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Letrame Editorial.

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© Juanjo Soriano

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Fotografía de portada: Luis Pajuelo Coll

Instagram: lupacoll_photography

ISBN: 978-84-18362-52-1

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

¿SE ACUERDA DE MÍ?

El dolor, ese sentimiento que nos acompaña, en ocasiones días, semanas, meses o incluso años, hay personas que por gracia divina lo experimentan pocas veces, otras, como fue y es el caso de Julia y el pequeño Jorge, los abraza fuertemente y llega a ser un miembro más en sus vidas, pero no por eso tomaron el camino fácil y se hundieron; hay que tomarse el dolor como un aliado, un gran maestro, injusto, duro, dictador, férreo, malvado, pero un maestro a pesar de todo. Y en la vida hay un dicho que todos conocemos: «Lo que no te mata te hace más fuerte».

Lo que me gustaría que aprendieras, querido lector o lectora, es que ningún mal dura cien años, que, a veces, por mucho que se empeñe en acompañarnos ese terrible y doloroso sufrimiento, que aunque parezca que haya tomado una copia de las llaves de tu casa, de tu corazón y de tu vida, apriétalo fuerte, respira y lucha, nunca dejes de luchar contra él. Que aprendas a vivir con su presencia y que nunca te dejes ganar la batalla porque en la vida, no podemos negarlo, te visitará y no una vez, vendrá a hacerte visitas a tu alma y a tu espíritu seguramente en innumerables ocasiones, y por desgracia tendrás que convivir con él, pero aprende de ello, sobre todo si tú has sido el causante de ese sufrimiento.

Aunque la angustia ha sido otro compañero más en la vida de Julia, nunca se dejó arrastrar hacia el abismo, ni por ella ni por sus hijos, aunque en especial por su pequeño Jorge, ese niño con una sensibilidad especial, en ocasiones tan diferente al resto de sus otros dos hijos y más niños que ella conocía. Un joven que por poco o mucho que tuviera siempre lo ofrecía y compartía, brillaba con una luz diferente y especial al resto, y que en tantas ocasiones esas diferencias le acarrearían innumerables problemas.

Nos vamos a situar a principios de los años 90. Julia había conseguido innumerables éxitos económicos, su entereza y su fuerza a la hora de trabajar eran todo un ejemplo a seguir para muchas mujeres y hombres, que con una familia a sus espaldas, la educación de sus hijos y con una difícil situación en su matrimonio la vida al menos le había agraciado con la gran tranquilidad de poder ofrecerles a sus seres más queridos el no tener que sentir todo lo que ella desde bien pequeña tuvo que padecer. Necesidad de tener que pasar hambre, de trabajar innumerables horas en una fábrica desde bien pequeña para llevar un pequeño sueldo a casa, que llegara una gran fiesta y que todas sus amigas y amigos puedan asistir con sus mejores trajes y vestidos, y ella no tener nada que ponerse, ni tan siquiera tener dinero para poder ir a comprarse unos sencillos y simples zapatos nuevos que a cualquier niña tanta ilusión le harían. Ella ahora era una mujer que de una simple trabajadora como la que más, con mucha tenacidad había conseguido ser encargada de una fábrica y estar en lo más alto. Y no solo esto, tenía un instinto insuperable a la hora de ver negocio donde otros no lo veían, ella fue de las primeras mujeres en su ciudad que decidió invertir en bolsa. Por todo esto y más, al fin, tuvo la casa que ella siempre quiso, intentaría darles a cada uno de sus hijos la oportunidad de tener cada uno su propia casa, lo que ella nunca tuvo y tanto le marcó. No por ello sin dejar de inculcar a sus hijos el valor del esfuerzo y de trabajar por lo que uno quiere, ella bien sabía que el dinero no cae del cielo y así se lo supo transmitir a su descendencia.

