Las hijas de la flor y olmos

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

―Las bolsas son para ti; el saco es un humilde presente para el rey ―acentuó jadeante Ana Teresa teniendo que hacer una pausa para retomar el aliento tras la correndilla―. De verdad te digo que no puedes presentarte ante él sin nada. ¡Que es el rey, no es cualquier persona!

―Pero mujer, ¡con qué cosas sales!, anda, devuelve esos gansos al corral ―demandó devolviéndole el saco―. ¿No te das cuenta que si los llevo nunca llegarán a su destino? ―apuntó sonriente por el frenético impulso de su mujer―. Bueno, afuera me están esperando. No puedo demorar más. Despídeme y cuida de las crías; pronto estaré de vuelta.

Pedro le dio un beso en la frente a Ana Teresa y salió de la casa. Con las dos bolsas acomodadas sobre el trotón, subió al lomo del animal y junto a los emisarios emprendieron la marcha.

Tres o cuatro días de camino tenían por delante, y eso si la lluvia no aparecía, tiempo más que suficiente para entablar conversación con los soldados, ganarse su confianza, y enterarse de lo que no se especificaba en la carta. Al salir de Sevilla, cuando dejaron atrás la ciudad y en vez de gente veían tierra, Pedro con una aparatosa labia intentó conversar sobre cualquier tema. Habló del puerto de Sevilla, del puente de Barcas, de la maravillosa Giralda, de la Torre del Oro, del ambiente político en Madrid con la crisis sucesoria en Portugal, de los moros que se decían cristianos pero que en «secreto» celebraban ritos y ceremonias de la secta de Mahoma, de los franceses, enemigos declarados del reino, y hasta de las pasiones y odios que el rey Felipe II despertaba en su reino y en otros, pero los sobrios acompañantes simplemente lo ignoraban quedándose en silencio, mirándose entre sí o hablando en clave sin dejarle participar. Ante la reacia actitud esperó pacientemente el momento propicio para intentarlo de otra forma, así, tras horas de cabalgadura por caminos montaraces en cuyo fondo tenían inmensos campos de cereales y olivares pararon a comer y descansar en una venta, entonces les pidió sin rodeos que le dieran alguna información que le permitiera salir de la ignorancia en la que se encontraba, o por lo menos tener alguna idea de por qué el rey del imperio más grande y poderoso del mundo solicitaba su presencia, pero los emisarios siguieron indiferentes a sus palabras; o bien no lo sabían, o bien no estaban dispuestos a decirle nada, así que le tocó hacer uso de la imaginación para intentar descubrirlo por su cuenta. Retomada la marcha, y aburrido por el pasmoso silencio de sus acompañantes y el andar cadencioso de las bestias por el camino de la plata, comenzó a buscar en los recovecos de su mente alguna lógica que le permitiera resolver aquel misterio. La incertidumbre le carcomía los sesos, y solo sintió algo de sosiego al tercer día de andadura cuando vio los inmensos muros de piedra berroqueña y los robustos portones del real monasterio de El Escorial, complejo palaciego que el rey mandó construir para gobernar desde allí su imperio. Al descabalgar fue conducido adentro con extrema cautela a través de una serie de infinitos corredores y estancias cuyas decoraciones tan sobrias como exquisitas pasaron desapercibidas ante sus ojos nerviosos. Finalmente se detuvieron en un salón amplio y aireado, de paredes blancas bordeadas con zócalos de azulejos toledanos y talaveranos. Sobre los muros colgaban ingentes cuadros con paisajes de Aranjuez, el Pardo y El Escorial, que Pedro observó someramente. Más atención prestó a las banquetas de nogal y a los sillones de caoba tapizados, muy tentadores para descansar tras el extenuante viaje. Al fondo del salón, custodiando una gruesa puerta, estaban inmóviles de postura y de semblante marcial dos guardias reales. Vestían el mismo uniforme que sus escoltas y estaban armados con espadas, pistoletes al cinto y alabarda en mano. Mientras esperaba, vio su reflejo en un gran espejo de marco dorado que pendía de una pared percatándose de lo sucio y desaliñado que estaba para presentarse ante el monarca. Sacó rápidamente de la bolsa el pañuelo que le empacó su mujer y se lo pasó por el rostro, se organizó los cabellos con el peine y aunque quiso aprovechar también para cambiarse la camisa y limpiar sus botas, no pudo hacer ni lo uno ni lo otro porque la puerta se abrió presurosa y su nombre fue anunciado.

