El pueblo judío en la historia

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«se revela como un antisemitismo al revés; mientras este considera a los judíos como enemigos del mundo entero, aquel declara al mundo entero enemigo de los judíos. Y así como el antisemitismo, gracias a su vehemente exageración del papel y del poder de la “subhumanidad judía”, hace que los judíos, muy contra su intención, aparezcan como una raza especialmente valiosa y capaz, también el nacionalismo judío, gracias a su absurda generalización, debe conducir a una conclusión totalmente indeseable para él.»

Uno de los movimientos político-religiosos judíos más intransigentes es Gush Emunim («Bloque de los Fieles»), fundado en 1974, recién concluida una de las guerras árabe-israelíes. Desde su aparición, el Gush ha intentado acabar con el laicismo del sionismo. Otro de sus objetivos es fomentar en la sociedad israelí el deseo de extender las fronteras al Israel bíblico (Eretz Israel), mucho mayor que el estado actual, con la esperanza de que así lo encuentre el Mesías en su venida a este mundo. Con tácticas violentas, miembros del Gush han presionado para sustituir las fronteras legales reconocidas internacionalmente por otras religiosas imposibles de alcanzar.

Desde los años setenta del siglo XX ha crecido la influencia de varios movimientos religiosos judíos en la política israelí. El hecho forma parte de un proceso de retorno al judaísmo suscitado por miembros de comunidades judías de la diáspora y por israelíes de diversos ámbitos sociales y profesionales. A diferencia de los laicistas, los protagonistas de este proceso no piensan que la religión estorbe a la política, ni a la economía, ni a la ciencia, ni al progreso social, sino todo lo contrario. Por eso se está abriendo en la sociedad judía israelí una brecha entre unos y otros.

El caso de los islamistas radicales violentos es distinto y especialmente grave. Tergiversando la doctrina musulmana tradicional, los fundamentalistas islámicos partidarios de la lucha armada justifican su posición aludiendo a su particular concepción de la yihad contra Israel y las naciones occidentales, consideradas cuna del laicismo. Para generar un caos social que solo a ellos beneficia, sus cabecillas procuran ganar adeptos exacerbando a las masas y bendiciendo a quienes participan en la contienda que predican. Según el sociólogo francés Bruno Étienne, «en el caso del islamismo se trata más de un sueño político que se efectúa más a través de una lectura política del islam que de una renovación religiosa».

Interpretando a su manera el Corán, los radicales violentos incitan a conculcar la legalidad e inducen al terrorismo suicida, convenciendo a sus seguidores de alcanzar la salvación eterna tras morir con violencia y arrastrar a muchas víctimas consigo. Esa transformación del islam en ideología ―dicho de otra manera, esa instrumentalización del fervor religioso en función de los intereses políticos―, propia del fundamentalismo islámico, conlleva el rechazo a valores considerados occidentales como la igualdad de derechos entre mujeres y hombres, la democracia, el estado aconfesional, la libertad religiosa sin discriminaciones y el respeto de los derechos humanos.

Como ocurriera hace décadas con la aceptación de la teología marxista de la liberación por algunas comunidades cristianas, la subordinación de la religión a la política que implica el fundamentalismo islámico constituye una muestra más del rechazo a costumbres ajenas y a nuevos modos de vida que implican respetar la libertad de los demás. Desde esa perspectiva, Israel no es solo el origen del problema palestino sino una activa avanzadilla de los valores occidentales en Oriente Próximo. También por diferenciarse tanto de un estado en el que se aplicara literalmente la sharia o derecho islámico, piensan los fundamentalistas musulmanes violentos, Israel debe desaparecer.

En general, las prédicas incendiarias de los imanes radicales ―en los últimos años especialmente vigilados por numerosos servicios de inteligencia y seguridad― no se limitan a avivar el fuego antiisraelí. Sus soflamas subversivas político-pseudorreligiosas han logrado persuadir a mentes demasiado influenciables y, junto a otros factores, han contribuido a la extensión del terrorismo islámico por doquier. Ciudades de estados occidentales que han padecido grandes matanzas son Nueva York (11 de septiembre de 2001), Madrid (11 de marzo de 2004) y Londres (7 de julio de 2005); asesinatos indiscriminados consumados han sufrido también núcleos urbanos como Ámsterdam (2 de noviembre de 2004), Fráncfort (2 de marzo de 2011), Toulouse (19 de marzo de 2012) y Boston (15 de abril de 1913); afortunadamente en otros casos, como ocurrió en Estocolmo (12 de diciembre de 2010), el atentado acabó en una acción fallida.

