Buch lesen: «Sueños de Vanguardia»
Sueños de Vanguardia
María Luisa de Iriarte
© María Luisa de Iriarte
© Sueños de Vanguardia
Enero 2021
ISBN papel:978-84-685-5535-5
ISBN ePub: 978-84-685-5536-2
Editado por Bubok Publishing S.L.
equipo@bubok.com
Tel: 912904490
C/Vizcaya, 6
28045 Madrid
Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Índice
Prólogo
Romances de amor antiguo y otras composiciones
Sinfonía Constante
Solo el alba
Solo el alba 1
Solo el alba 2
Canciones
Medusas
Sugerencias abstractas
Sugerencias abstractas · Sentidos
Sugerencias plásticas · Redes
Sugerencias plásticas · Sentidos
Medusas
Prólogo
En todas las familias hay historias inacabadas. Historias de pérdida, incomprensión, amargura y dolor sobre las que se echan sacos de tiempo y losas de resignación. Esas historias, lo sepamos o no, permanecen unidas a nosotros y a veces marcan nuestro destino.
Tengo muchos recuerdos de mi padre sumergido en papeles procedentes de carpetas viejas y desgastadas por el tiempo, cuyo contenido se percibía como algo frágil e insondable, pero que era menester reverenciar. Durante años, durante algunos momentos muy específicos, vi a mi tía, Patricha, y a mi padre, Florestán, embarcarse en la tarea de revisar una y otra vez esos papeles, a los que siempre se han referido como “la obra de la abuela”: los poemas inéditos de su madre, María Luisa de Iriarte. En esas ocasiones, se podría decir que entraban como en trance, como si no hubiera otra cosa más importante sobre la faz de la tierra, y cualquier otro tema era ignorado y postergado, convirtiéndose en algo mundano, superficial y absolutamente secundario. Y durante años he visto cómo, por un motivo u otro, las interminables sesiones no fructificaban, “la obra de la abuela” permanecía sin publicar, y la figura de María Luisa de Iriarte condenada al anonimato.
La sola idea de que se perdiera resultaba insoportable para ambos, hasta el punto de que no se podría haber tirado ningún libro o cuaderno en casa de mi abuela sin haber previamente revisado si contenía algún manuscrito valioso, ya fuera un verso o una anotación a un texto. Mi tía, de hecho, ha viajado casi siempre con los papeles encima. Pero esa es otra historia, y no es la que quiero contar. La historia que quiero contar en este prólogo tiene que ver con el dolor que suponía que la obra poética que mi abuela desarrollo antes, durante y después de la guerra civil española, permaneciera en el olvido. La historia de ese dolor que de forma tal vez imperceptible lo impregnaba prácticamente todo en la vida de María Luisa de Iriarte, y que tras su muerte en 1991 no hizo sino aumentar para mi padre y, sobre todo, para mi tía. Un dolor lacerante e incapacitante que, enquistado e inmóvil, se podría decir que convertía el paso del tiempo en una tortura difícilmente soportable, y por tanto la vida en una huida inconsciente y entretenida, analgésica.
Si hubiera otra palabra, además de dolor, para definir esa situación, tal vez pudiera ser angustia. Sobre todo, angustia ante la pérdida. Como casi todos los que vivieron las consecuencias primeras de esos tiempos de incomprensión, sinrazón y odio, mi abuela, mi padre y mi tía sufrieron muchas pérdidas. La más importante para todos sería la pérdida en 1945 de su padre y marido, Manuel Mascías Aguilar, muy pronto, tras años de enfermedad consecuencia de su estancia en las cárceles de los dos bandos: checas primero, en Madrid, y en las cárceles franquistas después. Consecuencias extrañas de pertenecer a una familia monárquica – su tío era Florestán Aguilar, odontólogo personal del rey Alfonso XIII, por quien le fue concedido el título de Vizconde de Casa Aguilar, y persona de cierta relevancia en la sociedad española de su tiempo-, y de verse militarizado por el gobierno de la II República para, en su condición de médico odontólogo, atender a los heridos republicanos.