―¡Capitán, Pedro de la Flor y Olmos!

Pedro, como pudo, se mal fajó la camisa sucia, limpió la punta de los zapatos con la parte trasera del pantalón y entró. Sin nada que ocultar y sin nada que ofrecer más que una mirada franca, dio unos pocos pasos deteniéndose a una distancia prudente del rey. Su señor, un hombre blanco de cabellos rubios, quien por entonces estaría entre los cincuenta y tantos años, creyó recordar, le observó por un instante con una mirada penetrante.

―Mi señor ―saludó inclinando la cabeza en señal de reverencia.

―Acercaos más ―indicó el monarca con tono de voz suave pero firme mientras escribía sobre un papel.

Pedro caminó lento; le pareció que aquel recinto era de proporciones más pequeñas que la antesala, aunque seguía la misma línea de decoración que había visto a medias, austera, pero refinada, y se percató de que el rey no estaba solo, pues le acompañaban dos señores que vestían como marcaba la moda, con impolutos atuendos dicromáticos negros y grises, tonos que combinaban a la perfección con sus desteñidos rostros y sus bigotillos perfectamente peinados y curvados en las puntas. Se detuvo frente a un elegante escritorio de ébano ricamente tallado, sobre el cual se erigía una montaña de papeles tan enorme que llamó su atención, dándole la sensación de ser eso algo habitual por la facilidad con que el soberano cómodamente sentado en un sillón granate, ubicaba y desubicaba manojos de documentos. Sin quererlo, se le vino a la mente su mujer, quien a menudo afirmaba que, si había alguien en este mundo que no conocía la palabra trabajo, ese era el rey, ya que contaba con un sinfín de servidores, que no solo trabajaban por y para él atendiendo todos los asuntos de su reino; sino que incluso le vestían, le desvestían, le aseaban, le llevaban, le traían, le subían y le bajaban. Entonces pensó que, si ella estuviera ahí, advertiría con gran sorpresa que «el no trabajar en los asuntos de su reino» era según veía muchísimo trabajo para su señor.

―¡Guardias, cerrad las puertas! ―ordenó uno de los acompañantes del rey.

―Perdone vuestra merced mi sucia vestimenta; recién he llegado y no he tenido tiempo para adecentarme ―se excusó Pedro al ver al rey muy pulcro e imponente, trajeado con un jubón de fino tafetán negro.

―Lo sé y entiendo ―respondió sin levantar la mirada, dándole más importancia a lo que escribía que al polvo amarillento pegado a la ropa del súbdito. Un sirviente entró para dejar en un extremo del escritorio una fuente a rebosar de frutas frescas, y tras un gesto de uno de los acompañantes del rey se acercó a Pedro.

―¿Os apetece agua para beber o una pieza de fruta? ―preguntó en voz muy baja.

―No, gracias por vuestra amabilidad ―contestó con el mismo tono.

Al retirarse el sirviente, el rey aún seguía sumido en las letras, pero incluso escribiendo comenzó a hablar.

―Capitán, os he mandado traer con tanta urgencia por un asunto que quiero explicaros personalmente ―comentó mientras dejaba sobre la mesa la pluma que tenía en la mano y entregaba el papel que acababa de firmar a uno de sus acompañantes. Centrando la vista en Pedro, quien no daba crédito que su señor supiera de su existencia, continuó diciendo―. He decidido nombraros escribano en una ciudad del nuevo mundo, Cartagena de Indias ―anunció con una autoridad omnímoda.

―Majestad, honor que hacéis a este, vuestro humilde servidor ―contestó sin vacilar, aunque sintiéndose completamente obnubilado―. Sepa, alteza, que estoy dispuesto a obedecer vuestra voluntad y a dar mi insignificante vida por vos si fuese el caso, más mentiría si dijera que no me extraña vuestro requerimiento ―expuso en tono respetuoso e impecable.

El rey lo miró reflexivo antes de sonreír haciéndose más notorio el labio belfo heredado de sus antepasados. Le bastaron una mirada y unas pocas palabras para saber que había encontrado a la persona que estaba buscando.

