El círculo prohíbido

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Poco a poco, Teresa revivió con las primas Hervás. Todos se volcaron y la trataron como a una hermana, eran cariñosos, y enseguida se sintió como una más de la familia. Había aprendido a bordar, era una de las aficiones que más le distraía, eso, y jugar con Mariquita a veces, cuando no se dedicaba a hacer trastadas. Ahora acababa de irrumpir en la habitación buscando algo que había perdido.

—¿Alguien ha visto mi caja de cintas?

—Nadie ha visto nada, deberías ser más cuidadosa. Pronto podrás bordar con nosotras, ya te vas haciendo mayor —le indicó Margarita, la hermana.

—Me falta un año para cumplir los diez, aún puedo jugar con mis muñecas.

—Pues aprovecha, madre dice que pierdes el tiempo demasiado y que es hora de que empieces a ser una mujercita.

María Concepción iba a responder indignada, Margarita siempre se metía con ella y estaba harta. La madre intervino para evitar discusiones.

—Déjala, todavía es una niña. —Luego cambió de conversación—. Vuestro padre ha respondido a la invitación para asistir a los bailes de gala que se celebrarán en Barcelona, en el palacio real. Aún faltan más de cinco meses y debemos elegir los vestidos que vamos a llevar.

A las dos hermanas mayores se les iluminó la cara. Era un acontecimiento extraordinario. Tanto don Luis como doña Margarita sabían que esas ocasiones no debían desperdiciarse nunca cuando se tenían varias hijas casaderas.

—¿Yo también voy a ir al baile?

—No, Mariquita, no es un baile para ti. El día que cumplas quince años te prometo que te llevaremos a cuantos nos inviten; te quedarás con Teresa, que tampoco tiene la edad. No te preocupes, tus hermanas te lo contarán todo.

—¿Con detalles?

—Claro, con detalles.

—Bueno, esperaré —respondió resignada—. Si veis a algún muchacho guapo, le dais un beso de mi parte.

—¡Qué cosas dice esta niña! A los muchachos no se les besa, lo haría si no estuviera mal, no creas. De todas formas, si algún joven me gusta, le enviaré un beso de mentirijillas.

La madre sonrió, recordaba sus tiempos, cuando tenía los años de Margarita y conoció a Luis, ahora le tocaba a ella. Era la segunda de sus hijas y la quinta en el orden por nacimiento. Estaba a punto de cumplir los dieciséis. Su belleza comenzaba a sobresalir sobre las demás, aunque todos decían que la pequeña la aventajaría. Las chicas discutían y decidían quién encontraría novio primero, como si asistir a la próxima fiesta fuera definitiva en la elección de marido. Sus risas se esparcían por la sala contagiando esa alegría de la juventud que todavía no sabe qué destino le aguarda. Dejó la labor sobre la falda y cerró los ojos.

No estaba cansada, solo necesitaba un respiro para pensar en las mujeres de la familia. Catalina María había cumplido veintiuno y llevaba camino de la soltería por ser la menos agraciada. Sabía que su carácter adusto espantaba a los petimetres, aunque, ¿quién sabe?, pensaba, en Barcelona conocería a gente nueva y a lo mejor encontraría algún pretendiente. Tampoco le importaba mucho. Una mujer soltera sería su apoyo cuando le faltaran las fuerzas.

Teresa Roca Martínez de Hervás, la sobrina, tenía catorce años. Había vivido con su abuelo Raimundo Frau desde los once, desde que murieron sus padres de una epidemia de cólera en Madrid. La madre, Teresa Martínez de Hervás, era hermana de su marido y se había casado con Guillem Roca, su primo. Don Luis había decidido prohijarla. Era tranquila y soñadora, le gustaba leer y pintar. Con ella siempre había paz. Tenía una mirada dulce y afable, los que la conocían, la adoraban.

