El pueblo judío en la historia

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
El pueblo judío en la historia
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

EL PUEBLO JUDÍO:

POLÍTICA, SOCIEDAD,

RELIGIÓN Y CULTURA

Juan Pedro Cavero Coll


ISBN: 978-84-15930-21-1

© Juan Pedro Cavero Coll, 2013

© Punto de Vista Editores, 2013

http://puntodevistaeditores.com/

info@puntodevistaeditores.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Índice

El autor

Introducción

Una panorámica global

I. Origen y evolución del conflicto de Oriente Próximo

Una carrera de obstáculos

Mucho sufrimiento hasta la paz

Necesidad de acuerdos

II. Los judíos en la actualidad

El número de judíos

Israel, gran diversidad a pequeña escala

Los judíos de la diáspora

Muchos retos por delante

III. El judaismo: un único dios

Una de las tres religiones monoteístas

Fuentes del judaísmo

El Dios de la Biblia escoge al pueblo judío

Vivir el judaísmo

Judaísmo «a la carta»

IV. Otros hijos del mismo dios

El judío Jesús de Nazaret, un antes y un después

La Palabra y el Pan

Más errores que aciertos

La Iglesia pide perdón

Mahoma, enviado de Alá

V. Un breve recorrido cultural

Visión de conjunto

Esplendor cultural medieval

En todas las ciencias, en todas las artes

Conclusión

El autor

Juan Pedro Cavero Coll (Madrid, 1965) es licenciado en Geografía e Historia y diplomado en Ciencias Religiosas. Amplió sus estudios cursando el programa de doctorado «Estado y nacionalismo en España y Latinoamérica» y realizando, entre otros, un curso de Altos Estudios Internacionales.

Dedicado a la docencia, Cavero Coll ha escrito varios libros sobre el pueblo judío y publicado artículos sobre temas educativos, históricos y del presente. En la actualidad colabora en la revista digital Anatomía de la Historia. En Punto de Vista Editores ha publicado también El pueblo judío en la historia: desde los comienzos hasta el Holocausto.

A todos, y especialmente a los míos

Introducción

Una panorámica global

Al escribir este libro me he propuesto ofrecer una visión de conjunto del pueblo judío en la actualidad. Como en otras ocasiones, mi criterio para considerar judía a una persona difiere del establecido por las corrientes rabínicas ortodoxas. Para estas, como recordaremos de nuevo más adelante, es judío todo aquel nacido del vientre de una mujer judía (a este respecto no importa, pues, si el padre es judío o no) y toda persona convertida al judaísmo (independientemente de su raza) según las normas aprobadas por las correspondientes autoridades religiosas.

Aunque sean pocos los conversos, dejar la puerta abierta a la conversión para ser judío, como permiten las normas del judaísmo ortodoxo, conlleva entre otras las siguientes consecuencias: es judío/a. cualquier nacido/a. de una mujer judía (independientemente de su raza y ascendencia), sea cual sea su raza y opción religiosa o, en su caso, no religiosa (aunque algunos rabinos excluyen a los idólatras); el «judaísmo biológico» o, mejor, la identidad judía, no se hereda del padre y, por tanto, cualquier hijo/a. de padre judío y madre gentil (no judía) debe hacer un acto formal de conversión al judaísmo para ser judío; cumpliéndose una de las situaciones anteriores, y al margen de lo que opinen los progenitores o incluso el propio interesado, la identidad judía está reconocida.

Lejos de esa rigidez a la que se oponen también las ramas liberales del judaísmo, e incluso independientemente de las doctrinas de estas últimas corrientes, nosotros consideraremos judía o judío ―como hemos hecho en otras publicaciones― a cualquier descendiente de madre, padre, abuela o abuelo judíos (sean estos por ascendencia o por conversión), así como a aquellas personas formalmente convertidas al judaísmo. Pensamos que, de esta manera, es más fácil ofrecer una visión global de cuanto guarda relación con los judíos, grupo heterogéneo de personas tanto en su aspecto físico como en su modo de pensar y preparación cultural, cuyos miembros, además, han atravesado por diferentes circunstancias políticas, sociales y económicas.