―Os entiendo. Bien podríais pensar que se trata de un error, pero no lo es ―expuso apoyando los codos sobre el escritorio―. Ahora, Pedro, atended bien a mis palabras. Es mi voluntad enviaros a Cartagena de Indias para que os establezcáis en dicha ciudad y os relacionéis con sus gentes. El fin de esto es muy específico: constatar cierto tipo de fraudes a la corona. Me explico ―dijo haciendo una breve pausa para acomodarse en la robusta silla―. Tengo conocimiento de que en ese territorio proliferan los casos de evasión fiscal y de incumplimiento a las ordenanzas reales. Es obvio que detrás de estas actuaciones siempre hay un fin económico, por lo que es posible que algunos súbditos estén siendo forzados a callar esta información bajo algún tipo de amenaza o se estén dejando sobornar; bien sé que la plata y el oro son capaces de corromper las más fuertes alianzas, promesas y lealtades… entonces Pedro, lo que quiero ―explicaba al tiempo que acercaba la fuente de frutas hacia él―, es identificar, separar y sacar las frutas podridas de mi territorio para que estas no dañen al resto. ―Y arrancando bruscamente un par de uvas de un racimo, una se la llevó a la boca y la otra tiró al suelo aplastándola con su zapato de piel de lengüeta superpuesta, dejando muy claras sus intenciones con el metafórico ejemplo―. Y aquí es donde vos entráis, porque vuestros ojos se convertirán en mis ojos. Ahora os estaréis preguntando, por qué os he elegido.

―Sí, majestad ―contestó asintiendo con la cabeza.

―Primero, por la lealtad que habéis demostrado en todos estos años de servicio. Segundo, porque como diestro capitán de una embarcación conocéis de sobra las posibles formas para hacer fraude con la mercancía que entra y sale de un puerto. Y tercero, porque poseéis la valentía necesaria para desempeñar este encargo no exento de peligros. Seguro que ahora estaréis pensando, ¿por qué escribano y no otro oficio?

 

Pedro atento a cada palabra volvió a asentir.

―La respuesta es muy simple ―añadió entrelazando las manos―. En una sociedad civilizada hay dos personas que por sus oficios conocen los secretos de todos sus habitantes. El sacerdote, a quien por medio de la confesión le son revelados los del alma, y el escribano, conocedor de las posesiones y los pormenores de la vida terrenal. Llegados a este punto entenderéis que la finalidad de todo esto no es otra que informar de quién le juega limpio y quién le juega sucio a la corona, y que realmente vuestro cometido es vigilar desde el anonimato a todos, inclusive a quienes allí me representan.

El rey se reacomodó en el sillón dejando pasar un silencio para que Pedro digiriese lo expuesto.

―Si no tenéis impedimento a mi requerimiento, jurareis ahora mismo que nadie, absolutamente nadie aparte de los aquí presentes, sabrá jamás vuestro verdadero encargo; eso incluye a vuestra mujer y hasta a vuestro confesor. ¿Comprendéis?

―Sí, mi señor, lo comprendo muy bien ―contestó intentando asimilar que así sin más, acababa de convertirse en informante del mismísimo rey.

Era más que claro para Pedro que todo aquello hacía parte de un plan perfectamente organizado, y que seguramente él era solo una pieza más dentro de una gran estrategia que le permitía al rey tener ojos y oídos en todos los rincones del mundo que deseara, sin necesidad de estarlo físicamente. El hecho mismo de estar ahí de pie frente al rey era una prueba fehaciente de que alguno de esos ojos satélites se había fijado en él, por lo tanto, no dudaba que no era el único con este tipo de encargo, ni tampoco sería el último. La verdad, es que al verle y escucharle no le extrañó ese tipo de apuesta, pues, el monarca era a su entender el más poderoso del mundo, mas sí le sorprendió, y mucho, que lo hubiera escogido a él.

―Pedro, vuestra tarea es tan primordial como delicada, si por descuido o por error os descubren, vuestra vida podría correr peligro y las arcas del reino se verían seriamente comprometidas, poniéndolo también en peligro, pues los ingresos que provienen del nuevo mundo mantienen en gran parte unido al reino. Por otro lado, debéis saber que vuestros servicios serán bien recompensados.

―Majestad, mi mayor recompensa es poder serviros.

―Pedro, os estoy confiando una misión muy importante ―apuntó acercando su cuerpo al escritorio y mirándolo fijamente.

―Mi señor, lo entiendo, y nada me honra más que cumplir con lo que me encargáis. Prometo por la santa cruz que no os defraudaré ―afirmó inclinando la cabeza al tiempo que se daba un golpe seco en el pecho con el puño de la mano derecha, lo que a su vez le sirvió para corroborar que aquello sucedía en realidad; que el rey Felipe II en persona le estaba confiando a él, un modesto capitán de embarcaciones, una misión secreta.