A las penurias de la posguerra se unió la amargura de esta pérdida, tan grande, que además conllevó la necesidad de una lucha por el sustento para la que mi abuela, una madre viuda y escritora, no estaba preparada, tras haber disfrutado de una posición bastante acomodada hasta ese momento. Además, supuso un golpe muy grande a sus aspiraciones literarias. La que hasta entonces fue una mujer moderna y libre para la época, poetisa de vanguardia en unos tiempos en los que las mujeres con inquietudes intelectuales no gozaban tal vez de gran estima o fácil difusión, con la guerra perdió el camino que quería recorrer, las metas que buscaba y el hombre con el que eligió buscarlas, probablemente justo cuando más le necesitaba…en un período tan convulso y de tantos cambios.
Esa sensación de pérdida y de miedo a la pérdida ha estado inevitablemente presente en las vidas de todos nosotros, hayamos sido conscientes de ello o no. Esa angustia de futuro robado no es más que un ruido sordo para nosotros, sus nietos, pero para mi abuela tuvo que ser durante toda su vida un constante e intenso martilleo del que no podía escapar. Para mi padre y mi tía creo que lo fue aún más si cabe, pues tras una cómoda y feliz infancia temprana crecieron no solo sin padre, con todo lo que eso conlleva, sino también siendo muy conscientes de que el brillante pasado familiar se había esfumado, tal vez para siempre. Orgullosos de él, sí, pero condenados por él al mismo tiempo.
Tal vez por ello, durante estos arrebatos de responsabilidad que los llevaban a revolver nuevamente papeles muy viejos, mi padre y mi tía rara vez pedían ayuda. Era un asunto familiar, era un asunto suyo. Muchas veces esta actitud resultaba inexplicable y enigmática, muy frustrante y, claro, también muy dolorosa para el resto de la familia. En mi caso, visto con la serenidad que aportan las nuevas perspectivas, he elegido pensar que en realidad no es que no quisieran hacernos partícipes para proteger un legado, o por temor a que pudiéramos mancillarlo con nuestra distancia y falta de entendimiento, sino que tal vez no quisieran compartir esa pesada carga de recuerdos, de dolores, de heridas mal cicatrizadas por un tiempo que ya no volvería y cuyo paso no hacía sino acumular polvo en un libro cerrado, imposible de volver a abrir. Quizá para que no estuviéramos siempre en busca de ese tiempo perdido.
Mi padre, después de una juventud complicada, afrontando la muerte de su padre a los dieciocho años y viéndose obligado a trabajar desde muy joven, finalmente abandonó sus estudios de Medicina para ayudar a su madre y eventualmente formó su propia familia. Vivió el resto de su vida entregado a ella -seis hijos no son pocos- y, tras muchos y largos años de enfermedad, falleció en 1998, sin haber conseguido realmente acometer la publicación de la obra. Creo que para él fue una utopía irrealizable, por falta de medios y conexiones, pero sentía un orgullo y admiración profundos por su madre, y por su capacidad para crear.
Mi tía Patricha ha dedicado gran parte de su vida a cuidar de otros. Primero, a su madre, sobre todo durante los últimos años de enfermedad, cuando ella y mi abuela vinieron a vivir a nuestra casa, y de donde por cierto no se ha marchado nunca. Después de la muerte de mi abuela, ayudó a cuidar de mi padre, y más tarde ayudó a mi madre a cuidar a mi abuela materna hasta su fallecimiento en 2003. En resumen, aún con sus manías y con sus rarezas, a veces insondables e inentendibles, mi tía es una persona que, cuando cuenta, es capaz de olvidarse de sí misma y entregarse en cuerpo y alma a cuidar a las personas que quiere y que lo necesitan.
Ahora, a sus 92 años, para ella sería una gran alegría ver finalmente la obra de su madre editada, publicada y difundida en los ámbitos académicos, especialmente ahora que no queda mucho para que se cumplan 30 años del fallecimiento.