Además de Israel ―la nación más sacudida por el terrorismo islamista― y de los países occidentales, otros muchos estados han sufrido o sufren atentados terroristas islamistas cuyas víctimas ―no solo judías y cristianas―, en total, se cuentan por decenas de millares. Entre esos países se encuentran Afganistán, India, Pakistán, Líbano, Indonesia, Egipto, Yemen, Arabia Saudí, Sri Lanka, Irak, Siria, Jordania, Libia, Turquía, Argelia, Rusia, Nigeria, China, Tanzania, Kenia, Túnez, Marruecos, Somalia, Tailandia, Filipinas, Bangladesh, Argentina, Tailandia y Malí.

La preocupación de Israel por su seguridad no solo guarda relación con la multitud de ataques terroristas padecidos, sino también con su situación geopolítica. El país está rodeado por otros que albergan importantes grupos de población que desean su desaparición y debe permanecer alerta frente a las posibles acciones violentas de gobernantes extranjeros que, en ocasiones, no han ocultado sus deseos de atentar contra los israelíes. Entre los ejemplos más conocidos de antisionismo radical pueden citarse a los difuntos presidentes de Siria (Hafez al-Hasad) e Irak (Sadam Husein).

Especial atención merece el caso de la República Islámica de Irán que, desde su creación en 1979, tanto apoyo ha prestado a los palestinos más violentos. Días después de triunfar la revolución islámica iraní, su dirigente supremo el ayatolá Ruholá Jomeini (1979-1989) declaró en público que el «régimen corrompido de Israel debe ser aniquilado». La animadversión a Israel de los prebostes religiosos y políticos iraníes ha continuado: el ayatolá Alí Jamenei, sucesor de Jomeini en la jefatura del estado, considera que Israel es un «tumor canceroso en el corazón del mundo musulmán»; quien fuera presidente del gobierno Mahmud Ahmadineyad (2005-2013) afirmó, entre otras frases, que «Israel debe ser borrado del mapa»; y su sucesor Hassan Rouhani ha reiterado la hostilidad de Irán contra el «régimen sionista» israelí.

Prueba de la inestabilidad de algunos países árabes es su dificultad para adaptarse a prácticas democráticas que equilibren sus gobiernos y amortigüen sus tendencias sociales más violentas. Ese autoritarismo político, reflejo del escaso dinamismo que tiene la sociedad civil en algunas naciones musulmanas, se ha interpretado ya como una muestra de debilidad. Por ejemplo el egipcio Nazih Ayubi, especialista en el mundo árabe contemporáneo, ha escrito: «Que el estado árabe sea un estado autoritario, y que se muestre tan reacio a la democracia y resistente a sus presiones, no debe interpretarse, evidentemente, como un signo de fortaleza, sino todo lo contrario.»

En los últimos años se ha intentado determinar la responsabilidad de los estados árabes cercanos a Israel que, de alguna manera, no han prevenido con la «debida diligencia» las actividades terroristas que desestabilizan la vida en el estado judío. Ante hechos de este tipo, la legislación internacional se encontraba en una disyuntiva que resolvió con un criterio general ―la obligación de prevenir actos terroristas contra otros estados o contra sus nacionales― que habría de aplicarse a los casos particulares. Así lo explica Joaquín Alcaide, profesor de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales:

«Después de 1945, la determinación de la responsabilidad de un estado por la violación de esta obligación es más problemática porque, además de exigirse obviamente la prueba de la negligencia del estado territorial, debe tenerse en cuenta la incidencia de la distinción que el Derecho Internacional contemporáneo traza entre actos terroristas y actos de resistencia de los pueblos en ejercicio del derecho a la libre determinación (por ejemplo, la situación en Oriente Próximo, en particular los actos de violencia que se organizan en el Líbano y se cometen en Israel).