Corrían buenos tiempos para Julia y los miembros de su familia, aunque pasaba muchas horas trabajando era una mujer que siempre encontraba un hueco al cabo del día para disfrutar de un paseo por las tardes para ir a jugar con su niño a los columpios que tanto le gustaban a Jorge. Esos pequeños instantes donde ella y su niño reían mientras el sol daba los últimos coletazos del día eran como una bocanada de aire fresco para alguien que se ahogaba, tal vez porque ella, en su niñez, no pudo disfrutar de esos momentos sencillos y a la vez bonitos junto a sus padres. Los tiempos no eran los mismos que hacía 40 años: cuando ella tenía la edad de Jorge ya tenía que levantarse al alba para ir a trabajar para poder llevar una pequeña ayuda económica y poder alimentar a su familia. En tiempos donde prevalecía el poder llevarse un poco de pan a la boca, no había cabida para las tardes junto a una madre y a un padre disfrutando del placer de los juegos. La vida que recordaba cuando ella era una niña distaba mucho de lo que podemos vivir hoy en día junto a nuestros hijos, nietos o sobrinos. Y con esto no hay que pensar que los padres de Julia, Jesús y Ángela, no la querían ni a ella ni a sus hermanos, por supuesto que lo hacían, era una época muy diferente. El amor de Ángela por su hija era incondicional, hasta daría su vida por ellos como casi cualquier madre en este mundo. Su padre, a su extraña manera, también la quería. Fue un amor diferente, tal vez un amor que a día de hoy lo veríamos hasta dañino, un sentimiento que evolucionó con sus idas y venidas a lo largo de los años. Puede que no fuera el padre perfecto, es más, distaba mucho de serlo, pero soy de los que piensan que somos la suma de nuestros aciertos, pero sobre todo de nuestros errores, y Jesús cometió errores, algunos terribles, aunque aprendió de ellos, casi siempre lo hizo llorando en la más soledad avergonzado por lo que había hecho.

Era una tarde de últimos de marzo, pero un día señalado, Julia cumplía 40 años y como cada viernes, a las tres de la tarde terminaba su jornada laboral y ya disponía de todo el fin de semana por delante para descansar. Nada más salir del trabajo se dispuso a ir a comprar todo lo necesario para la cena, esa noche iban a estar casi todas las personas importantes para ella, todos juntos sentados a la mesa, incluso con sus dos fantásticas amigas Paquita y Sofía, que había venido de Francia. Los deleitaría con su estupendo asado de la mejor carne que podía comprar, agradecía enormemente esos momentos donde solo había risas y anécdotas mientras cenaban. Esa tarde, antes de todo, había quedado en pasar a por su madre Ángela, le había pedido que fuera a por ella para ir a visitar a una vecina suya de toda la vida, Antonia se llamaba, esa pobre mujer que acabaría viendo pasar sus últimos suspiros de vida en una habitación sola de un geriátrico. Julia disfrutaba de esos encuentros con las dos tomando un café y algunos pasteles que ella llevaba, que aunque sabían que el médico les había prohibido que Antonia tomara azúcar, la mujer los saboreaba como gloria bendita. Esos pequeños ratos con su madre y la amiga de ella resultaban gratamente afables, ambas deleitándose con tantas anécdotas divertidas que poseía aquella maravillosa, entrañable y divertida mujer. Aunque realmente lo que más le hacía feliz era el tener la ocasión de recuperar esos años en los que, por las circunstancias de la vida, no pudo disfrutar de su madre. Porque quién no ha llegado a una edad en la que ve que sus seres queridos no son inquebrantables al paso del tiempo, que por mucho que creas que son indestructibles y que van a estar ahí para siempre apoyarte y recibir su cariño, lamentablemente entras en una contrarreloj de la que nunca nadie puede salir victorioso.

Eran ya las cinco de la tarde, había hecho la compra y ya había recogido a Ángela para ir a hacer la visita.

—Julia, cariño, tengo ganas de ver a mis nietos, vamos a pasar antes por tu casa a ver si se quieren venir.

—Madre, ya sabes que José Ángel no va a venir, no sé ni para qué lo dices, pero bueno, seguro que Jorge viene encantado.

Y dicho y hecho, Julia se dirigió a su casa, no iba a ser ella la que iba a quitarle el deseo a su madre de ver a sus nietos. Subieron y como era de esperar, el adolescente José Ángel tuvo vía libre para aprovechar la ocasión de no tener que cuidar de su hermano pequeño e irse a tomar algo con sus amigos antes de la cena. Jorge, por su parte, se fue encantado al ver a su abuela. Además, sabía que podría disfrutar de un pastelito antes de la cena para merendar. Durante el trayecto hacia el geriátrico, su abuela, como cualquier otra, quiso saber cómo le iba todo a su pequeño nieto que tanto echaba de menos ahora que ya no vivía con ella .

—Jorge, cariño, cuánto te echo de menos. Madre mía, del amor hermoso, si estás enorme. Bueno, cuéntame, ¿qué tal van las notas?

