El círculo prohíbido

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El círculo prohíbido
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Letrame Editorial.

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© María Paz Ordinas Montojo

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Lámina de portada: Fusilamiento del general Lacy. De Antonio Béjar Novella.

ISBN: 9788418344312

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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A María Ignacia Martínez de Hervás

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¿Quién ha de negar que no hay prosperidad posible para el país en que esté amortizada toda la tierra?

Informe sobre la ley agraria,

Gaspar Melchor de Jovellanos

Distante, a la caída de la tarde, estando la bahía llena de un azul plateado, el mar se puebla de velas latinas que retornan de lejos.

Viaje a Mallorca.

José María Salaverría

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PRIMERA PARTE

PROLEGÓMENOS

A veces la casualidad cambia de golpe nuestra existencia. Fue una mañana de invierno, paseaba por el centro histórico de Palma y descubrí el antiguo convento de las Jerónimas, entonces convertido en biblioteca. Entré dispuesta a revolver algunos libros antiguos, el archivero me dijo que estaba haciendo limpieza porque todo lo pensaban llevar a la biblioteca municipal. Tenía en la mano unas cartas y le pregunté si podía verlas, su respuesta fue que no tenía inconveniente siempre que no salieran de allí. Estaban atadas con cintas, las desaté. Los escritos parecían muy antiguos y el papel se veía amarillento y viejo. A medida que las iba desenvolviendo, crecía mi excitación. Siempre me ha gustado leer cartas, esas que se escriben durante la niñez o juventud, son recuerdos. Estas eran diferentes, estaban fechadas en 1828, perfectamente ordenadas y firmadas por Mariquita Martínez de Hervás.

Observé que se trataba de una señora que parecía muy desgraciada y que esas epístolas habían permanecido allí durante generaciones, que estaban olvidadas, como un objeto pasado de moda que se deja en el trastero porque ya no sirve. Le rogué si fuera posible hacer fotocopias, él accedió y yo me marché a casa con mi hallazgo, feliz porque poseía un tesoro. Pasé casi un mes descifrándolas, la letra era bastante imprecisa, con algunos borrones caídos de la tinta de una pluma de ave.

La vida, y las vidas, que fui descubriendo me engancharon. Eran personajes que vivieron en Palma (aunque las cartas están enviadas desde Madrid a su hermano Ramón). Investigué, repasé la Historia y los acontecimientos relevantes que se desarrollaron durante uno de los períodos más convulsos de España.

A través de mis indagaciones, he querido imaginar cómo era la sociedad de Palma en esa época, qué circunstancias influyeron en los cambios de costumbres, cómo se desarrollaron las relaciones de las familias y por qué se vieron obligadas a actuar como lo hicieron. La evolución del pensamiento al comenzar el 1800 fue un hecho, como lo fue la decadencia española debido a la política nefasta de Godoy y de los Reyes.

En todo este espíritu se enmarcan los personajes. Hay una parte real y otra de ficción. Mantengo los nombres y los apellidos que nombra Mariquita, no los del resto de las personas que intervienen, que son supuestos. Sus cartas son auténticas, copiadas tal como están escritas. Para mayor claridad, marco con tres asteriscos las que corresponden al puño y letra de Doña Concepción Martínez de Hervás o, si se quiere, Mariquita, que es el apodo con el que la llaman.

Así lo cuento.

FAMILIA MARTÍNEZ DE HERVÁS DE MOLINA Y DE MADRID


PERSONAJES REALES

FAMILIA MARTÍNEZ DE HERVÁS DE MOLINA Y DE MADRID

Pedro, casado con Catalina de Madrid y Campos, naturales de Ugíjar (Granada) en 1732.

Hijos: María Gabriela, casada con Juan de Menica; Teresa (casada con Guillem Roca Palou, primo de Margarita Frau Roca); María Concepción (casada con su primo Manuel Pérez Martínez de Hervás); María Josefa, casada con León Guerrero; Luis (casado con Margarita Frau Roca); José (primero casado con Lucía Rita Delgado y Ruiz de Soria, segundo con Louise Dèhat de Longuerie).