Esta premisa me hizo plantearme seriamente la posibilidad de, con la ayuda de mis hermanos, hacerme con los manuscritos de mi abuela y convertirlos en esta edición de sus obras completas. Porque me parecía que la memoria de mi padre y, sobre todo, el presente de mi tía Patricha, se merecían que lo hiciese. Porque ante esta historia de dolor y angustia por una obra inédita, resultado de un futuro truncado y de una pérdida de pérdidas, que tanto les marcó en su desarrollo personal, ellos respondieron con una vida de esfuerzo, generosidad y cariño hacia los suyos. Vidas que, sin estar libres de contradicciones, resultan un ejemplo de dedicación y de amor para mi familia. Después de una vida de sacrificios y sufrimiento, la publicación de esta obra inédita es nuestro agradecimiento a todo ello, a su entrega y generosidad, y el reconocimiento de su valor.
Sin embargo, aunque esto me ayudó a dar los primeros pasos, una vez hube empezado descubrí que empezaba a sentir algunas otras cosas que me empujaron a completarla. Un día, revisando textos de mi abuela, escritos en cuartillas amarillentas de tiempo y olvido, en lo que ella llamaba el libro de Sinfonía Constante, me encontré con este poema:
Náufrago de recuerdos
Pétalos pequeñitos
de palabras, de formas,
de sensaciones, cuanto
es la vida y la hora
El bagaje es alivio
de algo nuestro que importa
nuestro poder de firmes
conductores de obra.
Esfuerzo diminuto
y alegre que transporta
el ha sido y qué es,
aroma de las cosas
(Entre la duple acción
el transporte, el camino)
Resultó que, al sentirme “conductor de obra” transportando “algo nuestro que importa”, comprendí que para mí había otro motivo para continuar en esta aventura, quizá menos práctico, pero sí mucho más importante: la curiosidad. ¿Quién era mi abuela? ¿Qué escribía? ¿Por qué? ¿Y por qué dejó de escribir? ¿Por qué vivió su vida sin volver a publicar nada? Y finalmente, ¿qué puedo aprender con ella acerca de mí mismo?
Con tantas preguntas y tan poca información de entrada, me encomendé a la búsqueda en internet de detalles sobre la época y también organizamos alguna que otra sesión de preguntas y respuestas con mi tía. Fue un auténtico placer descubrir detalles de la historia familiar que desconocía, precisar algunos que conocía solo superficialmente y ponerlos en un contexto histórico que, si bien no me resultaba desconocido, tenía más sombras que luces. En definitiva, a la importancia que para mí tenía la meta y a la curiosidad sobre “la carga” que transportaba, se unió el placer de andar el camino, de andar todos los caminos: el de mi abuela, el de mi padre, el de mi tía, el de mi madre y todos mis hermanos…el mío. Si se me permite, tal vez hasta el de mis hijas. Creando nuevos recuerdos mientras desentrañaba el olvido. Conociéndonos un poco más a todos, y en especial a mi abuela, esa incógnita creadora que era para mí.
Su vida
María Luisa de Iriarte y Cortés nació en Barcelona en 1903, en el seno de una familia de buena posición y cultura. Tenía dos hermanas mayores, Carmita y Alcira. Su padre, Mariano de Iriarte y Seguí, era abogado y tenía buena formación, un gusto bien desarrollado por las artes y una buena carrera por delante en el Banco de España. Su madre, Carmen Cortés, no le iba a la zaga. Y juntos decidieron dar a mi abuela por padrino a un amante de la música y el arte, el cual le inoculó el virus de la cultura, pues la llevaba desde bien pequeña a los teatros, exposiciones y conciertos que en aquella época inundaban una ciudad tan vanguardista como Barcelona.
Cuando tenía ocho o nueve años, la familia se trasladó a las Islas Canarias, primero a Tenerife y después a Las Palmas, allá por 1918. Fue en Tenerife donde mi abuela comenzó a escribir poemas, tal vez para paliar el desasosiego que le podía producir el desarraigo. Fue allí donde su padre empezó a publicar sus poemas, sin que ella lo supiera, en la Gaceta de Canarias, según tengo entendido utilizando un seudónimo. Con el traslado a Las Palmas, a los quince años, se acrecentó su pasión por la poesía y su dedicación a ella, y pronto trabó relación con los famosos poetas insulares Claudio y Josefina de la Torre, así como con Ignacia de Lara, amistades que conservaría por muchos años. Algunos de los poemas incluidos en su primer y único poemario editado, Romances de amor antiguo y otras composiciones, están dedicados a ellos.
