sus bancos y su arboleda, y la amplitud que le daban las calles que convergían en ese centro castizo de Madrid.

Inicié la conversación alabando la situación del piso y aludiendo a la estrechez del mío, añadí a continuación que la visita se debía a nuestro interés por su bienestar.

—Vaya, muchas gracias. Siempre es agradable que se interesen por una. ¿Y usted cómo está? ¿Es feliz?

La pregunta me pilló por sorpresa, pero me vi en la obligación de ser cortés y, sin darme cuenta, entré en una conversación relajada y amable sobre el amor y las relaciones de pareja.

—El amor es lo que impulsa nuestra vida —dijo de repente—, debemos elegir siempre lo que nos dicta el corazón. Yo cometí un gran error en mi juventud y lo he pagado durante casi la mitad de mi vida.

—¿Qué pasó Dolores? Si le apetece contarlo, claro —dije animándola a continuar.

—Mi familia proviene de un pueblo de Soria. Allí tenía un patrimonio más que respetable, pero mis padres decidieron venir a vivir a Madrid para que pudiéramos estudiar mi hermana y yo. No quisimos ir a la universidad ninguna, ella decidió estudiar secretariado y yo me incliné por el diseño y la costura. Por medio de relaciones de peso que tenía mi padre, encontré trabajo rápido como aprendiz, mientras compaginaba mis estudios, nada menos que en un taller de Pertegaz. Aquello era como vivir en un sueño, una locura, un frenesí de ideas. Utilizábamos telas que antes no se tenían ni en cuenta, era la revolución de los sesenta. —A la mujer se le iluminaba la mirada recordando aquello—. Pero lo mejor fue la llegada de un joven diseñador que venía con experiencia en otros talleres de prestigio y lo había fichado el maestro para trabajar en nuestro estudio. Era alto, esbelto, más bien rubio y con una sonrisa que hipnotizaba al que tuviese la suerte de recibirla. Pronto se convirtió en el gallo del gallinero, volviéndonos a todas locas. Yo era quizá la menos llamativa y algo tímida, pero surgió el flechazo y se fijó en mí… —continuó, mientras se le entristecían los ojos—. Salíamos a tomar café después del trabajo y empezamos a quedar los fines de semana para ir al cine o a bailar. La vida era como un dulce cuando eres golosa y lo tienes a tu alcance.

El café ya estaba frío, pero me había atrapado en su historia y su forma de contarla, así que seguí atenta su explicación.