Luis o don Luis (hijo de Pedro), el padre de familia en la novela. Natural de Ugíjar, vive su juventud en Madrid. Destinado en Palma de Mallorca, se casa con Margarita Frau y Roca, mallorquina (en la novela, doña Margarita), en 1779.

Hijos: Pedro, Catalina María (casada con Juan Rosselló y Bassa), Ramón (casado con su prima hermana Catalina Frau Armendáriz) en 1816, Luis (casado con su prima, Ana Luisa Martínez de Hervás Dèhat de Longuerue), Margarita (casada con José María de Bruelos Beltrán) en 1814 y Mariquita (casada con Miguel Alemany y Hurtado de Mendoza) en 1813.

Teresa Roca Martínez de Hervás, sobrina que vive con los Martínez de Hervás, hija de Guillem Roca Palou y Teresa Martínez de Hervás.

José, marqués de Almenara (hijo de Pedro).

Hijos del primer matrimonio: José, María de las Nieves (casada con el Mariscal Duroc, duque de Frioul), en 1802; Pablo José (casado con Amelie de Villaminot).

Hijos de la segunda boda con Louise Dèhat de Longuerie: Ana Luisa (casada con su primo hermano Luis Martínez de Hervás Frau) y Carlos José Adolfo.

FAMILIA ALEMANY Y HURTADO DE MENDOZA

Pedro Jerónimo Alemany, padre de familia, casado con Magdalena Hurtado de Mendoza.

Hijos: Jerónimo, Magdalena, Miguel (casado con Mariquita Martínez de Hervás).

FAMILIA FRAU Y ARMENDÁRIZ

Bernardo Frau Roca, hermano de Margarita Frau Roca.

Anatolia Armendáriz Tarazona, mujer de Bernardo Frau.

Hijos: Vicente, Catalina (casada con su primo hermano Ramón Martínez de Hervás Frau) Bernardo.


PERSONAJES FICTICIOS

FAMILIA HURTADO DE MENDOZA

Miguel Hurtado de Mendoza, soltero, hermano de Magdalena Hurtado de Mendoza, padrino de Miguel Alemany Hurtado.

Bárbara Hurtado de Mendoza, hermana, casada con Andrés González de la Torre. Hijo: Pedro.

Catalina Hurtado de Mendoza, hermana, casada con Sebastián de Adrover. Hijo: Jerónimo

Madó María, ama de llaves de Martínez de Hervás

Francisco Berga, primo de Miguel Hurtado de Mendoza, viudo. Hijo: Juan. Secretario: Antoni. Ama de llaves: Madó Catalina.

Magdalena de Perellada, prima de Juan Berga, casa con él en 1779.

Madó Francina, ama de llaves de casa Alemany.

Amigas de Margarita Martínez de Hervás:

Antonia de Montcada (Tonina)

Isabel de Verger

Francisca de Alós

Luisa de Magraner

Amigos de Ramón Martínez de Hervás:

Ernesto Casarioga (servil)

Ignacio Puigmayor (negro)

Enrique Santandreu (negro)

Pablo Monteslar (servil)

Amigos de Miguel Alemany

Joaquín de Verger (servil)

Cristóbal Montolíu (negro)

Vicente de San Carlos (servil).

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José Martínez de Hervás, retrato de Vicente López y Portaña

Se conserva en el Meadows Museum (Dallas, Texas)

1

*** Madrid, 17 de septiembre de 1830.

Para D. Ramón Martínez de Hervás.