En eso, uno de los enlutados figurantes se acercó con un cofre de caoba adornado con guadamecíes brocados y lo puso frente al monarca, quien lo manipuló con tal recelo que parecía tener allí guardados todos los secretos de su reino.

―Escribiréis con vuestro puño y letra todas las irregularidades que observéis. Estas cartas deberán ir marcadas con un sello especial de lacre, este que veis ―dijo sacándolo del cofre y poniéndolo sobre la mesa―, no hay otro igual. Con esto podré identificar fácilmente la procedencia y urgencia del asunto. Ahora bien, como seguro sabéis, cada cierto tiempo se despachan a las Indias Occidentales unas carabelas ligeras y rápidas que recogen toda la correspondencia proveniente del Perú, de Cartagena de Indias y de la Nueva España. Por lo tanto, entregareis vuestros informes únicamente a una persona que os contactará ―enfatizó―. Esa persona os dirá solamente el santo y seña que está escrito en este papel ―agregó ondeándolo en la mano antes de ponerlo sobre el escritorio―. Vuestro contacto os enseñará el antebrazo derecho, donde veréis la figura del sello marcado con un hierro en su piel. ―El monarca hizo una pausa para que Pedro se familiarizara con los objetos―. Cuando esto ocurra, tendréis la plena certeza de que se trata de la persona indicada y que podéis entregar las cartas con total confianza. Vos debéis responder exactamente la segunda parte del escrito. Ni una palabra más, ni una palabra menos. Aseguraos de memorizarla muy bien y luego quemad el papel. Una cosa más, no os afanéis si pasa el tiempo y no sois contactado. Os aseguro que en el momento oportuno lo harán. Ahora bien, Pedro ―habló con mirada impasible―, de vuestros informes espero conocer cuáles son las modalidades utilizadas para evitar el pago de impuestos de entrada de mercancía a la ciudad, quiénes los cometen, quiénes les colaboran, y todos los detalles que consideréis importantes. Quiero nombres; quiero saber si son vecinos, funcionarios, o si son gentes de otra corona. Como veis, ¡quiero saberlo todo! ―exclamó el monarca frunciendo el entrecejo y apretando el puño de su mano―. El resto es cosa mía ―dictaminó.

El otro acompañante del rey se acercó a la mesa dejando al lado del sello y de la hoja con el santo y seña, una bolsa de terciopelo negra, la cual abrió y le mostró.

―Aquí tenéis una generosa paga adelantada por tres años de vuestros servicios. Pasado este tiempo, y mientras vuestros servicios sean requeridos, os contactarán de la misma manera para entregaros un nuevo pago por el mismo tiempo.

―¿Está todo claro? ―preguntó el monarca.

―Sí, mi señor.

Pedro prestaba suma atención a cada palabra que escuchaba; si había algo que no entendía, preguntaba con los mejores modales que conocía y que poco usaba en su casa, y nunca con su tripulación al navegar, eso sí, preguntaba lo justo para no poner en la tesitura de hacerles repetir a los asesores del rey ninguna de sus explicaciones.

―Ahora solo os queda preparar y arreglar vuestro viaje ―continuó el monarca―. Saldréis en verano con la flota de tierra firme, por lo que no disponéis de mucho tiempo, el preciso para organizaros. Esta noche os quedareis aquí, descansad y comed bien que mañana mismo partiréis de regreso para Sevilla. Al llegar, debéis presentaros en el Consejo General de las Indias, allí poneos en contacto con el canciller; le entregáis esta carta sellada, y él sin dudarlo, os entregará los certificados y las cédulas firmadas y selladas para que vuestra embarcación no tenga ni un solo impasse en el momento de partir, además de asistiros en caso de cualquier requerimiento que se os ofrezca.

El rey, con el cuello de lechuguilla erguido, apoyó la espalda en el respaldo del sillón, dirigió la mirada a sus acompañantes haciéndoles un sutil gesto de aprobación con su cabeza, y estos, como parte de una obra teatral en ejecución, tomaron la palabra para exponerle a Pedro el resto de pormenores de la misión. Dicho todo lo que había por decir guardaron el sello, el santo y seña, unas hojas limpias, y las monedas de plata en una pequeña y discreta caja de madera, para dar paso a un breve acto protocolario en el que Pedro hizo un solemne juramento de confidencialidad. Con esto y con un «¡que Dios os ilumine y os acompañe!», expresado por el monarca, finalizó el inesperado, intenso y sorpresivo encuentro.