«No obstante, la Asamblea General de las Naciones Unidas consagró de modo general en su Resolución 2625 (XXV) que los estados están obligados a cooperar en la prevención de los actos terroristas en otro estado: “todo estado tiene el deber de abstenerse de organizar, instigar, ayudar o participar [...] en actos de terrorismo en otro estado o de consentir actividades organizadas dentro de su territorio encaminadas a la comisión de dichos actos, cuando los actos a que se hace referencia en el presente párrafo impliquen el recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza” y “todos los estados deberán [...] abstenerse de organizar, apoyar, fomentar, financiar, instigar o tolerar actividades armadas, subversivas o terroristas encaminadas a cambiar por la violencia el régimen de otro estado [...].»

En Oriente Próximo la diversidad religiosa complica lo que es, sin embargo, un problema fundamentalmente político de consecuencias también económicas. Los judíos consiguieron un estado tras el impacto que la ignominia del Holocausto causó en la comunidad internacional. Pero los palestinos, dados sus escasos recursos propios, aún carecen de medios suficientes ―a pesar de las cuantiosas donaciones internacionales― para ejercer con autonomía todas las competencias de un estado.

 

Estrechamente relacionados con la cuestión anterior hay temas de obligada negociación entre palestinos e israelíes. Algunos problemas surgieron del proceso que llevó a la existencia del estado judío; otros atañen al control de Israel sobre los territorios palestinos (bloqueo de la Franja de Gaza y ocupación parcial de Cisjordania), sumidos en una grave crisis económica por la falta de recursos y la ineficacia de su administración. Los palestinos de Cisjordania (2,72 millones en 2013 y previsiones de 2,93 en 2016, según la Oficina Central de Estadísticas de Palestina) y de la Franja de Gaza (1,7 millones en 2013 y previsiones de 1,88 millones en 2016) disponen de escasa renta per cápita y muchos viven en poblaciones con infraestructuras básicas insuficientes, hacinados en viviendas pequeñas de mala calidad.

La economía de los territorios palestinos, además, depende en parte de Israel, porque muchos productos comprados y vendidos ―en concreto, en Cisjordania― proceden de intercambios con empresas israelíes y porque el estado judío puede amenazar con cerrar las fronteras. Esto último ha sido una práctica habitual de Israel desde que en 2007 Hamás se hiciera con el control de la Franja de Gaza y comenzara su prolongada campaña de ataques armados sistemáticos al estado judío.

En concreto, los bloqueos israelíes a la Franja de Gaza conllevan el cierre de los cinco pasos fronterizos entre el territorio palestino y el israelí y la prohibición de entrada de mercancías, con la excepción de los bienes de primera necesidad aportados por organismos internacionales de ayuda humanitaria. Sorprende sin embargo que, con frecuencia, quienes con razón critican esos bloqueos no insten a los dirigentes de Hamás a esmerarse para evitar que desde la Franja de Gaza se lancen continua e indiscriminadamente proyectiles contra la población de Israel, incluidos ancianos y niños.

Si en los territorios palestinos hay cierre de fronteras forzado por las autoridades israelíes pronto se desabastecen los mercados palestinos, crecen los precios y aumenta el desempleo. El paro, a su vez, reduce la liquidez de las familias palestinas y frena el consumo de los escasos productos industriales fabricados en la Franja de Gaza y Cisjordania. Todo ello provoca el estancamiento de la economía, incapaz de librarse de la dependencia de la ayuda internacional y del sector primario. ¿No podrían los países más ricos del mundo, incluyendo las opulentas naciones árabes que flotan sobre yacimientos de petróleo, coordinar planes de ayuda más ambiciosos que contribuyan eficazmente a la autonomía productiva de los territorios palestinos?

Otro problema de Oriente Próximo es la penuria de agua en Jordania, Israel y sobre todo en los territorios palestinos, que afecta especialmente a la agricultura pero también a otras actividades económicas, al crecimiento de la población y a sus costumbres de vida. Los expertos han llegado a calificar la situación de «estrés hídrico» porque el agua disponible es escasa y su precio alto ―superior para los palestinos de la Franja de Gaza y Cisjordania que para los israelíes― y porque su calidad no es la deseable. Las principales fuentes de suministro de agua, insuficientes para la demanda existente, son el río Jordán y sus afluentes y los acuíferos subterráneos de Cisjordania y la Franja de Gaza. Pero su control por los israelíes, origen de continuos conflictos, requiere también una solución.