Querido Ramón:

El día quince tuve la desgracia de perder a nuestro amado tío, mi padre y todo mi consuelo. Es una gran pérdida para nosotros, sobre todo para mí; es irreparable. Ya sabes que a su sombra me sentía segura porque era la única persona que me socorría. ¿Qué haré ahora para mantener a estos dos desgraciados hijos míos, pues no tengo más qué los cuatro reales que me da Luis, que solo bastan para pagar el cuarto? El trabajo de mis manos no me alcanza para subsistir ni en la mayor escasez. Qué desgraciada soy, querido hermano; créete que deseo acabar de existir, pues ya no puede haber desdichas superiores.

Te diré que mi tío ha muerto con setenta años de un ataque apopléjico que le dio a las dos de la noche y expiró a las once y media de la mañana siguiente sin dar lugar más que a recibir la extremaunción.

Recibí tu última del diez. Quedo enterada de lo que en ella me dices y haré por ver al señor Melgar el primer día que salga, porque he estado cinco días en cama, y te diré cuanto ocurra sobre el particular. Ya habrás recibido mi contestación a otras dos anteriores.

Abraza a tus hijos, saluda a tu mujer y recibe el cariño de tu desgraciada hermana.

 

María de la Concepción Hervás.

Palma, 1793

María de la Concepción Martínez de Hervás era la sexta hija de don Luis. A la hora en que nació, una fría madrugada de finales de enero de 1793, las campanas de Santa Eulalia comenzaron a tocar. Su toque pausado anunciaba una lúgubre presencia de muertos. Ese día los campanarios de todas las iglesias de todas las ciudades repiqueteaban a la vez.

Los portales de las casas se abrían y gentes de diferente condición social se echaban a las calles, algunos a medio vestir, en camisa, otros con los zapatos desabrochados. Enseguida los corrillos dieron pie a toda clase de chismes. Se decía que el mandato se debía al señor obispo por la epidemia de cólera, y también hubo quien aseguró que era porque había muerto de tisis hética doña Magdalena de Bordils. «¡Pero si doña Magdalena murió hace catorce años!».

—¡Silencio! —gritó una voz—. El párroco ha salido y está en la escalinata.

En la calle del Sol, la comadrona, Coloma Martorell, dejó un momento sola a la parturienta para ir a ver qué ocurría. Más de cincuenta personas se apretaron en la plaza de diez metros de largo esperando ver al señor cura para oír el comunicado. El pánico se notaba en los rostros de los oyentes, pero pronto se calmó después de estas palabras.

—¡Palmesanos! Un correo recién llegado de París nos acaba de dar la triste noticia: el rey de Francia, Luis XVI, ha sido guillotinado por su pueblo. Os exhorto a rezar una oración por su alma.

Muchos de los presentes respiraron tranquilos. Francia quedaba muy lejos y su rey no les importaba demasiado, por no decir nada. Ellos tenían a Carlos IV y a la reina María Luisa. Decían que el que mandaba en España era su amante, Godoy, un exguardia de corps que había ascendido como las pompas de jabón. A algunos les hubiera gustado que el guillotinado fuera el Secretario de Estado, el odiado Godoy, que manejaba a la reina para sus propios intereses.

—Carlos IV se pasa los días en Aranjuez cazando faisanes y la reina pariendo. Si en España fuéramos como los franceses, no estaría ese intrigante incordiando todavía y llenando la casa real de bastardos.

—Pronto cambiará todo.

La frase se había pronunciado a media voz, como si esa persona estuviera al tanto de los secretos de Estado y estuviera informando de una noticia nueva. Miguel Hurtado de Mendoza volvió la cabeza, pero solo vio una multitud que se dispersaba y se retiraba a sus casas respectivas. Miró la hora en el reloj de la iglesia, estaba a punto de dar las seis. Comenzó a caminar por las callejuelas laterales con pasos cortos, tal vez para que el recorrido se hiciera más largo.

