Noche que te vas, dame la mano

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Aus der Reihe: Candaya Narrativa #48
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Noche que te vas, dame la mano
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Mario de los Santos


Mario de los Santos (Zaragoza, 1977). Doctor en Qúmica por la Universidad de Zaragoza, fue editor y socio fundador de Tropo Editores.

Ha publicado varias novelas, entre las que destacan La gota contra la primavera (Premio de Novela Corta Fundación César Navarro, Edhasa 2014), La brújula del universo (Premio de novela corta Fundación Zaragoza. 2009), Perro mordedor‘ (Premio de narrativa Joven Ciudad de Monzón, 2008), Cuando tu rostro era niebla (2008), Cuando estás en el baile, bailas (Premio de Novela Negra Ciudad de Getafe, escrita junto a Óscar Sipán), Al final de la Cebada (2004), además del libro de relatos ‘El rastro de la ternura‘ (2007). Es además productor del cortometraje “Il mondo mío” (2010) y del documental “Sobre la misma tierra” (2012). «Mario de los Santos arriesga con la voz narrativa. Arriesga pero gana, gracias a la intensidad de la trama que está conducida con nervio y una economía expresiva muy eficaz.» Daniel Ruiz García. Estado Crítico. «Invade la subjetividad del lector: su mente, su afectividad, pero también todos sus sentidos.» Francisco Martínez Bouzas, Brújulas y Espirales

Candaya Narrativa, 48

NOCHE QUE TE VAS, DAME LA MANO

© Mario de los Santos

Primera edición impresa: enero de 2018

© Editorial Candaya S.L.

c/ Bòbila, 4 - Barcelona

08004 Barcelona

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Valentos

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

BIC: FA

ISBN:978-84-15934-87-5

Depósito Legal:B 1085-2018

Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte



Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

ÍNDICE

PORTADA

AUTOR

CRÉDITOS

ÍNDICE

PARTE 1: SI TE ATREVES A NACER

PARTE 2: PARECE QUE AÚN FUE AYER

PARTE 3: POR UNA VEZ EN LA VIDA

PARTE 4: NOCHE QUE TE VAS

–Pase, querido Congel, pase, por favor. Tome asiento. ¿Ha desayunado? ¿Desea tomar algo? ¿Té, café?

–Muchas gracias, pero sería el tercer café de la mañana y uno ya debe cuidar su tensión. ¿No ha venido aún su excelencia?

–Debe disculparle. Su excelencia, el arzobispo Serrano, tuvo que salir de urgencia ayer. Un asunto muy desagradable. Me pidió que le transmitiese sus disculpas. De todos modos, su excelencia ha depositado en mi persona toda su confianza para gestionar el asunto que nos concierne. ¿Cuál es el problema?

–¿Puedo serle sincero?

–Por supuesto.

–El problema es que las monjas siguen ahí dentro. Ustedes aseguraron que estarían fuera hace tres meses. Después, hace ya un mes, dijeron que la semana pasada encontraría vacío ese convento. Pero las monjas continúan dentro y el tiempo se nos echa encima. Si no salen pronto, no habrá forma de presentar el proyecto, pedir las licencias y hacer las obras. Y, si no llegamos a tiempo, yo me quedo sin hotel y ustedes se quedan sin su parte.

–-Crea que le entiendo, señor Congel. Desde el arzobispado seguimos apoyando su proyecto con toda la fuerza. Entendemos que es un proyecto, en los tiempos que corren, de gran importancia, que tendría un gran impacto en nuestra acción social. Sin embargo, las cosas a veces son más complicadas de lo que parecen. Las hermanas están consiguiendo el dinero, no sabemos de dónde ni cómo. Mientras paguen cada mes, poco podemos hacer. Además, disponen de algunos contactos interesantes, bien colocados, que están intercediendo por ellas y a los que debemos explicar detenidamente la situación. Por eso, las cosas tal vez no avanzan a la velocidad que todos desearíamos, mas no dude que, al final, llegaremos a buen puerto. Estamos trabajando con una persona muy cercana a las hermanas que tiene gran influencia sobre ellas. Es su confesor, el padre Valentín. Él sabrá hacerles ver nuestra posición.