—Bien, abuelita, todo muy bien…

—Uy, no me engañes.

—No, madre, no te engaña, la verdad es que es todo un cerebrito. Bueno, las matemáticas se le resisten un poco.

 

—Ji, ji, sí, abuelita, es que tengo un poco de lío con las ecuaciones.

—Y con los compañeros, ¿qué tal?

—Bien.

Ese bien resonó un tanto extraño en el coche, era casi inapreciable en el tono de voz esa respuesta, no alarmante, pero sí con unas pequeñas connotaciones diferentes que hicieron que madre y abuela se cruzaran la mirada pensando que algo pasaba.

—¿Solo bien? —dijo su abuela.

—Jorge, ¿ocurre algo en el colegio? No parece que lo digas muy convencido.

—Sí, de verdad, tranquilas…

Pero por caprichos del destino justo acababan de llegar al geriátrico y no pudieron indagar más.

—Bueno, cariño, ya sabes que puedes hablar con nosotras de lo que necesites, que lo sepas.

—Sí, mamá… —dijo en un tono despreocupado para no alarmarlas—. Vamos a ver a doña Antonia que seguro que ya está esperando en la puerta.

Jorge, a pesar de tener solo doce años, era un niño inmensamente maduro para su edad, diferente a los demás chavales de su clase, aunque como todos, también tenía defectos. Casi siempre cometía el gran error de ocultar sus verdaderos sentimientos a los demás para no preocupar a nadie, era un niño que en su vocabulario no existía la palabra egoísmo. Al final, con mucho disimulo, consiguió convencer a ambas de que el día a día en el colegio era perfecto.

Durante el trayecto, lo que comenzó como un día soleado cambió a un cielo negruzco y con apariencia de comenzar una terrible tormenta. ¿Podría ser esto el preludio de cómo acabaría el día? Julia salió primero del coche para abrir la puerta a su madre y ayudarla a salir, que comenzaban a caer pequeñas gotas de lluvia, pero no le dio tiempo, ya que Jorge se le adelantó y con sumo cuidado sacó a su abuela del coche.

—Vamos, abuelita, cógete a mi mano.

—Ay, mi niño pequeño, que se está convirtiendo en todo un caballero. Muchas gracias, cariño.

A veces era sorprendente cómo con tan solo doce años, una edad en la que casi en lo único que pensábamos era en jugar, podía llegar a ser tan detallista en determinados momentos, aunque era bien sabido en toda la familia que esta actitud era innata en él desde bien pequeño. Cuando ya entraron al gran salón, doña Antonia ya se encontraba con una sonrisa de oreja a oreja que llenaba toda la habitación; hay gente que necesita mucho para ser feliz, pero no era su caso, esas simples visitas cada dos o tres semanas eran un gran soplo de felicidad para ella. Casi nunca nos acordamos de las personas mayores que nos rodean, de que también fueron jóvenes, que se emocionaban, lloraban, amaban y reían como lo hacemos nosotros y que el paso de los años no les quebranta ni prohíbe para que dejen de sentir igual o más, incluso. Y esos instantes junto a ellas era el mejor regalo que le podían hacer a una pobre mujer que ya se encontraba en la más dura y caprichosa soledad que le había amparado la vida.

—¡Pero, bueno, ya estáis aquí! Ya temía yo que con este tiempo no ibais a venir a visitarme.

—Pero qué dices, ya tiene que caer el diluvio universal para que no viniéramos a verte y además, te hemos comprado el pastel de tocino de cielo que tanto te gusta.

—Ángela, no hacía falta. Pues, vamos, sácalo rápido y que no lo vean las enfermeras que ya sabes lo pesadas que se ponen con mi azúcar. Ja, ja, ja.

Fuera caía una tormenta de mil demonios pero dentro solo se respiraba alegría junto a esas mujeres. Se dispusieron a ir a la habitación privada de la señora para poder disfrutar de los pasteles tranquilamente mientras oían el sonido de la lluvia que caía por los alrededores, un sonido que no silenciaba sus risas. Jorge escuchaba atento las conversaciones que tenían esas dos mujeres y se reía con ellas cuando doña Antonia contaba alguna de sus locuras de joven, locuras que en algunas ocasiones estuvieron a punto de costarle alguna que otra noche en un calabozo. Por la década de los 20 ser una mujer poco convencional y luchar por sus derechos no era como salir hoy en día con una pancarta y gritar contra lo que crees indebido. En esos momentos luchar por lo que creías que era justo y que hoy en día lo es podía suponer meterte en graves problemas, a veces incluso se arriesgaba la vida por tener tus propios ideales. Pero eso ya era el pasado y doña Antonia era una mujer sabía y siempre tenía una premisa que a todo el mundo se la hacía saber: que el pasado no arruine tu presente, no te obceques ni te regocijes en él porque te puede arruinar el futuro. La tarde con la mujer ya tocaba su fin.