Era alto y flaco, tenía la nariz afilada y se consideraba madrugador, más por instinto perfeccionista que por su carácter calmoso, aunque ambas cualidades formaban un todo integral en su manera de actuar. «Si me levanto tarde,», decía, «es imposible que algo me salga bien». Vivía frente a la iglesia, en una mansión que daba a dos plazas y dos calles. Era el pequeño de ocho hijos, tres varones y cinco hembras. Sus dos hermanos mayores murieron de tercianas con veinte y diecinueve años y dos niñas, al nacer. Ahora quedaban cuatro hermanos. Él acababa de cumplir cuarenta cuando el juez le declaró heredero universal. De esto hacía dos años y no sabía qué hacer con su hacienda.

No se había casado y constituía un problema añadido a los muchos que tenía. Si moría sin descendencia, todo pasaría a la hermana mayor, o mejor, a los sobrinos, y se perdería el apellido. Durante generaciones el apellido se había mantenido. No le importaba, lo prefería a tener que buscar una muchacha joven que le diera hijos. Era, por encima de todo, tranquilo, comodón y tímido. Su vida se colmaba con su entrega total a la Sociedad Patriótica Mallorquina de Amigos del País, también llamada Sociedad Balear, de la que era socio de honor y director, y sus visitas esporádicas a las mujeres de vida alegre.

Mientras caminaba por la plaza del Peix de la Paia, meditaba satisfecho por la difusión de la noticia. Floridablanca, antes de ser destituido, había prohibido la entrada de personas, libros, periódicos o noticias que fueran favorables a los avances de la Revolución Francesa. La caída del rey guillotinado en la Bastilla era un duro golpe para la monarquía. El acierto del anterior Secretario de Estado fue acogido con agrado por el valido de la reina María Luisa. Ahora, con el comunicado en las iglesias, Godoy podría tomar represalias contra los que lo habían infiltrado. Aunque todo quedaría en suposiciones y los culpables nunca serían detenidos. El poderoso duque de Alcudia, socio de la Sociedad Matritense de Amigos del País, nunca sospecharía que los autores de la desobediencia venían desde la misma sede de la Sociedad, ni que secretamente habían dado la orden de divulgar la mala nueva. Él lo había jurado, como los demás miembros. Llegaba el momento de desprestigiar el desorden de palacio y de echar a don Manuel.

Volvió sobre sus pasos y se acercó a la plaza de santa Eulalia. Los mercaderes acababan de montar los puestos del mercado. A continuación de las cajas de verduras se extendían varios tableros con jaulas de conejos, pollos y gallinas. Se detuvo ante la casquería. Varias mujeres observaban el precio de la sangre y el hígado de cordero y regateaban para obtener el mejor coste. No estaba permitido vender las entrañas separadas del animal, sin embargo, se hacía la vista gorda desde que el edil del ayuntamiento fuera un amante incondicional del frit,1 mallorquín.

—A ver si el frito me va a salir por un ojo de la cara. Ponme medio quilo de cada y date prisa, que los señores desayunan a las diez y a este paso no tendré tiempo de cocinarlo —quien expresaba esto era una payesa de cara redonda que servía como cocinera en casa de los Martínez de Hervás.

—No remuguis, te llevas un mondongo que ni para el rey ese que han matado. ¿Cómo han dicho que se llama?

—Luis no sé cuántos. Anda, que pronto lo han liquidado; esos franceses sí que tienen agallas, no como los de aquí, que parece que no tienen sangre.

—Como tú y como yo. ¿O es que no eres mallorquina? No digo que los forasteros no se anden con chiquitas, pero ¿a mí qué me da si le han rajado el cuello o se lo han cortado? No sé a qué ha venido tanta bulla.

—Para bulla la que hay en casa de mi señora. Acaba de tener una niña, es la sexta de los hijos, con esta son tres las hembras y para darles dote a todas se necesitan muchos reales.

—Digo yo que lo más importante será casarlas con gente de aquí. He oído que don Luis es forastero, de Madrid, y no le va a ser fácil.

