El pasado no existe

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El pasado no existe
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El pasado no existe

Ensayo sobre la historia

Justo Serna


ISBN: 978-84-16876-93-8

Director editorial: José Luis Ibáñez

Consejo asesor: Silvano Gozzer, Alberto Vicente

© Justo Serna, 2016

© De esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2016

Todos los derechos reservados.

Publicado por Punto de Vista Editores

info@puntodevistaeditores.com

www.puntodevistaeditores.com

@puntodevistaed

Diseño de cubierta: Estudio Joaquín Gallego

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Sobre el autor

Justo Serna (1959) es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia. En su dilatada trayectoria docente e investigadora se ha dedicado sobre todo a la historia social y cultural y a la historiografía. Entre sus obras destacamos Cómo se escribe la microhistoria (Cátedra, 2000), La historia cultural. Autores, obras, lugares (Akal, 2005, 2013) y Los triunfos del burgués. Estampas valencianas del Ochocientos (Tirant Lo Blanc, 2011), todas ellas junto a Anaclet Pons. En el campo de la historia cultural es autor de Pasados ejemplares. Historia y narración en Antonio Muñoz Molina (Biblioteca Nueva, 2004), Héroes alfabéticos. Por qué hay que leer novelas (PUV, 2008), La imaginación histórica. Ensayos sobre novelistas españoles contemporáneos (Fundación Lara, 2012), Antonio Muñoz Molina. El tiempo en nuestras manos (Fórcola, 2014) y Antonio Muñoz Molina. La letra pequeña (Sílex, 2016). Además, Justo Serna tiene numerosas publicaciones sobre la cultura de masas. Para Punto de Vista Editores escribe la serie CoolTure junto a Alejandro Lillo. De momento tres volúmenes la integran: Young Americans. La cultura del Rock, 1951-1985 (2014), Todo es falso salvo alguna cosa. Observaciones sobre el mundo contemporáneo (2014) y Más acá hay monstruos. Historia cultural (2015). También ha publicado Españoles, Franco ha muerto (Punto de Vista Editores, 2015).

Índice

Primera parte. El pasado no existe

El espejo del mar

Una persona educada

El túnel del tiempo

Un hombre en la oscuridad

El siglo XX explicado a los jóvenes

El historiador Antoine Roquentin

Leer

Escribir

Una buena historia

El pasado es un país extraño

Paradiso

La historia no es una disciplina inútil

Aténgase a los protocolos

La historia y los artificieros

Historia y memoria

La magdalena de Proust

El investigador no se resigna

El refugio de la memoria

Pluralismo

Segunda parte. ¿Qué es la historia?

La historia depende. ¿De qué depende?

Ni pintoresca ni fatal

Pasado y porvenir

El historiador, otra vez

Cultura, documento y contexto

El historiador que sabe

¿Qué es la historia?

Robinson en contexto

El jerarca inverosímil

Sobre la utilidad y abuso de la historia

¿Hay que festejar el día nacional?

El dolor por los muertos

Presente continuo

Tercera parte. El historiador se confiesa

Defensa del oficio

Lo que me queda de Marx

El historiador entrevisto

Por qué han de opinar los historiadores…

Auparse a la columna

Historia e imaginación

Por qué todo tiene que acabar

El malentendido

Finalmente, soy historiador

Agradecimientos y referencias bibliográficas

Primera parte

El pasado no existe

El espejo del mar

Decimos de alguien que es una persona educada cuando vemos que respeta las formas, cuando el individuo se muestra cortés, cuando desarrolla sus propias facultades o cuando se forma en un saber refinándose con esfuerzo. Ahí lo vemos reflejado en un espejo. Si aceptamos esa descripción, podríamos añadir que la educación puede medirse. Hay gente mejor o peor educada, gente que se vale de recursos o gente que se abandona. Y hay gente, en fin, que carece de principios y de conocimientos.

Los principios, que son valores con los que nos guiamos, nos los inculcan; los conocimientos, que son datos operativos con los que emprendemos esta o aquella actividad, nos los transmiten. De entrada, esos principios y conocimientos son comunes, fruto de la experiencia colectiva, y, por tanto, son producto de la instrucción que se nos da en casa y en la escuela, de las lecciones que nos imparten en la familia y en la academia.

