El pasado no existe

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Tras la estancia hospitalaria, el anciano lleva una vida sedentaria: prácticamente inválido, pasea en silla de ruedas y pasa en la cama largas horas de insomnio que calma contándose esas historias. Inventarse vidas de otros, atribuirles hechos, trazar itinerarios, ponerlos en aprietos son ardides que le permiten matar el tiempo para que el tiempo no lo mate a él, pero esos relatos son también entretenimientos aleccionadores. Al ponerse en la piel de otros en circunstancias que no ha vivido aprende de las reacciones ajenas. Averigua qué haría un varón como él en una situación así.

«La noche aún es joven, y sin moverme de la cama, con los ojos clavados en la oscuridad, en una tiniebla tan impenetrable que no se alcanza a ver el techo, me pongo a recordar la historia que empecé anoche», nos dice. Puede obrar como un Dios que quita y pone, que acelera o frena los tiempos, que abrevia o prolonga. Obra como un novelista, ciertamente, y así es. En realidad, este anciano conoce bien las mañas de los creadores: durante muchos años ha sido crítico literario, ya digo.

Por eso, quiere poner en aprietos a alguien. ¿Cuál es la manera de poner en apuros a alguna persona? Son numerosas las posibilidades de estropearle la vida a un humano. Una de las más eficaces, desde el punto de vista narrativo, es la de hacerle enfermar de amnesia parcial.

Imaginemos, por ejemplo, a un tipo de 30 años llamado Owen Brick, un mago profesional con la vida ya asentada, con una seguridad sin riesgo, con una prosperidad aceptable. Vive en Nueva York. De repente, ese individuo, para quien todo parecía encajar, para quien las cosas tenían un sentido congruente, se despierta en el fondo de un pozo vestido con uniforme militar, de cabo, concretamente. Por lo que después averiguará sabemos que está en Wellington, Massachusetts. No ha olvidado quién es: sabe cuál es su vida, pero ignora qué hace allí, en una América de pesadilla, en una guerra de la que él forma parte.

Desde luego, lo ha puesto Brill, como un escritor arbitrario que juega con sus criaturas. El pozo es metáfora de la vida, cierto, pero es un dato bien asfixiante: un lugar estrecho, angosto, que ahoga. Salir de allí es imprescindible para sobrevivir y para vengarse de quien ha cometido esa villanía. Paul Auster, el novelista real, lo hace despertar en ese sitio, en ese pozo, en las peores condiciones: «sin documentos, ni placa ni identificación que acredite su condición militar». A partir de ahí comienza una circunstancia insólita para el personaje y comienza todo un reto para su creador, para ese August Brill que padece insomnio.

Podría detallar los pormenores de lo que sigue, de lo que le sucede al propio anciano en la historia que Paul Auster nos cuenta, y de lo que le ocurre a Owen Brick en la historia que August Brill nos narra. Son relatos paralelos que no acaban igual, circunstancias de la vida americana que no son idénticas. Sin embargo, nada diré de esas vicisitudes. No quiero arruinar la lectura de este libro pecando de indiscreción.

Tampoco quiero obrar como un pésimo comentarista que revela lo que debería callar. Es un vicio muy común. Hoy en día, por ejemplo, el tráiler de una película nos suele contar por entero el film que aún no hemos visto, sin pudor alguno, sin contención. Es una manera, supongo, de atrapar al espectador que ya sabe qué va a ver. Muy frecuentemente, queremos reconocer más que conocer. La novela de Auster trata numerosos asuntos que se van desenvolviendo sin que el plan esté cerrado de antemano y sin que los problemas se resuelvan felizmente o de modo desastroso.

¿Cómo acaba la historia de Brick? ¿Y la de Brill? La del mago metido a soldado tiene un fin sin épica, sin moraleja, algo absurdo y bastante decepcionante: probablemente como es la propia vida real. La del crítico literario que imagina historias acaba con revelación, pero sin que la epifanía repare lo que la muerte destruye. Se dijo que esta novela de Paul Auster es decepcionante porque el autor no se ha planteado grandes retos narrativos, como si escribiera bien e indolentemente, sin pensar una estructura que diera forma y profundidad a lo contado, a lo doblemente contado, la vida de Brill y la de Brick.