Dadas las condiciones climáticas de Oriente Próximo es preciso que sus habitantes se esfuercen en racionalizar al máximo los recursos hídricos, evitando las pérdidas ocasionadas por la mala gestión y por el uso de técnicas agrícolas despilfarradoras. Para contribuir a remediar su problema Israel ha puesto en marcha el plan de reutilización de aguas residuales más avanzado del mundo y, desde hace años, ha impulsado con eficacia sistemas de riego por goteo y de desalación de agua del mar. Pero también, según informes entre otros organismos de Amnistía Internacional, Israel ha limitado drásticamente el derecho de acceso al agua a la población palestina. En opinión de los técnicos, además, para aliviar la escasez hídrica en la zona es necesario ejecutar un programa de alcance regional que gestione el agua considerando más las fronteras hídricas que los límites nacionales. Y esta es otra cuestión pendiente en las negociaciones palestino-israelíes que, en este caso, afecta también a otros estados como Jordania y Líbano.

Una de las cuestiones más complicadas en las negociaciones palestino-israelíes concierne a la soberanía de Jerusalén, ciudad santa para judíos, cristianos y musulmanes, miles de millones de personas distribuidas por todo el mundo. Dado el carácter especial de esa urbe la Asamblea General de la ONU, en su Resolución 181 (II) de 29 de noviembre de 1947, decidió que «la ciudad de Jerusalén será constituida como corpus separatum bajo un régimen internacional especial, y será administrada por las Naciones Unidas».

Según dicha resolución el Consejo de Administración Fiduciaria, en dependencia directa de la ONU, redactaría un estatuto para la ciudad que contendría sus normas esenciales de funcionamiento: designación de un gobernador, que no podría ser ciudadano de los estados árabe y judío que pensaban formarse al finalizar el Mandato británico; elaboración de las leyes por un consejo legislativo elegido «por sufragio universal y votación secreta» por los adultos residentes en la ciudad, reservándose al gobernador el derecho de vetar las leyes incompatibles con el estatuto; poder judicial independiente; y para garantizar el orden público y la protección de los Santos Lugares, dotación de un cuerpo policial dependiente del gobernador e integrado por miembros reclutados fuera de Palestina.

Dicho estatuto especial tendría una primera vigencia de diez años, a partir «a más tardar el 1 de octubre de 1948» y sería después reexaminado por el Consejo de Administración Fiduciaria y acompañado de un referendum en el que los residentes de la ciudad pudieran expresarse sobre posibles cambios en su articulado. El plan de la ONU para Jerusalén fue aceptado por la comunidad judía de Palestina, pero rechazado por los árabes. De hecho, esa fue una de las causas de la guerra que estalló entre unos y otros nada más proclamarse el estado de Israel. Terminado el conflicto en 1948, Jerusalén se dividió: su parte oriental, el Este, que comprendía la Ciudad vieja, quedó bajo control de Jordania, mientras Israel tomó posesión de la parte occidental, el oeste. La mayoría de la comunidad internacional, incluyendo los miembros de la Liga Árabe, no reconoció a jordanos ni a israelíes la legitimidad de su ocupación de Jerusalén.

A pesar de ello Jordania e Israel consolidaron el control de sus respectivas zonas en la ciudad, insistiendo tanto el rey jordano como el parlamento israelí (Knéset) en la legitimidad de sus anexiones. El 23 de enero de 1950 la Knéset proclamó Jerusalén oeste capital del estado de Israel. Durante la Guerra de los Seis Días (junio de 1967) Israel ocupó, entre otros territorios, Jerusalén este. El 27 de ese mes la Knéset aprobó la Ley de orden de las municipalidades (Enmienda 6) y la Orden de ley y de administración (Enmienda 11), que concedieron al gobierno de su país el poder de aplicar las leyes, jurisdicción y administración israelíes a los enclaves anexionados. Se aprobó igualmente una Ley de protección de los Santos Lugares.

