La guerra de Sir John Moore

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La guerra de Sir John Moore
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La guerra de sir John Moore.

Historia de la campaña del ejército británico en el noroeste peninsular durante la guerra de la Independencia (1808-1809)

Juan Granados


ISBN: 978-84-15930-94-5

© Juan Granados, 2016

© Punto de Vista Editores, 2016

http://puntodevistaeditores.com

info@puntodevistaeditores.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

ÍNDICE

Biografía del autor

Presentación

I - Sir John Moore: algunas notas biográficas

II - Un viaje al caos

III - Aquel Dunkerque avant la lettre. Un largo camino hacia el mar

IV - La batalla de A Coruña

V - Epílogo: Sir John Moore entre nosotros

Bibliografía

BIOGRAFÍA DEL AUTOR

Juan Antonio Granados Loureda (A Coruña, 1961) se licenció en Historia Moderna en la Universidad Compostelana en 1984, ampliando luego estudios de doctorado en Madrid y obteniendo la especialidad en Historia Económica en el Istituto Internazionale Francesco Datini de Prato (Florencia). Su labor investigadora se ha centrado en el estudio de los intendentes españoles del siglo XVIII.

Paralelamente, es catedrático de Historia e inspector de Educación, trabajo que compatibiliza con una constante tarea publicística que desenvuelve en diferentes frentes, tanto en sus frecuentes colaboraciones en obras individuales y colectivas de índole histórica, donde podemos destacar los libros Historia de Ferrol (1998), Historia contemporánea de España o Historia de Galicia (1999) como en colaboraciones en la prensa escrita, en El Correo Gallego (2002-2009) y, desde 2010, en la sección de Galicia del diario ABC, también en la revista digital Anatomía de la Historia (anatomiadelahistoria.com), de la que es miembro de su consejo asesor.

Desde que en 2003 publicara en la editorial EDHASA la novela histórica Sartine y el caballero del punto fijo, centra sus miras en la literatura. En 2006, apareció en la misma editorial El Gran Capitán, su segunda novela. De 2010 es Sartine y la guerra de los guaraníes, segunda parte de las aventuras de Nicolás Sartine, asimismo editada por EDHASA, y de ese año es también Breve historia de los Borbones españoles, publicada por Nowtilus. En 2013 salió a la luz su Breve historia de Napoleón, nuevamente con la editorial Nowtilus.

Y con Punto de Vista, también en 2013, ha publicado España, la crisis del Antiguo Régimen y el siglo XIX. De 2014 es el libro de narrativa breve Entre brumas(Espacio Cultura Editores). Y, de 2016, su reflexión sobre la teocracia jesuítica del Paraguay incluida en la obra colectiva Utopía y poder en Europa y América (Tecnos).

Desde julio de 2011 es también director de la Revista Galega do Ensino (EDUGA).

PRESENTACIÓN

Slowly and sadly we laid him down,

From the field his fame, fresh and gory;

we carved not a line, we raised not a stone,

But we left him alone with his glory!

Cuando en el cada vez más distante verano de 1986, ejercí junto a otros compañeros, por entonces recién licenciados en Historia Moderna, el trabajo de cicerone de algunos de los profesores ponentes en el primer Congreso de Jóvenes Investigadores en Historia, recuerdo cómo caímos al final de una tarde plomiza de domingo en el coruñés jardín de San Carlos que, naturalmente, formaba parte obligada de una visita a los lugares relevantes de la ciudad. Entre los sufridos turistas se encontraba Anthony Thompson, profesor en la inglesa Universidad de Keele, quien desde primera hora de la mañana y hasta entonces había soportado con estoicismo de gentleman, pero no sin cierto cansancio en el rostro, la desordenada sarta de explicaciones y contraexplicaciones, dudas teóricas y apoyos bibliográficos con las que la troupe de neófitos que tenía por acompañantes tratábamos de ilustrarle sobre cada palmo de las venerables piedras, reflejo de la historia coruñesa, que le hacíamos contemplar a cada paso. Hasta entonces sólo había encontrado algún consuelo en el intercambio de miradas de mutuo apoyo con el profesor genovés Gianni Revora, a quien su carácter latino le impedía mantener el hieratismo de su colega británico, y hacía tiempo que preguntaba con insistencia si sería posible abandonar la visita por un instante, antes de perecer de sed al menos. Thompson estaba ya a punto de olvidar todas las normas de cortesía que le habían sido inculcadas tras muchos años de paciente educación, para pasar a suscribir airadamente las más que razonables peticiones de su colega, cuando, para general sorpresa, se detuvo en seco, fijó la mirada en un punto indefinido del horizonte y comenzó a recitar con ojos húmedos por la emoción, en voz alta y como de memoria, la última estrofa del célebre poema que el frágil clérigo irlandés Charles Wolfe dedicara a sir John Moore, la misma que antecede e ilustra este párrafo, y que se podría traducir de esta manera:

“Despacio y tristemente lo depositamos / En tierra, con su sangre aún fresca y roja; / No alzamos ni una piedra, ni una línea grabamos, / Pero allí lo dejamos a solas con su gloria.”