Pero inmediatamente hay que precisar que los principios y los conocimientos varían de acuerdo con las experiencias y con las expectativas personales. Los individuos que reciben la misma educación pueden responder de modo diferente. Además, esos principios y conocimientos varían, pues acaban dependiendo de las culturas, de los contextos siempre mudables: lo que en un país puede ser una falta de urbanidad o una desastrosa decisión, en otro es un gesto de amable cordialidad o una opción sensata; lo que en un tiempo puede ser un mal hábito, en otro es una rutina aceptada.

La época contemporánea es el momento de la educación. Eliminadas las barreras estamentales del Antiguo Régimen e instaurados los derechos jurídicos, políticos y sociales tras una larga lucha, el saber y el mérito fueron factores de ascenso y de movilidad. Uno podía esperar lo mejor si era aplicado y si se le daban las mismas oportunidades. De su afán, de su diligencia, podía sacar provecho para el día de mañana. Había posibilidades más o menos confirmadas: quienes mejor educados estaban, más expectativas de progreso y prosperidad albergaban.

Hasta hace poco las cosas funcionaban así. La educación se recibía en la familia y en la escuela y los objetos de la transmisión eran datos y reglas, informaciones y normas. Servían para entender el mundo y para descubrir el papel que nos correspondía: servían para conducirnos. En todo el sentido de la expresión, nos permitían gobernarnos sabiendo cuál era nuestra posición y cuáles nuestras posibilidades. Nos permitían averiguar cuál era nuestra facultad y cuáles nuestras habilidades.

 

Nos adaptábamos, nos ajustábamos y a la vez el patrimonio recibido nos valía para aventurarnos, esperando quizá esa mejora; por ejemplo, superar a nuestros mayores. En parte, vivir era eso: aprovechar algo de lo que nos legaban para emprender el propio camino, para experimentar. Pero el marco estaba claro, las posibilidades eran más o menos ciertas y, salvo extravío, terquedad o mala suerte, el individuo educado se hacía su vida recibiendo además un pago inmaterial: la recompensa de las cosas bien hechas.

Todas estas cosas la explicó muy bien Joseph Conrad en El espejo del mar. Allí narra sus experiencias a bordo de distintos veleros. El marino del ochocientos aprendía un lenguaje y una práctica, se enfrentaba con destreza adquirida a los azares del oleaje y los vientos. Era el suyo un saber técnico y práctico, algo en lo que había sido instruido: principios y conocimientos con los que gobernar la nave y con los que gobernarse.

El mar parecía ciertamente inmenso y caprichoso, y la tripulación tenía que aplicarse para sobrevivir, para llevar a su destino la mercancía. O, en otros términos, para completar el negocio. Cada uno tenía su papel y, por supuesto, había expectativas: se podía ascender hasta comandar un navío. En cualquier caso, añadía Conrad, el buen marino esperaba algo más, algo que no se podía medir; es decir, la satisfacción del trabajo bien hecho.

«Hay un tipo de eficiencia, sin fisuras prácticamente, que puede alcanzarse de modo natural en la lucha por el sustento», indicaba. «Pero hay algo más allá: un punto más alto, un sutil e inconfundible toque de amor y de orgullo que va más lejos de la mera pericia; casi una inspiración que confiere a toda obra ese acabado que es casi arte, que es el arte», concluía Conrad. Hablaba, sí, de la recompensa material y hablaba del esmero: si sabemos hacer bien las cosas, ¿para qué hacerlas mal, apresuradamente, sin amor ni orgullo? Si podemos gobernar un velero con las artes marineras, ¿para qué hacerlo desmañada, incompetentemente?

Joseph Conrad tenía toda la razón cuando decía lo que decía y la metáfora del mar era para él la ilustración de la vida. El problema es que cuando Conrad nos cuenta todo eso, hacia 1906, el mundo estaba cambiando: el velero es ya una circunstancia del pasado y la educación de los marinos no sirve para la navegación de los vapores, que se imponen en el negocio mercantil.