Margarita, la hija rebelde, no paraba hasta salirse con la suya, le preocupaba su carácter. En cambio, Concepción, la pequeña, era un terremoto, en un momento la llenaba de besos para luego salir corriendo detrás del gato y tropezar con todos los muebles que tenía al paso.

Don Luis interrumpió sus pensamientos al entrar precipitadamente.

—¿Cómo están mis mujercitas? —dijo besándolas.

—Hoy llegas antes, ¿ha habido algún problema?

—Nada importante, mejor dicho, nada que les importe a las niñas.

Ellas entendieron la indirecta y salieron de la habitación, no era la primera vez que los padres deseaban hablar en privado y conocían su deber a pesar de morirse de ganas de enterase. Doña Margarita lo miró con ansiedad.

—¿En serio no tiene importancia?

—No solo no la tiene, sino que es una buena noticia. Me han ascendido a Administrador de la Real Hacienda en Lérida. Me reclaman los documentos de Interventor de Correos para cotejarlos, ya sabes que oficialmente estoy destinado allí, y también la presentación de los papeles en los que consta mi nobleza de sangre.

»Tengo que marchar cuanto antes —prosiguió— y regresaré después de tomar posesión, una vez arreglado el papeleo. Supongo que en veinte días me incorporaré a mi nuevo destino. Mi sobrino Manuel que, como sabes, es abogado de los Reales Consejos, irá tramitando desde Madrid los mismos documentos para Ramón el próximo año, cuando solicite el título de funcionario de la Estafeta de Correos. Solo necesitará compulsarlos junto con el certificado de nobleza. Mientras, debe acabar los estudios en Alcalá.

—Sí, es una buena noticia. Lo que no entiendo es que cada vez que te promueven a un nuevo cargo tengas que demostrar tu nobleza de sangre. Lo saben de sobra y te obligan a pedir otra vez los papeles con todas las molestias que supone.

—Es cierto, Margarita, así son las cosas. —Luego, advirtiendo la amargura en su rostro, la animó—. No te preocupes, pienso pasar aquí el tiempo que me permita el trabajo. Te quedarás con Luis, nuestro hijo, que ha cumplido diecisiete años y ya es un hombre.

—Tendrás que coger un laúd que vaya a Barcelona y luego una diligencia hasta Lérida, es un trayecto pesado —disimuló su disgusto con evasivas, sin dar a entender lo que le molestaba. No se hacía a la idea de separarse de Luis, y más por un motivo que consideraba innecesario. Los despachos estaban llenos de incompetentes y prefería callar su opinión.

—Este viaje lo he hecho otras veces, sé lo que tengo que hacer.

—¿Cuándo te vas? —fue lo único que se permitió decir.

—Había pensado mañana, si no, en cuanto haya un patrón disponible.

—Diré que te preparen ropa de abrigo. Las primaveras allí son muy frías.

—Sí, y también algo para soportar el calor, ya que viviré en esa ciudad algunos meses. Lo mejor será que me lleve un baúl con todo lo que quepa.

—Siempre creí que podías ejercer el cargo desde aquí.

—No, Margarita, esta vez no. —Luego, la miró con ternura y continuó—. Los hijos son bastante mayores para que los dejes un tiempo de vez en cuando y vayas a hacerme compañía.

—Realmente, la buena noticia viene acompañada de otra mala —contestó.

Era la hora del almuerzo. La doncella había anunciado que la comida estaba en la mesa. Se dirigieron al comedor. Las niñas esperaban para sentarse. Mariquita estaba impaciente, quería averiguar de qué habían hablado los padres.

—¿Se puede saber ya por qué nos habéis hecho salir?

Margarita le dio una patada por debajo de la mesa a su hermana y Mariquita ahogó un grito. La madre advirtió la maniobra, miró con severidad a las hijas y, antes de que respondiera con una reprimenda, don Luis agregó.

—Sí, os lo voy a decir. Me dan un destino mejor y no tengo más remedio que marcharme a Lérida.

Mariquita sonrió a su padre. Era el que la defendía siempre que se metía en líos o se comportaba de manera imprudente.