La verdad es que sé muy poco de aquellos años en Canarias, salvo que completó su formación académica, iniciada en Barcelona en colegio privado, con profesores particulares, y nunca fue a la Universidad. Sé que pronto sufrió la separación de sus dos hermanas. La mayor, Carmita, se casó y dejó las islas para irse a vivir con su esposo a Alicante; posteriormente, tuvo un niño y una niña, la cual fallecería durante la infancia. La menor, Alcira, que era unos cuatro o cinco años mayor que mi abuela, volvió a Barcelona para casarse con el novio que allí había dejado. Durante la travesía enfermó y, antes de poder contraer matrimonio, murió de una enfermedad pulmonar: solo contaba con dieciocho años. Imagino que estas separaciones hubieron de ser duras para una niña como mi abuela, pero la muerte de su hermana en la distancia tuvo que ser devastadora.
Por poco que se sepa, y aunque mi tía diga que mi abuela escribía porque nació escritora, para mí resulta de algún modo evidente que fue en esos años cuando la niña se convirtió en poetisa, y la poetisa se convirtió en mujer. Y como mujer se enamoró de mi abuelo, Manuel Mascías y Aguilar, un prometedor odontólogo que, como hemos comentado, era sobrino de Florestán Aguilar, una eminencia médica en la España y el mundo de su tiempo, ilustre dentista de cámara de la Familia Real, impulsor de la Odontología en el país y fuera de él (no en vano, fue fundador de la Federación Dental Internacional, y presidente de la misma durante años) y parte fundamental en la concepción y puesta en marcha de la Universidad Complutense de Madrid, como Secretario de la Junta Constructora de la Ciudad Universitaria tras nombramiento del rey, Alfonso XIII.
En Las Palmas se casaron (1925) y tuvieron a mi padre en enero de 1927 y a mi tía en junio de 1928. Los primeros años de matrimonio fueron muy felices. Según mi tía, la maternidad no impidió a mi abuela dedicarse en cuerpo y alma a sus poemas, y mi abuelo, gran aficionado a la literatura, siempre la apoyó en sus inclinaciones, no solo desde el respeto sino también desde la admiración. De nuevo, no sé mucho de él, pero todo me hace pensar que era un hombre cultivado y moderno, y dispuesto a ayudar a su esposa en todo lo que pudiera para que explorara sus inquietudes literarias. Así, a través de una amistad de su madre, consiguió que en la prestigiosa Editorial Reus de Madrid le prestaran atención a la obra de su esposa, a pesar de que la editorial se distinguía por su énfasis y excelencia en temas de contenido jurídico.
En 1933 se publicó el antes mencionado Romances de amor antiguo y otras composiciones. Fue prologado por Luis Jiménez de Asúa, por aquel entonces ilustre jurista y político español que posteriormente ejerció de diplomático representando a España en la Sociedad de Naciones. Tras la guerra, fue Presidente del Congreso de los Diputados y Presidente de la República en el exilio. Es decir, no era lo que se dice un cualquiera. En su prólogo le dedicó cálidas palabras a mi abuela, “he recorrido emocionado estos versos tan llenos de alma nueva. Todos son anuncio de su gran temperamento; pero en algunos María Luisa de Iriarte alcanza la plena maestría. Siempre he creído que la adjetivación y la imagen son la medula de la modernidad. Si García Lorca y Jorge Guillén, han conseguido, en moldes clásicos, dar el máximum de atrevimiento con sus imágenes y adjetivos, María Luisa de Iriarte ha logrado, en esta primera aventura poética, hacerse dueña del secreto que muchos persiguen...todo el breve libro denuncia sensibilidades finísimas. Pero la peculiaridad más alta de su poesía es la espontaneidad.”