Siglo y pico después, nuestra situación es tan desconcertante como la de Conrad. Los mayores aprendimos a manejarnos en un mundo en el que los conocimientos y las técnicas se transmitían con jerarquía y orden, en el que los saberes se conservaban y valían, en el que los datos duraban, en el que la experiencia era un patrimonio creciente. Teníamos capitanes que comandaban ese aprendizaje y que vigilaban el trabajo de la tripulación. Hallábamos, además, puertos seguros. ¿Que había marinos díscolos o malas singladuras? ¿Que había fatalidades y derrotas erróneas? Cierto, pero el mar bravío, lo real, aún podía entenderse con la educación.

¿Qué nos encontramos ahora? Un mar sin límites en el que no siempre sabemos aventurarnos. La realidad se nos ha desbordado y la red parece capturarlo todo. Navegamos por internet, un océano sin amarres firmes que además amenaza con anegarnos. Es tal la cantidad, es tal el flujo y es tal el oleaje, que solo con dificultades podemos bracear. Ni veleros ni vapores. Parece que no nos vale el antiguo saber y que la pericia técnica que podemos adquirir pronto será reemplazada por informaciones innumerables, tantos datos que nos ahogan.

En esa circunstancia, la familia se ve desbordada: sus muchachos se lanzan a internet, ese mar incógnito. Y la escuela no puede aportar y aprontar todas las informaciones buenas o malas, esas piezas que ellos atrapan en la red. La tradicional insolencia juvenil parece ahora más extendida e irreparable. Es como si los alumnos tuvieran a un preceptor salvaje dando mal ejemplo o a un proveedor munífico proporcionándoles de todo con largueza: confirmándoles sus caprichos.

La impresión es de derrota, una época desarbolada. Algunos añoran los viejos tiempos, cuando un sencillo bofetón podía frenar el descaro o corregir la mala educación, cuando la autoridad del capitán era indiscutible, cuando los saberes técnicos se aprendían para luego ser aplicados eficazmente. Por supuesto, esa melancolía ni es sana ni es pedagógica. Los azotes no hacían a alguien buen marinero. Tampoco la simple amenaza.

Lo que mejoraba era el ejemplo que el capitán y los oficiales daban, personas dotadas —dice Conrad— «de esa pericia que llega a ser arte gracias a un continuado esfuerzo», gracias a una «suprema, vívida excelencia». Quizá el comandante no lo sabía todo, pero su rectitud y su probidad, los criterios firmes de que se servía, eran el espejo en el que poder mirarse.

Eso es lo que precisan nuestros muchachos y los adultos: el reflejo de lo mejor. Y eso siempre lo han proporcionado los ancianos, los padres, los maestros, los aventureros, todos los que no se resignan a vivir la travesía con impotente amargura. Y para eso está la imaginación, la literatura de aventuras.

Y la historia, la lectura del pasado, de ese pasado ya inerte que aún nos instruye, de ese tiempo ya desaparecido que nos ilustra. Las cosas hechas en tiempos pretéritos no nos ahorran el esfuerzo de afrontar ahora los desafíos. Cada momento es excepcional y solo por analogía podemos compararlo con instantes de otra época. Voy a argumentar esta tesis aparentemente sencilla. Permítaseme desarrollarla en las páginas que siguen.

Una persona educada

Empecemos con una cosa archisabida. ¿Qué es una persona educada? En principio, aquella que tiene información, datos contrastados y sabe administrarlos. Pero también es aquella que tiene conocimiento del pasado, de las cosas que se hicieron o funcionaron bien, aceptablemente, y sabe aplicar esa formación en el momento presente, sabe poner en práctica esas enseñanzas obrando en consecuencia. O aquella que posee reglas y erudiciones y se apresta a respetarlas y aportarlas. En principio, ya digo. Pero no basta.

Hace falta un buen preceptor. Una persona educada es aquella que es consciente de sus ignorancias, de esas lagunas que conviene cubrir o rellenar. No es que viva en la infelicidad. De hecho puede vivir en la felicidad de la duda, en la dicha del tanteo, de la exploración. No tiene todos los conocimientos, ni falta, pero sabe cómo obtener las informaciones que no ha obtenido. Pero no basta.