Muchos países condenaron la política de Israel, al igual que hizo la ONU por medio de varias Resoluciones. A pesar de ello Israel continuó su estrategia. La Ley básica del 30 de julio de 1980 proclamó Jerusalén, sin división, capital del estado de Israel y sede de sus principales instituciones: presidencia, Knéset, gobierno y tribunal supremo. La protesta mundial no se hizo esperar y de todas partes llovieron las críticas hacia la posición israelí. En la actualidad, no reconocen legitimidad a la ocupación israelí de Jerusalén oriental ni la ONU, ni Estados Unidos, ni la Unión Europea.

Una solución factible sería dividir la ciudad: Jerusalén este, anexionada por Israel durante la Guerra de los Seis Días, pasaría a soberanía de la ANP, permaneciendo Jerusalén oeste en poder de Israel. En cuanto a los Santos Lugares, las posibilidades son, entre otras, las siguientes: administración directa de la ONU, soberanía compartida por Israel y Palestina y, en el caso la Explanada de Las Mezquitas, control palestino de la superficie, de una parte, y, de otra, subsuelo en poder israelí, por su valor arqueológico para los judíos y su significado religioso para el judaísmo.

El Vaticano no se ha definido sobre la soberanía territorial de la ciudad pero es partidario de dotar a los Santos Lugares de un estatuto especial, garantizado por la ONU, que posibilite la libertad de culto en ellos y el acceso a quienes quieran visitarlos, reservando la administración de cada lugar (Muro Occidental o Muro de las Lamentaciones, Cúpula de la Roca, mezquita de Al Aqsa, etc.) a las autoridades de la religión más interesada.

Probablemente, el problema más difícil de resolver en Oriente Próximo sea el futuro de los refugiados palestinos y su relación con la tierra de donde fueron expulsados. La huida masiva de muchos palestinos en 1948, que denominan la nakba o «catástrofe», estaba ya en la mente de los dirigentes sionistas antes de que se produjera y ha sido desde entonces la mayor fuente de conflicto en la región. Según ha estudiado entre otros el historiador palestino Nur Masalha, después de su fundación el estado de Israel ha creado una estructura normativa para legitimar y afianzar la posesión de tierras que los palestinos ―el 80%, según este autor― abandonaron por la fuerza:

«Israel confeccionó un sistema jurídico para legalizar y consolidar su ocupación masiva de la propiedad de los refugiados. La Ley de la Propiedad Absentista, promulgada en 1948, disponía que todo árabe que hubiera abandonado su residencia habitual entre el 29 de noviembre de 1947 y el 1 de septiembre de 1948 para trasladarse fuera de Palestina, o a zonas dentro de Palestina ocupadas por fuerzas militares árabes sería considerado “ausente”, y sus tierras y propiedades confiscadas [...].

«El objetivo de la política aplicada ―militar, diplomática y legal― por el estado judío era consolidar el poder y la dominación étnica de la mayoría judía de Israel. Un elemento clave en ese esfuerzo fue la prohibición del regreso de los refugiados palestinos ―residentes dentro o fuera de las fronteras del nuevo estado― a sus hogares y propiedades ancestrales. Ese objetivo ha sido hasta hoy la premisa fundamental que informa toda política israelí hacia los refugiados palestinos.

«El resultado de la guerra de 1948 proporcionó a Israel el control de más de dos millones de hectáreas de tierra palestina. Tras su victoria el estado israelí se hizo con las tierras de 750.000 refugiados que tenían prohibido el retorno, y sometió a la restante minoría palestina a leyes y regulaciones que la privaba del disfrute efectivo de buena parte de su tierra.

«Desde entonces, toda la ofensiva masiva para hacerse con la tierra palestina (de refugiados y no refugiados) se ha llevado a cabo de acuerdo con la estricta legalidad. Entre 1948 y principios de los años noventa, Israel ha promulgado unos treinta estatutos para transferir las tierras de propiedad privada árabe a la propiedad del estado (judío). En las Naciones Unidas, Israel rechazó el derecho de los refugiados palestinos a regresar a sus hogares y aldeas, y se opuso muy particularmente a la Resolución 194 de la Asamblea General de las Naciones Unidas de diciembre de 1948.»

