Un curioso entre mis relatos

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—Yo no había dicho nada en casa, era muy joven, tan solo tenía 19 años. Mi hermana continuaba una relación con un chico del pueblo y parecía que habría planes de boda en breve, pero de mi futuro no se hablaba. Hasta aquel sábado por la mañana en la que se presentó don Laureano con su hijo, Paco… —Pensativa, continuó—: Venían del pueblo para pedir mi mano. Yo no sabía nada, pero habían existido conversaciones previas entre ambos padres para consolidar la unión y un patrimonio que solo presentaba beneficios y prosperidad. Un buen número de fincas lindaba con ellos y Paco era hijo único. Entre risas satisfechas por parte de todos, se celebraba aquella iniciativa, mientras yo me quería morir. En aquellos tiempos, las mujeres no teníamos ninguna autoridad y todo se dio por hecho sin que se contara conmigo. Por mucho que yo protesté y lloré después de la visita, nada conseguí. Solo me dio tiempo a decírselo a Alfredo el lunes siguiente en el trabajo, ya que el martes abandoné el taller. Sin darme cuenta y envuelta en una nube de confusión, me vi inmersa en pruebas de vestidos y elección de menaje, pues la boda estaba dispuesta para la primavera y quedaban solo tres meses. Ante mi resistencia, todo se aceleró. Y, aunque estaba destrozada, me dejé llevar como una joven débil e inexperta.

Sus manos se entrelazaban, inquietas, mientras continuaba recordando.

—Alfredo trató de ponerse en contacto conmigo por medio de alguna compañera, pero a todas les decían que me encontraba indispuesta cuando llegaban a visitarme a casa. Mientras tanto, Paco venía puntual como un reloj cada sábado. Yo lo recordaba del colegio como un chico engreído, y así seguía. Arreglaron la casa del pueblo y, cuando me quise dar cuenta, llegó el día de la boda. Era por la mañana y yo no había podido dormir. El vestido estaba colgado en una percha, delante del espejo, precioso y sin vida. En esos momentos pensé en esconderme, que no me encontrasen, en escaparme, pero fui una cobarde. No me atrevía a enfrentarme a mis padres ni a la situación que se había creado. Con las piernas pesadas como el plomo y el corazón como una piedra, me dirigí al despacho de mi padre, busqué una botella de licor y lo primero que vi fue vodka, así que directamente bebí un trago largo y volví a mi habitación como un cordero que se dirige al sacrificio.

Dolores sonreía con amargura, mientras yo la escuchaba fascinada. Entonces, con un tinte de picardía, dijo:

—Creo que sin aquel trago de vodka no hubiera sido capaz de salir de casa. Aquella ligera embriaguez me hizo tener cara de boba, con una media sonrisa que nadie identificó con el alcohol. No se supo nunca y, si alguien olió mi aliento, no pudo imaginar que yo hubiera sido capaz de tal hazaña. Tuvimos dos hijos de casualidad, porque a mi cama Paco vino pocas veces, ya que tenía otras más calientes. Un buen día apareció en la consulta del médico del pueblo con un infarto que no me aclararon muy bien ni dónde ni cómo le había dado. Mis hijos ya eran mayores y vivían en Madrid, así que decidí vender la casa familiar, aquella en la que había crecido, pero también en la que empecé a desperdiciar mi vida. Miré en armarios y muebles para ver lo que tenía más valor y organizarlo para donar o tirar antes de marcharme de allí.

Me miró, hizo una pausa y bajó la voz, dándole un aire misterioso a lo que me iba a referir.

—Al abrir uno de los cajones del despacho de mi padre, al que no había vuelto desde mi primer y último contacto con el vodka, empecé a sacar viejas fotografías, oficios y un paquete pequeño de cartas sin abrir. Sin curiosidad, pero con sentido del deber, empecé a abrirlas. Sin duda se trataba de un descuido de mi padre guardarlas así, para leerlas más tarde. Mi corazón palpitó acelerado y sentí que la cabeza me daba vueltas cuando encontré mi nombre en un sobre pequeño en el que no había remitente, pero que llevaba la letra inconfundible de Alfredo.

