El círculo prohíbido

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La calesa paró delante de la posada donde otras veces se había hospedado. Era una casa limpia, con un gran hogar y comedor al fondo. Los amos le recibieron con saludos y demostraciones de cortesía. Subieron su equipaje al primer piso y lo depositaron sobre una silla. Luis rechazó la comida y bebida que le ofrecían, solo deseaba descansar. Se metió entre las sábanas blancas y durmió hasta casi mediodía. Al despertar, advirtió el humo que salía de una enorme tinaja de madera y aluminio en el centro de la habitación. Se relajó en el baño durante media hora, luego bajó a la cocina para reponer fuerzas con las viandas del almuerzo.

Entró en el ayuntamiento y solicitó que le recibiera el señor Sanmartín, notario público del mismo. Era un hombre de unos cincuenta años, vestía a la antigua usanza, con peluca y calzón corto. Después de las presentaciones, le hizo sentar frente a su mesa y comenzó a escuchar las razones que le habían llevado a realizar un viaje tan penoso desde la ciudad de Mallorca. Luis confesó que había aceptado el cargo de administrador de correos de Lérida, nombramiento que guardaba en el paquete que tenía delante. También le comentó que el hijo mayor se preparaba en Alcalá para ser funcionario de Correos y poder sucederle en el cargo. Pensaba que en un año habría terminado los estudios y que era el momento de que copiasen en los libros capitulares de dicho ayuntamiento, donde él tenía su destino, la acreditación de su nobleza de sangre, para que también constara a todos los efectos para su hijo Ramón.

A continuación, quitó el envoltorio de la caja y le entregó un memorial acompañado de su título de administrador, firmado por diferentes directores generales del ramo. El memorial incluía su fe de bautismo y el documento que certificaba su nobleza de sangre presentada en Huécija en el año 1590, cuando su antepasado, don Diego de Molina, descendiente de don Pedro Ruiz de Molina, marqués de Corvera, del señorío de Molina de Murcia, había llegado a dicha ciudad para repoblar las tierras. Estaba en posesión de documentación acreditada por la Chancillería de Granada al ganar la real ejecutoria para todos sus descendientes en línea recta. En ellos se acordaba que se les guardaran todos los privilegios y exenciones de los nobles. En los documentos se demostraba que su apellido era Martínez de Hervás y de Molina.

El señor Sanmartín llamó a su secretario, que procedió a compulsar todos los originales, guardó una copia sellada y autorizada con el sello de armas de la ciudad, le entregó otra a Luis y luego el escribano mayor los transcribió al pie de la letra en los libros capitulares.

Cuando hubo terminado, salió a la plaza y se encaminó a la taberna más próxima. Pidió un chocolate, aspiró de su cajita polvo de rapé y examinó a los clientes que discutían acaloradamente de política. No se arrepentía de haberse trasladado a la Ciudad de Palma. Los mallorquines eran menos exaltados, parecía que tuvieran la cualidad de detener el tiempo, todo lo asumían con calma, como si el mar tranquilo o la condición de isla de su territorio influyera en esa manera característica de tomarse las cosas, sin afectarles demasiado. Se había acostumbrado a eso y en Lérida se sentía agobiado. Volvía a darle vueltas a los trámites que le obligaban acreditar su nobleza de sangre para ejercer cualquier función que dependiera del Estado, no lo comprendía. Ya lo había hecho su padre para él, cuando era joven, y ahora tenía que repetirlo otra vez para sí mismo y para Ramón. Le devolvería los papeles a su sobrino Manuel Pérez Martínez de Hervás como estaba acordado. El año anterior fue el que se encargó de formalizarlos en el ayuntamiento de Ugíjar para compulsarlos y entregárselos a su hermano José, requisito que necesitaba al entrar en el consejo de Hacienda.