–Ya que me permite la honestidad, déjeme hacerle una pregunta, ¿cómo es de importante este proyecto para ustedes?

–En verdad, es importante. Todo este movimiento que se va a generar en la ciudad había olvidado por completo a la Iglesia y, gracias a un hombre piadoso como usted, nos sentimos parte de la ciudad y de este maravilloso proyecto de exposición universal.

–Voy a terminar de ser sincero. Ese «sentirse parte» les puede dejar tres millones de euros en los próximos diez años. Mi pregunta es: ¿cuánto desean «sentirse parte» de la ciudad? Mire, junto a una gente, hemos diseñado un plan para ayudar a las monjas a decidirse con la mudanza. Sin embargo, cómo le diría, es un plan, tal vez, poco ortodoxo y seguro que atenta directamente contra alguno de los mandamientos.

–¿Usted cree que puede funcionar?

–Estoy seguro de que puede ayudar.

–¿Sabe?, el catolicismo tiene un sacramento excepcional: la penitencia o confesión. «A quien perdonéis los pecados, le quedan perdonados», dice el Evangelio de Juan. En ese sacramento se absuelven los pecados, incluso los mortales, si de verdad la persona se arrepiente del daño cometido y toma la determinación de no volver a pecar. El Señor es justo, conoce nuestras debilidades humanas. Sabe que ni el más honrado entre nosotros podría pasar por la tierra sin ceder alguna vez a las tentaciones del mal. ¿Merecemos por ello ser condenados eternamente? ¿Dios nos abandonaría a merced de nuestras flaquezas? El Señor es misericordioso con aquellos que lo aman. ¿Usted ama a Dios, señor Congel?

–Claro que sí. Yo amo muchas cosas.

–Entonces, no tiene nada que temer. Dios y su Santa Iglesia le sabrán perdonar.

PARTE 1
SI TE ATREVES A NACER

Sancta Trinitas, unus Deus, miserere nobis.

Pater de coelis, Deus, miserere nobis.

Agnus Dei qui tollis peccata mundi, exaudi nos, Domine.

La hermana Antonia besa el libro, desciende con dificultad los tres peldaños del ambón y ocupa su lugar en la mesa. Suena un golpe seco y todas empiezan a comer. La sopa de garbanzos está salada porque la cocinera ha tenido el bacalao poco tiempo en remojo. El sonido sordo del roce de hábitos se rompe por los pasos de la madre superiora, que camina entre las monjas, observándolas. Toca el hombro de la hermana Josefa. Según la regla de san Raimundo, únicamente en situaciones excepcionales está permitido hablar entre las hermanas. Esas situaciones son determinadas por la superiora, que señala a la persona que puede hablar colocando su mano sobre el hombro de la elegida.

Josefa retira la escudilla, se levanta y hace una pequeña reverencia.

–Madre.

–Eras su amiga. Leerás el responso. El padre Valentín acudirá para celebrar la eucaristía en vísperas. Luego seguiremos como de costumbre.

–Sí, madre. Gracias, madre.

La superiora posa de nuevo la mano sobre su hombro y Josefa se sienta. Sigue comiendo con la mirada incrustada en la escudilla. La superiora da otra vuelta alrededor de las cinco monjas que comen murmurando una oración. En la calle, un coche toca el claxon.

El cuerpo de la hermana Fe está iluminado por cuatro velas, una en cada esquina del modesto ataúd. Los hábitos negros se cofunden con las sombras y los rezos parecen salir de los muros. Ha muerto a los ochenta y dos años. La hermana Asunción la encontró ya rígida en su celda. Su cuerpo estaba morado e hinchado. La noche anterior se había retirado de la oración conjunta de vísperas porque no se encontraba bien.