En un artículo aparecido tiempo atrás en El País, Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, decía lo siguiente: «Una persona educada debe ser capaz de pensar y escribir con claridad, comunicar con precisión y pensar críticamente». Así es. «Una buena educación, además, debe proporcionar una apreciación crítica de las formas en que obtenemos el conocimiento y la comprensión de la sociedad, conocimientos básicos de los métodos experimentales de las ciencias, de los logros sociales, artísticos y literarios del pasado, de las principales concepciones religiosas y filosóficas que han guiado la evolución de la humanidad», añadía Casanova. «La educación debería servir también, por supuesto, para adquirir especialización o formación profesional en algún campo del conocimiento. De una persona educada, en fin, se espera que tenga algún conocimiento sobre los problemas éticos y morales, en constante cambio, que pueda ayudarle a formarse un juicio sólido y elegir entre las diferentes opciones», concluía muy atinadamente...

El título de la tribuna que firmaba Casanova era sintomático: El valor de la educación. En sí mismo es revelador. La educación no tiene precio, sino valor (ya sabemos que al decir de Antonio Machado es necio aquel que confunde valor y precio). En segundo lugar, el título remite voluntaria o involuntariamente a aquel libro del filósofo Fernando Savater que tanto éxito tuvo años atrás: El valor de educar. Dicho volumen era una defensa del amor propio, de la autoestima que nos procura la educación. No basta con instruirse, con informarse. Hay que calcular, experimentar, avanzar. Hay que atreverse y hay que saber colmar lo que ignoramos. Sin criterio, las erudiciones son mero adorno, un aderezo improductivo.

Creo que hay aspectos comunes en lo que defendía Fernando Savater y en lo que después proclamaba atinadamente Julián Casanova. Cito de memoria —porque no tengo aquí mi ejemplar del volumen— si no me equivoco, el filósofo donostiarra, el señor Savater, acababa su libro con dos cartas que eran los capítulos finales: una dirigida a la madre, maestra de profesión, y otra destinada a la ministra de Educación, entonces Esperanza Aguirre. Cómo pasa el tiempo. O, mejor dicho, parece que no pasa el tiempo. De su madre tomaba ejemplo; a la ministra le pedía que diera el ejemplo...

Casanova y Savater pueden coincidir en un dato básico: si no (o nos) informamos, si no (o nos) formamos, si no (o nos) instruimos, si no (o nos) educamos, nuestros jóvenes estarán inermes. Y, por ende, sus docentes.

¿Y eso cómo se consigue? Con erudición y con criterios; con noticias y con razonamientos. La información bastísima y vastísima no es suficiente. Hemos de saber orientarnos, discriminando. El alud o la avalancha no nos alivian, nos empeoran. En cambio, el refinamiento o la habilidad siempre son selectivos, cualificados. Con esto no quiero decir que haya que formar especialistas, siempre necesarios. Lo que quiero decir es que el dato concreto no da el sentido. Hay que saber muchas cosas para poder olvidar lo redundante o lo secundario. Un buen maestro es eso precisamente: un sabio que conoce los logros o las calamidades de la humanidad, un investigador.

Permítaseme decir algo trivial. U otra trivialidad más. Lo pasado —lo histórico— no es material de desecho, algo prescindible y poco útil, sino la base de lo que hoy nos rodea. Por muy peritos o habilidosos que seamos poco alcanzaremos si ignoramos el fundamento de lo que nos condiciona. ¿Actuaremos como historiadores? Pues los historiadores son o han de ser maestros, propiamente educadores. Si no lo son, si no ejercen como tales, al menos deberían proponérselo. No somos meros depositarios de datos sino formadores. Ser críticos significa saber —o estar en condiciones de saber— qué nos pasa o por qué. No se trata de tener muchos datos sino de acopiarlos bien, de discriminar adecuadamente entre informaciones vastas y bastas, ya digo.

«Una persona educada», como señalaba Julián Casanova en el artículo antes citado, «debe ser capaz de pensar y escribir con claridad, comunicar con precisión y pensar críticamente». Y para ello hay un remedio milagroso. Sus efectos no tardan en aparecer y además perduran: leer, leer con abundancia, sobradamente; leer subrayando, interpelando.

Si los estudiantes no leen, no hay nada que hacer: pensarán, por supuesto; pero no sé si con claridad. Desde luego, serán incapaces de escribir. ¿Tener ideas sin poder expresarlas? ¿Razonar sin poder exponer? ¿Hay algo más descorazonador o más triste?