Dolores interrumpió el relato y sacó de un cajón un sobre amarillento con una carta casi rota por los dobleces, indicio de las innumerables veces en las que había sido leída.

—¿Quieres saber qué ponía en ella? —preguntó sonriendo.

—Por supuesto. Me muero de ganas, Dolores —respondí llena de curiosidad.

Dolores se tomó su tiempo, inspiró hondo y comenzó a leer:

Mi amor:

Hoy ha sido el día más triste de mi vida. Sabía cuál era la iglesia y la hora en la que se celebraba tu boda y allí he estado, sentado en un taxi, enfrente, observando lo que no deseaba que ocurriera.

Cuando he visto llegar tu coche y te he visto salir, sabía que tu cara no era de felicidad aunque sonrieras a tus invitados. No has mirado a tu alrededor buscando mi cara para salir huyendo conmigo. Has entrado en el templo, ha pasado el tiempo y he visualizado cada momento de la ceremonia, pero no has escapado tampoco. Has salido y el arroz que lanzaban los asistentes ha cubierto tu silueta mientras tratabas de protegerte con el ramo de flores. Tampoco has buscado mi cara para fugarte conmigo. Finalmente, has entrado en el coche nupcial con tu recién estrenado esposo y he perdido todas mis esperanzas. Le he dicho al taxista que se dirigiese al aeropuerto. Ya había terminado todo.

Me voy a México e intentaré vivir sin ti, pero, por increíble que parezca, aún me queda un resquicio de ilusión. Si en algún momento de tu vida decides hacer una locura y ser feliz, envíame una carta a la embajada española y yo te encontraré. Correré a tus brazos como un niño desesperado por alcanzar su sueño.

Si puedes, disfruta de tu vida y olvídame. Yo no podré.

Alfredo

Las dos suspiramos y nos sumimos en un silencio que quisimos cubrir, al mismo tiempo, tomando un sorbo de café ya helado. Dolores continuó.

—Aquí no acaba la historia, querida. —Su mirada picarona y su expresión de felicidad me desconcertaron. De repente, había cambiado por completo su expresión, no lo entendía—. Como comprenderás, estuve leyendo la carta una y otra vez. Había perdido aquella oportunidad que la vida me había puesto en bandeja, pero un día, paseando por esta calle, vi una peluquería en la que en un cartel dibujado a mano se leía «LAVAR Y MARCAR». Espera, espera, que te explico —me dijo Dolores al ver mi sorpresa—. Sé que te puede parecer ridículo, pero, en aquel momento, no sé por qué, asocié LAVAR con cambiar de vida y MARCAR con reafirmar lo que deseaba. ¿Y si Alfredo vivía aún? ¿Y si no me había olvidado? ¿Y si no se había llegado a casar nunca? ¿Y si yo tenía una segunda oportunidad? ¿Sabes qué hice? No lo consulté con nadie. Era mi vida y me sentí con un coraje que me había faltado de joven. ¿Qué podía perder si lo había perdido todo antes?

En ese momento sonó el timbre, ella levantó la cabeza y sonrió:

—Debe ser él, de vuelta de su paseo. ¿Lo quieres conocer?

Tu cárcel es mi cárcel

Cuando a Antonio Medina lo destinaron a un pueblo de Asturias como secretario del Ayuntamiento, presintió que ese sería el primer escalón de una exitosa carrera. Todos lo admiraban por las notas que le habían hecho merecedor de una de las pocas plazas disponibles en ese momento.

La vida no era fácil en los años cincuenta en España, atrapada aún por rencores que trataban de ocultarse. Las personas, enemigas unos años antes, se encontraban entonces obligadas a compartir su existencia. Era deseable tener a personas jóvenes, independientes, que se ganasen el respeto por sí mismas.

