El Profeta

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El Profeta
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Khalil Gibran

El Profeta


Título: El Profeta

Título original: The Prophet

Autor: Khalil Gibran

Editorial: AMA Audiolibros

© De esta edición: 2021 AMA Audiolibros

Audiolibro, de esta misma versión, disponible en servicios de streaming, tiendas digitales y el canal AMA Audiolibros en YouTube.

Todos los derechos reservados, prohibida la reproducción total o parcial de la obra, salvo excepción prevista por la ley.

ÍNDICE

Prólogo

La llegada del barco

Del amor

Del matrimonio

De los hijos

De las dádivas

De la comida y de la bebida

Del trabajo

De la alegría y de la tristeza

De las casas

De la vestimenta

De la compra y de la venta

Del crimen y del castigo

De las leyes

De la libertad

De la razón y de la pasión

Del dolor

Del conocimiento de uno mismo

De la enseñanza

De la amistad

De la conversación

Del tiempo

Del bien y del mal

De la oración

Del placer

De la belleza

De la religión

De la muerte

Despedida

Prólogo

El profeta, reconocida como su obra maestra, fue labor de muchos años. Al parecer, la primera versión en árabe fue iniciada en el periodo de sus estudios en Beirut (1896-1903). Abandonado ese original, durante los cinco años siguientes Gibrán volvió a escribir otra versión, también en árabe. Leído el manuscrito a su madre, según su biógrafa Barbara Young, esta le dijo: «Es muy hermoso, hijo mío, pero no es todavía tiempo de publicarlo». Sobre esos borradores volverá en el periodo 1917-1922, todavía en árabe; pero a partir de entonces elabora en inglés el texto definitivo que publica en 1923. No pararán ahí las peripecias de El profeta, libro ideado como una trilogía. Lo seguirían El jardín del profeta, póstumo, que apareció al cuidado de Barbara Young, donde Gibrán explica las relaciones del hombre con la naturaleza. Y la tercera parte, La muerte del profeta, que en principio iba a tratar de las relaciones del hombre con Dios, no llegó a escribirse.

Libro clave para las «nuevas culturas» que desde entonces se han sucedido en el mundo occidental, El profeta expone las teorías de Gibrán sobre las relaciones del hombre con el hombre. No debe buscarse en el texto un sistema filosófico cerrado ni coherente porque no trata de serlo; tiene más puntos de unión con los libros religiosos, con los manuales de comportamiento moral del hombre para con los demás y para consigo mismo, teniendo siempre presente su destino final. En efecto, la meta que pretende Gibrán es la búsqueda de la felicidad personal, la búsqueda de Dios, pero de un Dios que tiene muchos puntos de contacto con la vieja filosofía árabe. De ahí que en El jardín del profeta reniegue de la aparatosidad de la religión, considerando esta como asunto individual, como expresión mística del hombre.

En última instancia, para Gibrán, Dios es nosotros mismos; Dios pasa de los remotos mundos donde vive, del empíreo, a la vida cotidiana, hecho prójimo, animal, objeto, naturaleza. A lo largo de los veintisiete capítulos que configuran El profeta, se analizan, con una estructura narrativa muy simple, los «temas» esenciales del hombre. Lo vemos abandonando un mundo que no es el suyo, a orillas del mar, para dirigirse, purificado y convertido en voz de la verdad, a sus discípulos, que se limitan a acompañarlo, seguirlo y preguntar sobre el amor, el matrimonio, los hijos, el trabajo, la alegría, la belleza, la religión, la muerte, etc. En resumidas cuentas, los problemas capitales a que se enfrenta el hombre no de nuestro tiempo, sino de todos los tiempos.