Domingo, 18 de septiembre de 2011. En ABC leo una columna de José María Carrascal titulada La educación, ese foso. Resumo el argumento y la filosofía.

La educación está hecha unos zorros, sostiene Carrascal. Los bachilleres llegan muy mal preparados y de eso, cómo no, tienen la culpa los socialistas, los izquierdistas, los reformistas. No sé si también los pedagogos. Si no arreglamos la educación, que es esfuerzo y contenidos —dice José María Carrascal—, está todo perdido.

Leo la columna y me hago cruces (últimamente no me hago más que cruces). Carrascal se atreve a diagnosticar el mal estado de la enseñanza y los pésimos conocimientos de nuestros bachilleres mientras él comete una falta por la que habría que remitirlo al PREU, al preuniversitario. Al menos en un par de ocasiones confunde «deber de» con «deber». Confunde la suposición con la obligación. Por Dios, qué barbaridad: un varón educado y otoñal no puede cometer este desliz. No debe. Un periodista de derechas y superferolítico no puede incurrir en este error. No debe. Pero comete ese desliz e incurre en ese error: merecería ser castigado con la desposesión del título de bachiller. De cara a la pared, con los brazos en cruz aguantando varios ejemplares del Diccionario panhispánico de dudas.

En clase no me pongo estrictísimo con la ortografía y la sintaxis. ¿Por qué razón? Porque sé que los errores abundantes no se corrigen en un plis-plas. Se arreglan con lectura, con mucha lectura. Con paciencia, observando, anotando, registrando. ¿Eso significa que no me importan las faltas de ortografía, por ejemplo? Por supuesto que me importan. Como me molesta una sintaxis descuidada. «Escribir con claridad, comunicar con precisión», decía Julián Casanova. Pues eso. Punto y aparte.

 

El túnel del tiempo

La escena la hemos visto muchas veces. En la vida real, en el cine, en las novelas. Alguien mayor, ya achacoso: por ejemplo un anciano que aún conserva la lucidez. Parece estar dispuesto a hablar; se acomoda, se arrellana y comienza a contar a su nietecito lo que ha sido el pasado, su pasado.

Son, por supuesto, las batallitas del abuelo, sí: las guerras en las que luchó o sobrevivió milagrosamente, las penurias a las que se sobrepuso con tenacidad, las estrecheces que pudo soportar. Es la memoria como fuente de identidad, ese relato que ordena el caos de la existencia y que hace congruentes los hechos que se han vivido o que creen haberse vivido.

El anciano, que no es investigador ni historiador, se explaya y solo desea que se le escuche. Habla de su propia experiencia, de la vida, del dolor, del amor y de la amistad, de lo que era el miedo y la esperanza. Habla de su siglo. Cuando cuenta, hace memoria, ya digo, y obra como protagonista que fue de los hechos o, al menos, como testigo. Vio, observó y ahora rememora aquello.

¿Qué hay de cierto, de verificable y de documentable en lo que cuenta? Él testimonia y, salvo que incumpla el pacto con el oyente —con su nieto, por ejemplo—, no cuenta embustes: es un pacto autobiográfico, en palabras de Philippe Lejeune. Narra los hechos, los personales y aquellos otros en los que no participó, pero que eran la circunstancia histórica. Inserta, pues, su vida en un contexto más amplio.

Conforme digo esto estoy rememorando una escena que tuvo lugar hace cincuenta años. Sentados a la mesa camilla, con el ruido de fondo de su aparato de radio, un artefacto objetivamente gigantesco, mi abuelo me cuenta sus batallas, en efecto. Me relata su estancia en África, en aquella guerra de Marruecos de la que salió exhausto y hambriento. Me cuenta su siglo. No creo que me mienta ni que yo me muera mientras tanto: pienso, sin más, que el abuelito recuerda lo que puede, lo que él vio y lo que la vejez le deja rememorar.

Estoy seguro de que embellece, de que edulcora sus hazañas personales, esas gestas guerreras que me detalla, pero estoy seguro, también, de que no cree hacerlo, de que cree ser fiel a los hechos. Él, como tantos otros ancianos, recuerda un recuerdo. O, como decía, el narrador de Soldados de Salamina, de Javier Cercas, «lo que acaso me contarían que ocurrió no sería lo que de verdad ocurrió y ni siquiera lo que recordaban que ocurrió, sino solo lo que recordaban haber contado otras veces». ¿Dónde está lo pretérito, ese pretérito perfecto del que mi abuelo solo recordaba lo que había contado otras veces?