Antonio se incorporó al Ayuntamiento de Llanes en el mes de julio, unos días antes de la fiesta de santa Ana, el 26 de julio, en la que las cofradías salían en procesión por la mar con su imagen. Finalizaba el día con un baile popular al que acudían todos los jóvenes del pueblo y de las parroquias vecinas. Cuando se presentó al alcalde, este, encantando con el joven madrileño, le buscó una habitación en la mejor casa del pueblo. Lo siguiente fue invitarle a comer el día de la patrona para introducirle en los mejores círculos del pueblo y facilitarle las mejores relaciones.

Puntual y educado, Antonio se presentó en la casa del señor alcalde con un ramo de flores para la esposa y deslumbrante con su atuendo de moda en Madrid. El fino bigote y su engominado cabello lograron que las señoras que estaban en la sala principal volvieran la mirada: las jóvenes, esperanzadas; las madres de estas, optimistas.

En ese momento sonó de nuevo el timbre y la doncella hizo pasar a una joven vestida totalmente de negro, excepto por un discreto cuello blanco almidonado, acompañada de un anciano de porte severo. Según le dijeron, eran el médico recién enviudado y su única hija. Cuando los presentaron, ambos supieron con la mirada que había llegado su momento.

En esos ojos castaños, grandes y alegres a pesar del triste atuendo, Antonio se supo preso para el resto de sus días. Tuvo la certeza de que esa mujer sería su dueña y Llanes, su hogar. Ana, como se llamaba su carcelera, sintió que todas las penas y los lutos que llenaban su alma y su cuerpo desaparecerían con aquel hombre.

Y así fue. Después de un noviazgo de dos años, se casaron y el primer hijo llegó al mundo con fuertes gritos al ver la luz del día, lo que el padre predijo como un signo de inconformidad.

Así fue como Andrés Medina Albalá creció entre los mimos y la sobreprotección de su madre, un profundo amor por su pueblo, el mar, las montañas y sus costumbres. Se formó en la educación abierta y mundana del padre, quien supo ver en su hijo ansias de saber y conocer.

Cierto día, llegó al pueblo un periodista americano que se hizo amigo de muchas personas. Estos, ávidos de noticias y con ansias por aparentar una imagen avanzada, lo escuchaban hablar en las tertulias de lo que pasaba en Estados Unidos, de la ola hippie, de Amor y Paz, de las revueltas de los negros, de los Beatles, hablaba y hablaba… Y según el pequeño Andrés iba abriendo los ojos y la mente, su madre iba cerrando el círculo, como una leona que defiende a su cachorro, para que su niño tuviera otras aficiones. Lo inscribía en sociedades deportivas, asistía a un buen internado en Gijón y buscaba el arraigo del joven en su tierra para progresar. Ya lo imaginaba siendo un gran médico, como su abuelo materno ya fallecido. Y pensaba y maniobraba como mejor podía. ¿Y el padre? ¿Y el buen Antonio, respetado secretario de Llanes que sacrificó todos sus proyectos por amor? El padre esperaba el momento en el que fuera necesario intervenir para respaldar a ese hijo que irradiaba inquietud y curiosidad por cada poro de la piel.

 

Y el momento llegó mucho antes de lo que todos esperaban.

Era casi medio día cuando se oyeron los gritos. Andrés estaba en su dormitorio, era sábado y estaba ojeando unas revistas de otras ciudades del mundo. Al oír el escándalo, se le erizó el vello de los brazos como cuando los perros aúllan de noche y presagian una tragedia. Bajó corriendo la escalera y vio que entre varios hombres traían a su padre, inerte, con los ojos cerrados y los brazos sin vida.

Su madre, arrodillada, lloraba mientras oía: «¡No hay solución! ¡Está reventado por dentro! ¡El golpe del coche ha sido muy fuerte! El conductor iba despistado y no le ha visto…».

Un joven se ofreció para ir en busca de ayuda y mientras, entre todos, lo dejaron tendido en el sofá del salón. Andrés y su madre le cogieron con ansiedad las manos, como si con ese gesto impidieran a la muerte que le arrebatara la vida, y esperaron, sin parpadear y con el alma en vilo, a que Antonio volviera de su inconsciencia.