—¿Se va a quedar a vivir allí, padre?

—Solo algunas temporadas, hija, iré y vendré. De momento, voy a recoger unos papeles.

—¡Qué bien! —lo dijo sin saber si era o no conveniente.

Nadie respondió. Doña Margarita rompió el silencio, desviando el tema.

—Creo que los festejos por la boda del Príncipe de Asturias en Barcelona van a ser sonados. Catalina y Margarita tienen mucha ilusión de asistir al baile de palacio. Irá toda la Corte y la nobleza; una ocasión así no se presenta todos los días.

—Sé de buena tinta que han aconsejado a la duquesa de Borbón y al conde de Conti que residen en Barcelona, que salgan antes de que lleguen los monarcas para no entristecerles al recordar la mala suerte de Luis XVI. A la duquesa de Orleáns se le permitirá que permanezca en Figueras —era la primera vez que el joven Luis abría la boca.

Todos le miraron extrañados por la noticia.

—¿De dónde has sacado la información? Que yo sepa ni en la Sociedad, ni los periódicos hablan de eso.

—Padre, sabe que me escribo con mi primo José y, aunque tiene tres años más que yo, somos amigos. El tío José vive en Francia. Es adicto a Napoleón y la mano derecha de Godoy que, además, le acaba de conceder el título de marqués de Almenara. Está enterado de todo lo que se cuece en la política, por decirlo de algún modo. De hecho, quiere convencerme para que entre en el ejército y colabore en la diplomacia entre Francia y España.

Don Luis no salía de su asombro ante la pretensión de su hijo. Sopesó sus palabras y le parecieron sensatas. Su hermano José se había colocado en la Real Hacienda, como él, y había logrado una carrera brillante al permanecer en Madrid. Su amistad con Godoy a través de la Sociedad de Amigos le había valido su ascenso. Eso y su diplomacia en las negociaciones para la Paz de Basilea. Conocía sus dotes, era inteligente y ambicioso además de buen conversador, buen orador y, sobre todo, buen diplomático. Su mujer, Rita, había muerto de parto en 1790. Se quedó viudo, con tres hijos. Sus continuos viajes a Francia le obligaban a dejarlos en manos de diferentes amas y nodrizas. Luego decidió establecerse en París en 1796, donde sus buenas relaciones con Napoleón le ayudarían a colocar bien a sus vástagos. El mayor, José, había heredado las dotes del padre. Tenía don de gentes, era despierto y hablador. Godoy no tardó en nombrarle oficial de embajada en París. La segunda, María de las Nieves, era una belleza morena que despertaba admiración en cuantos la veían. Su padre la había puesto interna en la Maison d’Éducation de Madame Campan. En Saint Germain se hizo íntima amiga de Hortense de Beauharneais, la hija de Josefina. A Pablo José, el tercero, le buscó otro internado en Lyon.

 

Don Luis meditaba que la decisión de su hijo era inmejorable por ser el segundo hijo varón y no verse en la obligación de perpetuar la rama, como le ocurría a Ramón, el mayor desde que murió Pedro en 1798. No le cabía duda de que al lado de su hermano José se le abrirían todas las puertas. Cuando llegó a París con el cargo de Comisionado del Banco de San Carlos y del Real Giro, no suponía que en poco tiempo le nombrarían Miembro de la Junta General de Comercio y Moneda y Consejero de Hacienda.

Hacía dos años que se había comprado el palacio del Infantado, en la calle Saint Florentin, que pasó a llamarse L’hôtel Hervás. Lo había decorado con un lujo principesco y como tal vivía. Allí mismo estableció su propia Banca española, a medias con el duque de Osuna. Era la primera fundada en París. Se acababa de casar con Louise Déhat de Longuerue, hermana del marqués de Longuerue y miembro del gabinete de Napoleón. Todo le sonreía y, para mayor suerte, el general Duroc, héroe reconocido en las batallas junto al primer cónsul, acababa de solicitar la mano de María de las Nieves. En una carta le había comunicado que la boda se celebraría en agosto y, aunque solo tuviera catorce años, era toda una mujer, inteligente y muy hermosa.