El pasado es un tiempo inerte, desaparecido, irreproducible. Perdóneseme tanto calificativo. En las viejas series televisivas de los años sesenta del siglo XX, a los jovencitos se nos hacía soñar con El túnel del tiempo, aquella emisión en la que fantaseábamos con desplazamientos históricos, con felices o angustiosos anacronismos, con intervenciones providenciales que cambiaban el curso de las cosas. Pero digamos algo más sobre dicha serie.

Recuerdo que la máquina estaba en unas profundidades remotas, una excavación en la roca, en la montaña. Creo que en un desierto del Medio Oeste americano. Muy lejos, vamos, de lo ordinario. O más o menos, pues escribo de memoria y no quiero documentarme ahora para alardear de falsa precisión sobre una serie de los años sesenta.

Que el artefacto estuviera en un túnel le daba secretismo a toda la operación. ¿Por qué había que ocultar aquellas operaciones?, nos preguntábamos. El secreto es algo muy apreciado por los jovencitos: conforme perdemos la inocencia de la primera infancia aprendemos a encubrir algunos pensamientos a nuestros mayores; aprendemos también a tapar algunos sentimientos; y aprendemos, en fin, a hacer ciertas cosas sin comunicarlas.

Para los niños —al menos lo era para mí—, el interior de una montaña siempre era algo atractivo, temible. En Huckleberry Finn o en Tom Sawyer, las andanzas de los muchachos ocurrían a lo largo del río, pero sucedían también en cuevas, en riscos, en el interior de grutas por las que se adentraban con temeridad. ¡Ah, las cavidades, los salientes, los huecos y los promontorios! Como dijo Sigmund Freud, a veces un puro solamente es un puro. Pero volvamos a las cavidades…

Más que los desplazamientos interespaciales, de niño me inquietaban los viajes a las profundidades, al fondo del mar y al centro de la tierra, claro está. Por eso, que la serie El túnel del tiempo, de Irwin Allen —luego especialista en cine de catástrofes—, tuviera como base el laboratorio excavado en una roca era algo perturbador: un espacio de reserva absoluta, el umbral del misterio. Nada de lo que allí se hacía podía ser revelado. Hechizado por ese sigilo, propiamente político y militar, yo veía aquella serie de mi infancia, una historia troceada en episodios independientes que siempre empezaban con una espiral metafórica, con un giro muy sesentero, muy pop, diría yo ahora.

Cuando se activaba ese túnel, con la espiral rodando velozmente, comenzaba la aventura. ¿Adónde iremos a parar hoy?, me decía. Unos científicos habían ideado el artefacto para teletransportarse, para viajar a lo largo de los siglos. Antes de que yo leyera mi imaginación ya estaba dominada por ese artilugio. Antes de que yo estudiara historia, el pasado ya formaba parte de mí.

Me parecía un portento glorioso. Desplazarse a un momento o a otro de la humanidad, pero con los conocimientos y la experiencia del siglo XX: qué admirable prodigio. Había unos mandos con numerosos botones y monitores que ponían en marcha una especie de generador o dínamo, esa espiral que absorbía a los viajeros.

Las vueltas que daba el cacharro mareaban a los viajeros del tiempo y a los espectadores adultos que no comprendían la fascinación de los niños. Recuerdo siempre a mis mayores lamentando los extraños giros del aparato, tan semejante por otra parte a las alteraciones psicodélicas de los sesenta. Parecía, sí, una experiencia de escape, una disolución de los límites de la conciencia y por supuesto una superación de las fronteras.

La máquina estaba protegida por el Ejército, nada menos; y estaba gobernada por científicos que esperaban el regreso de los viajeros. Los salvaban en el último momento, cuando las cosas se complicaban para ellos. Accionaban los mandos y de repente con un fundido o con humo del plató, no recuerdo bien, los transeúntes ya estaban en otro siglo. Pero siempre, siempre, el curso de los acontecimientos era inevitable. Las revoluciones ocurrían, las decapitaciones, las explosiones: todo tenía una fatalidad que los protagonistas no podían evitar. Qué angustia.