Cuando el médico llegó unos minutos después, consiguió reanimarlo. Con la cabeza cerca de los labios del moribundo, este asintió, se levantó y les pidió a las personas que llenaban la estancia que dejaran unos minutos solos al padre y al hijo. Después, apoyó la mano en los hombros de la esposa y la sacó del salón.

Cuando Andrés se acercó a su padre, oyó que este, con voz débil, le pedía que lo escuchase.

—Hijo, te quiero y deseo que seas muy feliz el resto de tu vida. Por eso —prosiguió con esfuerzo—, quiero que seas libre al elegir tu destino.

Andrés, callado, miraba a su padre.

—Cuando llegué a Llanes —prosiguió—, pensé que esta sería una primera parada a lo largo de mi camino, pero no ha sido así. Por amor a tu madre, nunca salí de aquí. Quise convencerla para vivir otras vidas, para aprovechar otras oportunidades, pero nunca pude lograrlo. Nunca quiso cambiar el olor del mar, de las montañas… Quería permanecer en su tierra. —Volvió a inspirar para recuperar el aliento y continuó—: Si hubiera tenido que elegir entre ella u otra vida, mil veces viviría lo mismo. Pero yo no soy tú. Tú eres otra persona y vivirás otra vida. A veces, el amor se convierte en una cárcel y eliges no salir. Sé fuerte y sé libre —dijo suspirando y cerró los ojos con serenidad.

La vida (no) sigue igual

Se llamaba Angustias y nadie tuvo tanto acierto como mis abuelos al elegir el nombre de una hija. Aunque bien podría haber sido Aflicción, Tormento, Ansia, Desconsuelo o algún otro que cuadraría bien con su temperamento.

Ahí estábamos sus tres sobrinos, con trajes negros, mientras duraba el trance del duelo (trance por lo largo que se estaba haciendo). Algunos vecinos se acercaban a la casa a dar el pésame, se santiguaban delante de la difunta y, antes de sentarse, nos decían:

—Hijos míos, Dios se la ha llevado y la tendrá en el cielo por todo lo que os ayudó. Que descanse en paz la pobre.

Yo evitaba mirar a mis hermanos por si nos entraba la risa, amarga, pero liberadora para nuestros corazones. Ojalá pudiéramos cerrar la puerta. Al día siguiente ya atenderíamos a la misa, acompañaríamos a la finada a la sepultura y, si te he visto, no me acuerdo.

«A vivir sin mi tía Angustias. ¡Uf! Qué liberación, por Dios», pensé con un hondo suspiro. (Lamento en el que todas las beatas allí presentes me acompañaron, mientras asentían con la cabeza y comprendían, equivocadas, mi dolor).

El suave ronroneo de las voces de algunas mujeres que rezaban me hizo regresar a mis 14 años. Mis hermanos tenían 10 y 8 años, respectivamente, y la memoria, como un camaleón que se adapta a cada mente, nos habrá contado la misma historia de distinta forma a cada uno, pero la mía fue particularmente horrible. Aquel día, hace 5 años, en el que apareció mi tía Angustias en casa con su maleta anticuada, su figura alargada y oscura como un paraguas y su cara avinagrada, yo me convertí en una mujer. Me di cuenta de que nuestras vidas ya no serían las mismas. Fue una madurez prematura, sufrí un crecimiento brusco, como si se me rompieran los huesos, y, sin embargo, seguía siendo una criatura sin poder sobre lo que nos rodeaba, sin fuerza para cambiar nada y arrastrada por los acontecimientos.

Recuerdo que estaba sentada en la puerta del dormitorio de mi madre. Sabía que la muerte estaba cerca y no me dejaban pasar a verla, mientras yo esperaba una oportunidad para entrar. Ahí estaban la figura pétrea de mi tía, la cariñosa de mi padre y la profesional del médico que me contenían. Nadie permitió que pasara y le diese un abrazo, decirle que la quería y que no me dejase allí.

