Las hijas de la flor y olmos

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Las hijas de la flor y olmos
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© M. Pérez Badel

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-1386-515-7

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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Al doctor Fidel y a la niña Mary, autores de mis días y sentir de mi alma.

A Susana y Sofia Curi Pérez, amor de mis amores.

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Agradecimientos muy especiales a Sergio Curi Chércoles por su dedicación e incondicional apoyo, sin el cual no habría sido posible esta aventura.

Capítulo I

La buena nueva

Aquella terrible madrugada húmeda y oscura Ana Teresa sintió las pesadas puertas de la catedral cerrarse con gran ímpetu detrás de ella; de haber tardado unos segundos más se habría quedado fuera sin el cobijo protector de los robustos muros de la casa de Dios. Henchida de dolor lloraba, pues una parte de su corazón no había entrado al recinto y seguía en las calles a merced del infame pirata Francisco Drake y su orda de trúhanes, quienes llevaban horas azotando a la ciudad con su potente artillería naval.

Tras una oleada de disparos y cañonazos que hicieron estremecer los cimientos de la tierra, un silencio sepulcral se apoderó de la iglesia mayor, y luego, se comenzaron a escuchar disparos al aire y las risotadas de los sitiadores rodeándolos e intimidándolos.

Ana Teresa se pasó la mano por los ojos para enjugarse el llanto y por la frente para limpiarse el sudor, borrando lo que quedaba de la cruz de ceniza impuesta el día anterior en la misa solemne celebrada en ese mismo lugar. Con la vista aclarada se alejó del tumulto de refugiados y se acercó a una ventana asomando la cabeza por una pequeña abertura; no conseguía ver a los piratas, pero escuchaba a los engreídos clamando victoriosos la conquista de una plaza afamada como una de las joyas de la corona española. Alzando la mirada al lóbrego cielo encontró a la Luna esquiva entre las nubes que jugaban a esconderla y a mostrarla a su antojo, entonces, en medio de la peor angustia de su vida se preguntó qué hacía tan lejos de su tierra y si llegaría a ver otro amanecer. Quiso retroceder en el tiempo, para volver a Sevilla, ver la puesta del sol y contemplar ese cielo rosáceo pintado por Dios, y en la distancia a la imponente Giralda creada por el hombre para alabarle. Recordó entonces aquel atardecer, en que una apacible brisa acarició su rostro y abrazó su ser mientras percibía cómo la luna, su fiel confidente, siempre mística, siempre radiante, se imponía en el firmamento, como si quisiera saludarla o más bien despedirla. Envuelta en pensamientos discrepantes, su corazón se resistía a aceptar que aquel fuese el último atardecer de todos los que había allí presenciado, mientras su mente con cierta impaciencia intentaba guardar paisajes, sonidos y olores de toda una vida sin más gloria que la que natura en su condición de mujer le había otorgado. Con profunda melancolía tenía que dejar atrás su mundo, pues debía emprender un largo viaje hacia las Américas florecientes y convulsas, décadas atrás descubiertas. Con los ojos vidriosos y mustios suspiros se despedía de la tierra en que nació y creció. Aquel día no tuvo ocasión de liberar el torrente de lágrimas que oprimía su pecho, pues su momento de soledad fue bruscamente interrumpido por unas voces que con insistencia reclamaban su presencia.

―¡Voy enseguida! ―gritó, y postrándose de rodillas suplicó a la Virgen del Rosario que le diera el coraje para espetar un simple y rotundo: ¡No iré!

Lo había intentado en varias ocasiones, y en todas ellas esas dos simples, cortas pero poderosas palabras se negaron a salir de su boca. Seguía sin encontrar la fortaleza que tanto necesitaba desde que Pedro, su marido, meses atrás al llegar de un largo, precipitado e importante viaje le reveló lo que él consideraba era la mejor buena nueva de su vida, pero que para ella resultó ser más bien una «terrible mala nueva», al punto de casi desfallecer en sus brazos por la impresión. Necesitó varios días para asimilar el hecho de que comenzaría una nueva vida aislada de la civilización, y que debía establecer su hogar en el «fin del mundo» como despectivamente llamaba a las Indias Occidentales. Ahora, su mundo, el único que conocía y que quería conocer, dejaría de serlo. La única certeza que tenía era la incertidumbre de su futuro y por supuesto el de su familia en unas tierras lejanas e indómitas, a sus ojos en mala hora creadas por Dios. En demasía le preocupaba la alimentación del cuerpo y del espíritu, las enfermedades desconocidas de que podían contagiarse y los muchos peligros que tendrían que encarar desde la partida. No concebía la idea de estar rodeada de indígenas salvajes, carentes de la verdadera fe, ni de negros esclavos a los que consideraba seres bastos, sucios y faltos de cualquier atisbo de cultura. El panorama era turbio, y poco, o más bien nada le agradaba; pero, aun así, su deber como buena esposa era acatar la decisión de su marido, y estaba dispuesta a dejarlo todo para seguirle a cualquier lugar, aunque ese lugar fuese el «fin del mundo».