El notario Sanmartín le había dicho que tardarían un año en llegar a la Villa y Corte; primero tenía que requerirlos su abogado y después, una vez que se recibieran en el ayuntamiento, debía revisarlos el secretario, los corregidores y el escribano, antes de dárselos al solicitante. Tampoco corrían mucha prisa, Ramón todavía estaba estudiando. Lo importante era que se aplicara y consiguiera el título de oficial de Correos.

Regresó a la posada. Su intención era permanecer una semana para despachar la correspondencia que llegaba de Madrid. Repasó la prensa y los papeles acumulados. Las noticias le inquietaban, las relaciones con Inglaterra se estaban deteriorando. España había estado vinculada a Francia desde los Pactos de Familia y ahora Godoy, en nombre de Carlos IV, continuaba aportando dinero además de poner a disposición del cónsul francés la armada española. La ilusión de que los franceses les ayudaran a recuperar Gibraltar pesaba en los ánimos de los dirigentes del país. Él no lo creía y, a pesar de su simpatía por las ideas revolucionarias, no se fiaba de Napoleón, le parecía excesivamente ambicioso y cegado por la soberbia de dominar Europa.

12

El puerto de Barcelona lucía espléndido, adornado con farolillos de colores y banderolas. En los puestos de refrescos a lo largo del muelle se vendían azucarillos y limonadas. Las lecherías ambulantes ofrecían leche merengada y chocolate caliente y en los tenderetes se despachaban bollos y otras delicadezas. Se habían colocado mesas y sillas por toda la Rambla, destinadas a una clientela variada que se prometía ver con detalle el cortejo real. La tribuna estaba reservada para la aristocracia y la alta burguesía. Desde allí el espectáculo se observaba sin ningún impedimento que enturbiara la visibilidad.

Gran multitud de a pie se agolpaba hasta la fila de soldados que formaba barrera para proteger el posible asalto a las carrozas. En los palcos, damas, damiselas y caballeros no perdían de vista el horizonte, esperando que asomara la flota.

—¡Ya vienen! Por lo menos hay cinco barcos.

—Yo veo más, Margarita, creo que son diez.

—No os enteráis de nada, son dos escuadras distintas. En una llegan los príncipes sicilianos: la infanta María Antonia y su hermano don Francisco, heredero de Nápoles; y en la otra, la infanta doña Isabel y don Fernando, el príncipe de Asturias.

—Vaya, Ramón, desde que eres el mayor, te haces el sabelotodo.

Doña Margarita dirigió una mirada de reproche a su hija Margarita, más que de reproche era una mirada de infinita tristeza.

—He vuelto a meter la pata, lo siento, madre.

Para suavizar la tirantez, Ramón continuó la explicación, como si la frase de su hermana no tuviera que ver con él.

—La escuadra más cercana tiene cinco barcos, tres navíos y dos fragatas. La segunda, la que va más atrás, es la de los reyes y se compone de dos navíos y dos fragatas.

—Gracias, ya no se me olvida.

El grupo siciliano estaba atracando. Los príncipes de Nápoles, la reina doña María Carolina y su séquito fueron bajando y colocándose en las carrozas que partieron inmediatamente hacia palacio.

Media hora más tarde lo hicieron Carlos IV, la reina doña María Luisa, el príncipe don Fernando y el resto de la realeza. La muchedumbre comenzó a aclamarles con vítores. Cuando ya no quedó nadie, don Luis y su familia bajaron de los palcos y se encaminaron a casa de los Frau en la berlina que les había dispuesto don Bernardo.

Hacía un calor húmedo en aquella tarde de finales de septiembre. El otoño había comenzado, pero la sensación de bochorno se respiraba en el ambiente. La gente se dispersaba hacia los puestos de comida o bebida. Se oían comentarios sobre la familia real. «La reina de Etruria ha dado a luz durante la travesía, ha sido una infanta», «Un acontecimiento más para celebrar». Los enemigos de la monarquía decían: «Esta no es como su madre, que se pasa el día en la cama, pero no con el rey, ya se imaginan con quién».