Finalmente, mi padre salió y me abrazó. Llamó con voz quebrada a mis hermanos para que vinieran y nos dio la triste noticia:

—Madre ha muerto. Ya está en el cielo y no sufre. Vosotros debéis ser fuertes y querer mucho a la tía Angustias, que ha venido a cuidar de nosotros, su única familia —dijo, mientras miraba a su hermana con la mano extendida para que se acercase y nos acompañase en el abrazo. Ella alargó la mano y tocó su hombro durante unos segundos. Ahí terminó el momento de ternura de mi tía. Y nunca volvió… la ternura…, porque ella se quedó. Era viuda, amargada y en mi casa encontró el lugar idóneo para ejercer su férrea voluntad.

Desde ese día, la casa cambió de color y todo se tornó oscuro, silencioso y opresivo. En las comidas, se oían solo los suspiros de la benefactora y sacrificada Angustias. Comentarios como: «Gracias a que estoy yo aquí», «Qué desagradecimiento el vuestro… no valorar lo que hago», «Pero mira que sois descuidados», «Ay, qué mal os enseñó vuestra madre», «Cualquier día hago la maleta y vuelvo a mi casa», etc. En fin, que nos arruinaba cualquier momento de reunión familiar.

«Como si la quisiera nadie aquí», pensaba yo mientras ansiaba la rebelión de mi padre. Sin embargo, él callaba y se refugiaba en su despacho o salía a dar un paseo, harto de su hermana, pero creyéndola necesaria para sus hijos. La situación le pasó factura y en dos años siguió los pasos de mi madre. Entonces… nos quedamos solos. Hoy me arrepiento, pero entonces le odié por aquella falta de autoridad y por su huida.

De repente, volví al presente. Me situé delante de la difunta (negro por fuera el traje, negra por dentro el alma) y murmuré:

—Bruja, amargada, perversa, cruel, insensible… —Entonces se coló por una ventana música de la radio con la melodía de la canción La vida sigue igual. Me volví, sobresaltada, por si se habían oído mis insultos y fui presta a cerrar la ventana. Por fortuna, todos seguían sumidos en sus rezos—. Y una m… La vida NO sigue igual. Ya me ocuparé de ello. Ahora soy adulta, por fuera y por dentro. Ahora toca vivir. ¡Ah! Y mañana me quito el luto.

Delirio

Alguien lo sacudió por el hombro hasta lograr que levantase la cabeza. La tenía apoyada en la mesa y no conseguía fijar la vista, solo veía sombras ondulantes. No recordaba dónde estaba en ese momento. Una náusea le subió hasta la garganta al querer incorporarse.

—Don Felipe, venga hombre, que vamos a cerrar y son ya las tantas. ¿Está usted como para ir solo a casa? —dijo el tabernero, con una mezcla de respeto y compasión—. Catalina, me acerco a acompañar al doctor y vuelvo enseguida.

El tabernero salió a la calle y sujetó al respetado médico del pueblo por debajo de los hombros hasta que llegó a la casa. Llamó y lo dejó en manos del criado, que, con discreción, lo sujetó y, sin decir palabra, solo con un gesto de agradecimiento, lo recogió y cerró la puerta. Lo subió a su habitación y tuvo especial cuidado de no hacer ruido al pasar por delante del dormitorio de la señora para evitar un escándalo. Lo desnudó, lo metió en la cama y salió despacio con los ojos llenos de lágrimas.

Benito llevaba como mozo en la casa desde que era un chaval y había visto nacer a Felipe. Lo quería como al hijo que nunca tuvo y se le rompía el corazón cuando veía en lo que se había convertido el más estudioso, responsable y cariñoso de la familia. Sentado cerca de la lumbre, en la cocina, sin poder conciliar el sueño, empezó a recordar las trampas que el destino le había puesto en el camino al señor.