Recordaba los tiempos de su adolescencia en Ugíjar, los dos soñaban que algún día serían personas importantes. Lo había conseguido José con sus aptitudes, no le cabía duda. Él, en cambio, cuatro años mayor y el heredero, comenzó su carrera muy joven como Oficial Primero de Correos de Lérida y su partido de Albarracín. Prometía llegar alto y renunció por amor. En Madrid, el conde de la Cueva, amigo de su padre, le ofreció la administración de sus bienes en Mallorca y él aceptó para vivir con Margarita. Ahora regresaría a Lérida y aceptaría el título de Administrador de Correos presentando una vez más sus documentos de nobleza. Se alegraba de que su hijo Ramón fuera nombrado el próximo año Intendente y Contador Oficial de Correos, así perpetuaba la carrera que había elegido Pedro, su padre, para todos los hermanos y nietos.

Habían terminado de comer, don Luis sacó su reloj de bolsillo: eran las dos y media, la hora de la tertulia en la Sociedad. Los hijos habían pedido permiso para retirarse, solo quedaban él y su mujer. Se incorporó del asiento, le dio un beso y se dirigió hacia el vestíbulo.

—¿Llegarás muy tarde? Mañana tendrás que madrugar y me gustaría charlar un rato antes de acostarnos.

—No te preocupes, hoy vendré pronto.

Bajó los escalones de marés y admiró una vez más la balaustrada calada de estilo gótico. Le gustaba su casa con el patio bordeado por el claustro de tracería y el artesonado mudéjar de madera policromada del siglo XIV. Se sentía eufórico, volvían a solicitarle que ocupase su destino en Lérida con un ascenso importante. No le había querido decir a Margarita que no regresaría a Palma tan pronto como deseaba. Ahora iría a presentarse, luego, ya vería cómo se lo explicaba. No descartaba la idea de trasladarse allí con la familia. Era un asunto difícil, ella no estaría dispuesta a abandonar su vivienda ni su isla. Atravesó el patio y salió a la calle. En diez minutos llegó a la sede de la Sociedad de Amigos del País.

Saludó a Juan Berga, el hijo de Francisco. Este seguía aferrado al Antiguo Régimen, no sospechaba que Juan le había salido tan liberal. Junto a él, un grupo de jóvenes parecía que discutían algo exaltados. Más allá, entre los moderados, distinguió a Miguel Hurtado con su sobrino Miguel Alemany. Había otros corros que hablaban de la próxima llegada de una funámbula que haría furor. Decidió sentarse al lado de Miguel Hurtado. Le interesaban sus opiniones políticas, era una persona que siempre estaba enterada de los últimos acontecimientos.

—¿Qué se dice por Madrid?

—Sé casi lo mismo que usted. Antes me relacionaba con Jovellanos por carta y me ponía al día. Ahora está incomunicado y aquí prácticamente estamos aislados del mundo. Más o menos todo sigue igual, las relaciones con Francia son buenas si nos ponemos en contra de Inglaterra y, si nos asociamos a los ingleses, Francia nos hace la vida imposible.

—Según mi hermano José, Napoleón cuenta con nuestra alianza para luchar contra la tercera coalición formada por Rusia, Austria, Nápoles, Suecia y el Reino Unido y aspira a conquistar este último país.

—Me parece un disparate. La flota inglesa en este momento es muy poderosa, no podemos permitirnos más gastos en otra contienda, no es que quiera quitar el mérito a nuestros marinos que sabemos que están muy adiestrados, solo que no sería recomendable. Tenemos bloqueado el comercio con las Indias, no nos llega la plata, las casas comerciales y las de seguros de Cádiz han quebrado; Cataluña tiene reducidas sus manufacturas y el pueblo está muerto de hambre; las enfermedades se ensañan con las tropas, la viruela y la tisis están acabando con gran número de personas y ahora, por si fuera poco, la fiebre amarilla de Andalucía se añade a las penurias. Desde la última mala cosecha del noventa y siete no levantamos cabeza. Bonaparte quiere dominar el mundo; Godoy se muestra simpatizante con los ingleses, opino que Napoleón intentará impedírselo.