Rechazado, pues, cualquier monolitismo, a lo largo del libro podremos percatarnos de las tendencias centrífugas y centrípetas que se aprecian en los judíos actuales, en los que, a pesar de las muchas excepciones, pueden destacarse unos denominadores relativamente comunes: algunas generaciones precedentes han compartido experiencias pasadas, cierta relación ―sentimental, política, económica, cultural― con el estado de Israel e interés por la seguridad y bienestar de los judíos en el mundo. Como es lógico, los lazos de unión son más fuertes en los judíos de la diáspora más satisfechos de su identidad (que suelen ser los más integrados y activos en sus respectivas comunidades judías) así como en muchos otros de nacionalidad israelí, por cuanto se sacrifican y benefician a un tiempo de la existencia del estado de Israel; estos últimos, además, no tienen que hacer esfuerzos especiales para recordar y mantener psicológicamente viva su identidad judía.

Uno de esos vínculos esenciales que, aunque algunos no lo reconozcan, unen de hecho a los judíos es, como hemos indicado, el pasado común, más o menos compartido en función de las coordenadas espacio-temporales donde se han desarrollado las diferentes comunidades judías. Hay más historia común cuantos más son los ancestros judíos (a este respecto, no es igual tener madre y padre judíos que, por ejemplo, uno de los progenitores o de los abuelos/as.). Y evidentemente, hay experiencias cotidianas (la educación judía, atenerse a las normas de alguna corriente del judaísmo, residir en un país, hablar determinada lengua) o vivencias extraordinarias (como el Holocausto, haber padecido acosos o sufrido atentados terroristas) que, probablemente, unen más a quienes las han probado o sufrido. En cualquier caso, siempre acaba llegándose a una pareja (el patriarca Abraham y su esposa Sara) de la que todos descienden (caso de los judíos biológicos) o a unos contenidos religiosos (como ocurre con los conversos) con los que se comulga.

Ese pasado común a tantos judíos lo narré en otro libro (El pueblo judío en la Historia: desde los comienzos al Holocausto). En el presente volumen me he centrado en describir ―y a veces comentar― aspectos políticos (especialmente sobre el conflicto de Oriente Próximo y el estado de Israel), sociales (la situación de los judíos en Israel y en la diáspora), religiosos (las corrientes del judaísmo y algunas de las principales relaciones, semejanzas y diferencias entre las religiones monoteístas) y culturales (aportaciones grupales e individuales a la humanidad). Dichos aspectos, junto con ese conocimiento histórico que explica tantos hechos del presente, contribuirán a darnos, en mi opinión, una buena perspectiva global del pueblo judío en la actualidad.

Acabo agradeciendo el interés que mis familiares y amigos han puesto durante la redacción de esta obra y los consejos y confianza de José Luis Ibáñez Salas, director editorial de Punto de Vista Editores, sello que, al igual que el volumen antes mencionado, publica también este libro.

I. Origen y evolución del conflicto de Oriente Próximo

 

Una carrera de obstáculos

Ocurre con frecuencia entre los no judíos que cuesta comprender el valor especial de la tierra de Israel para muchos que sí lo son. Esa calurosa zona de Oriente Próximo fue durante siglos el hogar judío, el lugar donde el pueblo forjó su «personalidad» al acoger sus penas, alegrías y retos cotidianos. El judaísmo, desde luego, ha contribuido de forma decisiva a mantener y elevar el carácter de esos vínculos ―aunque sin concretarlos políticamente― al reconocer en ellos la voluntad divina. Sin embargo, a pesar de esa larga tradición histórica entre tierra y pueblo el judaísmo no ofreció una concreción política a dicho vínculo.

La existencia del actual estado de Israel tendría que esperar al progresivo desarrollo del sionismo, corriente de pensamiento y de acción relativamente reciente que el diplomático israelí Jacob Tsur definió y contextualizó así hace unas décadas:

«El sionismo es el movimiento de liberación nacional del pueblo judío. Se inserta en el gran proceso histórico de la emancipación de las naciones, que se inició en Europa, desde Italia a los Balcanes, en la primera mitad del siglo XIX, con las primeras revoluciones nacionales, y que culminó con la independencia de casi todos los pueblos de Asia y de África después de la Segunda Guerra Mundial.»