Ni Bernardo ni Anatolia habían asistido al desembarco; a ella le agobiaban las aglomeraciones, tiempo tendría de acudir a otros eventos. Ahora el matrimonio debía hacer los honores a su hermana Margarita y a su cuñado Luis. Ramón estaba encantado con Catalina. Era una niña preciosa, lástima, pensaba, que fuera tan pequeña. Si tuviera siete años más, se enamoraría de ella.

—Primo Ramón, sé que te has inventado una poesía para mí porque el día dieciséis fue mi cumpleaños. ¿Cuándo me la vas a decir?

—¡Uy! No sé si me acuerdo, espera a los postres y lo intentaré.

Ramón recordaba perfectamente los versos. Le había comprado un regalo por la mañana, después se le ocurrió escribírselos. A pesar del gentío que poblaba las calles, encontró un establecimiento con juguetes. En una estantería llena de muñecas vio una que le recordaba a ella.

—Esta me la llevo.

—Tiene gusto, señor, es una de mis preferidas.

A la hora de la cena escondió el paquete debajo de su asiento y, cuando sirvieron los postres, se puso en pie y mirando a Catalina comenzó:

Como tu primo te estima,

y te contempla, y te mima,

aunque a cambio de su mimo

tenga que aguantar tu primo

el mal genio de su prima,

me levanté esta mañana,

y bajando a todo andar

por la calle de Ferrán,

hasta el mercado me fui

para buscarte algo que regalar.

Entré en una tienda y vi

en un estante, sentadas,

muchas muñecas variadas.

Pero yo no quería comprarte

una muñeca que fuera

todo su cuerpo de cera.

Rebusqué, y contemplé

junto a la ventana,

esta preciosa muñeca

de cara de porcelana,

con las facciones más finas,

que se parece a ti, Catalina.

Así, verás, prima,

que tu primo te estima,

y te contempla y te mima,

 

aunque a cambio de su mimo

tenga que aguantar tu primo

el mal genio de su prima.

Cogió el envoltorio del suelo y se lo entregó a Catalina. La niña había escuchado atentamente, sin mover ni un músculo de la cara. Nunca le habían escrito una poesía y esta le había gustado casi más que el regalo que tenía sobre la mesa. Desenvolvió los papeles de seda con mucho cuidado, luego miró a Ramón, después a la muñeca y otra vez a su primo. Todos esperaban alguna reacción y ella continuaba quieta, asombrada, sin saber qué decir.

—Si no la quieres, dímelo y enseguida te la cambio.

Entonces Catalina dio un salto y se abalanzó hacia su primo.

—¡Me encanta! Gracias, gracias, gracias. —Y comenzó a darle besos.

—Bueno, basta, que me vas a tirar al suelo.

—Tampoco es necesario tanto beso, con darle las gracias es suficiente.

—Es que es lo mejor que me podía regalar, madre.

Aquella noche, al acostarse, le dijo a su madre.

—Tengo el primo mejor del mundo, madre, así me gustaría que fuera mi príncipe azul.

Anatolia se reía.

—Tienes muchos sueños en la cabeza, mi niña. De momento, piensa solo en jugar con tu muñeca.

Cada día asistían a un festejo diferente. El cuatro de octubre se ratificaron las dos bodas que se habían celebrado por poderes el veinticinco de agosto en Nápoles. Por la noche había baile de gala en palacio. Margarita estrenaba un vestido de color rosa viejo, con encajes de guipur en tonos beige. Catalina María exhibía el traje en tonos azul pálido y doña Margarita había elegido el azul marino.