—Don Manuel es tan ambicioso o más que el cónsul francés. No creo que podamos evitar unirnos a Francia.

—Aunque lo juzguen un desatino, yo confío plenamente en Napoleón —Alemany, el sobrino de Miguel, intervino con apasionamiento—. Él tiene la llave para hacer saltar a Godoy y a los reyes. Debemos terminar con las corruptelas del Valido. Todos esperamos la abdicación de Carlos en Fernando, el Príncipe de Asturias. Como verán, arrimarnos al país vecino solo nos traerá beneficios.

Don Luis y don Miguel miraron sorprendidos a Miguelito Alemany. ¿De dónde habría sacado esas ideas? Cómo se notaba que no tenía experiencia y que su juventud le llenaba la cabeza de pensamientos extravagantes.

—¿A quién te refieres al decir todos?

—Tío, entre los círculos de mis compañeros de la Academia no se habla de otra cosa. Somos un grupo, tal vez exaltado, pero queremos lo mejor para España y Godoy, por muy Príncipe de la Paz que sea, solo ha conseguido aumentar la miseria. Nos engaña con falsas promesas cuando únicamente busca obtener más poder. —Dudó un momento antes de continuar—. En las logias se intenta dar un golpe, no sé cuál.

—¿Te refieres a las logias masónicas? He oído hablar de la de Cádiz, que depende de Francia. En España la Inquisición las persigue.

—A nuestro país llegarán, puede estar seguro, tío. Tenemos demasiadas cosas que reformar, una de ellas es reponer las Cortes Estamentales y otra abolir el Tribunal. Estamos en el XIX, ¿de qué ha servido el Siglo de las Luces si ni el gobierno ni los ilustrados han sido capaces de erradicarlo?

—Sabes que las sociedades patrióticas de Amigos del País lo están intentando.

—La solución llegará por medio de reuniones totalmente secretas. La masonería, a través de su hermandad, puede lograr cambios trascendentales.

Don Miguel no respondió. Se produjo un silencio incómodo, los tres contertulios no deseaban hablar. Cada uno internamente coincidía en lo mismo. En pocos años el mundo había dado un vuelco. Desde la Revolución francesa los estamentos se tambaleaban. La ilusión que pusieron en las sociedades de Amigos del País de las distintas capitales de provincia se desmoronaba por falta de incumplimiento de sus objetivos. ¿Sería en las logias masónicas donde se resolverían los destinos de un pueblo? Su sobrino le resultaba un alumno aventajado. Él le había alentado cuando era pequeño para que siguiera la carrera militar. Ahora la mayoría se sublevaba contra el poder establecido. Reconocía que el mundo era de los jóvenes, había que dejarles que expusieran sus ideales. Si les salían bien o mal, el tiempo lo diría. Para decepcionarse bastaba el paso de los años, ellos serían jueces y testigos de las consecuencias de sus propias acciones.

Don Luis valoraba la intuición de ese muchacho: le gustaba, era atrevido y despierto. Sería un buen partido para Margarita. Aunque no fuera el mayorazgo, heredaría del padrino su fortuna. Los festejos de Barcelona en el otoño prometían ser una ocasión para que se conocieran. Creyó conveniente dejar atados algunos cabos. Al fin y al cabo, era un padre de familia y su obligación era colocar debidamente a las hijas.