—¡Qué sabrás tú! La mujer de don Luis, doña Margarita, es mallorquina de pura cepa y muy rica, y él, aunque sea de fuera, es noble por los cuatro costados. Bueno, me voy antes de que madó2 María me eche la bronca. Bon dia tenguis.

—Tenguis, mujer, y no te agobies, que no es para tanto.

A Miguel le encantaba escuchar las conversaciones de los menestrales y los criados, pensaba que de ellos se aprendía la baja política de barrio, tenían una filosofía de la vida llana y espontánea; no como los señoritos, que se les iban las ideas en disimulos y en buenas palabras. Se dirigió a la calle de Sans, donde un empleado de Can Joan de S’aigo abría las puertas de madera pintadas de verde. Sobre el marco se extendía una cenefa de azulejos blancos que mostraban el nombre del establecimiento escrito en azul añil bien visible. Debajo se leía: «Casa fundada a l’any 1700».

Entró en el salón comedor. Era el primer parroquiano de la mañana. Ocupó una de las mesas redondas de mármol, junto a la ventana, y aspiró complacido el olor a chocolate caliente. Un camarero que secaba las jícaras de cerámica se le acercó.

—Buenos días, don Miguel. Hoy ha madrugado vuecencia, ¿no será por el escándalo que han armado los campanarios de las iglesias? Demasiado ruido para una noticia que no nos importa. Si se hubieran cargado a don Manuel, pero ese es demasiado listo y la reina está encoñada con él.

—Tened cuidado con lo que decís, más vale que nadie os oiga.

—¿Quién me va a oír si estamos solos?

—No os fieis, hay espías donde menos os imagináis.

—Bueno, por lo menos no está mal que vean lo que le ha pasado al francés, que tengan miedo.

—Eso esperamos todos. ¿Me traéis lo de siempre? —cortó al ver entrar a don Francisco Berga.

—Ahora mismo, señor.

El recién llegado se sentó muy cerca de Miguel. Ambos se saludaron con una inclinación de cabeza, sin pronunciar palabra. El camarero apareció con el desayuno acostumbrado: chocolate a la taza, dos ensaimadas y un cuarto. El chocolate era la bebida de los ricos; en algunas casas se permitía a los criados probar un poco antes de servirlo, eso era un privilegio para ellos.

—El que haya sido no tiene vergüenza —Francisco Berga estaba indignado y parecía que hablaba solo.

Miguel lo miró condescendiente.

—Vamos, que no es para tanto. ¿Se imagina que va a cambiar algo? Todo seguirá igual, no hay motivos para preocuparse.

—¿Que no hay motivos? Mañana saldrá en el Diario Balear y lo peor es que cunda el pánico. ¿Y si al pueblo le da por amotinarse? Su cabeza caerá, igual que la mía, don Miguel, y la de todas las personas de bien.

—Haría mejor preocupándose por los asuntos de Godoy en lugar de pensar en nuestras cabezas. Créame, don Francisco, las cosas andan bastante mal en la Corte. Fíjese lo que le ha pasado a Cabarrús por culpa del conde de Lerena. Todavía sigue en la cárcel, ha sido una campaña infame contra él.

—Yo no le veo muy limpio, qué quiere que le diga. Los que le defienden son esos masones librepensadores. Por algo los condenó Benedicto XIV hace cuarenta años y hace poco León XIII. Me alegraría que cayeran en manos de la Inquisición.

—Don Francisco, en Mallorca no hay masonería. Supongo que se refiere a las sociedades secretas económicas y no veo qué daño pueden hacerle al pueblo.

—Ah, ¿no? Meterles ideas revolucionarias para derrocar a la monarquía, eso es lo que hacen.

Miguel no podía seguir escuchando. Se incorporó, hizo un saludo con el sombrero y salió a la calle.