Irritó esta novela, ciertamente, y a Paul Auster se le afeó la conducta por dejar la historia de Brick inacabada, y la de Brill…, pues la de Brill con esa leve tristeza que les queda a los supervivientes que ya no aguardan gran cosa de los acontecimientos: esa modesta felicidad de quienes se conforman con los pequeños dones que la vida aún no les ha quitado.

Creo que todo eso se le puede reprochar a Auster, digo. Pero creo también que la vida y el pasado se asemejan bastante a una suma de vicisitudes inacabadas, pues las cosas bien pueden ir por aquí o por allá, sin que tengamos la certeza de obrar correctamente. En el folletín, los villanos tienen su merecido; los buenos tienen su recompensa; y los amorales…, pues los amorales serán castigados en el futuro.

En la novela de Auster, el autor-narrador —¿quién es el autor-narrador?— no deja las cosas bien acabadas y actúa —ya digo— como un Dios algo desastroso que abandona a sus criaturas: hay metanarración y hay reflexión sobre el arte de narrar, sobre sus límites y sobre sus posibilidades, sobre lo que el autor es y lo que se permite, sobre la rebelión fantaseada de los personajes. Pero sobre todo hay apuntes y reflexiones sobre lo que es vivir orgullosa o penosamente.

Estas desazones que aquí expreso son, por supuesto, características de un medio social y de una circunstancia bien determinada: como antes decía, son propias de un Occidente adelantado y presente, un espacio cultural en el que los avances, los progresos nos han permitido fantasear con la riqueza, con el bienestar, con la mejora.

¿Qué podemos hacer cuando la vida nos lastima? Crecer es propiamente eso, sobrevivir durante un tiempo a las acometidas de la existencia. Durante un tiempo. La muerte propia no es un dato de la vida. Quiero decir, nadie ha regresado para relatar qué hay del otro lado, qué se experimenta cuando uno muere. Asistimos con estupor a la desaparición de los otros. En masa, por ejemplo, ese hecho nos resulta impensable, las magnitudes estadísticas de la muerte son inconcebibles para el individuo particular.

Pero la desaparición también se da entre quienes nos son próximos, incluso muy próximos: asistimos a un acontecimiento más indescifrable todavía, un suceso que nos amputa. ¿Qué se hace de todo lo que esa persona acumuló? No me refiero a sus posesiones materiales, a los patrimonios cuya transmisión regulan los códigos civiles. Me refiero al repertorio de experiencias que atesoramos: esas formas de ver, de concebir el mundo, de intervenir sobre él.

Cada uno de nosotros es, por supuesto, hijo de su tiempo; pero no somos un mero caso equiparable al resto de nuestros contemporáneos. Cada uno es irrepetible y con la muerte de cada cual desaparece lo que nadie más podrá reanudar. La muerte nos acosa, la destrucción nos amenaza, esas enfermedades que nos dañan, esos accidentes que nos merman; esas rupturas personales que nos desestabilizan; ese envejecimiento y esa decrepitud que nos volverán irreconocibles.

Recordamos lo que hemos sido. Repito. Durante un tiempo fuimos jóvenes, fuimos fuertes, fuimos bellos incluso. Más aún, recordaremos embelleciéndonos, haciéndonos mejores de lo que en realidad fuimos. En la memoria hay una parte de verdad, pero en esas rememoraciones hay también una cirugía reparadora. Creemos recordar a alguien mejor de lo que realmente fue. ¿Y cómo recordamos? Contándonos nuestra propia vida con hilo conductor y con sentido, con congruencia, de manera piadosa o de modo inmisericorde. Porque existe la posibilidad de juzgarnos con dureza.

El viejo puede sentir nostalgia del joven que fue o creyó ser. Pero el anciano puede experimentar dolor por quien fue, justamente, por quien no llegó a ser, por las malas decisiones, por los proyectos que desechó, por las cobardías, por las parálisis, por la estulticia personal. Recordamos para salvarnos, para perseguirnos, para evaluarnos, para contentarnos, el caso es que recordamos contándonos. Narrar es el medio que tenemos para encajar las piezas de una vida. No todas, solo ciertas piezas. Narrar es el instrumento con el que contamos para dar significado general y particular a lo que nos ha ocurrido y, de mayores, evocamos. Narrar es ponerle orden a lo disperso; dar sucesión a lo simultáneo; atribuir sentido a lo incoherente. Pero no solo eso. Narrar es matar el tiempo, acelerarlo o detenerlo: hacer como que adelantamos el tiempo o como que lo detenemos.