—Miguel, nos has dejado sin palabra. Conozco algo la misión de la masonería por las noticias que tengo de mi hermano y de su hijo José. Como dices, es una sociedad secretísima, solo los que pertenecen a ella están en posesión de las funciones de sus postulados. Me declaro simpatizante y no dudo de que el día que se consienta su institución en Mallorca, procuraré entrar. Permíteme ahora, ya que te conozco desde que eras niño, que cambie de tema y te pregunte si vas a ir al baile de palacio que organizan los reyes con motivo de las bodas del Príncipe de Asturias.

Miguelito Alemany soltó una carcajada.

—Vaya, don Luis, sí que le ha dado un giro de ciento ochenta grados a la conversación. Le respondo que hemos recibido la invitación y acudiré con mi madre y mis hermanos. —Luego lo miró con curiosidad y continuó—. ¿Le interesa especialmente saberlo?

—Te seré sincero. Tengo dos hijas hermosas y casaderas que van a asistir. Ambas dispondrán de una buena dote. Catalina es algo mayor para ti, pero Margarita tiene la edad adecuada.

—Lo tendré en cuenta cuando llegue el momento.

Don Luis sacó el reloj del bolsillo, se había hecho tarde. Se despidió y se dirigió con paso rápido a la calle del Sol.

Doña Margarita lo esperaba en el gabinete sentada frente a la chimenea.

—Te veo contento. ¿Hay buenas noticias de Madrid?

—De Madrid precisamente no, se trata de las niñas. He visto a Miguelito Alemany, ¿te acuerdas? Está hecho un hombre, alto y bien parecido. Ha ingresado en el ejército; me gusta su porte y sus ideas claras sobre la política. Le he hablado de Margarita. Espero que se vean en octubre en el baile de palacio.

—¿Y luego me dices a mí? Eres un casamentero.

—Hago lo que está en mi mano, solo he aprovechado la ocasión.

Doña Margarita le dio un beso por toda respuesta. Esperaba que sus hijas tuvieran la suerte que ella había tenido. Su marido era un hombre bueno y cariñoso. Le costaría estar un tiempo sin verle.

11

Don Luis Martínez de Hervás salió a las seis de la mañana hacia el puerto de Sóller. El suelo estaba acuoso por el rocío, y los cascos de la caballería del coche chirriaban al contacto con el firme. Al llegar al pie del Coll, se detuvieron delante de la parada de postas para avituallarse y refrescar a los caballos. Le sirvieron una copiosa comida en la que le trataron con todos los respetos por tratarse del Administrador de Correos. Firmó en el registro de entradas y, una vez que estuvieron enganchadas las mulas, el mayoral y los postillones se dispusieron a continuar. Subieron penosamente las sinuosas curvas del Coll, unas eses en zigzag que eran el temor de los viajeros. Había estado a punto de hacer el viaje a caballo, luego cambió de idea al decidir que la galera sería mucho más cómoda. Llegaron arriba y el mayoral pidió a los hombres que prosiguieran la bajada a pie por el peligro de que el carruaje en las curvas desequilibrara el peso y pudiera derrapar con riesgo de caer al precipicio. Únicamente se quedarían las mujeres y los niños. El miquelet7 que vigilaba los frenos iba atrás.

Con gran esfuerzo lograron superar la aterradora bajada del cuello de la Tramuntana. Una hora más tarde subieron los hombres de a pie. Aún les quedaba recorrer el pueblo y alcanzar el puerto. Los postillones blasfemaban y daban latigazos a las mulas, el tiempo corría y los pasajeros no podían perder el llaüt,8 que tenía prevista su salida para Barcelona a las cinco de la tarde.

El llaüt-correo esperaba con las velas desplegadas. Don Luis aspiró el aire marino que le inundaba los pulmones, no existía una sensación igual de bienestar y descanso como la de contemplar ese mar azul mediterráneo. El viento era favorable y navegaban a tres nudos por hora. Paseó por la cubierta mientras varios marineros cazaban la vela latina y atendían las órdenes del patrón, un hombre de rasgos duros y acartonados. Tenía la piel quemada por el sol del color de la mostaza. Era un navegante veterano que estaba acostumbrado a sortear las tormentas. Tenía mucho respeto al mar, cuando se enfurecía podía jugarles una mala pasada, pero en esa ocasión no debían temer. «Era una suerte», le había comentado a don Luis mientras se tumbaba en una hamaca fuera del camarote, contemplando el cielo estrellado. No le sobraba razón, además, aquella soledad le parecía perfecta para analizar sus pensamientos, que iban de la política a la familia.