—Antonia, nos tenemos que ir, son ya las siete y media de la tarde, hoy es el cumpleaños de mi hija y tiene que preparar las cosas —dijo Ángela.

—Felicidades, corazón, ya me podías avisar y te hubiera comprado algún detalle.

—Tranquila, mujer. Vaya, ni me he dado cuenta de la hora madre, sí, discúlpenos, pero tengo que preparar la cena.

—Tranquilas, ya sabéis dónde me podéis encontrar, un día intenté salir corriendo pero mis viejos momentos de atleta ya pasaron. Y de verdad, os agradezco tanto que vengáis a verme… para mí es… Anda, venga, marchaos, que no quiero que miréis cómo llora una pobre vieja.

Y en ese momento, y casi al unísono, a los tres, desde lo más profundo, les salió un simple detalle que deberíamos practicar más a menudo hoy en día: la abrazaron. Ese simple y sencillo gesto, en la terrible soledad rutinaria de aquella mujer, la llenó de felicidad.

—Doña Antonia —dijo Jorge—, no se preocupe porque no vamos a dejar de venir a verla.

Cuando ya se despedían, el niño le lanzó un beso con una mirada tan pura y tan dulce que solo pudo inspirarle tranquilidad a la pobre anciana.

Cuando salieron de la habitación los tres anduvieron absortos en sus pensamientos. Julia no paraba de pensar que se sentía profundamente afortunada en la vida, que a pesar de todo lo acontecido en su juventud, su «complicado» matrimonio, que tenía tanto que dar gracias, sobre todo por sus hijos. Mientras sus pensamientos pasaban por su cabeza, le fue imposible no mirar a su hijo. .

—Mamá, ¿pasa algo?

—No, Jorge, es solo que… Nada, cariño, tonterías de tu madre cuarentona. Bueno, esperad en la puerta que voy a ver si alguna enfermera nos deja un paraguas para tu abuela que menuda está cayendo.

Julia dejó a su hijo y a su madre en la puerta. A continuación se dirigió a recepción, donde no encontró a nadie que la pudiera ayudar. Alrededor había un pasillo donde se encontraba una sala en la que se hacían actividades y tenían juegos de mesa para así poder hacerle los días más llevaderos a aquellas personas que estaban ingresadas; se encaminó para allá esperando encontrarse con alguien que trabajara allí. Una vez dentro, vio al fondo a una enfermera y se dirigió hacia ella, pero en el instante en el que entró a la habitación sintió que algo había cambiado, que una fuerza extraña la sobrecogía y no sabía por qué, pero alguien la observaba. Se vio obligada a pararse y mirar a su alrededor en búsqueda de ese «alguien» que requería de su presencia. A pesar del estruendo de la lluvia y los relámpagos, en ese momento se hizo un silencio en su interior que la hizo estremecerse. Sus ojos comenzaron a buscar de derecha a izquierda y entonces la vio, en una esquina postrada en una silla de ruedas mirándola fijamente. Sabía perfectamente quién era ella, aquella mujer la miraba desde la otra punta con la mirada más triste que había visto en toda su vida, Julia poco a poco se fue acercando a ella.

—Hola, doña Jacinta, ¿se acuerda de mí?

—Claro que me acuerdo, Julia —dijo sin parar de mirarla con detenimiento y atónita, mientras sus ojos intentaban disimular con mucho esfuerzo un mar de lágrimas embravecido.

—Julia… Yo…

—Dígame, doña Jacinta.

—No sé ni por dónde empezar contigo.

—No tiene usted que empezar con nada, eran otros tiempos y usted…

—Calla, muchacha, y por favor te pido que me escuches. Han pasado muchos años, muchísimos, pero lo que pasó, aunque para nosotras ahora solo sea un vago recuerdo que ahora recobra vida, no puedo negar la realidad y la realidad fue…

—Doña Jacinta, por favor, ya no hace falta que removamos el pasado. Yo la verdad es que había olvidado ya esa comida con su marido y su hijo Miguel, pero no voy a mentirle, ha sido verla y no he podido evitar recordar todo lo que sucedió ese día.