La prosperidad occidental ha trastornado lo evidente: vivimos en una sociedad de expectativas, en un espacio que recompensa, en un lugar de cambio en el que esperamos prosperar. Al menos hasta ahora... Contrariamente a lo que fue la experiencia histórica de otros tiempos, el Occidente cercano nos facilita la vida. Vivimos en un ámbito de optimismos bien fundados. La sociedad no nos determina, pensamos; la sociedad no nos pone obstáculos insalvables o inevitables, como antes sucedía.

El tiempo es seguramente nuestro principal enigma. En todas las culturas y, por supuesto, en el Occidente próspero. En circunstancias normales, queremos pensar en los niños como una gavilla de posibilidades y en ellos depositamos sensata o exageradamente nuestras expectativas. Queremos pensarlos como una eternidad que felizmente nos sobrepasará, como seres cuya muerte no contemplamos ni contemplaremos. Queremos pensar en los hijos como lo venidero: son beneficiarios de lo mejor y lo mejor, para ellos, aún está por llegar.

Con estas impresiones vamos envejeciendo y con esas ideas más o menos compartidas nos forjamos una cierta idea del mundo. Seremos nosotros los que moriremos y no asistiremos al fallecimiento de los jóvenes. Seremos nosotros a quienes la vida lastimará: nuestros hijos, por el contrario, madurarán sin daño ni laceración.

 

De repente, un día, descubrimos que no es así, que no es exactamente así. Las heridas del tiempo ultrajan a muchachos y a viejos y la existencia nos da la posibilidad de asistir al espectáculo del dolor propio y ajeno, de la muerte joven y anciana, del desorden del mundo. Estas desazones que aquí expreso son, por supuesto, características de un medio social y de una circunstancia bien determinada: como antes decía, son propias de un Occidente adelantado y presente, un espacio cultural en el que los avances, los progresos nos han permitido fantasear con la riqueza, con el bienestar, con la mejora.

La sanidad arregla buena parte de nuestros desperfectos —o eso creemos —, la democracia y la seguridad nos permiten vivir en un espacio público hospitalario. Aumenta la edad de supervivencia y la ancianidad se convierte en una referencia central de nuestras sociedades envejecidas y prósperas.

En esas circunstancias, la muerte es un hecho excepcional. Lo contrario de lo que fue en un pasado no tan remoto, cuando los fallecimientos familiares eran numerosos, cuando la enfermedad diezmaba a muchachos y a adultos, cuando el futuro era determinación social o incertidumbre. Muchos ya sabían qué iba a ser de sus vidas: por estatus, por nacimiento, la existencia era confirmación del destino familiar. Para lo bueno y para lo malo.

Ahora no. En esas condiciones tenemos la posibilidad de crecer sin dificultades graves, la posibilidad de recibir recompensas por el esfuerzo realizado, la posibilidad de mejorar. La familia nos educa con esas certidumbres, certidumbres que, luego, en parte, se frustran. ¿La principal prueba de esos fracasos? La muerte: la muerte propia y la muerte de quienes nos rodean.

Ahora, una vez leído esto, podemos regresar a la novela de Paul Auster. ¿Tan decepcionante es? He escrito estas palabras sin leer o releer lo que escribí con anterioridad, dos novelas del mismo autor: Viajes por el Scriptorium y Brooklyn Follies. El lector puede contrastar la impresión que esas tres novelas me causan: seguramente, mi aprobación —o desaprobación— es lo de menos. Tampoco es lo que pretendo.

Quizá, valga la pena leerlas o releerlas como síntoma. En Auster, los temas se repiten y la existencia siempre limitada, azarosa, levemente feliz o decepcionante es la clave que se reitera. Es paradójicamente naturalista. Nos guste más o menos, nos guste menos cómo se narra este misterio en Un hombre en la oscuridad, lo cierto es que la vida del anciano August Brill resume parte de lo que la existencia no nos da o nos quita, parte de lo que la fantasía proporciona o arrebata a Owen Brick. Parte de lo que somos conforme envejecemos.

El siglo XX explicado a los jóvenes

Como decía en las primeras páginas, la escena del abuelito la hemos visto muchas veces. Alguien mayor, probablemente achacoso, pero con lucidez, se dispone a hablar. Se acomoda y comienza a contar a su nietecito lo que ha sido el pasado, su pasado. Y pienso inmediatamente en El siglo XX explicado a los jóvenes, del historiador francés Marc Ferro. Es un libro o librito de usos varios. El anciano le cuenta a su nieto de diecisiete años la pasada centuria. ¿Y cómo lo hace? ¿Obra como historiador u obra como abuelo?