Durante el siglo XIX la secularización ganó partidarios en muchas comunidades judías de Europa occidental y central. Mientras los que vivían en la zona oriental conservaban sus costumbres centenarias, trabajando en actividades agrarias casi como único medio de vida, entre sus hermanos del oeste creció el número de los que relegaron la educación religiosa para aprovechar la enseñanza laica de los gentiles e introducirse en sectores influyentes.

Uno de los judíos que optaron por esa vía fue Theodor Herzl (1860-1904), fundador del sionismo político. Nacido en Budapest e instruido en Viena, donde conoció las dificultades que un judío debía superar para situarse en la sociedad, Herzl encontró en el periodismo un medio con el que ganarse la vida. Gracias precisamente a su actividad como corresponsal de un diario vienés en París, Herzl pudo vivir en directo las pasiones que levantó el caso Dreyfus. Además de esta experiencia, el conocimiento de las persecuciones antisemitas desencadenadas en Rusia, así como su percepción del ambiente de hostilidad hacia los judíos que se estaba creando en Alemania, le impulsaron a reconsiderar su apoyo a los judíos que abogaban por la asimilación.

En 1896 Herzl publicó en Viena El Estado de los judíos, cuyas ideas dieron comienzo al sionismo político organizado. Según Herzl, el problema judío sólo encontraría solución definitiva con la creación, por medios políticos y diplomáticos, de un estado judío. La importancia dada al factor político no existía en otras concepciones sionistas aparecidas a mediados del siglo XIX. Así, Asher Guinzburg (1856-1927), que firmó sus obras con el nombre de Ahad Haam, había preconizado la necesidad de establecer en Israel no un hogar nacional o una casa común, sino un centro espiritual que reavivara en la conciencia judía el deseo de recuperar una identidad que podía perderse. Haam, padre del que contradictoriamente se ha llamado «sionismo espiritual», hizo una gran labor dirigida a reavivar en las comunidades hebreas la cultura y las costumbres de siempre.

Anhelo por Sión

La palabra “Sión”, de origen incierto, es utilizada cerca de 150 veces en la Biblia. En la primera de ellas (2 Sam, 7) Sión da nombre a una fortaleza de Jerusalén conquistada a los jebuseos por el rey David. Con el tiempo, Sión extendió su significado a la ciudad de Jerusalén y, más tarde, al conjunto de Tierra Santa. Los Profetas emplearon el término con sentido religioso, pero también nacional, preocupados como estaban por la supervivencia del pueblo. Terminada la Biblia, la palabra Sión continuó formando parte de la cultura judía (aggadot, oraciones, poesías y canciones) con el doble significado religioso y nacional.

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, el anhelo por Sión acabó impulsando a bastantes familias a establecerse en esa tierra. Unos cuantos escritores hicieron lo mismo (Jacob Fichman, Yehuda Karni, David Shimoni, Rachel Bluwstein, Uri Zvi Greenberg, Yitzhak Lamdan, Avraham Shlonsky y Levi Ben-Amiati, entre otros). Estas migraciones se produjeron pocos años después o paralelamente, según los casos, al impulso que experimentó el sionismo político con las obras de Edmund Eisler, Theodor Herzl, Edward Bellamy, Elhanan Leib Levinsky, Henry Pereira Mendes, Isaac Fernhof y Shalom Ben Avram.

El sionismo político ejerció sin embargo mucha mayor influencia. Es cierto que las ideas de Herzl no gozaron de acogida inmediata entre los judíos de la Europa occidental y que encontraron incluso la oposición de personas destacadas, como algunos miembros de la familia Rothschild y el barón de Hirsch. Pero no sucedió lo mismo en los países de Europa oriental. En estos no se había producido ningún tipo de asimilación y los judíos continuaban unidos, viviendo pobremente como hicieron sus antepasados y sometidos además a una creciente oleada de pogromos. Por eso, los protagonistas de la primera aliyá o migración a Israel no sólo fueron judíos procedentes de Oriente Próximo (Yemen, por ejemplo), sino principalmente de Rusia.