El padre Valentín entra en la parte de la estancia cubierta con un biombo translúcido, se detiene unos instantes para que los ojos se acostumbren a la oscuridad y saluda en silencio a la superiora. Flotando entre los murmullos se acerca al cadáver amortajado, le hace el signo de la cruz en el rostro y se introduce en el confesionario: solo entonces las hermanas abandonan las pequeñas capillas individuales donde están recluidas. La norma tampoco permite el contacto con el párroco salvo para la confesión y la eucaristía. Acuden en orden. El padre Valentín es el único sacerdote con permiso para confesarlas.

 

Los pecados se disuelven con el vaivén de las llamas.

Después de la ronda de confesiones, el padre se pone el alba, la casulla violeta, se ajusta en el cuello una estola negra y sube al altar. La consagración de la forma es breve. Las monjas se colocan para recibir la comunión en el mismo orden que habían mantenido para confesarse. Ella es la última de la fila. La primera, la hermana Josefa, se aproxima al padre Valentín, se arrodilla y saca la lengua. El cura deposita la hostia. En ese momento la superiora se le acerca y le da con disimulo una llave. La llave. No necesita otra orden. Aprieta el trozo de metal dentado dentro de su puño. Mientras avanza, su mirada se cruza con la de la hermana Teresa. Aquellos ojos no tienen pupilas, siente que aquellos ojos están hechos de reproches y puñales. No puede aguantar la mirada y se concentra en sus alpargatas. Un paso más. Su turno. Se arrodilla, abre la boca, el padre Valentín le deja el cuerpo de Cristo y nota que su lengua arde.

Suenan completas, un gesto imperceptible de la superiora hace que termine la oración y se levante después de santiguarse. En la capilla quedan el resto de hermanas velando el cadáver de la hermana Fe. No hace ruido cuando desaparece entre las sombras. Nota la mirada de la hermana Teresa en su espalda.

Cierra la puerta de su celda. La atranca con una silla, tal como la superiora le indicó que debía hacer. Se arrodilla delante del arcón y, tras un breve instante de duda, introduce la llave y lo abre. Retira la Biblia abierta de la mesa, la cierra con delicadeza marcando la hoja con el separador, la besa y la coloca sobre un trapo. Saca el ordenador portátil, lo conecta y dispone la webcam de forma que se pueda ver la cama. Todavía se arrodilla una vez más delante del crucifijo de la pared, reza una breve oración, le da un beso a la imagen doliente y coloca los dildos sobre la mesilla. Toma aire y comienza la sesión. Teclea dos contraseñas, rápidamente se le unen varias personas. Son conocidos, a primera hora siempre están los mismos, nunca se cambian los nicks, ella sabe de antemano qué le van a pedir. Comienza por orden: chatea un poco con ellos, cada minuto cuenta, saluda a los habituales. Albert23 dice que viene muy cachondo, Haiku le dedica otro de sus versos pornográficos; Islero pregunta de nuevo cómo ambienta la habitación tan bien; uno nuevo, Wuasouski, dice que tiene ganas de meterle la tranca. Aparece Bank_33, le pregunta cómo se encuentra y eso la reconforta. Cumpliendo las peticiones, enseña los pechos, se moja un dedo en saliva y se acaricia el pezón, les enseña el tanga.

Mira el reloj del ordenador: ha pasado media hora. Se levanta, asegura el enfoque de la webcam y se coloca en la cama. Sabe lo que debe hacer. Con lentitud se levanta el vuelo del hábito, siente el roce áspero a lo largo de sus piernas, se baja el tanga muy despacio, primero hasta las rodillas, luego hasta los tobillos mientras levanta las piernas y deja ver su sexo. Al final, con un golpe de tobillo lo lanza contra la pared.