Ana Teresa siempre fue una mujer sumisa y complaciente, aunque en su juventud tuvo las suficientes agallas para defender sus nupcias ante una sociedad rígida y conservadora, en la que los deseos y opiniones de una hija nada importaban en los planes de su progenitor. Sin dudarlo, y a su manera, se enfrentó a su padre, quien por conveniencia estuvo a punto de unirla en matrimonio con un viudo marqués sevillano llamado Lorenzo de Mendoza, maduro pretendiente embriagado hasta los huesos por los encantos de la joven moza, dueña de un rostro angelical y de unas caderas macizas idóneas para darle un descendiente que continuara con su estirpe. Ana Teresa no podía evitar sentir cierta aversión por el noble, ya que la fisionomía del honorable no era agradable a sus ojos, pues este, aunque ostentara de un título nobiliario también era poseedor de una cantidad de pelos similares a los de un perro de agua. Todo su cuerpo estaba cubierto de vellos enmarañados que se asomaban insolentes por donde podían, exceptuando la parte posterior de la cabeza que lucía como un desierto inhóspito y brillante, lo cual era una nimiedad para los padres de Ana Teresa si se tenían en cuenta las mieles que obtendrían de aquella unión. Pero los desaires de la joven al marqués, cada vez más frecuentes, se debían no solo a su infortunado aspecto, sino a un sentimiento más fuerte que la razón humana; el amor. Decidida a impedir que la casaran arriesgó su futuro y la honra de su familia al perder la virtud entregándose en citas clandestinas a Pedro, un hombre carente de linaje, pero a su parecer, desbordante de otras cualidades.

Cierto día, Ana Teresa no tuvo necesidad de idear más excusas para desatender las visitas, pues llegó a oídos de todos en Sevilla que el marqués había muerto súbitamente mientras daba un paseo a caballo; hecho que causó consternación y un terrible dolor a los padres de Ana Teresa, quienes no solo vieron cómo se les esfumó de las manos la posibilidad de bien casar a su hija, sino que además tuvieron que exigirle al mísero de Pedro que compensara la ofensa hecha al honor de la familia con un rápido matrimonio, del cual a los pocos meses nacería la primera de sus nietas, a la que los jóvenes padres llamaron Carmen.

Ana Teresa, absorta en sus pensamientos y aún de rodillas, dejó sus súplicas a la Virgen sin terminarlas, y se levantó mirando de soslayo nuevamente a la luna. Las voces que reclamaban su presencia y que la hicieron salir sin muchas ganas de la habitación tenían un tono de ofuscación que atribuyó a una de las habituales peleas entre sus hijas. Aceleró el paso hacia el salón de la casa en el momento en que las dejó de escuchar, porque su infalible intuición de madre le reveló en el eco de aquel breve silencio que algo malo había pasado. Al lado de una caja de madera encontró a Rosario, la menor de sus hijas, tirada en el piso y a sus dos hermanas a su lado sin saber qué hacer más que esperar el auxilio de su madre. Ana Teresa, horrorizada, saltó desafiando la elasticidad de sus músculos para llegar a ella.

―¿Qué ha pasado? ―preguntó casi gritando.

―Se ha caído ―contestó aturdida la mayor de las niñas.

―Lucía, trae un poco de agua ―pidió a la segunda de sus hijas―. Venga, Rosario, ¿estás bien?, ¿dónde te has golpeado?

―Mamá, mamá… ―balbuceaba Rosario―. Me he dado muy fuerte en la cabeza ―dijo antes de comenzar a chillar con todas sus fuerzas.