La verdad es que el volumen me ha decepcionado: me ha decepcionado pensando en los jóvenes, en muchachos de dieciocho años, por ejemplo, que es la edad común de quienes acuden a las clases de Historia del Mundo Actual, materia que imparto de cuando en cuando.

Aparentemente, este libro está concebido a partir de las preguntas del muchacho. En realidad no hay diálogo alguno. El presunto nieto formula cuestiones muy generales que el autor aprovecha para responder en cinco o seis páginas sin interrupción alguna. No es un diálogo propiamente, desde luego, no presupone inquietud en el joven, sino un saber que está en el anciano y que entregaría a manos llenas.

Por eso, lo que leemos son larguísimas exposiciones inducidas por preguntas de pega. Es decir, auténticos monólogos sin interlocución. El recurso del nieto podría habérselo ahorrado el autor. Hay un cierto desorden, un desorden que estaría justificado si de verdad fuera fruto del diálogo; y hay una exposición llena de supuestos, de datos sobre los que no se informa y que difícilmente conocerá o entenderá un joven de diecisiete años. Ni siquiera el glosario y la cronología finales ayudan.

Tomemos, por ejemplo, 1914, una fecha sobre la que Marc Ferro es especialista. Leamos. «1914: Comienzo de la Gran Guerra (Primera Guerra Mundial). Asesinato en Sarajevo del archiduque Fernando de Austria, heredero al trono austríaco. Economía de guerra (hasta 1919). Estados Unidos se convierte en prestamista de países europeos. Incorporación de la mujer al mundo laboral». Punto.

Por favor, leamos otra vez lo entrecomillado. O es un repertorio de tópicos a los que les falta hondura o es un elenco de evidencias supuestas que no llegan en 1914. No se puede equiparar el dato concreto que sucede a fecha fija y el proceso social que necesita un siglo verdaderamente. La mujer —dicho así— necesitará todo el siglo para incorporarse de veras al mundo laboral. Por eso, un joven que lea la última frase de esa entrada cronológica puede muy bien pensar que la generación de su bisabuela ya trabajaba.

Pero no solo hay desorden en el librito de Ferro, hay respuestas muy perezosas que parecen un copypaste de entradas enciclopédicas y de frases mil veces repetidas. En fin. Lo más interesante y discutible de este pequeño volumen figura al final del recorrido, justo cuando el nietecito le pregunta: «Se creía que el siglo XX iba a ser el siglo del progreso, ¿de dónde venía esa ilusión?».

Desde luego resulta muy extraña una pregunta pronunciada así por un joven de diecisiete años. O bien el muchacho plantea de ese modo la cuestión porque tiene numerosas lecturas: pero entonces es raro que un interlocutor documentado calle durante seis páginas. O bien el joven formula la pregunta de esa manera porque se convierte en portavoz de un tópico del que no sabe más, por eso enmudece ante el abuelo sabio que repite respuestas enciclopédicas —«las repercusiones de la mundizalización y de la uniformización de la producción y del consumo han tomado el relevo a las guerras mundiales, a las revoluciones y a la lucha de los pueblos colonizados por su independencia»— o triviales —«el miedo al futuro ha tomado el relevo de la esperanza en el progreso. ¿No será porque los progresos de la ciencia y de la técnica parecen no tener ya sentido?»—. Pero sigamos. Sigamos leyendo.

El historiador Antoine Roquentin

Leer es una actividad fatigosa. Al menos cuando empiezas. Resulta que te adentras en una historia que de entrada no te concierne. ¿Y qué te importa la vida de Guillermo «el Mariscal», la existencia de Voltaire o las vicisitudes de Sartre? ¿De qué nos sirve la trayectoria de un antepasado si no nos ata y del que tan poco sabemos? Reparemos en el último citado, en el escritor Jean-Paul Sartre. Su vida es sumamente interesante, pero sus cuitas personales no nos afectan. Él es pasado. Leamos un brevísimo extracto de sus memorias.