Puede ver cómo los comentarios se suceden en la pantalla del ordenador portátil. Agarra un consolador y comienza a lamerlo despacio, cierra los ojos, se lo mete en la boca. Salen los avisos de nuevos clientes que se están incorporando. Se pasa el vibrador entre los pechos por encima del hábito, lo mete entre sus piernas y se tapa con el hábito. Los mensajes se aceleran, todos piden que lo muestre. En otro golpe de efecto se levanta el vuelo del hábito y muestra el vibrador dentro de su vagina. Le ha puesto un poco de vaselina para que no raspe al entrar. Se pone de rodillas, mueve sus caderas en círculos y se termina de arrancar el hábito. Solo se deja la toca. Su cuerpo es blanco, ya no tiene las marcas de sol que tanto le gustaban a Adrián, pero sabe que todavía es atractivo. La primera vez se sorprendió del vello oscuro que le había nacido durante esos dos años de clausura. La imagen de su sexo tenía mucho que ver con Adrián rasurándoselo con una maquinilla, mirándola con deseo, quitándole los restos de espuma con una toalla, acercando su boca.

Se saca el dildo, lee algunos comentarios en el ordenador y los contesta. La superiora le contó que el truco era la ansiedad. Satanás no permitía esperas, los pecadores nunca tienen paciencia. Algunos dicen que ya se han corrido y se despiden. Otros quieren más, uno pide verla como una perra. Pone crema en sus pechos y se restriega el consolador de nuevo por ellos. A Adrián le gustaba esconder allí su cara. Decía que era el lugar donde deseaba morir. Son grandes, con una extensa areola rosada. Chupa el aparato. Acerca la webcam hasta enfocar en primer plano su vagina y se lo introduce muy despacio, abriéndose los labios con dos dedos.

Recordar a Adrián hace que no sea necesaria más vaselina. El vibrador ahora se desliza sin dificultad. Los comentarios y peticiones en el ordenador se amontonan en pequeñas ventanas informáticas. Se le escapan varios gemidos, todavía no quiere abrir los ojos. Comienza un padrenuestro masticado entre los incisivos al tiempo que deja en pompa el culo, ofrecido plenamente a la webcam con el falo dorado dentro. La hermana superiora le dice que los pecados serán perdonados, que pensar en Adrián durante el ofrecimiento no es una afrenta real al Señor porque el Señor es misericordioso y conoce las debilidades de cada una. También conoce los caminos torcidos, y conoce los fines justos y sabe perdonar a aquellos que llegan a los segundos a través de los primeros. La madre superiora dice que no hay pecado si no hay goce, que el sacrificio por los demás, incluso en la afrenta al Señor, es el mayor don de la gracia divina. Ella recuerda el versículo que le recitó la superiora, era del Eclesiástico 23, cree que el número 6, pero duda mientras toma otro pequeño dildo, de apenas diez centímetros de longitud, y se lo introduce con cuidado por el ano sin dejar de mover las caderas.

Señor Padre y Dios de mi vida, no me des altivez de ojos y aparta de mí la pasión. Que no se adueñen de mí el apetito del vientre y la unión carnal, ni me entregues a la pasión impúdica.

Sin embargo, su cuerpo comienza a contraerse sobre el interior de su vientre, sus órganos se disuelven. Adrián aquella noche en el descampado, Adrián en el coche robado, las manos de Adrián sujetándole la cabeza… El miembro de Adrián. El semen de Adrián. Nota cómo los dos consoladores crecen dentro de ella, cómo el plástico se transforma y casi siente los golpes de su pelvis. La pelvis de Adrián. Intenta rezar de nuevo, pero no encuentra las palabras. Sin goce no hay ofensa, dice la superiora. Le invade el orgasmo, su cuerpo se convulsiona. Los pecadores, en sus casas, no pueden ver que está llorando.