Recordó cuando volvió del baile de las fiestas de la Patrona loco de contento porque Carmen había aceptado ser su novia. Acababa de terminar la carrera de medicina y prefirió quedarse en su pueblo en lugar de especializarse y vivir en la ciudad. Era un pueblo grande, cerca de Valencia, y don Juan, el médico actual, estaba a punto de jubilarse. ¡Cuántas oportunidades le brindaba el destino! Con los estudios terminados, con medios posibles para abrir la consulta y con el amor correspondido de la que había sido la dueña de sus sueños desde que era un crío. ¿Qué más quería?

Rememoró el día en que trajo el anillo que había comprado para su novia. Era una especie de serpiente que se dividía en dos cuando se separaba y parecía una sola joya cuando permanecía puesto. Se lo quería regalar cuando le pidiera al padre permiso para salir con la hija. El permiso fue concedido y la joya ocupó su lugar en el anular de Carmen.

«¡Cachis diez! Y cómo se echó a perder todo… —pensaba el hombre al regresar al presente—. Una juerga lo cambió y arruinó su vida».

Después se enteró de que aquella noche, hacía más de cuatro años, Felipe y sus amigos fueron a celebrar una despedida de soltero a Valencia y terminaron en un lujoso local de copas. Allí estaba ella, como si el azar, o el demonio, la hubieran preparado para él. Era una belleza: morena, alta, elegante, con los ojos grandes y verdes. Desprendía un aire de sensualidad que trastornó al joven. Por lo visto, hubo alcohol y algún acercamiento más allá de lo decoroso entre ambos. Cuando salió del local, no recordaba ni el nombre de la mujer, solo su aroma.

«Ojalá no hubiera pasado aquello ni hubiera ido al maldito club», pensaba, cabizbajo, Benito.

Felipe siempre hacía la visita a sus pacientes en bicicleta, le gustaba moverse y saludar por la calle a las gentes que lo conocían desde niño. El joven médico era un buen profesional y además era simpático e inspiraba confianza. Él lo sabía, lo disfrutaba y se dejaba querer. Ya hacía una semana desde la maldita fiesta en Valencia. Felipe regresaba de su visita por el pueblo y le extrañó ver un coche aparcado en la puerta de su casa. Era un Biscúter rojo último modelo, algo que en aquellos años cincuenta pocos se podían permitir. Cuando entró en la sala, lleno de curiosidad, vio a dos tipos trajeados, con el pelo engominado, bigote fino y pañuelo en el bolsillo a juego con la corbata. Parecían dos mafiosos. A Benito no le dio tiempo ni a advertirle de su presencia.

Se presentaron como Pepe y Alberto Palacios, venían a conocer a su futuro cuñado. Ante la extrañeza de Felipe, ellos aclararon que eran hermanos de Elena, la mujer a la que había pedido en matrimonio en Valencia hacía una semana. Por lo visto, su hermana lo había descrito como un caballero, ya que después de sobrepasarse con ella —añadieron en tono amenazante—, le había ofrecido cumplir como un hombre.

Felipe, de inmediato, negó haberse sobrepasado y mucho menos haber hablado de matrimonio. En ese momento, uno de los hermanos sacó una navaja y se acercó a él con la punta del arma en el estómago.

—No te acuerdas de nada, Felipito —exclamó con sorna el granuja—. Pon fecha a la boda y llámanos a este teléfono, anda —dijo y le tiró una tarjeta a la cara. Acto seguido, ambos rufianes salieron de la casa.

Felipe quedó conmocionado y Benito, que lo había oído todo, sugirió llamar a la Guardia Civil.

—¡No! Espera. Pensemos. ¿Has visto la pinta de matones que tienen? ¡La he liado parda! —se lamentó, desesperado, el joven.

Recibió alguna llamada más de la pareja para saber la fecha de la boda. También una carta de Elena, en la que transmitía lo ilusionada que estaba. Llevaba una posdata: «No hay vuelta atrás… tengo dos padrinos». Felipe, después de posponer lo inevitable, fue a casa de su novia y le contó todo. Esta se retiró el anillo del dedo, lo arrojó con rabia al suelo y salió sin mirarle ni decir palabra. Él lo recogió y se lo puso en el dedo meñique. Allí lo mantendría hasta su muerte, se prometió abatido.