«Empezaba a descubrirme a mí mismo. Yo no era casi nada, a lo sumo una actividad sin contenido», anota en la autobiografía que dedica a su infancia. Es decir, el jovencito Sartre solo era existencia, puro devenir sin esencia previa, algo que estaba por formarse, por crearse. ¿Y a quién debía esa presencia en el mundo? El propio autor revela un dato muy conocido y que bien podría tomarse como un hecho clave de su psicoanálisis existencial: «era huérfano de padre», en el sentido literal y en el sentido propiamente simbólico.

Sartre se educó con su abuelo, pero sobre todo creía no deberle la vida —esa existencia, ese devenir— a nadie: no hay un padre que nos invista o que nos constituya, pues la actividad de vivir, de formarse, es una tarea exclusiva de cada uno, de cada solitario que llega al mundo y que debe consumar su propia obra. «Hijo de nadie, fui yo mismo mi propia causa, colmo de orgullo y colmo de miseria», confiesa ufano. Y esa actividad que lo constituye empezó bien pronto expresándose mediante la escritura.

«Nací de la escritura: antes de ella, no había sino un juego de espejos; desde que escribí mi primera novela, supe que un niño se había introducido en la sala de los espejos. Escribiendo, existía, escapaba de las personas mayores; pero únicamente existía para escribir, y si decía yo, eso significaba yo que escribo. Comoquiera que fuera, conocía la felicidad». Fue, en efecto, la felicidad de escribir, de derramarse con la letra, lo que le formó desde niño: un Sartre que bien pronto, aún jovencito, se debatirá constantemente entre el peso del pasado, la conciencia de «mi insignificancia» y la evidencia personal de ser el «autor de futuras obras maestras».

Y una de esas obras maestras fue La náusea (1938), la novela en la que el protagonista, Antoine Roquentin, solo es un historiador en provincias, un historiador que arrastra la nada que lo forma sin saber diagnosticar esa dolencia inespecífica. Su propia investigación lo ata al pasado y le hace deudor de los predecesores: investiga a un personaje histórico de otro tiempo, recolecta documentación sobre el marqués de Rollebon. En La náusea, la clave narrativa se expresa mediante el género del diario, el dietario de Roquentin, un texto en el que el devenir se escribe conforme la existencia se vive.

«Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente. Llevar un diario para comprenderlos. No dejar escapar los matices, los hechos menudos, aunque parezcan fruslerías, y sobre todo clasificarlos», como haría un cronista: atribuyéndoles significado, pensándolos como conceptos, aplicándoles «nombres genéricos, como Ambición, Interés». Pero la anotación hecha sobre ese dietario acabará siendo una convulsión y ese orden conceptual se le desmoronará, como se le caerá la estabilidad de las cosas que, efectivamente, no ve y no puede registrar. ¿Para qué seguir, pues?

Es en ese momento, hacia el final de la novela, cuando este historiador renuncia a la investigación y al diario, a la pesquisa documental, a la crónica y a la atribución de sentido. Renuncia a todo eso y a la vida de provincia para crear de verdad, para inventar un ser en una novela, en una ficción: por tanto carente de existencia, justamente. La pura ideación imaginaria es existencia, no esencia: escribir algo totalmente inventado.

«Tendría que ser un libro; no sé hacer otra cosa. Pero no un libro de historia; la historia habla de lo que ha existido, un existente jamás puede justificar la existencia de otro existente», pues ni siquiera un padre puede justificar la existencia de ese otro existente que es el hijo. Tampoco lo contrario. «Mi error era querer resucitar al marqués de Rollebon», el sujeto histórico investigado. Se trataría, en efecto, de escribir «otra clase de libro» y no un diario como el que ha llevado. «No sé muy bien cuál, pero habría que adivinar, detrás de las palabras impresas, detrás de las páginas, algo que no existiera, que estuviera por encima de la existencia», algo que careciera de referente externo, que careciera de concepto, que no pudiera revertirse sobre el mundo real.

La torrencial escritura de Sartre, alguien que frecuentó a lo largo de su vida prácticamente todos los géneros, de ficción o ensayísticos, es la consecuencia de aquella necesidad infantil —según él mismo admitió—, el resultado de esa testarudez con la que quiso hacerse a sí mismo, como huérfano de una paternidad originaria, como ese ser que emprende una actividad incesante para evitar el vacío, el hueco, el abismo de la no existencia, de la finitud, de la muerte.