 

Recordaba su primer viaje a Palma, cuando llegó para ocupar el puesto de administrador del conde de la Cueva. Añadido a este trabajo, recibía la correspondencia privada de Correos de Madrid que le informaba de los tejemanejes de la Corte. La situación se presentaba bastante mala mientras Godoy continuara manipulando los destinos de España. Un grupo considerable de ilustrados imitaba el estilo francés, ilusionado con las nuevas doctrinas. Todas las esperanzas las tenían puestas en Fernando, el príncipe de Asturias. El golpe de estado contra Carlos IV llegaría, tarde o temprano.

Después pensó en su hijo mayor, al que se lo llevaron unas fiebres en 1798, con dieciocho años. El sufrimiento fue terrible, Margarita no se había repuesto y desde entonces su salud se resentía. A veces le entraban unos dolores intestinales que le producían temblores y escalofríos. El médico lo achacaba a mal de insania, pero él sabía que era la desazón por la muerte del hijo, y con una tisana y un poco de reposo se le pasaba. Pedro, que debía sucederle en la administración de correos y en la del conde de la Cueva, un guapo mozo, alegre e inteligente, les dejó sin esperarlo, en solo unos días. Ahora el mayorazgo pasaba a Ramón. Lo habían destinado desde los nueve años a ejercer el sacerdocio para mantener la capellanía que había pertenecido a Guillem Roca, canónigo, hermano de su suegra Catalina Roca.

Una capellanía daba muy buenas rentas, por eso pensaron en que Ramón la heredara y, a esa edad, recibió el título de suficiencia de primera tonsura que le otorgó el obispo de Mallorca. El fallecimiento de Pedro, el hermano mayor, cambiaba todos los planes; aunque tenía quince años, el obispo Nadal le concedió la dispensa de continuar en las órdenes menores y, por tanto, de acudir al coro de la parroquia de Santa Eulalia. La capellanía se la pasarían a Vicente, el hijo de Bernardo Frau, su cuñado.

Ahora Ramón estaba a punto de terminar los estudios y le era imprescindible el certificado de nobleza de sangre para ingresar en el cuerpo de funcionarios de correos, una complicación más de la burocracia. Más adelante, le sucedería en los mismos cargos. Menos mal que su sobrino Manuel, que vivía en Madrid, podía agilizar los trámites.

Ya de madrugada se fue a dormir. La travesía había sido buena y, después de cuarenta y ocho horas, el llaüt hacía su entrada en el puerto de la ciudad. En el mismo muelle cogió una tartana que le condujo a la calle Ferrán, junto a la Plaza Real, donde vivía Bernardo Frau Roca. La casa, de estilo neoclásico, se encontraba cerca de la Audiencia Provincial, su lugar de trabajo como magistrado.

Le recibió su mujer, Anatolia Armendáriz. Era una dama corpulenta, de ojos claros y bella sonrisa.

—Ya sabes que esta es tu casa, Luis, puedes permanecer el tiempo que quieras.

—Agradezco tu hospitalidad y me voy a aprovechar de ella. En octubre se celebran las bodas del Príncipe de Asturias. La Casa Real nos ha invitado y, si no tienes inconveniente, nos hospedaríamos por unos días Margarita y mis hijos mayores, Ramón, Catalina y Margarita.

—Será una gran alegría conocer a tus hijos y que ellos conozcan a los míos. Os espero en septiembre y no permitiré que os marchéis hasta que no hayan acabado las fiestas.

Luis respondió abriendo los brazos, vencido por la generosidad de los parientes de su mujer.