El capitán fue acomodado en una estancia cercana al palacio, le pareció que, así como el rey tenía muchos documentos en su escritorio, en la misma proporción, eran los visitantes que callejeaban con asuntos para ser atendidos. Tras comer, beber y estirar bien las piernas se encerró para a memorizar la contraseña y detallar el contenido de la caja. Todo aquello le parecía un tanto irreal; jamás hubiera creído posible ya no solo tener una auditoria privada con el rey, sino que este le confiara una misión. Sentado en la cama, su rostro esbozó una sonrisa y se dijo a sí mismo en tono airoso: «Así que… “escribano”». Tuvo esa noche mucho tiempo para pensar en el cometido, en que no sería una labor sencilla. Era consciente de que se avecinaban días de arduo trabajo y poco dormir, pero más allá de la responsabilidad y del deber que ahora tenía entre manos, sentía que tantos años de sacrificios finalmente eran recompensados, no de la manera que él había soñado, pero simplemente por el hecho de que el rey le hubiese tenido en cuenta asignándole una encomienda de tanta valía, le hacía caminar por la Tierra sintiéndose un gigante, aun a sabiendas que su nuevo rol implicaría un gran sacrificio personal, que claro, estaba dispuesto a asumir. Tenía demasiadas cosas por asimilar, demasiadas cosas por aprender, demasiadas cosas en que pensar, pero en ninguno de esos pensamientos aparecía su familia, ni sus opiniones, ni sus sentimientos. Poco o nada se detuvo a analizar cómo les afectaría este drástico cambio y las consecuencias adversas que podría acarrear, pero eso ya no importaba, había dado su palabra; ahora su buen nombre estaba en juego, el futuro mismo de su familia, y en cierto modo el de una ciudad en la que vivían personas que aún no conocía y que podrían verse perjudicadas según los informes que hiciera.

Al día siguiente Pedro emprendió el regreso a Sevilla. Llegó visiblemente extenuado y con la entrepierna adolorida de tanto cabalgar en tan poco tiempo. Deseaba llegar a su casa para contarle la buena nueva a su mujer, pero como el sol aún no se ocultaba cuando entró a la ciudad, decidió presentarse de inmediato en los despachos de la Casa de Contratación, justo como le indicaron. Se identificó, enseñó la carta con sello real y pidió ser atendido por el canciller. Pedro fue atendido de inmediato quedando estupefacto no solo por el buen trato que recibía, sino por la prioridad y concesiones que comenzó a obtener desde que la carta fue leída, para la organización del viaje y la puesta a punto de la embarcación que capitanearía, trato que en raras ocasiones, por no decir nunca, recibió tras haber pasado años de trabajo en ese puerto. «El poder de una carta», susurró para sí mismo con los labios encogidos.

Con la diligencia hecha se fue por fin a su casa. No veía la hora de estar con su mujer; se moría de ganas de contarle solo a ella lo que había jurado no contar, pero juramento era juramento. Entró a la casa gritando su nombre y ella lo recibió con efusividad; viéndole el rostro supo que nada malo había pasado, mas le pidió que le contara de una vez hasta el más mínimo detalle de todo lo acontecido; si se había entrevistado con el rey o si al menos lo había visto, aunque fuera de lejos, si era tan ilustrado, elegante y sobrio como decían, y por supuesto, el porqué de su requerimiento. Pedro la llevó a la habitación, se cercioró de que estuvieran solos y besándole las manos se lanzó en una verborrea relatándole emocionado los pormenores del viaje, y de su encuentro con el monarca, para finalmente darle la «buena nueva», instante en que Ana Teresa, perpleja, casi pierde el sentido teniendo que apoyarse sobre él. Cuando volvió a ser persona, se sentó sobre la cama y sumida en un estado casi letárgico que le impedía pensar con claridad y modular palabra alguna siguió escuchando las bondades con que el rey premiaba a su marido.

Al día siguiente, encontrándose aún en ese estado, preparó una comida y sacó viandas y buen vino como le pidió Pedro, para celebrar y dar a conocer la noticia al resto de la familia. A la hora de comer se reunieron en el salón con sus tres hijas, Manuel José y Trinidad, padres de Ana Teresa, quienes disfrutaban de las ocurrencias de las nietas entre aceitunas aliñadas con romero, queso de cabra y pan candeal recién horneado.