―Ya está, ya está, cariño mío ―la consolaba moviendo suavemente los brazos y piernas de la pequeña verificando que no hubiera ningún hueso roto. Entonces la cargó en sus brazos y se la acomodó para que descansara la cabeza en su hombro, mientras prometía un castigo severo a las tres, pues no habían pasado ni dos horas desde que les prohibió por enésima vez jugar con las dichosas cajas de la mudanza que tenía en el salón, y aunque Lucía insistió hasta el cansancio en que no lo estaban haciendo, no valió de nada, porque la reprimenda seguiría en pie.

 

Esa noche, Ana Teresa se desveló vigilando entre los sollozos de la pequeña, el prominente chichón que emergió de su frente. Para desinflamarlo le untó miel de romero con azúcar, pero serían necesarias varias aplicaciones de la mezcla y muchas horas para que la voluminosa masa comenzara a deshincharse. Estando en esas, sintió el cansancio por los avatares de los últimos días en Sevilla, pero a pesar de esto, y de las constantes ausencias de Pedro, quien pasaba más tiempo de lo habitual en el puerto, se sintió también llena de vida y deseosa de engendrar un hijo varón. Aunque sabía que eso haría infinitamente feliz a su marido, se preguntaba si aún era mujer fértil debido a las serias complicaciones que había sufrido durante su último parto, casi nueve años atrás; un largo y difícil expulsivo del que solo recordaba imágenes borrosas, mas con aterradora claridad revivía aquellos dolores que desgarraron su vientre, y por poco su vida. Aquel día, en esa misma habitación, una vieja comadrona de cabellos grises y tez ajada, y su ayudante, se encargaron de asistirla haciendo uso de toda la pericia y sabiduría adquirida de años y años de experiencia en el oficio de traer críos al mundo. Le limpiaron el sudor de la frente en innumerables ocasiones y le dieron un baño tibio con agua de violetas mezcladas con manzanillas. La acomodaron hacia un lado, la acomodaron hacia el otro y la volvieron a reacomodar hacia el lado anterior. Le pusieron un escapulario en el cuello con la imagen de la Virgen del Rosario y declamaron con fe una a una todas las jaculatorias de su largo repertorio, pero las horas pasaban y el dolor se intensificaba en un parto eterno. Le aplicaron en sus partes íntimas una mezcla de raíz de lirio, hierba gatera y orégano, para hacer soportables las cada vez más intensas contracciones, pero este remedio no surtía efecto calmante alguno porque, según dijo la sabia partera, la criatura se había aferrado a las entrañas de la madre poniendo en grave peligro la vida de ambas. En un intento casi desesperado le ajustaron una faja sobre el vientre y la estrujaron con la esperanza de que la criatura se soltase, pero para entonces, Ana Teresa ya había aceptado que aquel dolor era muy superior a su resistencia. Sus fuerzas la abandonaban y no creía poder soportar la siguiente oleada de contracciones.

En el salón, los padres de Ana Teresa, visiblemente preocupados, esperaban atentos el desenlace de la gestación. Trinidad, madre de Ana Teresa, con camándula en mano no dejaba de pasar las cuentas y pedir fervorosamente en cada una de ellas por la vida de su hija. Entre plegaria y plegaria era consciente de que una mujer a lo largo de su vida nunca está más cerca de la muerte que al momento de parir, porque es justo ahí cuando la línea de la vida se vuelve muy frágil, permitiendo a la parca acechar a quien con dolor lucha con su vida por dar vida, y aquella demora solo podía significar que Ana Teresa estaba perdiendo la suya. Sus oraciones en vez de sosegar a Pedro parecían más bien alterarlo. El angustiado hombre apoyado sobre la pared se llevaba las manos a la cabeza una y otra vez sin dejar de hacerse preguntas que ninguno de los presentes podía responder.

―¿Qué ocurre con mi mujer? ―levantó la voz cansado de esperar―, ha pasado mucho tiempo y no me dicen nada. Este es el tercer parto y ninguno de los anteriores ha sido tan extenso. ¡Es evidente que algo va mal! ¡No aguanto más!… ¡Necesito saber qué pasa! ―exclamó determinado, y con paso firme se dirigió a la habitación.