La colonia de mallorquines invitados se dispersaba por el gran salón de los espejos. Isabel de Verger había conseguido que Juan Berga se sentara a su lado. Nadie ignoraba que seguía enamorada del primogénito de Francisco Berga y, a pesar de su matrimonio, intentaba seducirle. De todos era sabido que jamás acompañaba a Magdalena, su mujer, y que apenas hacía caso al hijo que había tenido un año antes. Las malas lenguas decían que no era suyo. Magdalena se apartaba de las habladurías y mostraba al niño, el hereu, con orgullo. Había entrado sonriente, del brazo de Juan. Él no la soportaba y vio el cielo abierto cuando Isabel lo llamó.

—Disculpa, tu mejor amiga me hace señas para que me acerque.

—Como quieras, buscaré mejor compañía que la tuya.

Sin disimular, dirigió la vista hacia todos los ángulos. Deseaba ver a Miguel Hurtado de Mendoza. Desde que la dejó embarazada, no habían vuelto a hablarse. Quería decirle que volviera a visitarla como antes, le necesitaba más que nunca. Le descubrió charlando con un grupo de jóvenes entre los que se encontraba su sobrino, Miguel Alemany. Decidió acercarse a Francisca, ahora la señora de Molins. Después de dar a luz al segundo hijo, había engordado de forma considerable, la cara, redonda y mofletuda, empequeñecía aún más los ojos de ratón. La saludó gesticulando y abriendo los brazos.

—¡Cuánto tiempo, Magdalena! Si pareces una sílfide, estás escuálida. Yo en cambio, ya ves, la vida de casada me sienta bien.

—Ya lo veo, me alegro por ti —no sabía que otra cosa decirle y permaneció callada.

—Sigues igual, con las palabras justas. Quédate con nosotros, estamos en el mejor sitio para que nos vean y para verlo todo. Juan está muy entretenido con Isabel, ¿qué se habrá creído coqueteando con un hombre casado?

Magdalena hizo como si no hubiera escuchado la indirecta y tomó asiento junto a ella. Tenía razón, la situación era óptima para ser vistos. Era obligado pasar por delante, Miguel no tendría más remedio que saludarla.

La marcha real comenzó a sonar, el chambelán mayor dio tres golpes en el suelo con la maza y anunció la entrada de los reyes. Los invitados se pusieron en pie y fueron haciendo las reverencias protocolarias mientras las damas de Corte avanzaban hacia los asientos que tenían asignados. Detrás seguían los príncipes de Asturias, don Fernando y doña María Antonia de Nápoles. Todas las miradas se centraban en la joven princesa, unos meses menor que su esposo y primo hermano, ya que María Luisa de Parma y María Carolina eran hermanas. La nueva princesa de Asturias era pequeña, rubia, de ojos garzos, con el labio austríaco y la nariz borbónica. Tenía la sonrisa dulce y triste. Lucía un vestido de muselina blanco con ribetes dorados, a la última moda. El corte bajo el pecho resaltaba más sus senos exuberantes, que sobresalían de su gran escote.

A continuación, iba el resto de la familia real: las tres hijas de la reina María Luisa de Parma a las que se les había negociado ventajosos matrimonios con príncipes herederos. La princesa Carlota Joaquina, casada con el heredero de Portugal; María Luisa, esposa del rey de Etruria, que había dado a luz a una infanta durante la travesía; y la princesa Isabel que, con solo doce años, acababa de desposarse con el heredero de Nápoles, Francisco I de las Dos Sicilias. Doña Isabel era bajita, deforme, cabezuda, larga de talle y corta de piernas.

—Don Francisco I ha salido perdiendo, su prometida es más fea que un pecado; su hermana, en cambio, la princesa doña María Antonia, no está mal, aunque debería cuidar su atuendo. ¿Os habéis fijado cómo viste? Es un escándalo. Si va a ser nuestra próxima reina, la Corte se convertirá en un antro de inmoralidad.

Se lo decía doña Leonor de Vallés a doña Mariana de Tamarit, dama catalana, emparentada con los reyes.