Manuel José García era un hombre vivaracho, de escaso pelo grisáceo, gruesas cejas negras y grandes ojos del mismo color. Su rostro parecía un lienzo usado por la vida para practicar las posibles variantes de arrugas delgadas y gruesas. Gracias a los potajes y caldos que su mujer Trinidad Díaz con frecuencia le preparaba se volvió lento en el caminar, con una voluminosa panza que le hacía ladearse como talla de Cristo en procesión de Semana Santa. Ella era una mujer piadosa entre las piadosas, de sencillo vivir y temerosa de Dios. Su hermoso rostro de rasgos más caucásicos que mediterráneos parecía haberse congelado en el tiempo veinte años atrás e iba en discordancia con su cuerpo achacoso, que aparentaba veinte años más, pero eso sí, no había achaque ni dolor que no le permitiera sonreír y disfrutar de una buena pieza musical o baile de sus nietas.

―Carmen, ¿por qué no tocas un poco el clavicordio? ―pidió a la mayor de ellas, quien estaba a punto de cumplir once años y sabía de antemano que su abuela le haría esa petición como siempre lo hacía cada vez que se reunían en el salón. La nieta, aunque tenía pocas ganas, no quiso desairarla, así que se dirigió al rincón donde se ubicaba el viejo instrumento que años atrás le había regalado un marqués a su madre como muestra de sus intenciones, y que ella aún conservaba. Trinidad observó cómo la figura estilizada y la larga cabellera castaña de Carmen la hacían parecer de mayor edad, pero eso no era más que un espejismo porque bastaba con escucharla hablar para darse cuenta de que solo era una niña ensimismada, aunque no siempre había sido así. Recordó Trinidad que, de pequeña, Carmen solía ser una niña alegre, risueña y en ocasiones majadera, pero su personalidad cambió desde aquella nublada tarde en la que un rayo cayó muy cerca de ella mientras recogía hortalizas en el campo. Sus pequeños ojos negros fueron fugazmente cegados por una luz incandescente que partió en dos un frondoso olmo. La niña cerró los ojos y se llevó las manos a los oídos al escuchar un estruendoso sonido que la dejó inmóvil por el miedo y sorda por varios segundos. El chasquido de las ramas le hizo abrir los ojos para contemplar petrificada cómo ardía y se consumía aquel hermoso árbol. Desde entonces, la niña en vez de hablar callaba, en vez de reír lloraba y nadie se explicaba lo que le pasaba, pero como el tiempo lo cura todo, poco a poco, y con la llegada al mundo de sus dos hermanas menores, comenzó a recuperar parte de su esencia, y aunque de aquel episodio habían pasado años, aún hoy, a su nieta mayor a ratos la embargaba una extraña pena por nada, y a ratos una extraña rabia por todo.

 

Manuel José con su lento caminar se sentó en una gastada silla de madera con la seria intención de no levantarse hasta la comida, mas su comodidad se vio truncada por Lucía, que como de costumbre, cada vez que lo veía sentado se distraía peinando y despeinando los escasos pelos que aún quedaban en la cabeza de su abuelo.

―Pero bueno, niña, ¿es que acaso a ti no te dan de comer?, cada vez que te veo, te encuentro más escuálida, si ya pareces un perro callejero, flaco y lánguido. Anda, deja en paz a mis pobres cabellos y siéntate a comer aceitunas.

―Te aseguro ―dijo sonriendo Ana Teresa―, que de las tres es la que más come, que digo come, ¡traga! Y es que como dicen por ahí, «quien es flaco cuando no es de hambre, es más resistente que un alambre».

La niña le guiñó un ojo a su madre y tomó tres aceitunas bajo la atenta mirada de Manuel José. Una a una las metió a la boca, las comió, escupió las semillas y volvió soltando una risotada pícara junto a los pelos de su abuelo.