No había dado más que un par de zancadas cuando escuchó el llanto de un bebé. Aceleró el paso, abrió con ímpetu la puerta de la habitación y una vez dentro se detuvo bruscamente al ver un río de sangre correr que dejaba a su paso una estela carmesí.

―¡Ana Teresa! ¡Dios mío! ¡No por favor! ―Fue lo único que pudo modular el hombre antes de que un velo grisáceo cubriera sus ojos sumiéndolo en la oscuridad.

Ahora el llanto lo escuchaba cada vez más lejano, como si fuese un suave eco. Sus fuertes piernas parecieron volverse de papel y empezó a tener dificultades para mantenerse en pie. La ayudante de la partera se percató de su lasitud y corrió rápidamente hacia él sosteniéndolo antes de que cayera de bruces.

―¡Respire, tranquilo, respire! ―decía acomodándolo en el piso―. ¡Respire, hombre, que ha tenido una niña!, ¡una hermosa niña! ¡Enhorabuena!

Una escueta sonrisa esbozó el sincopado marido al contemplar el rostro aún borroso de aquella mujer campechana. Tras unos segundos recuperó el tono de los músculos y la agudeza visual, pero todavía aturdido se puso en pie y se dirigió a la cama donde estaba su mujer.

―¿Cómo te sientes? ―preguntó con voz entrecortada.

―Eso mismo te pregunto yo, que al suelo has caído.

―Fue solo la impresión de ver tanta… ―Prefirió callar para no alarmarla con lo de la sangre―. Dime, mujer, ¿cómo te sientes? ―insistió con voz dulce.

―Agotada, con mucho frío.

―No es para menos, ha sido un tremendo esfuerzo ―dijo acomodándose a su lado y besando su frente.

―Pedro, escúchame ―musitó disneica―. No sé qué pasará conmigo… pero necesito pedirte algo.

―No digas nada, mujer, ya hablarás después, ahora descansa que acabas de parir ―La interrumpió suavemente.

―¡Calla, Pedro, déjame hablar! ―Hizo una pausa para llenar los pulmones de aire y poder continuar hablando―. Solo quiero decirte que si muero… si muero quiero que la niña se llame Rosario. ―Tras otro silencio para recuperar el aliento, Ana Teresa miró a la niña que envuelta en una blanca mantilla bordada por ella reposaba en su costado―. ¿A que es hermosa?, creo que se parece mucho a ti. ―Y tomando débilmente la mano de su marido prosiguió―. Te pido algo más, te lo ruego; protégelas y críalas bien, pero no a tu manera, sino a la mía. Necesito escucharlo de tus labios, Pedro, así que promételo… ¡promételo! ―insistió con desespero.

―Está bien, lo prometo; pero por favor no digas ni una palabra más. Debes descansar ―contestó acariciando suavemente su fría mano, aduciendo sus palabras al cansancio extremo.

Entonces, Ana Teresa se fue quedando dormida, profundamente dormida, y su rostro reflejaba un aspecto de moribunda que Pedro solo había visto de cerca en tiempos de guerra.

La sabia partera y su ayudante hicieron y continuaron haciendo todo cuanto pudieron por ella; ya solo quedaba esperar a ver si su cuerpo era capaz de recuperarse. Con tantos años de experiencia no sería la primera vez que vieran a una mujer consumirse día tras día después de un sangrado tan abundante durante un parto. Era como si se secaran por dentro y por fuera, al punto de no poder siquiera amamantar a sus críos. Lentamente abandonaban las ganas de vivir; perdían la fuerza y la razón, y como si de hechicería se tratase, una caída de todo el vello corporal vaticinaba el fatal desenlace.

Pedro, tras cargar y ver de cerca la carita de su hija, la entregó a Trinidad para que se hiciera cargo de ella, luego colocó una silla al lado de la cama y se sentó en silencio junto a su mujer. Día con día vigiló la evolución de su crítico estado de salud levantándose apenas para comer o beber algo, mientras la partera, la ayudante y la suegra se ocupaban de los cuidados de la madre y la recién nacida.