—Un escote no nos hace mejores ni peores. Más indecente es el comportamiento de Godoy con los reyes. Él manda en España, estamos sujetos a sus antojos. A Carlos IV le viene muy bien que le quiten preocupaciones de Estado y le dejen tranquilo con su entretenimiento favorito. ¿Sabéis que en cuanto llegó a Barcelona mandó al armero mayor que le organizara la montería y apenas se le ha visto en los festejos? Se pasa el día cazando y solo por la noche despacha los asuntos. Así nos van las cosas, aunque según tengo oído no será por mucho tiempo. Algo se trama en los círculos de los afrancesados.

Doña Leonor iba a preguntar qué era lo que sabía y en aquel momento el rey dio orden de abrir el baile. Como siempre, comenzaba la orquesta tocando el minueto de Boccherini, autor por el que sentía devoción. Se había traído sus cuatro Stradivarius, con los que viajaba a todas partes. Esta vez bailó con la reina doña María Luisa. Le acompañaron las parejas reales y luego los invitados. Ella no bailaba, pero le gustaba ver los pasos de danza y los movimientos elegantes de los petimetres y las damiselas siempre que no fueran provocativos, entonces se santiguaba o miraba para otro lado.

En el fondo del salón divisó a Magdalena, no estaba con su marido, en realidad, casi nunca los veía juntos. Pensaba que tal vez tuviera ella la culpa de la frialdad de su hija, la había educado aislándola de la sociedad para preservarla de caer en el mal. Le parecía un milagro que hubiera engendrado al hijo. En eso, podía sentirse satisfecha, había cumplido con el deber matrimonial.

Miguel Alemany atraía las miradas de las damas jóvenes. Llevaba el uniforme de gala de oficial del ejército que le hacía más apuesto y atractivo. Charlaba animadamente con Ramón Martínez de Hervás; hacía una temporada que no se veían, ambos intercambiaban sus puntos de vista sobre los últimos acontecimientos políticos. Margarita se acercó a su hermano y, sin más, dijo.

—No me has presentado a tu amigo, estoy esperando.

—¿Te parece que es de buena educación interrumpirnos y aparecer así, de repente?

A Miguel le hizo gracia y respondió.

—Estaré encantado de saludar a una belleza como la suya. Me llamo Miguel, ¿y usted?

—Soy Margarita. Discúlpeme, mi hermano tiene razón, no debería haberme precipitado.

—Está disculpada. ¿Me permite este baile?

Margarita sonrió y se apoyó en el brazo que le ofrecía. Bailó con él toda la velada. Miguel estaba irresistible, sentía las miradas de las jóvenes fijos en ella. Nunca pensó que un galán tan atrayente le dedicase sus horas.

Miguel le decía frases que le halagaban y le prometió visitarla cuando estuvieran en Palma. Ya de madrugada, se despidió; al día siguiente debía partir para Madrid, ya sabía, el ejército necesitaba sus servicios. Allí se reuniría con su hermano Luis, que acababa de ingresar.

—Mi hermano es demasiado joven, mi padre no quería que fuera militar, pero mi primo José, que está en Francia a las órdenes de Napoleón, lo ha convencido.

—No se preocupe, Luis es un buen muchacho y muy inteligente, llegará lejos.

Miguel Hurtado de Mendoza pasó por delante de Magdalena, como había supuesto. La miró detenidamente después de saludarla. Estaba más pálida, pero seguía hermosa. Ella se ruborizó, quiso decir algo y las palabras no le salían. Miguel la sacó del apuro.

—Si me acompaña, la llevaré hasta su marido. Creo que la está esperando.

Magdalena se incorporó y le dio el brazo. Salieron al jardín, la luna llena formaba un camino de luz estrecho que llegaba a la balaustrada. En aquel momento no había nadie más y se animó a hablar.

—Sabes que tengo un hijo tuyo, ni siquiera te has dignado a ir a verle.