—No, Julia, claro que tengo que abrir ese cajón del pasado y no quiero que creas que es porque ahora tengo al fantasma de la muerte rondándome todos los días en este desolador lugar. Desde hace tanto tiempo pienso en lo que te hice, en cómo te tiré de esa casa de opulencia que me hacía sentir mucho mejor persona que tú, de cómo desprecié el intento de querer acercarte a nosotros, pero sobre todo me arrepiento tanto de no ver y haber valorado el amor tan profundo que le querías dar a mi hijo Miguel, un amor más allá de lo que nosotros poseíamos por aquel entonces. Maldito dinero que me hizo comportarme así, fui una necia engreída y estúpida, amargué la vida de lo más preciado que tengo en este mundo, mi hijo.

—Doña Jacinta, tranquila, ahora no es tiempo para que usted abra viejas heridas y que sufra por ello.

—Julia, es algo que me ha atormentado más de lo que te crees. La vida da muchas vueltas y como seguramente bien sepas, no nos fue bien cuando nos marchamos a Argentina, casi obligué a mi hijo a casarse con aquella mujer, le destrocé la vida y sabe Dios que no hay momento en cada día de mi vida que me atormente por ello. He soñado tantas y tantas veces contigo, con esa joven tan perfecta y humilde que vino a esa gran mansión a darle lo más preciado que tenía a mi hijo, su más puro amor, y yo no te valoré lo suficiente, qué tonta fui de no verlo.

—Doña Jacinta, por favor, no siga, no es necesario.

—Sí, sí que lo es. Si te soy sincera, no sé por qué la vida me ha dado esta oportunidad y has aparecido para que yo pueda pedirte disculpas por lo que hice, porque Julia, no lo merezco, no tiene perdón lo que te hice, ni a ti, ni a mi hijo… yo… por favor…

Y esa mujer, postrada en una silla de ruedas viendo pasar los últimos días de su vida, rompió a llorar, lo hizo de una manera sosegada ya que seguía siendo orgullosa y no quería que la vieran, pero clamaba al mundo de una manera que podía romper el alma a todos los allí presentes. Pero cuando Julia más sufrió fue cuando la expulsaron y negaron lo más bonito que te puede pasar en la vida: amar y ser correspondido, porque no hay dinero en el mundo que pueda pagar ese sentimiento, hay cosas en la vida que nunca vienen acompañadas de una etiqueta con un precio.

Julia no pudo evitarlo, se arrodilló y la abrazó como nunca jamás hubiera imaginado que lo podía haber hecho a aquella mujer. Abrió sus brazos para intentar consolar a Jacinta, que había abierto su corazón para suplicar un perdón que le era tan necesario en ese momento como el respirar, que hasta podía parar a un corazón viejo y dolorido.

—Perdóname, Julia.

No nos damos cuenta de cómo a veces las palabras pueden ser tan poderosas, de cómo pueden darte una paz que no altera ni las peores guerras, de cómo pueden abrirte en canal y hacer que cada molécula, célula, centímetro de tu cuerpo te recorra y te haga sentir una explosión de sentimientos que te paralice a ti y a todo lo que te rodea.

Julia no dudó ni por un instante de los recónditos sentimientos que aquella señora derrochaba.

—Shh, cálmese, por favor, no pasa nada, está usted perdonada.

Y seguidamente siguió abrazándola, intentando apaciguar ese mar de dolor por el cual navegaba esa pobre señora mayor entre sollozos.

—¿Julia?

Y cuando el tan inesperado dios de lo casual parecía que ya había hecho acto de presencia, aún nos podía sorprender con otro as en la manga. Se dio la vuelta y era él, el gran amor que la llevó a rincones de felicidad que desconocía que existían pero que también la transportó a lo más profundo del abismo, ese amor que casi le llevó a las puertas de la muerte, era Miguel.

—¿Miguel?...

—¿Estáis bien, os ocurre algo?

—Sí, tranquilo, tu madre que estaba recordando cosas que ya no son necesarias y se ha puesto un poco triste y necesitaba un abrazo, pero estamos bien.

—Mama, ¿seguro que estás bien?

—Sí, tranquilo, hijo.

—Bueno, yo debería de irme ya, voy a ver si consigo que alguien me deje un paraguas para llevar a mi madre al coche. Adiós, Miguel. Adiós, doña Jacinta.