Según el Organismo de Obras Públicas y Socorro de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en el Cercano Oriente (en inglés United Nations Relief and Works Agency for Palestine Refugees, UNRWA), creado el 8 de diciembre de 1949 con funciones humanitarias,

«los refugiados palestinos son personas cuyo lugar habitual de residencia entre junio de 1946 y mayo de 1948 fue Palestina, que perdieron sus casas y medios de vida como resultado del conflicto árabe-israelí de 1948, y que se refugiaron en Jordania, Líbano, la República Árabe de Siria, el territorio de Cisjordania, controlado entonces por Jordania, o la franja de Gaza, que administraba Egipto.»

La UNRWA incluye en su definición a «los descendientes de las personas que se convirtieron en refugiados en 1948». La Organización de Naciones Unidas calcula el número de refugiados originales en cerca de 726.000 musulmanes y cristianos que, gracias a su rápido crecimiento natural, alcanzaron los 4.919.917 a fines de 2012. Sin embargo, la OLP sostiene que en esa fecha había ya más de 7,5 millones de refugiados ―la mayoría viviendo a menos de 150 kilómetros de la frontera israelí―, al incluir en esta condición a varios grupos:

 

 4.919.917 refugiados registrados por Naciones Unidas.

 1,5 millones de expulsados por la guerra de 1948 y sus descendientes, no registrados por Naciones Unidas porque no se inscribieron o porque no necesitaban asistencia cuando se convirtieron en refugiados.

 950.000 desplazados por la guerra árabe-israelí de 1967 y sus descendientes.

 350.000 desplazados residentes en Israel y sus descendientes.

Los refugiados palestinos reconocidos por Naciones Unidas viven principalmente en Gaza, Cisjordania, Jerusalén Oriental, Jordania, Siria y Líbano. De ellos, casi el 30% (en torno a 1,5 millones) residía a fines del 2012 en los 61 «campos» oficiales. Un «campo» es «un terreno puesto por el gobierno anfitrión a disposición de la UNRWA para acomodar a los refugiados palestinos e instalar servicios, con objeto de atender a sus necesidades». Los solares donde se asientan estos campos son propiedad de los países que los prestan o se arriendan a dueños locales, y de su administración y vigilancia responden los países anfitriones, mientras la UNRWA se encarga de proporcionar a sus residentes los servicios sociales básicos.

El 1 de julio de 2012 había 58 campos de refugiados reconocidos por la UNRWA instalados en Jordania (10 campos), Líbano (12), Siria (9), Cisjordania (19) y la Franja de Gaza (8). En dicha fecha la distribución de los refugiados era la siguiente:


Área de operacionesCampos oficialesRefugiados registrados
Jordania102.018.735
Líbano12438.917
Siria9492.890
Cisjordania19735.249
Gaza81.185.550
Total584.871.341

A 31 de diciembre de 2012, según la Oficina Central de Estadísticas de Palestina, la población mundial palestina era de 11,6 millones, de los que 4,4 vivían en territorios palestinos (2,7 millones en Cisjordania y 1,7 millones en la Franja de Gaza), 1,4 en Israel (de los que el 36,5% tenían menos de 15 años), 5,1 en países árabes y unos 655 mil en otros países. En la misma fecha casi un 44,2% de la población que vivía en territorio palestino eran refugiados: en concreto, un 41,4% en Cisjordania y un 58,6% en la Franja de Gaza.

La ubicación de los campos, como refleja la tabla, muestra con claridad que cualquier negociación sobre esos millones de refugiados palestinos no solo incumbe directamente a la ANP y a Israel, sino también a los principales países de acogida (Jordania, Siria y Líbano). El tema concierne igualmente a los demás estados miembros de la comunidad internacional, sobre todo a los más poderosos, algunos de los cuales llevan décadas aportando grandes cantidades de dinero para el mantenimiento de muchos palestinos, sean o no refugiados. La ONU, por su parte, lleva décadas esforzándose por alcanzar acuerdos justos y, a través de la UNRWA, ha contribuido de forma decisiva a mejorar las condiciones de vida de los refugiados, responsabilizándose de cubrir sus necesidades básicas (alimentación, vivienda, sanidad, vestido y educación).