—No debo hacerlo, la gente sospecharía, sobre todo, Juan. Él sabe que no es suyo, y a pesar de eso lo mantiene y será su heredero. ¿Quieres un escándalo?

—No es que quiera, es que a veces me siento muy sola.

No podía decirle que le amaba, que había sido la única persona que le había hecho caso y que lo necesitaba.

—Haz vida social, Magdalena, eres una señora respetable, rodéate de amigas. Lo que pasó ya no puede volver, olvídalo. Suerte tienes de que tu marido no te repudie.

—No podría, se juega mucho.

—No creas. Si contaras lo que sospechas de él, nadie te haría caso. A mí sí me creerían, pero no le voy a denunciar, sería traicionar a mi familia, a mis convicciones y a un amigo. Dejemos las cosas como están, lo mejor es no volvernos a ver.

Miguel le dio un beso en la frente y la acompañó al salón, luego se marchó. Magdalena se dirigió hacia donde se encontraba Isabel.

—¿Y Juan no estaba contigo?

—Estaba, pero según ha dicho, le dolía la cabeza, me ha encargado que te acompañemos a tu casa.

Una punzada le apretaba el pecho, un dolor psíquico y hondo y ante su amiga debía disimular.

—Le duele muchas veces, gracias.

Isabel le respondió con una sonrisa burlona.

Las fiestas continuaron hasta primeros de noviembre. La familia real estaba eufórica. Después de celebrar las bodas de los príncipes de Asturias y de la infanta doña Isabel, se sucedieron varios bailes en palacio además de los bailes populares para otras celebraciones: los dieciocho años de don Fernando el veintinueve de septiembre; el bautizo de la infanta, hija de doña María Luisa, reina de Etruria; y el santo de don Carlos IV, el cuatro de noviembre.

Don Luis y doña Margarita no dejaron ni una sola función. Asistieron a las mascaradas, a los desfiles y a la representación alegórica que ofrecieron los colegios y los gremios a los reyes el día once. También presenciaron con sus hijos y con los primos de estos la ascensión en globo que realizó el capitán Vicente Lunardi.

—¿Cómo es posible que se pueda volar? Parece cosa del demonio —comentaba la mayoría de los asistentes.

—Pues yo creo que el hombre es capaz de inventar mucho más. Algún día se podrá viajar por el aire con alas, como lo hacen las aves. —Todos miraron a Margarita, que lo decía muy convencida.

—¡Qué disparate! Y también podrán navegar los barcos por el fondo del mar sin hundirse. Tú sí que tienes pájaros en la cabeza. Aunque hayas cumplido dieciséis años, todavía crees en los cuentos de hadas.

—¿Por qué no? A mí me parece que con el tiempo se pueden investigar muchas mejoras.

—Anda, vamos a casa, que la imaginación te hace decir tonterías.

Margarita se sentía mal, todos se burlaban de ella, guardaría sus pensamientos y no diría nada más. Estaba convencida de que la mente humana era capaz de idear cosas imprevisibles, aunque debía pasar el tiempo, seguramente mucho tiempo, y sus predicciones se cumplirían. Lo peor era ser mujer. A una mujer no se le tenían en cuenta las opiniones. Ella se rebelaba, no podía consentir no ser como los hombres. Ellos discutían de política, hablaban en público, elegían a sus parejas, entraban y salían solos. ¿Por qué en las mujeres lo mismo no era lícito? Había oído que, en los años de la Revolución de Francia, los hombres se igualaron a las mujeres y que había salones literarios que dirigían las damas. No sabía casi nada de aquella época, cuando preguntaba a los mayores le contestaban con subterfugios y se quedaba con las ganas de saber. Eso quería ella, saber.

 

Los días que permanecieron en Barcelona no dejó de pensar en Miguel. Deseaba regresar para tener noticias, se había enamorado locamente y estaba segura de que él le correspondía.


Calle de la Almudaina

Teresa Ordinas Montojo

13

Con el siglo habían cambiado los ideales de la juventud.