—Espera, Julia, yo te acompaño y te presto el mío.

—No, de verdad, no hace falta, tú quédate con tu madre, será lo mejor.

 

—Tranquilos. Miguel, acompáñala, créeme, ahora me encuentro mucho mejor. Gracias por todo, Julia.

—De nada, doña Jacinta.

Y ambos dejaron aquella habitación para adentrarse a la salida, después de tantísimos años, el caprichoso destino los reunía de nuevo.

—¿Cómo estás, Julia? Ah, por cierto, feliz cumpleaños —dijo Miguel en un tono que denotaba nerviosismo.

—Bien, he venido a visitar a una amiga de mi madre y fíjate, quién me lo iba a decir, os he encontrado por aquí, nunca os había visto.

No se podía creer que a pesar del paso de los años, Miguel aún seguía recordando la fecha de su cumpleaños.

—Sí , hace poco que la he cambiado de residencia, así que, quién sabe, supongo que nos volveremos a ver.

—Sí, quién sabe… —dijo ella.

—Julia.

—Sí, dime.

—¿Te puedo hacer una pregunta?

Julia se imaginaba perfectamente lo que le iba a preguntar.

—¿Por qué nunca me llamaste?

—Miguel, sabía que me ibas a preguntar eso, no sé ni por dónde empezar.

—Pues empieza simplemente por el principio, aun así no soy nadie para reprocharte que no lo hicieras, después de todo tú eras una mujer casada.

—Y lo sigo siendo, Miguel, no es fácil para mí poder responderte a eso, me gustaría poder contarte tantas cosas sobre ese día, de lo que significó encontrarte allí en la comunión de mi hijo y lo que pasó después…

—Entonces, ¿significó algo para ti cuando me volviste a ver?

—Puede ser… el pasado cuando menos te lo esperas vuelve y menudo pasado tuvimos, pero la vida aunque no queramos nos pone las cosas difíciles. A veces debemos reprimir nuestros sentimientos por otras personas y durante estos años mi familia ha sido mi prioridad.

—Comprendo, pero escuché que no seguías con Ginés.

Pero Miguel por mucho que intentaba disimular que las palabras de Julia no le afectaban, ella seguía conociendo a aquel hombre. Sabía, con solo una mirada a esos preciosos ojos verdes que aun poseía, cómo el hecho de no estar queriendo oír lo que quería desencadenaba en él una atronadora tormenta de sentimientos que lo llevaban a la deriva.

—Los matrimonios, como en la vida, tienen etapas buenas y malas —respondió intentando disimular.

Miguel conocía a Julia, a pesar de los años la conocía muy bien. Tan solo le bastó un sencillo y leve movimiento al articular sus palabras para apreciar el sufrimiento y más escondido dolor que tanto intentaba esconder y muy buenamente lo conseguía, pero no para él, ese hombre que le enseñó el verdadero significado de la palabra amar.

—Entonces espero que estés pasando por una buena etapa.

—Pues todo va genial, Miguel, mi matrimonio es estupendo.

Mientras hablaban, ya habían llegado a la puerta donde su madre y su hijo esperaban pacientemente a que ella viniera.

—Madre, os presento, él es Miguel, un viejo amigo.

—Encantado, señora, es un placer.

—Igualmente.

—Yo te conozco, fuiste camarero de mi mesa en mi comunión.

—Sí, vaya, cómo has crecido Jorge y qué memoria tan buena tienes, campeón.

—Bueno, voy a llevar a mi madre y a Jorge al coche y te devuelvo el paraguas enseguida.

—De acuerdo, tranquila.

Y apenas dos minutos después volvía del coche para despedirse de él.

—Gracias, Miguel.

—De nada. Bueno, espero que tengas un buen fin de semana.

—Lo mismo te digo.

Ella se alejaba bajo la lluvia, de nuevo la distancia se hacía entre ellos, pero esta vez él no estaba dispuesto a perderla como en el pasado.

—¡Julia!… —le chilló de repente, sorprendiéndola.

—Sí…

Y aunque apenas fueron dos segundos donde sus miradas y sus almas se cruzaron, se libraba una batalla en lo más profundo de sus corazones convulsos, donde una explosión de recuerdos los golpeaba haciendo temblar los cimientos del mismísimo mundo donde vivimos.