Don Francisco Berga era un mallorquín clásico, conservador, adicto al Antiguo Régimen, católico de golpe en el pecho y de misa diaria, aunque esta conducta no estaba reñida con la visita a algún burdel una vez al mes. Odiaba a los ilustrados y sus ideales libertarios. Le echaba la culpa de los males del reino a la Sociedad Matritense, que extendía sus tentáculos a las provincias de España. Vestía a la antigua, con calzón, chupa y casaca. Vivía frente a la chocolatería y, desde que murió su sufrida esposa, doña Ana, se aficionó al desayuno del establecimiento, al que acudía cada mañana. A las dos hijas mayores las había casado bien, con mayorazgos de buena casa. El menor, el hereu, habitaba con él en la mansión familiar. Aún seguía soltero y eso le preocupaba. Conocía a varias jóvenes hijas de familias ricas que podían aportar una dote cuantiosa al patrimonio. Su hijo no acababa de decidirse, a todas les encontraba defectos. De una decía que iba encorvada de espalda, de otra que era demasiado alta y corpulenta y de la última que era bonita, pero solo hablaba con monosílabos.

—¿Para qué quieres que diga más? En el matrimonio lo importante es copular con la mujer para que traiga hijos al mundo.

Se desahogaba en la sacristía después de misa con don Emilio, el canónigo de la catedral.

—Dé una fiesta en su casa, invite a las señoritas que a usted más le agraden como futuras nueras. Siendo para una buena causa, no es pecado bailar. Dígale a don Juan que tiene obligación de elegir a una de ellas, demuéstrele que es condescendiente y que le da plena libertad; ya me entiende, una libertad condicionada.

Francisco Berga meditaba esas palabras camino de su casa. Llevaba media hora larga dándole vueltas al consejo de don Emilio. Desde que murió su mujer hacía tres años, los salones permanecían cerrados y los muebles se habían cubierto con sábanas blancas, los amortajaron igual que a la dueña. Nadie se ocupaba ya de recibir visitas y mucho menos de dar fiestas.

Llegó al portal, empujó la puerta de madera maciza que estaba entreabierta, subió sin descansar hasta el primer piso, tiró de la cuerda de la que colgaba la campanilla y la hizo sonar. Abrió madó Catalina, el ama de llaves.

—¿Cuánto tiempo hace que no entráis en el salón azul? —se lo dijo así, en cuanto la vio, sin más preámbulos.

 

—¿Por qué lo pregunta, señor? Vuecencia dio la orden de que no se acercara ninguno de nosotros después del entierro de doña Ana.

—Es cierto —dijo apoyándose en el sillón frailuno del recibidor.

—¿Se encuentra bien, señor?

—No me pasa nada, lo único que me ocurre es que tengo que tomar una decisión importante. ¿Se ha levantado ya don Juan?

—Sí, señor, hace rato que ha almorzado.

—Si pregunta por mí, decidle que estoy en mi despacho.

Bajó hasta el hermoso patio; tenía forma hexagonal con el suelo recubierto de canto rodado. Lo circundaban seis columnas góticas. Detrás de la escalinata se situaban las caballerizas; en el extremo derecho, a la entrada, dos escalones conducían a una puerta que comunicaba con su despacho. Enfrente, y de iguales proporciones, se ubicaba el de su único hijo varón.

El estudio estaba decorado con tapices del siglo XIV. La gran mesa de cerezo daba la espalda a la ventana de vidrios emplomados de colores. Acercó el sillón y se dispuso a revisar los documentos con los últimos censales. Abrió varios cartapacios en los que su secretario había anotado los detalles de los movimientos de las cosechas. Unos golpes en la puerta interrumpieron su tarea.

—Adelante —respondió reconociendo enseguida la forma de llamar—, pasa.

Don Juan era un joven alto y desgarbado, débil de salud y mente despierta. Tenía el pelo rojizo y rizado, los ojos y la boca grandes. El conjunto de facciones y la figura le daban un atractivo especial que gustaba a las damas.

—Siéntate —ordenó don Francisco.

Obedeció sin chistar, como tenía acostumbrado.