Miguel Alemany tenía una cita importante en Madrid. Había quedado con Luis Martínez de Hervás, que, aunque solo tuviera diecisiete años, estaba muy bien relacionado con su primo José y con otros afrancesados y constituiría un apoyo crucial en las reuniones que se celebraban a espaldas de Godoy. Acababa de ingresar en el ejército y deseaba formar parte del complot que se preparaba para conseguir la abdicación de Carlos IV, echar a su valido y nombrar al príncipe don Fernando, del que se esperaba que llevaría al país a la regeneración y la prosperidad. Había fundado el partido fernandino la princesa de Asturias en las cámaras reales, junto con altas personalidades de la Corte. Le prometió presentarle a los integrantes.

La hora convenida se había fijado a las nueve de la noche en la taberna del Ángel, en el pasaje de las Tabernillas. Las calles se hallaban apenas transitadas, la mala iluminación favorecía a los embozados para no ser reconocidos. Tras recorrer un trecho corto, divisó la puerta pintada de rojo y púrpura y entró. En un rincón, alrededor de varias mesas redondas de nogal, distinguió a varios de los conjurados: al duque del Infantado, al marqués de Ayerbe y al conde del Montijo sentados en un banco corrido. A otros no los había visto nunca, todos hablaban en voz baja. Saludó y tomó asiento en uno de los taburetes. Poco después, apareció Luis Martínez de Hervás con su flamante uniforme. Miguel hizo las presentaciones; todos le miraron desconfiados, era demasiado joven.

—No tengan miedo. A pesar de ser un muchacho, posee una gran madurez y, sobre todo, tiene fácil comunicarse con Napoleón.

Más tarde entró el canónigo Escóiquiz, uno de los cabecillas y persona muy allegada al príncipe, cubierto hasta las orejas. Hizo una señal como saludo, se quitó el sombrero y retiró levemente la capa. Montijo le ofreció un sitio en el centro mientras los demás guardaron silencio.

—Hemos redactado unos pliegos para enviárselos directamente a Napoleón —decía Infantado—. Tengo entendido que hay alguien aquí que puede entregarlos en mano.

Luis respondió.

—Yo mismo. Mi primo José está a punto de venir a Madrid, su hermana está casada con el general de brigada Duroc, mano derecha del cónsul.

Se volvieron hacia el joven y asintieron, convinieron en que ni Godoy ni sus partidarios sospecharían de él.

—Es necesario librarnos de don Manuel, de la reina y de don Carlos IV. El país no puede seguir costeando los privilegios del valido y el único que puede ayudarnos es Bonaparte —aseguró el conde.

Escóiquiz, que había estado callado hasta ese momento, saltó.

—Señores, lo que acabo de oír es una barbaridad. No podemos vendernos a Francia. Buscaremos otra manera de obligar a abdicar al rey. Propongo negociar con Inglaterra, ya saben que la princesa de Asturias, doña María Antonia, odia al cónsul y que es la principal impulsora de esta conspiración. Me parece que la persona más indicada sería el marqués de Ayerbe a través del embajador de Nápoles.

—Olvidáis que la corona tiene un pacto de amistad con Francia. —Hervás temía que se tambaleasen sus buenas relaciones con Beauharnais, el hijo de Josefina.

—Si estáis pensando en el nuevo embajador francés, no habrá que preocuparse. Ninguno de nosotros estará dispuesto a romper abiertamente con Napoleón. Mantengamos la doble diplomacia y saquemos en nuestro provecho lo que más nos convenga —sentenció Escóiquz.

Luego se incorporó y salió tan rápido como había llegado. El resto de los confabulados alargaron la velada hasta altas horas de la noche, concretaron algunos puntos y después se dispersaron mirando si alguien les seguía, ya que todas las precauciones eran pocas.

Miguel y Luis salieron juntos.