Al contrario que su hermana mayor, Lucía era incansable, todo un derroche de energía desde que se levantaba hasta que se acostaba, y aun dormida, sentía la necesidad de movimiento, porque su cabeza amanecía donde sus pies se habían acostado. Físicamente era la más parecida a su madre. Tenía el cabello rubio, los ojos vivos y azulados, e incluso cuando sonreía se le marcaban al igual que a ella los hoyuelos en las mejillas, pero de carácter era más parecida a su padre, temperamental, vivaz y cabezota. A pesar del poquísimo tiempo que este les dedicaba, era ella la que pasaba más tiempo con su padre, quizá porque de las tres era la que parecía necesitarlo, aunque solo fuera para jugar a las espadas con palos de madera, o quizá porque le había perdido el miedo a la rigidez con que les hablaba a ella y a sus hermanas, salvo cuando la llamaba por su nombre completo, porque eso significaba que se había ganado un apoteósico castigo por alguna travesura que hubiera salido mal y no hubiera podido evitar que llegara a sus oídos.

La algarabía que Lucía tenía con su abuelo fue silenciada por un suave sonido que comenzó a salir de la pequeña caja de madera con forma casi rectangular. Los acordes que Carmen le sacaba al clavicordio se convirtieron en melodía y al tiempo que ello ocurría, Rosario, la chiquilla de ojos saltones, nariz respingona y tripa abultada se levantó dando saltos. Los movimientos de su pequeño cuerpo eran torpes, cosa que no importaba puesto que todos se fijaban en los graciosos gestos de su cara, aunque lo que deseaba no era bailar sino recuperar la atención de Trinidad, quien estaba embelesada con Carmen y su música. Le daban celos porque la abuela se congraciaba más de la cuenta con sus hermanas, pero no era por egoísmo, es que la quería tanto, que la consideraba más madre que a su madre, ya que Trinidad se había encargado de su crianza desde el momento en que nació, cuando por aquel entonces Ana Teresa estuvo mucho tiempo convaleciente. El sentimiento era recíproco, conocido y aceptado por todos; con diferencia, Rosario siempre había sido su consentida, prueba de ello eran los cariñitos y detalles especiales que solo tenía con ella; que si caramelos de miel y canela para que no cogiera catarros, que si aceite de hígado de bacalao para que creciera sana y fuerte, que si muñecas de trapo y escayola que ella misma confeccionaba para que no se aburriera, que si un trajecito comprado en alguna almoneda para que siempre estuviera bien vestida, eso entre otras cositas de abuela alcahueta.

Finalizado el recital de Carmen, acabadas las aceitunas y el queso, pasaron al salón contiguo, adecuado ese día para comer como grandes señores. En el centro había una mesa vestida de blanco solo para la ocasión, y sobre esta, los vasos y platos dispuestos lucían impolutos esperando a ser usados, además de otra bandeja con pan candeal, queso de oveja bañado en aceite virgen de oliva, gajos de cerezas y tajadas de melones esperando a ser probados.

―¿Os apetece un poco de vino? ―ofreció tímidamente Ana Teresa haciendo un gran esfuerzo por ocultar su nerviosismo y ansiosa por beber ella un buen sorbo que la ayudara a mantener la compostura.

―Sí ―respondió Manuel José peinándose los cabellos―, ya sabes lo que dice el adagio: «una poca de buen vino es vida para los ancianos».

En la mesa había no solo gran expectación por saber lo que Pedro iba a contar, sino sed y ganas de comer. Ana Teresa sirvió a cada uno un cazo con caldo sazonado con ajos, cebolla, pan, y trozos de chorizo. Carmen fue la primera en comer, medio enfrió su caldo soplando y lo vació en la boca estando aún caliente, pero eso pareció no importarle.

―¡Qué bueno está! ―exclamó saboreándose los labios―, ¿puedo tomar un poco más?

―Todo el que quieras ―repuso lacónica su madre.

La verdad es que había quedado muy bueno, porque excepto Ana Teresa, que a duras penas lo probó, todos repitieron vaciando la escudilla en un santiamén. Luego hizo aparición en la mesa un humeante estofado de cerdo que se llevó una buena ovación.

―¡La madre del amor hermoso!, ¡qué buena pinta tiene! ―alababa Trinidad la buena mano de su hija en la cocina.

―¿Qué celebramos hoy? ―preguntó Lucía con inocente sonrisa.

―Niña, ¡calla y come! ―replicó Ana Teresa.

Lucía, sorprendida por el tono desmesurado de su madre, guardó prudente silencio y se concentró en devorar su jugoso trozo de carne. Durante la comida poco se habló, todos estaban demasiado ocupados con las manos y la boca. Cuando comieron hasta la saciedad, Pedro, de sobremesa, decidió revelar del motivo de aquel festín.