—Usted dirá, padre.

—Hijo, es hora de que tomes una mujer por esposa. Te he hablado otras veces de algunas doncellas que me parecen muy convenientes. Piensa que nuestro linaje y el apellido deben perpetuarse, por lo que has de entroncar con una casa rica —dijo esto sin atender a las muestras de interrupción de su interlocutor—. Pienso dar una fiesta e invitar a todas las fortunas casaderas de Palma. Entre ellas habrá alguna que sea de tu gusto.

Don Juan se puso pálido. No podía decirle que no sentía deseo por ninguna joven. Recordaba cómo se sonrojaba delante de Antonio, el secretario de su padre, y los escalofríos que le recorrieron el cuerpo el día en que al pasar junto a él le rozó la mano. Solo tenía tres años más que él y, cuando nadie se daba cuenta, se miraban intensamente.

—Quisiera esperar un poco más, no entiendo por qué tantas prisas.

—Me voy haciendo viejo y me gustaría ver correr a un pequeño heredero por las habitaciones. Si no te decides, lo haré yo. Tu prima Magdalena es guapa y conoce todas las obligaciones de la perfecta mujer de su casa. Ya sé que me vas a decir que se pasa el día en la iglesia, pero puedes resarcirte buscándote una querida. Eso no está reñido con el matrimonio.

Don Juan esperaba que se abriera una brecha en el suelo para hundirse lentamente y desaparecer, pero era pedir lo imposible. Sabía que tarde o temprano su padre le hablaría del asunto. Hasta aquel día pudo esquivar sus proposiciones, primero con la excusa del luto por la madre, luego por no sentirse preparado, y ahora le faltaban los argumentos. Asumió su destino con resignación. Le repugnaba el sexo con las mujeres y se veía obligado a aceptar. Se puso en pie y se despidió.

—Si no quiere usted nada más, me retiro. Tengo trabajo que hacer.

—Tenemos trabajo los dos. Voy a empezar a organizar el festejo. Le diré a madó Catalina que se ocupe de poner a punto los salones y el mobiliario. No hay mucho tiempo, tiene que celebrarse antes de la Cuaresma.

2

Miguel Hurtado conocía a Francisco Berga desde que tenía uso de razón. Era pariente por parte de madre y diez años mayor. De pequeño le llevaban a visitar a los tíos. Nunca soportó a esa familia, demasiado artificial, siempre pendiente del qué dirán, simulando modestia y honradez. Las mujeres pasaban la tarde rezando y los hombres en el casino, jugando o divirtiéndose con las coristas. Pocas veces había hablado con Xisco, el más rancio de todos. Últimamente se veían en Can Joan de S’Aigo y solo cambiaban algunas palabras. Estando en estos pensamientos, llegó a su vivienda de la calle Morey.

Entró en su despacho, acercó una butaquita al canterano con incrustaciones de nácar, tiró de uno de los cajoncitos y sacó un sobre lacrado. En el remite ponía «Melchor Gaspar de Jovellanos». Cogió el abrecartas, lo rasgó y leyó el papel dos o tres veces. Le pedía que no creyese ni una palabra de las consignas que últimamente le comunicaban de la Sociedad Matritense. Desde su retiro en Asturias, las notificaciones a provincias cambiaban continuamente por miedo a las represalias de su actual director, el valido de la reina. No era persona de fiar; se movía según sus aspiraciones y le aseguraba que lo que menos le importaba era que en España el pueblo se amotinara y le cortara la cabeza al rey. Su ambición traspasaba los límites de la moral y de la ética.