Deja transcurrir un tiempo para secar las lágrimas. El reloj indica que se han ido casi tres horas. Se despide de los pecadores. Las palabras soeces la hieren. Permanece unos segundos leyendo el mensaje de Bank_33: «Lo siento», aparece escrito. No lo puede evitar y responde: «Ve con Dios».

Desconecta el ordenador y, al tiempo que guarda de nuevo el material informático en el arcón, un susurro atraviesa la puerta. «Ramera», escucha, y la palabra rebota por las paredes. Saca un pastillero del cajón de la mesilla, se toma la medicación. Unos instantes después el mundo ya no duele. Abre la puerta y regresa a velar el cadáver de la hermana Fe.

Sacude la ropa para separar las camisetas de los ancianos que han traído las Hermanas de la Caridad. Forman diferentes montones: los jerséis y las chaquetas, las batas con los pantalones, la ropa interior aparte. Introducen cada montón en una lavadora diferente, añaden el detergente y ajustan las temperaturas de lavado. En ese momento suena el repique de una campana a través de los pasillos. En la hora nona la monja montepulciana deja la tarea, coloca la esterilla de esparto en el suelo y ora el Veni, Creator Spiritussobre ella.

La hermana Josefa, a pesar de la llamada, termina de conectar las máquinas con parsimonia. Ella la mira con asombro, la sigue mientras se arrodilla. Es la primera ruptura de las reglas que ha visto desde que entró. El ruido de las máquinas es profundo y ronco. Una de ellas se mueve al centrifugar y deben empujarla después de vuelta a su sitio.

Comienzan a susurrar sus oraciones. El latín no le resultó sencillo al inicio. Movía los labios en las oraciones conjuntas, en las oraciones individuales leía del cuaderno que le dio la superiora. Con el tiempo las palabras salieron solas. La hermana Josefa esconde la cabeza entre las mangas del hábito. Sus susurros comienzan a subir de volumen, las palabras se distinguen, las palabras forman frases que rompen el silencio. Ella se vuelve a mirarla. La hermana Josefa está llorando, se incorpora y arroja la manta de esparto contra la pared. Sujeta algo en la mano.

Veni, Creator Spiritus, mentes tuorum visita, imple superna gratia quae tu creasti pectora.

Pasos en el pasillo, la hermana Josefa mira al techo, escupe las palabras, tiene algo en las manos.

–Aquí estoy, soy la última. La última. Qui diceris Paraclitus, altissimi donum Dei, fons vivus, ignis, caritas, et spiritalis unctio. Ya han muerto todas. Ganaste, malnacido… Tu, septiformis munere, digitus paternae dexterae. Tu rite promissum Patris, sermone ditans guttura. La última…

Por la puerta aparece la hermana superiora con tanta prisa que el aire que remueve apaga las velas de la entrada. La habitación queda en penumbra, con la vista asistida solo por los tres haces de sol que atraviesan unos rotos en la persiana. La hermana superiora no habla, agarra a la hermana Josefa que comienza a reír, se encara con ella.

–Hermana Josefa…

–Salvamos la vida, salvamos la vida… Soy la última. Accende lumen sensibus, infunde amorem cordibus, infirma nostri corporis virtute firmans perpeti.

–Hermana Josefa…

La hermana superiora la sacude. Por la puerta aparece la hermana Ascensión, encargada de marcar las horas ese día. Se santigua sin pasar del quicio. Detrás también acude la hermana Teresa, lleva todavía el cazo para remover la comida en la mano, sonríe.

–Aquí me tienes. Llévame. Ya estoy sola, ya no queda nadie… Salvamos la vida…

–Hermana Josefa…

La superiora le cruza el rostro demudado con dos bofetones. A la hermana Josefa se le cae lo que llevaba en las manos. El llanto se calma, mira a su alrededor como si despertase de un profundo sueño. Regresa el silencio aunque el rumor de los últimos gritos parece haberse quedado impregnado en la estancia. La hermana Josefa hunde su cara en el hombro de la superiora. El llanto es amortiguado por los ropajes. La superiora la abraza, le da unas palmadas en la espalda y la besa en el pelo. Se la lleva por fin de la lavandería. Ella, en un gesto imperceptible, recoge el papel que se le ha caído a la hermana Josefa y lo guarda dentro del hábito.