¿Cuál es el futuro de esos millones de personas? En 2005 Peter Hansen, comisionado de la ONU para los refugiados palestinos (UNRWA) entre 1996 y 2005 concluyó ese último año un artículo insistiendo en la necesidad de alcanzar una solución política como única vía para arreglar el problema de los refugiados palestinos:

«A pesar de los esfuerzos de la UNRWA y sus ayudantes durante este prolongado período, y para alguien como yo que ha servido con orgullo a los refugiados palestinos durante nueve años, creo que es esencial que todas las partes, incluyendo la comunidad internacional, reconozcan que los problemas políticos no pueden solucionarse únicamente mediante intervenciones humanitarias, sino que requieren de soluciones políticas.»

El gobierno de Israel distingue entre los «refugiados», que abandonaron sus casas como consecuencia de la guerra de 1948, y los «desplazados», que son todos los demás. Por cuestiones humanitarias, Israel estaría dispuesto a recibir a varios miles de esos «refugiados», pero no a los «desplazados». Las autoridades israelíes argumentan que acoger tanto a los «refugiados» como a sus descendientes, los «desplazados», supondría tal avalancha que peligraría la identidad judía de Israel. Este país contaba ya en 2013 con una población árabe superior a 1,7 millones de personas sobre un total ligeramente superior a 8 millones de israelíes (de ellos, poco más de 6 millones de judíos), según la Oficina Central de Estadísticas de Israel.

Los gobernantes israelíes afirman, además, que muchos de los palestinos que entraran en Israel pretenderían acabar con el estado judío. Por eso la mayoría de los políticos israelíes considera que conlleva más riesgos que ventajas admitir el retorno masivo de quienes se marcharon o fueron expulsados y la entrada por vez primera de sus descendientes. Desde Israel se alega, asimismo, que su estado hubo de hacerse cargo de los judíos expulsados por las naciones árabes en 1948.

La OLP, por su parte, afirma que el término «refugiado» hace referencia a un status legal y sostiene que todos los refugiados tienen el derecho a volver a su tierra, así como a una compensación económica por los daños causados. Según esta organización a todos los refugiados se les debe dar la opción de regresar a sus casas, tal y como está reconocido por el Derecho Internacional, dejando que sean ellos mismos quienes elijan su futuro con otras opciones si voluntariamente rechazan la de regresar: reasentándose en terceros países, reasentándose en una nueva Palestina independiente o normalizando su situación legal en el país que actualmente les acoge. Lo importante es, según la OLP, que sean los propios refugiados quienes elijan qué opción prefieren sin que nadie se la imponga.

También consideramos nosotros que esa es la solución óptima, si bien esa elección solo debería corresponder, en nuestra opinión, a los refugiados que la ONU reconociera para la ocasión. Sin embargo, hay que tener en cuenta que no siempre lo mejor es realizable. En el caso que nos ocupa, numerosos países consideran que el derecho de los palestinos a elegir ha de ser compatible con los derechos de Israel a su seguridad y a mantener su carácter de «hogar» para todos los judíos del mundo.

Aunque difícil de conseguir, lo ideal es que las preferencias de cada refugiado ―al menos, de la gran mayoría de ellos― coincidan con las de las restantes partes afectadas (según el caso, la ANP, Israel, Jordania, Siria y Líbano). Por eso, antes de adoptar una medida oficial sobre el futuro de los refugiados palestinos convendría hacer un sondeo (si no total, al menos una muestra representativa) para conocer su elección en caso de que pudieran hacerlo. De esa manera, la ONU y los países directamente implicados en el problema podrían trabajar con más datos.

La ANP no parece excesivamente interesada en recibir a todos los refugiados en los territorios que gobierna porque se agravarían los difíciles problemas que afronta en la actualidad. Más complejo aún sería la entrada masiva de nuevos refugiados en la Franja de Gaza. Los países limítrofes, por su parte, deseosos de normalizar cuanto antes su situación interna, quieren arreglar pronto la cuestión. Como ya indicamos, solo Jordania ha concedido la nacionalidad a los refugiados. Pero esto no basta. Por eso, una solución sería convencer a los refugiados para que renuncien a esas tierras ―las que reclaman en Israel y, si así conviene a la ANP, las que les corresponderían en los territorios bajo su jurisdicción― a cambio de indemnizaciones. De estas compensaciones se beneficiarían también la propia ANP y, por supuesto, los países que hicieran el esfuerzo de admitir a esos antiguos refugiados en su nueva condición: la de ciudadanos permanentes.