Aliyá

Literalmente «ascenso», la palabra aliyá designa en este contexto la migración de judíos para establecerse en Israel. El término, popularizado a partir de la deportación de judíos a Babilonia en el siglo VI a.C., hace referencia a la aliyá la’reguel o peregrinación que los varones judíos, tres veces al año, debían hacer al Templo de Jerusalén. Tras su destrucción en el 70 d.C. dicha obligación fue abolida, aunque continuaron realizándose viajes a Jerusalén.

En el impulso a la creación del estado de Israel fueron determinantes los congresos sionistas. El primero, celebrado en Suiza en 1897, aprobó el llamado «programa de Basilea», en el que se establecía como interés prioritario del sionismo «crear para el pueblo judío un hogar en Palestina asegurado por el derecho internacional». El planteamiento era, desde luego, totalmente novedoso. En aquellos momentos, además, ese hogar imaginario no era más que una pequeña parte del Imperio otomano, al que pertenecía desde el siglo XV, alejado del centro de decisión turco y con escaso interés económico. Poco poblado, vivían allí principalmente árabes dedicados a labores agrarias y sin gobierno propio.

Herzl, convertido ya en presidente de la Organización Sionista Mundial, trató en vano de conseguir del gobierno turco una carta (charter) que permitiera a los judíos realizar una colonización masiva en Palestina. Desilusionado y presionado por la brutalidad de los pogromos en Rusia, y buscando como fuera un refugio frente al antisemitismo, Herzl aceptó otros lugares para hacer realidad sus sueños: el desierto del Sinaí y Uganda, áreas dependientes de Gran Bretaña. También llegó a considerarse Argentina. Sin embargo, estos planes terminaron abandonándose. Era lógico porque a través de los siglos el pueblo judío siempre había manifestado, como afirman los historiadores Shlomo Ben Ami y Zvi Medin, un «nexo esencial con la Tierra de Israel».

Herzl falleció en 1904. Iosi Goldstein, autor especialmente interesado en la influencia de los grandes protagonistas de la historia judía, ha escrito algunas consideraciones sobre la trascendencia política de Herzl:

«El gran aporte de Biniamin Teodoro Herzl al liderazgo judío fue su habilidad para traducir el potencial de cambio en hechos políticos concretos, como la creación de una Organización Sionista Mundial (1897) o elementos organizativos y financieros para liderar un movimiento nacional organizado, reconocido por la opinión pública mundial y en especial por el liderazgo político europeo de la época. [...] Herzl fue ante todo el prototipo de líder judío total, dedicado sin concesiones a la causa nacional judía, sacrificando para esta causa a su propia familia y carrera profesional, sea como abogado, periodista o escritor dramaturgo. La política fue quizás su mejor arte o profesión, entrelazada con la diplomacia. Herzl supo trascender los límites del ghetto judío, sintetizar la imagen del judío emancipado ―casi asimilado― que retorna a sus raíces y trae la panacea nacional, casi mesiánica.

«Como líder en una era de crisis y transición, supo también acentuar la importancia de la unidad nacional, de la inclusión de amplios sectores del Judaísmo en el seno de la organización sionista. Su llamado era aglutinante, evitaba las disputas o polémicas internas, lo que desdibujó líneas ideológicas, pero no logró eliminarlas. Temas conflictivos como la identidad religiosa o la educación judía fueron barridos debajo de la alfombra para dejar el escenario libre y todos los esfuerzos focalizados en la meta política: la obtención del charter, de la autorización imperial para asentarse en Eretz Israel o en un territorio nacional en otra parte del mundo. Su obsesión por el consenso lo llevó a abandonar el programa Uganda, al notar que el tema territorial se convertía en otro elemento polémico que podría llevar a rupturas internas. En última instancia, el liderazgo herzeliano era la política de la vía media, del diálogo permanente en búsqueda de consenso. Ésa es también su gran debilidad.»

Muerto Herzl, su propósito de obtener permiso del gobierno turco para poblar el territorio deseado quedó supeditado al objetivo de Chaim Weizmann de acelerar la colonización. Con razón afirma el historiador español Luis Suárez, refiriéndose a la década anterior a la Primera Guerra Mundial, que «el sionismo político y el práctico se equilibraron». Weizmann, nacido en Bielorrusia, había estudiado bioquímica en Alemania, de donde marchó a Ginebra y después a Manchester para trabajar como profesor universitario. Su visión del sionismo, que conjugaba el pragmatismo político de Herzl con el espiritualismo de Haam, fue esencial para impulsar el asentamiento de judíos en Oriente Próximo. En una tierra propia, pensaba Weizmann, los judíos podrían no sólo librarse de las dificultades del antisemitismo sufrido en países como Polonia y Alemania, sino también beneficiarse cultural y espiritualmente de la labor de sus propias instituciones.