La estructura no puede ser más sencilla. Almustafá, el profeta, es preguntado por el tema apuntado en el título de cada capítulo y él responde evangélicamente, como maestro que adoctrina a sus discípulos enseñando el bien, los caminos rectos, los senderos que llevan a la paz, a la tranquilidad anímica, a la compenetración con los demás, con la naturaleza. Pero no todo es bondad; porque para sanar el mundo, para acabar con la corrupción, el egoísmo, el desamor y la maldad, la bondad sola no basta. De ahí que Gibrán abogue en ocasiones por el látigo para enfrentarse a las plagas que sufre el mundo: la ironía y el rechazo de unos valores negativos, que Gibrán sitúa por regla general en el exterior. Ése es el camino de la mística; el apartamiento del mundo, la interiorización en el yo hasta «conversar» consigo mismo, único juez, único dios que guía en medio de un nimbo del que se han apartado todas las cosas mundanas; ahí, en esa estratosfera del ser, distanciado de las miserias del cuerpo y de la mente, desde enfermedades a envidias, desde lacras a odios, el individuo puede «realizarse», y por lo tanto ser. Ahí radica la única vida del hombre.

De ese modo, Gibrán aboga por un sincretismo que reúne dos ideologías: el pensamiento oriental y el occidental, los dos mundos a los que por vida perteneció. Y ese sincretismo lo conduce a una simbiosis de elementos que también puede visualizarse en Nietzsche o en Rabindranath Tagore; la vida se convierte en misticismo, lo existencial se hace purificación. El fuego de ese crisol lo lleva el hombre en sí, hasta el punto de que el individuo contendría en su ser absolutamente todo, desde la naturaleza hasta la divinidad. Gibrán alcanza un panteísmo de raíz oriental: «¿No son todos los actos y todos los pensamientos religión?», dirá como resumen de un pensamiento que sintetiza milenios de orientalismo.

Del encuentro con uno mismo nacen las virtudes, la bondad, la fraternidad, y en el fuego catártico de ese encuentro desaparecen la maldad, el pecado, el odio, los egoísmos. Así el alma puede entregarse al amor, incluso al amor carnal, porque la carne está trascendida por el espíritu.

La llegada del barco

Almustafá, el elegido, el bienamado, aurora de su propio día, había aguardado durante doce años en la ciudad de Orfalís el regreso del barco que debía devolverlo a la isla que lo vio nacer.

Y en el duodécimo año, el séptimo día de Ailul, mes de las cosechas, subió a la colina que se alzaba junto a los muros de la ciudad, y miró el mar: y divisó su barco surgiendo entre la bruma.

Se abrieron entonces de par en par las puertas de su corazón, y dejó volar su júbilo sobre el mar, a lo lejos. Y cerrando los ojos, meditó en el silencio de su alma.

Pero cuando bajaba de la colina una honda tristeza se apoderó de él y pensó en su corazón:

«¿Cómo podré marcharme en paz y sin pesar?… No… No podré abandonar esta ciudad sin un desgarrón en mi alma.

Muchos han sido los días del dolor que pasé entre sus muros y largas las noches de soledad infinita… ¿Quién puede separarse sin pena de su dolor y de su soledad?

Muchos fragmentos de espíritu he derramado yo en estas calles, y muchos son los hijos de mis anhelos que caminan desnudos entre estas colinas; ¿cómo alejarme de ellos sin agobio y sin aflicción?

No es una túnica lo que hoy me quito, es una piel lo que desgarro con mis propias manos.

Ni es un corazón suavizado por el hambre y por la sed.

Pero más no puedo detenerme.

El mar, que llama todo hacia su seno, me llama ahora a mí, y debo embarcarme.

Porque quedarse aquí, aunque las horas ardan en la noche, es helarse, cristalizarse, quedar preso en un molde.

 

Gustoso llevaría conmigo todo cuanto hay aquí, pero ¿cómo llevármelo?

Una voz no puede llevarse consigo la lengua y los labios que le prestaron alas. Una voz debe buscar el éter.

Y sola, sin su nido, volará el águila desafiando al sol».

Cuando hubo llegado al pie de la colina, miró de nuevo al mar, vio su barco acercándose a puerto, y en la proa marineros, hombres de su propia tierra.

Y su alma desde el fondo les gritó:

«Hijos de mi antigua madre, jinetes de las mareas: ¡cuán a menudo habéis surcado mis sueños!

Y ahora venís en mi despertar, que es mi más profundo sueño.

Dispuesto estoy a partir, y mi impaciencia, con las velas desplegadas, sólo aguarda el viento.

Una vez más, la última, aspiraré una bocanada de este aire quieto, sólo una vez más miraré hacia atrás amorosamente.

Y luego estaré entre vosotros, navegante entre los navegantes.