En muchas obras expresó directa o indirectamente esa pulsión, esa necesidad infantil, pero tal vez en ningún texto lo supo decir mejor que en una charla impartida en el Club Maintenant de París en 1945, la conferencia que inauguró simbólicamente una época, la de la reconstrucción de posguerra. En El existencialismo es un humanismo, que así se tituló, Sartre confesaba no ser pesimista, pese a las acusaciones que ya se habían hecho al autor de La náusea. Según se veía a sí mismo, era un escritor que declaraba su fe en la capacidad creadora de los jóvenes. Ser joven no era, sin más, un estado de carencia que resolviese la edad. Ser joven era reconocer el presente como un espacio de posibilidades, sin pertenencias definitivas, sin herencias onerosas, sin un patrimonio que defender.

Los muchachos, aquellos muchachos descritos por Sartre hablando en clave de sí mismos, han de manifestarse con agravio e insolencia. Se elevarán con vehemencia frente a sus mayores y reclamarán su lugar en el mundo, sin tener que ser custodios del padre ausente o presente, del linaje o de la tradición. Si la existencia precede a la esencia, entonces no hay vínculo irrevocable que me ate ni dato previo. Hay la voluntad de componerme, de rehacerme contrariando, incluso, lo que los mayores esperaban. Haré de mí «un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto», leemos en El existencialismo es un humanismo. ¿Por qué razón? Porque «el hombre no es otra cosa que lo que él se hace [...], un proyecto que se vive subjetivamente». En ese caso, pues, «si verdaderamente la existencia precede a la esencia, el hombre es responsable de lo que es».

 

Así, aquel niño que empieza a crearse con las palabras, ese joven que se forja a sí mismo elige, pero sobre todo se elige: decide ser de una forma frente a otra y por tanto opta por una clase especial de humanidad. En efecto, «al crear al hombre que queremos ser», dice en El existencialismo, implicamos a la humanidad en su conjunto, definimos un tipo especial de individuo y de relaciones. Nada menos. El ser humano es, de esa manera, un recién llegado que se guía a sí mismo a partir de los modelos de excelencia que la historia le da y que él aplicará con mayor o menor acierto. No hay Dios ni amo y la angustia del ateísmo consciente se compensa con el goce de la indeterminación, con la lucha contra la fatalidad, en un proceso de autocreación intersubjetiva en el que el tú queda implicado.

Esa concepción supone, pues, comprometerse con la humanidad, incluso equivocándose. Y, en efecto, el compromiso será decisivo en el ideario de Sartre haciendo de él no solo un escritor aquejado de grafomanía sino un intelectual. Se compromete en un doble sentido: al tener proyección pública, al ser un escritor conocido, se vincula a determinadas causas y, por eso, se pone en un brete, en aprietos, en un compromiso: se expone, pues. No es una vida cómoda. Puede errar y, en efecto, Sartre cometió errores gravísimos —por ejemplo declarando el marxismo como «horizonte insuperable de nuestro tiempo»— y abdicaciones culpables. Ahora bien, mientras es coherente consigo mismo, su coraje y su valor le vienen de esa libertad incondicionada en la que quiso creer desde jovencito, esa libertad en la que la batalla moral no estaba ganada de una vez para siempre. Siempre que elige, siempre que opta en este o en aquel instante, el intelectual à la Sartre libra un combate que tiene mucho de impreciso, pero que tiene mucho de heroico: no sabe si acierta o yerra, pero se expone y se compromete con la palabra, con las palabras. Sigamos.

Leer

Leer es tarea de mucho provecho, de rendimiento privado. Hay libros malos, incluso mal facturados o sencillamente dementes y sectarios. No importa. Si tenemos criterio, algo de formación y suspicacia, podemos aprender negativamente, podemos enriquecer ese criterio de la experiencia pasada de fanáticos, extremistas, locos. La lectura no es necesariamente un bien. Puede ser un tóxico. Pero los historiadores hemos aprendido a leer con cuidado; hemos aprendido a que la consulta de un documento nos advierte, nos informa.

Como Italo Calvino en Si una noche de invierno, un viajero, cómodamente instalado en tu sillón orejero, te dejas llevar por la historia, real o ficticia, que otros han reconstruido o concebido. Si lo piensas bien, es casi una rapiña, ya que te beneficias del esfuerzo y del empeño ajenos. De la inteligencia, arte y perspicacia de otros. A cambio, pagas poco por las muchas o muchísimas horas que aquéllos dedicaron. Admitámoslo. Es escasa la faena a que te obliga para la ganancia real que obtienes. Muchos dividendos.