Durante la segunda aliyá (1903-1914) cerca de treinta mil judíos, en su mayoría procedentes de Europa oriental y principalmente de Rusia, abandonaron sus hogares para dirigirse a la paupérrima región otomana de Palestina, cuyas áridas tierras de inmediato empezaron a trabajar. Dadas las condiciones, la agricultura se convirtió en la actividad central de los nuevos inmigrantes. Numerosos pantanos fueron desecados por estos pioneros, para quienes el trabajo tenía una dimensión religiosa y social que empujaba a un esfuerzo constante en beneficio de la comunidad. En 1909 se fundó el primer kibbutz y no cesó de aumentar el asentamiento de judíos en ciudades como Tel Aviv, Haifa y Jaffa. A comienzos de la Primera Guerra Mundial (1914) la población judía en Palestina rondaba ya las noventa mil personas.

Tales resultados no hubieran sido posibles sin apoyo financiero, porque las colonias judías se establecieron en terrenos comprados a los árabes. Antes de la celebración de los congresos sionistas ya existía la Palestine Jewish Colonisation Association (PICA), fundada por el barón Edmond de Rothschild para facilitar el envío de dinero y de personal judío cualificado a esas tierras turcas. En 1899 nació el Banco Colonial Judío (Jewish Colonial Trust), del que surgió el Anglo-Palestine-Bank, presente en la zona desde 1902 y origen del futuro Banco Nacional de Israel. También con el propósito principal de proporcionar medios para comprar y colonizar tierras se crearon, sucesivamente, el Fondo Nacional Judío (1901), el Keren Hayesod (1920) y la Agencia Judía (1929). Aunque las adquisiciones fueron continuadas, en 1948 no alcanzaban todavía el 10% del territorio.

Mientras se realizaba ese esfuerzo colonizador, Europa se sumió en un conflicto que terminó afectando a los cinco continentes. En 1914 el decadente Imperio otomano, como hizo Bulgaria un año después, firmó un acuerdo con Alemania que le condujo finalmente a participar en la Primera Guerra Mundial junto a los imperios de Alemania y Austria-Hungría. Frente a ellos lucharon los países de la Entente (Gran Bretaña, Francia y Rusia), las naciones atacadas (Serbia, Bélgica) y otras que se unieron progresivamente a la coalición (Japón, Italia, Rumania, Portugal, Grecia, Estados Unidos, China y varias repúblicas suramericanas).

La coalición bélica del Imperio otomano con los imperios centrales europeos avivó el deseo de las potencias de la Entente de hacerse con los grandes territorios otomanos de Oriente Próximo y, cuando pudieron, emprendieron su conquista. En enero de 1917 el ejército inglés comenzó la invasión de Palestina. Funcionarios ingleses habían hecho promesas políticas a grupos árabes para conseguir su apoyo, que por fin obtuvieron, aunque este no llegó a ser especialmente significativo.

 

Otros acontecimientos internacionales alcanzaron mayor trascendencia histórica. En Rusia el descontento popular provocó revoluciones sucesivas (febrero y octubre de 1917), la última de las cuales ocasionó la implantación de un Consejo de Comisarios del Pueblo que decretó el cese de las hostilidades contra otras naciones. Pero la retirada rusa no cambió el resultado general de las operaciones, gracias en parte a la entrada en guerra de Estados Unidos contra Alemania (abril de 1917) y Austria-Hungría (diciembre de 1917). Las ofensivas aliadas continuaron y, finalmente, los imperios centrales y otomano pidieron el armisticio: el Imperio otomano, en concreto, tras perder en el frente palestino (septiembre de 1918) y poco después Alemania y Austria (octubre de 1918).