Todavía en el umbral, la hermana Ascensión se vuelve a santiguar. Los sollozos se alejan, los pasos se alejan. Ella se arrodilla de nuevo y reza. De repente, las palabras regresan: «Puta». El susurro se arrastra por la estancia muy despacio. Se vuelve y su mirada se estrella contra la hermana Teresa que, apoyada en el marco de la puerta, la señala con el cazo.

Y no deja de sonreír.

Decide acabar cuando escucha la campanada de completas. Las ventanas de los clientes ya no saltan con la misma velocidad. No sabe qué día de la semana es porque en los conventos montepulcianos no hay sitio para calendarios ni relojes; el ordenador tampoco está sincronizado, aunque ella sabe cuándo es fin de semana. Ese día no lo es, ese día es un día laborable cualquiera, mañana habrá oficinas, o fábricas, o institutos. Los pecadores han aliviado su ansia rápido, quieren tiempo para descansar, pero ella no lo tiene. Laudes sonarán dentro de seis horas y habrá que levantarse a desayunar. El escozor le impide cerrar las piernas, siente como si tuviera ortigas en la vagina. La vaselina se está acabando, recuerda que debe pedir más a la superiora. Un cliente se ha ofrecido por si necesita una pareja para el espectáculo. Dice que tiene un disfraz de cura. Se pone el hábito, mira de reojo el crucifijo de la pared, se santigua con un gesto rápido. Contesta un par de mensajes sin que parezca haber nadie al otro lado. Se desploma sobre el respaldo de la silla mientras recuerda que no se ha tomado la medicación de la noche. Traga las pastillas con un poco de agua. Por primera vez en toda la sesión se acuerda de Adrián. El maligno ha encontrado otro juguete y no la castiga con los recuerdos de sus pecados. Del bebé sí se acuerda. Al bebé no puede olvidarlo.

 

Dentro de poco tiempo llegará el sueño. Antes debe guardar el ordenador y los consoladores. Sin embargo, siente curiosidad. El resto de hermanas duerme. Ninguna de ellas la podrá sorprender. Saca el papel que se le cayó a la hermana Josefa. Es una fotografía vieja en blanco y negro con los bordes troquelados y la imagen cuarteada. Aparecen varias mujeres jóvenes. Llevan monos de trabajo que permiten ver las blusas debajo y se cubren la cabeza con unas gorras pequeñas. Dos están sentadas en la parte de atrás de un camión, las otras tres de pie. Todas llevan armas y levantan el puño cerrado. Ríen. Le da la vuelta, hay varios nombres escritos y una dedicatoria con cuidada caligrafía. Los nombres no le dicen nada. Mira de nuevo la fotografía fijándose bien en las muchachas. Son guapas, alguna incluso le parece muy guapa. Busca en los rostros y ahí las encuentra. Más jóvenes pero reconocibles. Josefa es la que está sentada en el camión, en la parte izquierda. En la foto no debe de tener ni veinte años. Lleva el mono remangado por la cintura. Su pelo parece negro y sonríe. Fe está de pie, metiendo el cuerpo en el encuadre de manera forzada, como si la hubieran llamado a última hora. Bajo los correajes se adivinan unos pechos enormes. Es la única que no luce gorra y el pelo rizado cae en una coleta sobre su hombro. Ninguno de los nombres escritos detrás coincide con el que ella les ha conocido. Hay una fecha: 1937. Detrás de ellas, en el camión, se distinguen unos sacos cargados.

Guarda la fotografía dentro del hábito.