A pesar del sombrío pronóstico, Ana Teresa se aferró a la vida de la misma manera en que las raíces de un roble se aferran a la tierra. Poco a poco fue recuperando la energía vital, y con el paso de los días sus cabellos fueron recobrando el brillo que caracteriza a una mujer en la plenitud de la vida, y en su rostro comenzó a vislumbrarse nuevamente el color en las mejillas, pero aun así la debilidad era notoria, por lo que debió guardar estricto reposo durante casi cincuenta días. Postrada sobre la cama y acompañada por el tedio, vio pasar las horas sin hacer nada diferente que alimentarse con comidas insípidas, rezar y detallar aquel espacio modesto en el que no había más que un baúl grande de madera arrinconado, un cuadro de la Virgen gestante colgado en la pared que ella misma había pintado sobre lienzo y un par de sillas, una de las cuales usaba en las tardes para ver sus amados atardeceres a través de la ventana.

Un quejido abrupto y seco de Rosario hizo que Ana Teresa dejara sus recuerdos para centrarse en su hija, que se había lastimado el chichón mientras dormía. Se incorporó, y con mimos y maña le dio de beber a la cría una toma hecha con agua hervida, raíz de diente de león y regaliz, buenísima según se sabía para desinflamar cualquier proceso inflamatorio de los tejidos. Cuando la niña dejó de llorar y volvió a quedarse dormida suspiró pensando que no le importaría volver a pasar por todo aquel sufrimiento si pudiese engendrar nuevamente. No era que se quejara de su suerte, porque, aunque hijo varón no hubiese concebido hasta ese momento, Dios la había bendecido con un buen marido y tres hermosas hijas; Carmen, bautizada con el nombre de la abuela paterna, quien murió semanas antes de que naciera la nieta, Lucía, quien nació una tarde de invierno, durante un eclipse solar, y Rosario, llamada así en honor a la Virgen.

Pedro distaba mucho de ser un hombre perfecto, pero procuraba ser honorable ante la sociedad, ejemplar para su familia y sobre todas las cosas, leal a su rey. Pasaba tanto tiempo navegando en el mar que cuando regresaba a casa encontraba a sus hijas cambiadas, mucho más grandes y también más distantes. De las tres solo Lucía se emocionaba cuando lo veía llegar; salía corriendo para colgarse de su cuello como un mono, alborotarle los cabellos y robarle besos, mientras sus hermanas lo recibían con un abrazo más bien forzoso y frío que se templaba si les traía algún regalito del viaje.

A pesar de amarlas, Pedro se mostraba reservado y poco afectuoso, tanto fuera como en la intimidad de su hogar. Las demostraciones de cariño eran más bien esporádicas, porque eso «no era cosa de hombres», según le enseñaron. Eso sí, cada vez que tenía ocasión de instruirlas, lo hacía pregonándoles el mismo sermón una y otra vez para enseñarles la verdad de la vida.

―Para hacerse un lugar en este mundo ―les decía con enternecedor sarcasmo―, son necesarias tres cosas: la primera, amar a Dios sobre todas las cosas, la segunda, ser leal a tu rey, y la tercera, ser un hombre; aunque en vuestro caso, claro está, esto se reduce a bien casarse, obedecer a vuestros maridos y procrear hijos sanos.

Pedro de la Flor y Olmos, castellano de nacimiento, provenía de una familia con vinculación marinera, aunque no conoció el mar hasta que tardíamente mudó su primer diente en una primavera inusualmente asfixiante. En aquel momento, cuando sus ojos negros vieron por vez primera aquella inmensidad azul sintió el llamado de las olas y comprendió que no quería vivir alejado del mar. Se inició trabajando como grumete en una embarcación que navegaba por la costa atlántica andaluza, tiempo en que aprendió de jarcias, velámenes, pernería, mástiles y vergas; aprendió a guiarse con el sol y otras estrellas; de la influencia de la luna en las mareas; de los peligros que tenía al cruzar la barra en el paso a Sanlúcar; y de las bondades y riesgos de los vientos de levante en la bahía de Cádiz. Sus conocimientos le sirvieron para evitar que en más de una ocasión encallara el galeoncete donde prácticamente vivía; por lo que el capitán y dueño de la embarcación, viendo su talento natural y su pasión por la náutica, le enseñó a leer y escribir. Después le animó a examinarse oficialmente en la Casa de Contratación, prometiéndole que, si aprobaba, se quedaría con el puesto de piloto de su nave. Pedro le tomó la palabra, y así lo hizo, y en menos de lo que tarda un ñato en persignarse había logrado los requisitos impuestos. Se inscribió y se examinó sin haber pasado por el año exigido de estudios de leyes, aprobando holgadamente y consiguiendo el cargo prometido. Con el tiempo y gracias a la afición del capitán por el vino, terminó convirtiéndose él en capitán de la embarcación.