Luego pasaron al comedor, Anatolia les presentó a los hijos: Bernardo, Vicente y Catalina. Era esta última una hermosa niña de ocho años que se parecía extraordinariamente a la madre.

—Todos los nombres son iguales.

—¿Cómo dices, Catalina?

—Que los nombres se repiten demasiado en la familia; cuando hablamos, no se sabe a quién nos referimos.

Los mayores soltaron la carcajada ante la ocurrencia. Fue Bernardo, su padre, el que contestó.

—Estas son las tradiciones, no podemos alterarlas. Los primeros, niño y niña, se deben llamar como los abuelos paternos y los segundos, como los maternos.

—Bueno, ya sabes que yo dispenso a mis futuros nietos de que les pongan mi nombre. Anatolia sería una mala faena.

—Se hará porque tú lo quieres, Natolia —dijo Bernardo, que suprimía la a siempre que se dirigía a ella.

—Ni siquiera admito los sobrenombres. Bueno, al tuyo ya me he acostumbrado.

La cena transcurrió en el mismo tono cordial. Al acabar, los hombres se reunieron en la biblioteca y Anatolia acompañó a la hija a su cuarto. Ambas compartían esos momentos antes de acostarse, era su espacio íntimo, y Catalina aprovechaba para contarle a su madre sus sueños y sus inquietudes.

—Madre, ¿el príncipe de Asturias es un príncipe azul?

—Bueno, seguramente lo es, pero no como el de las historias que lees.

—Yo también espero a mi príncipe azul, sé que me casaré con un príncipe.

Anatolia se reía.

—Los príncipes azules solo están en los cuentos de hadas.

—También puede ocurrir de verdad. Prométame, madre, que no me van a obligar a casarme, quiero elegir a mi esposo.

—No te preocupes, si de mí depende, la elección será únicamente tuya, pero aún es muy pronto para pensar en esas cosas. Lo importante es que encuentres un hombre bueno, que te quiera y te respete.

—No es suficiente, también tiene que ser guapo, por lo menos apuesto y joven, del que me enamore locamente y… si es príncipe, mejor.

—Pues no pides tú poco.

—Si no es así, no me casaré.

—Bueno, será así, ya lo verás, ahora es tarde y debes irte a la cama. Buenas noches.

—Buenas noches, madre.

Anatolia besó a su hija en la frente y salió de puntillas. Se quedó preocupada ante los sueños de Catalina, no sabía nada de la vida, ojalá tuviera suerte y se cumplieran sus deseos. Entró en su gabinete y cogió el libro que estaba leyendo de Alejandro Dumas.

Luis le comentaba a su cuñado lo de la capellanía. Era una lástima que no la aprovecharan. Como sabía, Pedro, el mayor y el hereu, había muerto hacía cuatro años. Ahora la primogenitura le correspondía a Ramón y Luis ya se había comprometido en la carrera militar. Bernardo entonces le aseguró que Vicente sería sacerdote y la heredaría.

Por la mañana, muy temprano, se despidió de sus anfitriones y se encaminó a la Rambla para proseguir su viaje a Lérida en la diligencia de postas que había alquilado junto con las caballerías. Le esperaba una etapa dura. El mayoral y el postillón iban armados de trabucos y cuchillos para amedrentar a los posibles salteadores. Tenían que recorrer alrededor de sesenta leguas por caminos malos y repostar en peores posadas. Calculaba que en dos jornadas podían llegar a la ciudad. Pensó en Margarita, en la primera parada le escribiría contándole la buena acogida de sus cuñados en Barcelona.

Como había supuesto, el carruaje hizo su entrada en Lérida dos días después, al borde de la media noche. Tenía el cuerpo dolorido, no solo por el traqueteo, sino por dormir mal en jergones sucios con olor a vómito. A pesar de las incomodidades, no se quejaba, los ladrones habían respetado su vehículo, tal vez por la vista de los alguaciles que se dispusieron a acompañarle al conocer que era un funcionario de correos.