—¿Dónde te hospedas?

—En la posada del León de Oro, no lejos de aquí.

—Te invito a casa de mi primo Manuel, no tendrá inconveniente en recibir a un amigo mío.

—Como quieras. Iré si no es ninguna molestia.

—Te aseguro que no, donde haya un Martínez de Hervás siempre habrá cama y comida.

—Te lo agradezco. La posada es limpia, pero bastante incómoda.

Al día siguiente, don Manuel Pérez de la Vega Martínez de Hervás comunicó a su primo que había recibido una invitación de palacio para acudir al sarao que se celebraba con motivo de la victoria española contra Portugal en la Guerra de las Naranjas y, asimismo, por el nombramiento de Godoy como Generalísimo. Acudirían también Eugène de Beauharnais, el hijo adoptivo de Napoleón, y un grupo de oficiales de un escuadrón de húsares franceses.

Manuel era hijo de don Manuel Pérez de la Vega y de doña María Concepción Martínez de Hervás, una de las hermanas de don Luis. Tenía buenos contactos en la Corte y le dijo que hablaría con el jefe de protocolo y con el ministro don Luis de Urquijo, al que le unía una gran amistad, para que cursase dos invitaciones más para ellos.

Los salones del palacio real abrieron sus puertas a la sociedad más selecta de Madrid, a los cargos del Gobierno y a las autoridades. Al lado de los reyes, Godoy, los príncipes de Asturias, las infantas y los infantes presidían desde el trono. Los oficiales de los dragones de la reina, con su uniforme verde oscuro y rojo, competían en colorido y elegancia con los de Napoleón.

Con el vizconde de Beauharnais iba el joven José Martínez de Hervás, que había llegado como plenipotenciario entre los dos países. Luis se acercó a saludar a su primo. Luego le presentó a Miguel Alemany. Hablaron del buen entendimiento de España y Bonaparte y, después, de mujeres.

—¿Os habéis fijado en aquella damisela morena que conversa con el duque del Infantado? Ya me habían dicho que aquí las damas son muy hermosas.

Luis asintió, pero Miguel había puesto los ojos en una francesita rubia y pálida, de belleza deslumbrante, que le miraba con disimulo.

—Me vais a perdonar, acabo de ver a la dama que ocupará mis pensamientos de aquí en adelante y no desearía que otro más avispado que yo me la quitara.

Se dirigió hacia ella dejando a sus contertulios sin tiempo para responder. Iba vestido con el uniforme de gala de infantería, su distinción y elegancia llamaban la atención, él lo sabía. Utilizó sus mejores argumentos para convencerla.

—Mademoiselle, accorde-moi cette danse ?

—Je ne sais quoi dire. Vous vous appelez comment, monsieur… ?

—Miguel. Et vous?

—Madelaine.

Charlaron un rato en francés, idioma que Miguel dominaba. Luego bailaron toda la noche. Se había enamorado de la muchacha de ojos claros y cuello de cisne, al despedirse le preguntó dónde y cuándo podía volver a verla.

—Je vais demain à Paris, je serai de retour dans un mois.

—Pourrais je demander votre adresse ?

—Eugène de Beauharnais vous la donnera.

Solo le quedaba saber su dirección, preguntaría al vizconde, la escribiría. Desde aquel instante sus sentimientos serían únicamente para ella.

Después de la recepción, se puso en contacto con Beauharneais a través de José Hervás para conocer los datos de la damisela.

—Será mejor que la olvide, es una dama comprometida —le respondió.

José quiso mostrarse amable, debía regresar al día siguiente y le prometió que haría lo imposible para que le escribiera.

Miguel permaneció en Madrid un tiempo mientras esperaba su siguiente nombramiento. Con Luis iban por las tardes a las tertulias de la condesa de Jaruco, una criolla, sobrina del general O’Farril. Allí se conversaba sobre literatura y se comentaban los chismes de palacio.