—Julia, quiero que sepas que aquí estoy para lo que necesites, y que sigo estando aquí, por favor no lo olvides nunca… —le dijo Miguel en un acto de valentía.

Julia no fue capaz de responder, no pudo reaccionar. Se metió en el coche de nuevo y con gran esfuerzo tuvo que reprimir lo que dictaminaban sus sentimientos. En esos instantes no solo llovía en la calle, también en su corazón, no pudo ganar la batalla a esa lágrima que salió de su ojo e irrumpió con fuerza desde su interior.

LA VIDA ES MUY INJUSTA

El corazón de Julia volvió a latir de una manera diferente de camino a casa, de un modo que ya había olvidado, como hacía tantos y tantos años que no lo hacía. El destino había decidido jugar a la ruleta esa tarde y le había dado todos los números buenos, a su mente le venían ráfagas de imágenes y emociones de los últimos instantes de la tarde. Jamás pensó en volver a encontrarse a su primer amor, esa persona que nunca olvidas y mucho menos a la que en su momento fue una mujer tan horrible con ella, su madre doña Jacinta. Aun así, con los años había aprendido a olvidar y a perdonar, sabe Dios que lo había aprendido muy bien porque si plantas la semilla del rencor el único árbol que nace es el de la maldad, agonía y amargura.

Conducía con la mirada perdida, casi como una autómata. Su cuerpo estaba dentro de ese coche mientras la envolvía una tormenta atronadora, pero ella seguía estando en ese geriátrico reviviendo cada segundo una y otra vez, sobre todo ese último instante donde le dijeron «sigo estando aquí».

Esas tres palabras que le acompañarían resonando en su cabeza sin cesar hasta la puerta de su casa.

—Venga, que ya hemos llegado, vamos a subir a casa.

—Julia, cariño, ¿te encuentras bien? Pareces algo ausente…

—Sí, madre, es que estoy pensando en cosas del trabajo para el lunes, tenemos muchos pedidos para la semana que viene. Bueno, en fin, tonterías que no debería de darle vueltas ahora.

—Bueno, si tú lo dices, ahora de lo único que te tienes que preocupar es de que vas a estar con tu familia y tus amigas cenando, y de que vas a ser un año más vieja.

—Tiene razón, madre.

Digna de una estatuilla honorífica a toda la carrera artística en la entrega de los Oscar, qué grandísima actriz había sido toda la vida actuando en los momentos más difíciles y más comprometedores, y qué bien salía de ellos, siempre tenía una respuesta creíble y adecuada para que nadie notara lo que realmente pasaba por sus adentros.

Se le había hecho algo tarde, así que mandó a su madre Ángela a que estuviera con Jorge en el salón mientras ella hacía la cena. Su madre insistió en ayudarla, pero esa noche no iba a acceder a recibir ayuda. Julia se había edificado a lo largo de los años un castillo indestructible a su alrededor, pero muchas veces por los palos recibidos, otras por autoengañarse, esa noche, esa fortaleza comenzaba a tener pequeñas grietas de fragilidad. Ahora mismo lo único que necesitaba urgentemente eran unos momentos para ella misma. Como siempre, era meticulosa y detallista a la hora de preparar sus cenas para los que ella quería y esta noche no iba a ser diferente. Se esmeró tremendamente preparando el asado, cortando las verduras en pequeñas piezas y especiándolo delicadamente, luego hizo una ensalada y más tarde cortaría el jamón curado y pondría algo de queso manchego, también una ensaladilla rusa que tanto le gustaba a su hijo Jorge, pero eso sería luego, ahora necesitaba meterse en el baño y que el agua caliente de la ducha recorriera su cuerpo. Salió y avisó a su madre que iba a ducharse.

Una vez dentro del baño, comenzó a quitarse la ropa despacio, necesitaba alargar el momento de enfrentarse a la normalidad y negar la realidad de todo lo que había significado para ella ese inesperado encuentro. Se metió en la ducha y dejó que las gotas del agua abrazaran su piel, estuvo bajo el contacto del aterciopelado líquido todo lo que pudo. Todavía no quería salir de esa pequeña y frágil burbuja que había en esa habitación pero tenía que hacerlo. Salió de la ducha y el vapor de la habitación había creado una penumbra que distorsionaba su cara en el espejo empañándolo. Se puso la toalla al pecho y pasó la mano para limpiar esa fina capa de vaho que lo cubría, pero al hacerlo y verse la cara no solo vislumbró su rostro, sino también su ser.