Karol Wojtyla, Juan Pablo II, dijo en cierta ocasión que «la televisión también puede acarrear efectos negativos en la familia, aun cuando los programas televisivos no sean de por sí moralmente criticables: puede alentar a los miembros de la familia a aislarse en sus mundos privados, relegándolos de las auténticas relaciones interpersonales, y también dividir la familia, distanciando a los padres de los hijos y a los hijos de los padres».

Si no recuerdo mal, yo veía El túnel del tiempo inmediatamente después de cenar. ¿Cómo? Solo, sin adultos, aislado, en trance: experimentando lo más parecido a una alucinación. Los mayores habían abandonado la sala, esperando el final del capítulo. Punto.

Un hombre en la oscuridad

Insisto: el pasado es algo inerte, algo fatal, algo que no puedes reproducir. Pero quedan vestigios, unos pocos restos de unas acciones que emprendieron nuestros mayores. O nuestros antepasados remotos. Quedan huellas pretéritas, incluso materiales, que se rememoran con un sentido actual, no siempre coincidente con el que tuvieron.

Un día cualquiera, uno entre otros, acabé de leer Un hombre en la oscuridad (2008), de Paul Auster. En esta novela, su protagonista, un tal August Brill, dedica páginas y páginas a relatar su vida joven. ¿A quién se la cuenta? A su nieta. Ambos están en la cama, él padece un insomnio pertinaz, razón por la cual se dedica a contarse ficciones. Las noches son para eso, para narrarse historias no sucedidas. Hoy, por el contrario, es el pasado personal lo que Brill va a relatar: se lo cuenta a su joven nieta, que lo interroga, que lo interpela, que quiere saber más.

Quiere averiguar qué cosa fue la juventud en los años cincuenta y sesenta del novecientos, qué cosa fue la rebeldía y la sumisión. Pero sobre todo lo que quiere compartir es el dolor de la muerte. Su joven compañero ha muerto en Irak, como también ha muerto Sonia, la esposa de Brill. Son dos viudos tumbados, dos parientes que se acogen y que se cuidan, que se cuentan. Esperan aliviar el dolor silencioso que ambos tienen. Pero sobre todo esperan mitigar el escándalo de unas muertes siempre tempranas e indescifrables.

La circunstancia novelesca es un expediente que a Paul Auster le sirve para narrar la pequeña historia de la generación de posguerra, esos años de la contracultura y de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos. Resulta algo inverosímil la situación: la de la cama, me refiero. Pero no es impensable, desde luego. Un anciano relatando un pasado que, a la postre, es su pasado; una nieta ya baqueteada por la vida.

Algunas de las palabras que se dicen tienen un sesgo tópico, es como si las hubiéramos oído y leído mil veces. El abuelo es un crítico literario ya retirado. Ha leído mucho y, seguramente, se le han pegado los modos y las maneras de los personajes de ficción. Habla como un personaje de ficción, incluso como un tipo de folletín que se sabe inserto en esa historia.

«Empecé a parecer un personaje de novela del siglo diecinueve: matrimonio inquebrantable en su baúl, estimulante querida en otro, y yo, el gran ilusionista, plantado entre los dos, con la astucia y la habilidad de no abrirlos nunca al mismo tiempo», le confiesa a su nieta. El baúl también es una imagen muy previsible. Aún lo es si con ella nos referimos al pasado: un arcón en el que se guardan cosas que ya no se usan y que ahora descubrimos para el nieto sorprendido. Esos objetos guardados son metáfora de la vida y de la memoria. Ya digo, algo tópico y, a la vez, conmovedor.

August Brill es un hombre de 72 años, anciano, jubilado y viudo. Ha estado en un hospital como consecuencia de un accidente automovilístico que le ha dejado una pierna maltrecha. Esa es la historia con la que empieza Un hombre en la oscuridad. La estancia de Brill en aquel hospital ha durado un año. A su salida se muda de residencia instalándose en casa de su hija, situada en Vermont, una vivienda en la que estará acompañado por su nieta, esa nieta. Ambas son las mujeres de la casa, mujeres sin varón: sus hombres o se han alejado o han muerto. Por tanto, ambas han debido aprender a vivir así, con esa soledad forzada o sobrevenida para la que no estaban preparadas.