En agosto de 1920 los gobiernos de los estados vencedores de la guerra firmaron con el gobierno otomano el Tratado de Paz de Sèvres, no ratificado por el parlamento otomano, que supuso el fin del Imperio otomano y la desintegración de buena parte de su territorio. En Oriente Próximo, Francia logró los Mandatos de Siria y Líbano y Gran Bretaña los antiguos dominios otomanos Transjordania y Palestina; en Oriente Medio, Gran Bretaña tomó el control de los territorios otomanos en Mesopotamia. Estas disposiciones fueron confirmadas por la Sociedad de Naciones el 24 de julio de 1922. En concreto, en el prefacio del documento sobre Palestina la Sociedad de Naciones afirmaba:

«Las principales potencias aliadas han aceptado igualmente que el estado mandatario sea responsable de poner en ejecución la declaración hecha el 2 de noviembre de 1917 por el gobierno de su majestad, y adoptada por dichas potencias, en favor del establecimiento en Palestina de un Hogar Nacional para el pueblo judío; quedando bien entendido que no será emprendido nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina.»

Gran Bretaña, como estado mandatario en Palestina, recibió por tanto de la Sociedad de Naciones el encargo de crear allí un estado judío. También se pidió al gobierno inglés que pusiera los medios para favorecer la inmigración judía a la tierra que se les daba en Mandato. El texto se ajustaba a las pretensiones británicas, tal y como se había expresado en la «Declaración Balfour». En este documento ―escrito el 2 de noviembre de 1917― Arthur James Balfour, alto representante del gobierno inglés, había comunicado a lord Rothschild el apoyo oficial británico al sionismo político. Meses antes políticos franceses se habían mostrado favorables a estas demandas, como también hicieron en 1918 algunos italianos y el Presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson. Así dice la famosa «Declaración Balfour»:

«Foreign Office, 2 de noviembre de 1917:

«Querido Lord Rothschild:

«Tengo el placer de transmitirle, en nombre de Su Majestad, la siguiente declaración de simpatía hacia los ideales sionistas judíos, que ha sido presentada y aprobada por el Gabinete:

«“El Gobierno de Su Majestad considera con benevolencia la creación de un hogar nacional para el pueblo judío en Palestina y hará todo lo posible para facilitar la consecución de este objetivo; naturalmente, no debe emprenderse ninguna acción que pudiera perjudicar los derechos religiosos o civiles de las comunidades no judías que habitan en Palestina ni la situación jurídica civil de los judíos que viven en otros países”.

«Le quedaría agradecido si usted quisiera hacer llegar esta declaración a la asociación sionista.

«Atentamente

«Arthur James Balfour»

Desde que Palestina quedó bajo el mandato de la Sociedad de Naciones (1922) su población judía, que hasta entonces no llegaba al 10% del total, creció extraordinariamente. Las perspectivas que se ofrecían impulsaron a decenas de miles de judíos a abandonar Europa, en particular Rusia, para establecerse en aquellas tierras añoradas. Esta ola migratoria se completó con otras dos que, procedentes de Polonia y Alemania, tuvieron lugar antes de la Segunda Guerra Mundial. Gracias al alto nivel de especialización científica de muchos de los recién llegados, la región comenzó a desarrollarse con rapidez. Como las anteriores, las nuevas aliyás contribuyeron decisivamente a fortalecer la sociedad judía del futuro Israel.

Pero no podía olvidarse la secular presencia árabe en aquellas tierras. Desde el principio, a pesar de los buenos resultados conseguidos en reuniones a alto nivel entre judíos y árabes, la mayoría de estos se negaron a la creación del estado de Israel. El rechazo se expresó tanto en el primer Congreso Nacional Palestino (1919), que se opuso a la «Declaración Balfour», como en ataques contra las colonias judías, que los árabes consideraban ajenas a su entorno social. Pese a no existir «conciencia de nación» en las aldeas árabes, la fuerza del movimiento sionista aunó los intereses de aquel pueblo que, hasta entonces, no había ejercido nunca una soberanía nacional que empezó a echar en falta. Se trataba indudablemente de un interés legítimo, como en el caso judío, aunque con antecedentes históricos distintos.