Y tú, ancha mar, madre sin sueño, la única que eres paz y libertad para el arroyo y el río.

Permite un meandro más a esta corriente, un murmullo más a esta cañada; y luego iré a tu encuentro, como gota infinitesimal en un océano sin límites».

Y mientras caminaba veía a lo lejos a los hombres y mujeres dejar sus campos y sus viñas y dirigirse presurosos hacia las puertas de la ciudad.

Y oyó sus voces que lo llamaban por su nombre, y que, a gritos, de un campo a otro, se participaban la llegada del barco.

Y se dijo a sí mismo:

«¿Será acaso el día de la partida el del encuentro?

¿Será mi crepúsculo en realidad mi aurora?

¿Y qué ofreceré yo a quien dejó su arado en la mitad del surco, o a quien detuvo la rueda de su lagar?

¿Se convertirá mi corazón en un árbol cargado de frutos que yo pueda recoger para regalárselos?

¿Manarán mis deseos como una fuente para que yo llene sus copas?

¿Seré un arpa bajo los dedos del Poderoso, o una flauta por la que fluya su aliento?

Buscador de silencios: eso es lo que soy; mas ¿he hallado acaso en los silencios un tesoro que pueda ofrecer sin desconfianza?

Si es este mi día de cosecha, ¿en qué campos sembré la semilla, y en qué olvidadas estaciones?

Si es esta, en verdad, la hora en que debo levantar mi antorcha, no será mi llama la que arderá en ella.

Vacía y oscura alzaré mi antorcha.

Y el guardián de la noche la llenará de aceite y la encenderá».

En palabras dijo estas cosas. Pero en su corazón quedó mucho sin decir. Ni él mismo podía expresar su secreto más profundo.

Y cuando entró en la ciudad, toda la gente fue a su encuentro y a gritos lo llamaban con voz unánime.

Y los ancianos de la ciudad se acercaron y dijeron:

«No nos abandones todavía.

Fuiste un mediodía en nuestro crepúsculo y tu juventud nos ha enseñado a soñar.

No eres extranjero entre nosotros; tampoco un huésped, sino nuestro hijo y nuestro bienamado.

Que no tengan que sufrir nuestros ojos hambre de tu rostro».

Y los sacerdotes y las sacerdotisas le dijeron:

«No permitas que las olas del mar nos separen, ni que los años que viviste entre nosotros se conviertan en recuerdo.

Como espíritu has caminado entre nosotros, y tu sombra fue luz sobre nuestros rostros.

Mucho te hemos amado, mas nuestro amor no tuvo palabras, y estuvo cubierto de velos.

Mas ahora clama en voz alta y se alza para revelarse ante ti.

Así ocurrió siempre: el amor no conoce su honda profundidad hasta el momento de la separación».

Y otros vinieron también a suplicarle. Mas él no respondió. Sólo se limitó a inclinar la cabeza y quienes estaban a su lado vieron rodar lágrimas por su pecho.

Y él, y la gente con él, se dirigió hacia la gran plaza, frente al templo.

Y del santuario salió una mujer llamada Almitra. Que era vidente.

Y él la miró con inefable ternura, porque fue la primera que lo buscó y creyó en él cuando apenas llevaba un día en la ciudad.

Y ella lo saludó diciendo:

«Profeta de Dios, buscador de infinitos; mucho tiempo has horadado la distancia en busca de tu barco; ahora tu barco es llegado, y te urge el partir.

Honda es tu nostalgia por la tierra de tus recuerdos, por esa morada de tus mayores deseos. No te atará nuestro amor, no detendrán tu paso nuestras necesidades.

Mas antes de que nos dejes te rogamos que nos hables y nos des el don de tu verdad.

Nosotros se lo daremos a nuestros hijos, y a los hijos de nuestros hijos, y así no perecerá.

En tu soledad ha sido el centinela de nuestros días, y en tu vigilia has oído el llanto y la risa de nuestro sueño.

Por eso ahora te pedimos que nos descubras a nosotros mismos, y nos digas cuanto te ha sido revelado sobre el nacimiento y la muerte».

Y él respondió:

«Pueblo de Orfalís, ¿de qué puedo hablaros sino de lo que en todo momento vibra en vuestras almas?».

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