 

Finalmente, obligado, se casó. En la fiesta de la boda quedó clara la ralea de la familia y sus invitados. Hasta se escucharon conversaciones, subidas de tono, sobre la estancia en la cárcel de alguno de ellos. Felipe aceptó su destino sin amor y con rabia. Todos los días rondaba la casa de la mujer de su vida, aunque fuera solo para verla de lejos. No lo consiguió hasta el día que supo que se casaba con uno de sus antiguos amigos. Cuando fue hasta la casa de este, borracho como una cuba, se tiró a por él, mientras la rabia escapaba por sus puños y la frustración le regaba la cara con lágrimas. Ella estaba allí y salió sin mirarle. Nunca más la vio con vida.

El tiempo siguió su curso. El médico se mostraba alegre y cariñoso solo con sus pacientes, pues las borracheras eran frecuentes y el pueblo estaba al tanto de su desgracia. Por afecto, la gente le perdonaba sus errores cuando la resaca, por la mañana, seguía patente y le invitaban a un café o a almorzar en cualquier hogar. Elena era la señora de la casa, pero para él no era nadie y odiaba volver allí cuando terminaba su trabajo. Ella no había ganado un marido, solo posición e indiferencia.

Una noche, Benito se acercó a él cuando disponía a acostarse y le anunció:

—Felipe, Carmen ha muerto esta tarde de parto. La ha asistido don Juan, parece que se ha complicado todo y no han podido parar la hemorragia. —Y lo miró alerta para poder frenar a su señor. Felipe se desplomó en el suelo. Golpeaba las baldosas con las manos y lloraba en silencio—. Es por mi culpa. No merezco nada —suspiró y después, como si cambiara de idea, afirmó—: Sí. Lo merezco todo.

Sus padres fueron al día siguiente a su casa para no dejarlo salir, temerosos de que diera un espectáculo en el entierro. Y allí permaneció, arropado por ellos y casi inconsciente de su presencia por el alcohol que le inundaba las venas. Elena no salió de su habitación en todo el día, no quería sentirse más humillada.

Dos días después, cuando la Guardia Civil hacía su ronda por el pueblo de noche, vieron la bicicleta del doctor apoyada en la tapia del cementerio y, extrañados, entraron a ver qué ocurría. La imagen que descubrieron les impactó. El médico, tumbado encima de la sepultura de Carmen, acariciaba la piedra y deliraba mientras decía:

—Aquí estoy, amor. Ya no estás sola. —Mientras tanto, como en trance, tiraba una y otra vez en la losa el anillo que le había comprado cuando se hicieron novios, para volvérselo a colocar en el meñique. Absorto, decía—: Este, tú y yo, toda la vida juntos.

Desvarío, enajenación, delirio, eso contemplaron, consternados, aquellos guardias que lo llevaron a casa. Este hecho se repetiría en muchas ocasiones a lo largo de la vida del doctor.

La movida

Se miraba en el espejo y se veía bien. A su edad todavía guardaba cierto atractivo. Llevaba un traje nuevo y su mujer le había pedido que se pusiera una pajarita. Sonrió cuando pensó en ella. Toda una vida juntos y no imaginaba otra.

—Vamos, que van a llegar antes que tú —apremió Matilde, mientras se acercaba y le ajustaba la chaqueta—. No todos los días se cumplen 75 años y se aparentan 50 —añadió con una sonrisa cariñosa.

—¿De verdad es necesario? —preguntó con cara de mártir el homenajeado.

—Claro que es necesario. Los chicos vienen a verte tan contentos. —Y le dio un cachete en el hombro.

Antonio recordaba a sus cuatro hijos cuando estaban todos en el nido: cariñosos, responsables y suyos. A todos les había tratado bien la vida, pero se habían casado con cuatro arpías que competían por ver quién era la que mejor vestía, quién tenía el mejor coche o la casa más ostentosa… En fin, un asco. Y luego estaban los nietos, que cambiaban de pareja cada dos por tres y era imposible recordar los nombres y quién estaba con quién.