Dobló la carta por la mitad y volvió a meterla en el cajoncillo del secreter. Había conocido a Gaspar Melchor en Madrid, en 1782, cuando este puso en marcha el Banco de San Carlos. Asistió a la mayoría de sus discursos, vibró y fue uno más del grupo de jóvenes entusiasmados con sus ideas innovadoras. Deseaba que las Sociedades de Amigos del País se extendieran por toda España. En el tiempo que ocupó el cargo de director de la Matritense, en 1779, le propuso como director de la Sociedad Patriótica Mallorquina de Amigos del País. Recordaba ahora los últimos acontecimientos desde aquel dieciocho de noviembre de 1788 en que Cabarrús leyó en la Sociedad el Elogio de Carlos III pocos días antes de la muerte del rey. Fue una alabanza a una labor digna de un buen gobernante. Al día siguiente de la muerte del monarca, el príncipe de Asturias tomó la corona con el nombre de Carlos IV. Los nuevos reyes recibieron a sus ministros y se estableció que la reina María Luisa tuviera participación en el mando del Estado. Inmediatamente dio orden de que se hiciera cadete garzón de guardias a su protegido Godoy.

El 4 de julio de 1789 fue la proclamación oficial. El ayuntamiento de Palma puso en marcha los festejos con cajas y trompetas y se publicó un edicto para los días once, doce y trece, ordenando que se adornaran con colgaduras las paredes y las ventanas de las casas, que se tuvieran limpias las calles y que de noche las mantuvieran debidamente iluminadas. En el Borne se levantó un arco de triunfo con las efigies de Carlos IV y doña María Luisa de Parma; la nobleza, el clero, los gremios, todos participaron de las fiestas, asistieron a las representaciones teatrales y vibraron con los actos religiosos en la catedral. El colorido, las luces, la magnificencia de las carrozas y de las pinturas alegóricas duraron más de una semana. Se hizo como se había mandado y, mientras hacía el recorrido el marqués de Villafranca, el pueblo se apretujaba con gritos de «¡Viva el rey!».

El pueblo siempre reaccionaba a favor de la Corona. Miguel lo había comentado muchas veces con su amigo Gaspar Melchor. Con él mantenía una estrecha correspondencia. Su destierro en Asturias, a raíz del encarcelamiento de Cabarrús, no impidió que en sus cartas le pusieran al día de los desmanes de la Corte. Carlos IV constituía un engaño para los españoles. Era débil de carácter e inculto. Se dejaba manejar por el ambicioso Godoy y por los favorecidos de la reina, que hacían y deshacían a su antojo. Entre ellos, el conde de Lerena hizo caer a Floridablanca y después se ensañó con el banquero Cabarrús, al que odiaba profundamente. Lerena no soportaba su gran cultura, ni sus ideas progresistas en las que criticaba la labor del gobierno. Le acusó de prevaricación y enriquecimiento injustificado y lo encarcelaron.

Miguel repasó uno de los escritos de Jovellanos hablando del conde. Decía que era un hombre «iliterato, falto de toda especie de instrucción y conocimiento en todos los ramos y de toda incivilidad». Afortunadamente había muerto hacía un año y era muy probable que a Cabarrús lo indultaran y Jovellanos regresara a Madrid.

Era consciente de que comenzaba una etapa difícil. En Francia se habían perdido los ideales de la Revolución. Se mandaba a la guillotina a cualquier sospechoso, incluso a los que la promovieron. Se vivía con miedo, recelaban unos de otros, nadie se salvaba de caer en manos del odio del pueblo. Le habían llegado noticias de que en las cárceles no se cabía y, para hacer sitio, cada día se cortaban cabezas. Mientras tanto, en España la corrupción de la Corte iba en aumento, las colonias se abandonaban y la pobreza y la miseria cada vez eran mayores. Personas como su buen amigo Gaspar Melchor podían salvarla de la ruina. Esperaba que se reuniese la próxima junta de la Sociedad Patriótica de Amigos del País para leer el primer punto del orden del día. Era necesario aceptar los postulados del Plan de Instrucción Pública que acababa de leer, y proponer que se aprobara la libertad de opinar, de escribir y de imprimir. Podía ser una bomba si llegaba a oídos de los realistas del Antiguo Régimen.