Todo indicaba que la poetisa insular tenía el viento de cola para abandonar la isla y darse a conocer al mundo. Sin embargo, la guerra se encargó de que no fuese así, y también de demostrar que la “sensibilidad y espontaneidad” que mencionaba Jiménez de Asúa no eran ni mucho menos las únicas cualidades de María Luisa. Además, era inmensamente fuerte. Como menciona Jiménez de Asúa, tenía un gran temperamento que sin duda le sirvió en los difíciles años que siguieron.
En algún momento en 1934 mis abuelos se trasladaron a Madrid, en cuanto supieron del delicado estado de salud de Florestán Aguilar, quien finalmente falleció en noviembre de 1934 por una afección gripal. Su intención era un traslado temporal, pero las circunstancias les marcaron otro camino. De ahí en adelante hubieron de afrontar inmensas dificultades, que empezaron cuando, a punto de finalizar la recopilación de su segundo libro de poemas, Medusas, estalló la guerra. La edición quedó interrumpida y la tragedia asoló a la familia: mi abuelo estuvo en las checas republicanas en Madrid, por motivos relacionados con el inmenso prestigio de su tío Florestán y su proximidad a la familia real. Y mi abuela tuvo que recurrir a cuantas relaciones tenía a su alcance para conseguir que lo liberaran. Era la primera vez que María Luisa se veía en la obligación de afrontar tales situaciones, pero no sería la última.
Después de su estancia en las checas, mi abuelo fue movilizado por el ejército de la República y se trasladó con la familia a Albacete. Una vez acabada la guerra, se establecieron en Madrid. Montaron una modesta clínica de odontología, y durante un tiempo gozaron de cierta tranquilidad, pero pronto la adversidad les volvió a visitar. Por cuestiones relacionadas con la herencia de su tío Florestán, que no es menester comentar, mi abuelo sufrió una denuncia por un delito de Responsabilidades Políticas en 1942, a resultas de la cual fue encarcelado de nuevo, esta vez por motivos bien diferentes, diríase opuestos, relacionados con su servicio como médico militar bajo el gobierno republicano. Sus bienes fueron confiscados y sus derechos hereditarios cancelados y, aunque en 1949 su causa fue sobreseída por la Comisión Liquidadora de Responsabilidades Políticas, los mismos nunca fueron devueltos. Con mi abuelo encarcelado, mi abuela hizo acopio de valor y de recursos una vez más, y removió cielo y tierra para que lo liberaran. Lo consiguió.
Tras su liberación, mi abuelo Manuel no llegó a recuperarse nunca de su estancia en la cárcel, de la que salió con una enfermedad pulmonar que sería causa de su muerte. Murió un tiempo después, en 1945, a los cuarenta y cinco años, dejando una esposa viuda con dos hijos de dieciocho y diecisiete años. Tras su fallecimiento, mi abuela, exhausta, estuvo muy enferma. La ayuda de un amigo de la infancia, Juan Antonio Parera, al cual mi familia siempre estará agradecida, les sirvió para mantenerse y encontrar ocupaciones con las que sobrevivir y costearse la existencia, primero a mi padre y con posterioridad, una vez restablecida, mi abuela y mi tía.
Los años pasaron; cada uno, una losa. Y no es difícil imaginar los motivos por los cuales sus afanes líricos quedaron en un segundo plano. Posteriormente, María Luisa retomaría el contacto con el mundo cultural ocupando un puesto en el Ateneo de Madrid, y hasta ahí puedo contar de su trayectoria. Es cierto que, tras la muerte de mi abuelo Manuel, y probablemente antes, mi abuela continuó su producción literaria, pero siempre sin editar sus escritos. Sinceramente, no tengo muy claros los motivos por los cuales nunca se decidió a publicar de nuevo, pero sospecho que están relacionados con ese miedo a la pérdida que los años grises grabaron en ella. Esa sensación de persecución, debida a las circunstancias en las que se produjo el encarcelamiento de mi abuelo, influyó en decisión de no publicar nada durante los años del franquismo, por temor a verse expuesta y quizá censurada. Después, durante la transición, seguramente ya no encontró las fuerzas o los recursos suficientes: me consta que las ganas no las perdió nunca. Había perdido otras muchas cosas.