Se asomó a la escalera y vio que la mesa estaba perfecta, tal como le gustaba a Matilde. Ella disfrutaba con estas reuniones familiares y solo le pedía a él un poquito de paciencia, y la verdad es que se lo merecía.

En ese momento sonó el timbre y tres de sus hijos con sus nietos, además de algún que otro desconocido, entraron en la casa, eufóricos, hacia el abuelo.

Antonio se obligó a bajar por las escaleras y a dejarse abrazar como quien espanta moscas. En ese instante, volvió a oírse el timbre y entró el vástago que faltaba, acompañado por su familia y allegados. Algún arrimado, como ya preveía él, venía también, pero ignoraba quién era.

Las nueras se dirigieron a la cocina para ayudar a Matilde. Ese año también habían decidido ayudar a la abuela y se habían repartido el menú entre ellas, así que cada una sacaba su plato y las demás lo alababan. Todo iba de maravilla. Cuando por fin se sentaron en sus sillas preparados para empezar la cena, uno de los desconocidos, que llevaba los vaqueros rotos y la camisa descosida en un hombro, se levantó, elevó la copa y dijo:

—Me gustaría brindar por la joven más hermosa del mundo, Leticia, y por su familia, que me ha acogido como uno más. —La miró y le dio un beso apasionado, que, enseguida, el padre cortó con un pellizco en el brazo de la enamorada.

Pronto empezaron las alabanzas a los platos y, con ellas, las pullas, que, por supuesto, irían en aumento.

—Qué bien te ha salido el asado, Elena. Siempre se te quema, pero hoy lo has conseguido. —Y Loli le dedicó una sonrisa libidinosa.

—Tu crema tampoco está mal, Loli. Lo único que, claro, siempre con cuidado de tu exceso de peso, pues te ha salido poco sabrosa, pero muy sana, eso seguro —respondió la otra cuñada con otro dardo envenenado.

Matilde quiso cortar el inicio de la batalla que se avecinaba y preguntó con amabilidad a uno de los desconocidos:

—Y tú, ¿cómo te llamas, querido? —La pregunta iba dirigida a uno más negro que la noche, con una túnica adornada con dibujos africanos.

—Yo soy Mobutu Aloterao Kinkaso —respondió el aludido, levantándose y haciendo una inclinación formal de cabeza.

—Ah, pues, muy bien. ¿Y cómo te podemos llamar? —prosiguió la pobre Matilde, para hacerse más cercana.

—Mobutu Aloterao Kinkaso. —Y después de un corto silencio general, apostilló como sorprendido—: Es mi nombre, señora…

Antonio creyó que no podía aguantar más, pero sí que pudo, sí. Porque en ese instante, su hijo pequeño, el que nunca decía nada pero cuando lo hacía era para estropear algo, inquirió al muchacho:

—Oye, ¿y qué tal te va por España? Porque os quejáis de todo, ¿no? —Mientras, el resto de la familia contenía la respiración, a ver si había suerte y el impertinente no continuaba. Pero este continuó y soltó la frase más desafortunada de la velada—: Claro, que bastante desgracia tenéis con ser así, la verdad —exclamó, como si con ello empatizara con Mobutu… No se qué… No se qué.

En ese momento se armó una movida de impresión. Unos hablaban de lo insensible que era la frase, otros decían que tenía razón. Hubo alguno que se levantó para hacerse oír mejor; menos el del pantalón roto, que seguía con su plato, tan tranquilo.

Era lo que temía Antonio que sucediera. Así que miró a Matilde, fue hasta su sitio, la cogió de la mano y salieron del comedor sin que nadie se percatase de ello. Con los abrigos en el brazo, se dispusieron a buscar un taxi. Los dos se miraron, cómplices en sus sentimientos. Allí se quedaba la movida. Ellos la vivirían en privado.

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