Pedro pasaba largas jornadas bajo el sol mediterráneo, tanto que su blanca piel se tornó morena y se perfumó con ese singular olor a sal, a arena, a mar, y sus labios blanquecinos se acostumbraron a estar cuarteados. «Lo único que le faltaba para ser plenamente feliz ―pensaba―, era tener branquias y aletas para sumergirse a explorar las profundidades de las aguas y desvelar los secretos de un mundo completamente desconocido y temido injustamente».

 

En su oficio de capitán, era un hombre ecuánime en su proceder, mas no toleraba que se le contradijera, no porque careciera del buen talante de sus coterráneos, sino porque confiaba tanto en su criterio que prefería evitar que le hicieran perder el tiempo con fútiles argumentos. Se curtió y exprimió estratégicamente tanto las habilidades innatas como las aprendidas en los diferentes servicios que prestó a la corona de Felipe II cuando era convocado a unirse a las flotas navales para defender por mar al reino de sus enemigos, logrando acumular entre pecho y espalda un buen número de experiencias que catapultaron su carrera naval, llegando a ser exaltado por su valía, coraje y astucia en el mayor éxito jamás conocido de la Armada Real: la Batalla de Lepanto, en la que al mando del galeoncete arriesgó su vida una y otra vez, ganándose desde entonces y sin saberlo el afecto del rey, gracias a los comentarios que su hermano don Juan de Austria, generalísimo al mando supremo de esa gigantesca misión, hizo sobre el desconocido pero tenaz capitán.

Felipe II gobernaba un reino tan vasto que nunca se llegaba a poner el sol en sus fronteras; cuando se ocultaba por el oeste ya había salido por el este. Y no menos vastos eran los innumerables asuntos que requerían su atención y diligencia. Entre estos, había uno que le molestaba tanto, como el malestar que puede proferir una muela picada cuando es apenas incipiente, pero que de no ser tratada con prontitud terminaría extendiéndose a otras piezas, infectando al hueso y causando un problema aún mayor. El asunto que le inquietaba ocurría descaradamente en una ciudad que para entonces se había convertido en la guardiana del reino, considerada una joya muy preciada por la corona, pues era la receptora de abundantes riquezas que desde allí despachaba a España, junto con los considerables ingresos fiscales derivados del comercio, principalmente el de esclavos.

Los círculos más cercanos al rey se mostraban consternados con los desórdenes y desavenencias del llamado «contrabando»; una realidad inocultable, pues el aumento sostenido de la demanda de todo tipo de mercancías, y en especial la de esclavos en las Indias Occidentales, era sin duda, una tentación latente para que sus moradores o cualquier extranjero cicatero cometiera estos actos ilícitos. Entre conjeturas y acalorados debates que estaban a la orden día, los miembros de la real audiencia analizaban qué medidas resultarían más eficaces para acabar con esa mala práctica cada vez más arraigada en aquellos territorios. Defendían el uso de mano dura para los descarados traidores que favorecían su lucro personal en detrimento de la corona, y prometían un mecanismo eficaz para acabar con los insolentes que se atrevían a desafiar a su rey, aun a sabiendas de que ese delito era considerado alta traición. Afirmaban, con pruebas en mano, que estaban frente a una plaga muy peligrosa, porque esos mismos que evadían el pago de los impuestos en las colonias, también fomentaban desde la clandestinidad ideas que ponían en duda la autoridad del rey, algunas de las cuales habían incluso cruzado los mares llegando un día a oídos del monarca, quien encolerizó al escuchar lo que se murmuraba en los callejones de aquellas colonias, murmuraciones que aseguraban que: «no todo lo lícito en un reino distante tenía porque serlo para unos súbditos descuidados por su rey. Un rey que los honraba con su olvido y con la ausencia de bondades para quienes se forjaban en tierras agrestes. Un rey que parecía despreciarlos con su fría apatía, dejando a su suerte el destino de quienes crecieron con la idea de derramar hasta la última gota de sangre por él». Fue ese mismo día cuando el monarca decidió ocuparse del asunto y cortar de raíz el problema.