A los pocos días, la hermana Josefa regresa a la lavandería. En su rostro no se transparenta nada de lo que ha sucedido. Ella, mientras separa jerséis de camisetas, piensa que tal vez eso sea envejecer, ver cómo mueren una tras otra las emociones de tu rostro.

Junta las parejas de calcetines con un imperdible. Cuando termina de unir todos, se levanta y le muestra la fotografía. La hermana Josefa, que descarga en el suelo montañas de ropa, mira la imagen con detenimiento. En sus ojos se refugian las emociones que su rostro niega. Todas y cada una de ellas. La anciana levanta la fotografía y la besa con delicadeza. Llora, pero esta vez en silencio, como una verdadera montepulciana. Vuelve a besarla y, muy despacio, la rompe. Arroja los pedazos a la papelera y continúa, con las lágrimas secas en la cara, separando las camisetas.

–Pero… –se le escapa la palabra. Josefa la mira. Se le acerca y le coloca el dedo índice en los labios. Sus manos huelen a detergente y a paciencia–. Era usted. La de la escopeta. Y la hermana Fe.

–¡Chist!

–No entiendo.

–No debes entender. Debes callar. Eres montepulciana.

–Pero, usted…

Las palabras son apenas susurros y los oídos, acostumbrados al silencio, se sienten culpables. Sin embargo, ella no puede dejarlo. No quiere dejarlo. Cuando ingresó en la Orden Montepulciana, huía. Escapaba gracias a la hermana de su madre, escapaba gracias a los contactos de su padre. Escapaba por el honor de su familia. Escapaba porque su madre le pidió que redimiera su ofensa al Señor, escapaba de la muerte, escapaba de ella misma y llegó a las montepulcianas. Esos primeros meses los dedicó a borrar toda su vida anterior. Había esquivado la justicia de los hombres, aunque nunca podría evitar la justicia divina. Aprendió las oraciones en aquel latín que nunca quiso estudiar en el instituto, leyó aquella Biblia que tampoco había abierto antes, encostró sus rodillas y se esforzó en olvidar. La hermana superiora le dio su nombre de montepulciana, pero nunca lo quiso. Ya no quería tener nombre, ya no deseaba ser nadie. Quería ser como el bebé. No merecía considerarse persona, simplemente era un muñeco que respiraba. Las reglas rígidas la ayudaron y, con el tiempo, en su recuerdo solo quedaron Adrián, el bebé y la vergüenza. El resto: los botellones, la ropa cara, la moto, la música, el gimnasio, todo se convirtió en admiración por aquellas ancianas que daban su vida intercediendo ante Dios por el resto de la humanidad. Sin embargo ahora no entendía. Creía que era ella la oveja negra, la que huía, y que las demás habían elegido aquel camino.

Ahora intuye que no es así. Hay una fotografía rota que dice que no es así.

No debe hablar, regla de silencio, pero no quiere ser la única que huye. Cuando huyes sola, la noche es muy larga.

Terminan de separar la ropa. La meten en las lavadoras. Esta vez el ruido que hacen cuando toman el agua no es tan insoportable.

Permite que la hermana Josefa se adelante un poco y, cuando sale de la habitación, recoge de la papelera los pedazos de la fotografía.

En su celda, sobre la manta de esparto, reza los salmos para purgar los pecados de la humanidad. Se levanta tras santiguarse. Las rodillas están enrojecidas, pero hace mucho tiempo que han dejado de sangrarle. Coloca la manta de nuevo sobre el colchón. La manta de cáñamo es la seña de identidad de las montepulcianas: se duerme sobre ella, se reza sobre ella, se envuelve el cadáver con ella. La reciben con los votos y las acompaña a la tumba.

Cierra la puerta de la celda y avanza por el pasillo iluminado con velas. Afuera, el ruido del tráfico. Llama a la puerta dos veces, entra y en silencio hace una genuflexión La superiora lee un papel que deja sobre la mesa. Se quita las gafas y la mira. Ella se acerca, baja la cabeza.