Consciente de la importancia de gozar del apoyo de un pueblo tan numeroso, el gobierno británico comenzó a mostrar sus preferencias por la causa de los árabes. Gracias a su presión, en 1923 Gran Bretaña aceptó la autonomía del emirato de Transjordania, al oeste del río Jordán. El territorio administrado directamente por los ingleses quedó así reducido en tres cuartas partes. Pero los dirigentes árabes rechazaron también la posibilidad de perder un futuro control de la parte restante y procuraron frenar la inmigración judía.

Para controlar mejor la situación y tranquilizar a los árabes, las autoridades británicas hicieron público en 1922 el Libro Blanco, al que siguió otro Libro Blanco en 1930, y otro en 1939. En estos «Libros Blancos» se fijaban las directrices generales inglesas en la zona, más proclives a los intereses árabes que a los sionistas, y se expresaba la pretensión de establecer límites a la inmigración de judíos procedentes de otros países. También se aprobaron leyes que procuraban frenar la compra-venta de tierras entre judíos y árabes, como el Land Transfer Regulations Act de 1939, que dividió el territorio palestino en tres zonas: en la más extensa (63% del total de la tierra) se prohibió vender tierra a judíos; en otra zona (32% del territorio) la venta quedó condicionada, reduciéndose la libre transferencia de terrenos a una tercera zona que sólo suponía el 5% de la superficie palestina. Pero ni las medidas que limitaron la inmigración ni las relativas al intercambio de terrenos tuvieron efectividad, y la presencia judía siguió aumentando en personas y en propiedades.

Como consecuencia, la corriente árabe más radical ganó adeptos y estalló la violencia. Desde 1936 los extremistas árabes, apoyados por Egipto, Siria, Iraq y varias potencias europeas se unieron contra judíos, ingleses y árabes moderados, que sí deseaban la convivencia de ambos pueblos. La insostenible situación de violencia condujo a las autoridades británicas a proponer un nuevo reparto del territorio que seguían administrando directamente, es decir, el que quedaba tras la primera y más importante división de Palestina. Los extremistas palestinos, al mando de Hadj Amin ―gran mufti o jefe religioso musulmán de Jerusalén― se negaron en rotundo a aceptar el plan: así mostraban su rechazo a cualquier entendimiento, porque conseguir sus propósitos implicaba negar toda concesión a los judíos. Estos, por el contrario, sí habían admitido el plan inglés del segundo reparto.

Lo acontecido en Europa central durante este tiempo no resultó ajeno en Oriente Próximo. El ascenso del nazismo en Alemania desencadenó una huida masiva de judíos germanos, que no pudieron entrar legalmente en Palestina a causa de la prohibición inglesa. La negativa británica continuó, a pesar de conocerse las vejaciones nazis a los judíos. Finalizada la Segunda Guerra Mundial y difundido el alcance del Holocausto, el asesinato de un tercio de la judería mundial ejerció, como no podía ser menos, una tremenda sacudida en los dos tercios restantes.

Si hasta entonces el apoyo a los ideales sionistas había despertado entre los judíos escaso entusiasmo, millones de muertos fueron argumentos de peso para convencer a muchos miembros de las comunidades hebreas que aún quedaban. Se consideró necesario y urgente poner todos los medios para encontrar un lugar donde ser judío no constituyera un peligro potencial, un factor de aislamiento social o un riesgo de permanecer en la pobreza. ¿Y qué mejor para conseguirlo que respaldando la creación del estado de Israel? Más que argumentos religiosos, fundamentales para tantos, el Holocausto fue el motor inesperado de lo que algunos han llamado «nacionalismo de diáspora».

Las nuevas circunstancias apremiaron a colaborar a las comunidades judías del mundo entero. La Aliyá Bet o inmigración clandestina promovida por el Yishuv (los judíos residentes en el Mandato británico de Palestina) consiguió introducir en Palestina a miles de rescatados de los campos de concentración. Y la Agencia Judía, órgano rector de la población hebrea presidido por David Ben Gurión, comenzó a recibir importantes cantidades de dinero de la diáspora, que respondió generosamente a las peticiones de ayuda de Golda Meir, embajadora de la causa sionista. La defensa de la población judía fue encargada a una organización militar, la Haganah; fundada en 1920, esta institución aumentó su protagonismo desde los años treinta, al multiplicarse los problemas y constatarse la necesidad de proteger más los intereses judíos.