Cierto día de mayo, Pedro se encontraba trabajando en el puerto de Sevilla; acababa de llegar de un largo viaje por el mediterráneo, cuando dos emisarios a caballo lo abordaron. No se identificaron, ni hacía falta que lo hicieran, pues el uniforme rojo y amarillo que vestían solo era usado por soldados reales. Observó que llevaban las vestiduras polvorientas, y la espuma que las bestias tenían en la boca delataba que estaban sedientas, por lo que era evidente que acababan de recorrer un buen trayecto.

―¿Capitán, Pedro de la Flor y Olmos? ―preguntó uno de ellos con tono de voz grave.

―Sí, soy yo.

―¿Sois el capitán Pedro de la Flor y Olmos? ―repitió el otro con gesto agrio, denotando un carácter adusto.

―Sí, lo soy ―contestó quitándose el sombrero alado de la cabeza―. ¿En qué puedo serviros? ―Entonces ambos soldados bajaron de sus monturas, y muy erguidos se acercaron a él.

El primero de ellos en hablar sacó una carta de una bolsa y se la entregó.

―Tenemos orden de que la abra y la lea al momento.

Pedro, intrigado, tomó en sus manos la carta, pero al ver el sello real, la intriga dio paso al nerviosismo. Dando la espalda a los uniformados, y con un gesto de desconcierto en el rostro la abrió, y leyendo para sí las tres líneas que esta contenía, detalló con total asombro que el firmante no era otro que el mismísimo rey Felipe II.

―Podéis dejar lo que sea que estéis haciendo, partimos hoy mismo. A lo sumo tenéis dos horas para organizaros. No tenemos tiempo que perder, así que andando ―afirmó tajante el soldado de rostro agrio.

―Entiendo. Solo debo avisar a mi mujer, ensillar mi bestia, coger algunas cosas y estaré listo.

―Os seguimos ―contestó el mismo soldado.

Pedro llegó a su casa escoltado; los uniformados sin descansar comenzaron a revisar los aperos de los caballos, las provisiones de que disponían y a preparar el viaje de retorno.

El nervioso capitán entró buscando afanado a Ana Teresa. La encontró sentada en el balcón bordando un pañuelo, y sin siquiera saludarla, como por costumbre hacía, le mostró la carta diciendo que debía ausentarse unos días.

―Léela por favor ―pidió ella, haciéndole caer en cuenta de que, aunque no sabía leer, sí que reconocía la procedencia de la misma por los soldados que abajo esperaban. Algo ofuscada le preguntó si sabía lo que pasaba o por qué lo buscaban a él, pero su marido respondió negando con la cabeza y encogiéndose de hombros.

―Mujer, si fuese algo malo seguro que ya lo sabríamos; esas noticias llegan primero que los emisarios, así que quién sabe qué será. Quizá se nos venga otra guerra encima y estén reclutando gente de mar, o quizá se hayan equivocado de persona. Sea lo que sea, pronto lo sabremos, así que quédate tranquila durante mi ausencia.

―Qué otra cosa puedo hacer ―respondió con abnegación―. Pedro, si vas a presentarte ante el rey, no puedes llegar con las manos vacías, debes llevarle un presente; espera, buscaré un poco en la casa, algo bueno encontraré.

―No, mujer, no tengo tiempo para esas cosas; vamos ya de salida, hay que aprovechar la luz del sol. Búscame simplemente algo de comer para el camino mientras yo ensillo el caballo.

―¡Que esperes te digo! ¡No tardaré nada! No todos los días llegan cartas para una audiencia real ―replicó y salió corriendo por toda la casa abriendo y cerrando cajones y baúles.

Al momento y acalorada le entregó dos bolsas de cuero y un saco de fique. En una bolsa alcanzó a enfardar una camisa de rúan, limpia, bien zurcida y doblada, un pañuelo para secar el sudor y limpiar el polvo del rostro, un peine, una navaja, una pastilla de olor para afeitarse y una cobija de lana. En la otra metió todo el pan candeal, el queso y la cecina que encontró para el camino. Y en el saco, bien amarrado con cuerdas, los aleteos y estruendosos graznidos delataban el contenido.