–Lo estás haciendo muy bien.

La superiora se levanta y le toca el hombro.

–Sí, hermana superiora.

Se vuelve a sentar. Ella levanta la cabeza y su mirada se fija ahora en el crucificado que pende en la pared. La figura, con la cabeza ladeada, lleva dos mil años de dolor.

–Sé que es duro, pero lo estás haciendo muy bien.

–Hermana, temo por mi alma. Ayer… Ayer volví a pensar en él. Es una imagen del demonio. Sé que está en el infierno y regresa para torturarme. Para llevarme con él.

–Recuerda que el hijo tuvo que soportar las tres tentaciones de Satanás en el desierto. Y lo hizo por nosotras. Míralo después, crucificado entre ladrones, preguntando por qué lo han abandonado y, sin embargo, dispuesto a cumplir con su destino. Él ofrece su vida para liberar de los pecados a la humanidad. Tú ofreces tus pecados para que el resto de hermanas pueda continuar siéndole fiel.

–Sí, hermana superiora.

La superiora se acerca y le levanta delicadamente la barbilla con los dedos, hasta que encuentra sus ojos.

–Es un esfuerzo muy duro, pero debes continuar. Ya no valen las dos horas después de completas. El Padre nos pide un esfuerzo mayor. Son tiempos indecentes y hay que caminar entre la obscenidad hasta que aparezca la luz celestial. Necesitamos más dinero.

Siente un escalofrío. Más tiempo.

–Hermana –dice y se arrodilla besando la mano de la superiora–, ayer gocé. No puedo hacerlo, no soy capaz. La imagen del mal viene más fuerte cada vez y no puedo evitarla. Satánas me está llevando. Ayer gocé.

La superiora le acaricia la cara. Los ojos comienzan a enrojecerse. Los rayos de luz que entran la estremecen. La superiora descuelga la cruz de la pared, se la acerca y ella la besa. Se sortearon sus ropajes, piensa.

–Además, escuché voces. Me llamaban ramera. Alguna de las hermanas lo sabe. Estoy segura.

–Nadie lo sabe, excepto nosotras y el Altísimo. ¿Tomas la medicación todos los días? –Regresó a su escritorio, abrió un cajón y sacó varias cajas de medicamentos. Extrajo unas píldoras–. Toma las de hoy. Lo dijo el médico: esas voces son tu enfermedad. No hay que ver al maligno donde solo hay carne. Recuerda: las voces no existen, solo están en tu cabeza. Si tomas las pastillas, sabes que se irán.

Las voces. Recuerda a Adrián, recuerda al bebé. Dormían y las voces lo sabían.

–Necesito confesión, hermana superiora. Mi alma se pudre.

–Tendrás confesión más adelante.

–¿Por qué hay que hacerlo durante más tiempo?

–La misión de las hermanas de clausura es rezar por todos aquellos que están ciegos frente a la salvación de su propia alma, interceder ante el Padre por medio de nuestras oraciones para que, en su infinita clemencia, sea misericordioso con este mundo abocado al infierno. Seguimos el ejemplo del hijo, de Jesucristo, y el de la maestra santa Inés. Cada oración, cada sufrimiento, significa romper las cadenas con las que Satanás esclaviza al hombre. Somos montepulcianas, las más duras, las más abnegadas, la primera línea de combate de la humanidad frente al maligno –Ella continúa de pie, con una mano dentro del hábito, la otra sujetando el crucifijo. Ha bajado la mirada y oculta parte del rostro, un rostro angelical, proporcionado, el rostro todavía de una niña. De la calle viene un frenazo violento y una sucesión de pitidos de claxon–. Pero eso no lo entienden. Nuestros superiores están confundidos por los tiempos que corren. Creen que nuestra existencia ya no es necesaria, al menos, no en este monasterio, y dicen que debemos irnos, que no pueden seguir pagando más dinero para mantenerlo.