Pero la lectura es también tarea de gran ventaja pública. No requiere enormes desembolsos ni exige fortísimas inversiones. Es más, resulta una labor de mucho desprendimiento que fomenta la cohesión entre los seres humanos: al tener trato, al menor roce, aquello que lees acabas repartiéndolo a manos llenas. Sabes o crees saber y no te resignas a permanecer callado. Cuando dispones de un amigo, terminas contándole ese libro que has disfrutado o que has padecido. Lo normal es que el destinatario no se conforme. Justamente, por ello, aquel que escucha con paciencia responderá largándote un parlamento equivalente, referido por ejemplo a la novela que le entretuvo meses atrás, al poema que le conmovió o a la investigación histórica que le hizo más sabio.

Es decir, la oralidad es trueque verbal, cuentos, sucedidos o historias que hemos vivido o que nos han mostrado o relatado. El mundo primitivo, el de los homínidos que empezaron a comunicarse, no es el esbozo de lo que sería nuestro mundo. Es justamente al revés: cuando analizamos la sociedad actual, vemos remotamente su funcionamiento originario. O, como decía Karl Marx, en el mono no encontraremos indicios del hombre plenamente desarrollado. Pero en el tipo actual, todavía atisbamos al primate del que procedemos. Etcétera.

Digo estas cosas y, la verdad, he de corregirme. Cuando lees y te desprendes no te haces necesariamente más sabio, pero sí más listo: descubres lo que aún desconoces, confirmas lo que no sabes. ¿Acaso ese listo es el astuto que no precisa ayuda? No. Es un avispado, le ha picado la curiosidad y justamente por ello va averiguando todo lo que no conoce ni llegará a colmar. Se pone manos a la obra, a las obras, para llenar los huecos.

Entonces ocurre la paradoja: al leer más —al auparse, al subirse a lomos de gigantes para ver lejos o mejor— ahonda el agujero, lo agranda. ¿Un agujero? Ese vano no es un vacío, es la base o el cimiento sobre el que se levanta lo poco que aprenderemos. No nos preocupemos. Volveremos a empezar. A quién le importa lo poco que sabemos, lo poco que entendemos. Experimentamos ese cosquilleo, ese hormigueo que nos provoca lo que averiguamos, lo que solo sospechamos. Y así desde milenios.

En fin, nos pasa lo que entonaba Frank Sinatra en aquella bellísima pieza: (How Little It Matters) How Little We Know. Escuchas la canción y confirmas que habla de la pareja, del otro, tan inexplicable, tan inabarcable, alguien que crees conocer y que aún está por explorar. Avanzas con plano. Pero también podríamos interpretar dicha letra como una alegoría del roce humano, de la química amistosa. Cuando leemos, nos adentramos, frotamos el cerebro con la imaginación ajena, y de esa friega o refriega salimos transformados. ¿Aún nos queda un inmenso territorio por rastrear? No importa lo mucho que ignoramos. Quien ahora escribe aprende conforme la idea se plasma, conforme la concepción puede ser leída.

Escribir

Escribir con sencillez es muy difícil. Hay tres o cuatro cosas, no más, que cada uno sabe hacer aceptablemente. En mi caso, una de ellas es escribir. Escribir no es redactar con alambiques, no es componer de modo confuso. Todo lo contrario. Hay un punto en la vida en que si se escribe aceptablemente es porque se ha llegado a lo que sostenía don Pío Baroja: «escribir con sencillez es muy difícil y exige mucho tiempo; más de lo que la gente se figura». Yo mismo llevo años quitándome de lo abstruso.

Eso es lo que Baroja muy razonablemente sostenía en una página de sus memorias y es a lo que deberíamos aspirar los historiadores y los académicos. Quiero decir, a componer páginas llevaderas y verdaderas, páginas con prosa, no con prisa; páginas que eviten la oscuridad de la jerga, pero también la mera ornamentación o la impostada decoración. Escribir con corrección no es decir verdades como puños. Tampoco es exagerar los hechos para hacerlos más atractivos. Escribir aceptablemente implica y obliga a hablar de uno mismo. De cierta manera, ya está bien de camuflarse, de emboscarse, por ejemplo, tras la prosa académica o tras la sintaxis apodíctica de la ciencia social.