A todos nos sorprendió bastante aquella repentina actitud, tan rara de ver en un sesudo especialista en historia de la guerra. Luego nos explicó que siempre había respetado profundamente la figura del teniente general Moore, a quien consideraba en muchos aspectos arquetipo del militar juicioso, de rostro humano, que resultó imprescindible para la salvación de una Inglaterra acosada por Napoleón. Sin embargo, no era solamente el haberse encontrado sin esperarlo ante el monumento consagrado en el Jardín de San Carlos a la memoria de su ilustre compatriota lo que le había emocionado de aquel modo. El motivo era bastante más sencillo, le había sorprendido extraordinariamente encontrar, grabados sobre una placa de mármol y en un lugar preferente de una ciudad española, los versos de Wolfe que había tenido que memorizar una y otra vez en su época de escolar. Por lo que pudimos entender entonces, el poema de Wolfe era para los ingleses lo que la canción del pirata de Espronceda para nosotros, un texto de referencia para los estudios de primeras letras. Circunstancia que un par de años mas tarde, confirmó John Elliott, premio Príncipe de Asturias, célebre autor de la España imperial, y entre otras obras de trascendencia, de la biografía más autorizada del conde-duque de Olivares, quien vivió una experiencia parecida cuando visitó la ciudad con motivo de los actos conmemorativos del centenario de la Gran Armada de Felipe II contra el inglés, la tristemente famosa Armada Invencible.

No sabía entonces que el azar me conduciría con el andar del tiempo, y por casualidad a ocuparme, aunque sea de forma sucinta y con afán casi meramente compilador, de la figura de sir John en su período hispano y especialmente de lo acaecido en sus últimos días, vividos como es sabido librando una cruenta batalla en las cercanías de la ciudad de A Coruña, antes de pasar a formar parte por su mérito del panteón de ilustres que Inglaterra recuerda con respeto en la londinense Catedral de San Pablo y, más importante aún, de la memoria colectiva de todo un pueblo, gracias a las virtudes didácticas de unos serventesios afortunados, los únicos de trascendencia que el irlandés Wolfe, escritor de salmos píos, compuso en su vida. Es por eso que ahora recuerdo con alguna melancolía aquellas amables escenas y deseo dedicar este trabajo a nuestros recordados y sufridos visitantes.

Además de un breve estudio biográfico y del análisis de la campaña británica en España (1808-1809) dirigida por sir John Moore y su peculiar retirada a través del Noroeste peninsular, exponemos aquí las circunstancias que rodearon los comienzos de la guerra de la Independencia en Galicia y especialmente lo sucedido en A Coruña en aquellos difíciles momentos. Nos pareció importante hacerlo así, pues muy a menudo la utilización, casi en exclusividad, de las fuentes estrictamente británicas por parte de la historiografía más difundida, a la hora de analizar este período presidido por la figura de sir John, desvirtúa un tanto, en nuestra opinión, la realidad de las cosas. Y, desde luego, si algo queda claro tras juzgar el proceder de Sir John Moore es que siempre, desde el principio hasta el final de la campaña, mantuvo firme su opinión de que la estrategia de aquella guerra en España estaba mal planteada desde el principio y que, mientras la situación continuara así, resultaba imposible obtener un éxito reseñable. Por ello centró todo su esfuerzo en salvar a su ejército, cosa que finalmente logró, aún a costa de su vida, planteando una batalla defensiva de excepcional nivel táctico. Por cierto que la reflexión metódica, la duda y la cautela eran elementos muy característicos de su forma de conducir un contingente militar, al menos cuando sir John ostentaba la máxima responsabilidad como oficial superior al mando, de hecho ya había mostrado una actitud similar en la campaña de Suecia. Muy distinta era su forma de proceder cuando cumplía órdenes de otros, por lo general bastante más decidida, como veremos en otros muchos casos, como en el de la campaña de Egipto o el de la guerra de la Independencia estadounidense.

 

Finalmente, quisiera agradecer el apoyo y las acertadas indicaciones que me proporcionaron muchas personas que trabajan día a día por preservar e ilustrar la memoria histórica de esta ciudad. En especial agradezco vivamente a la Directora y al personal del Archivo Municipal de A Coruña, a Javier López Vallo y al personal del Archivo del Reino de Galicia y a la asociación histórica The Royal Green Jackets que tan dignamente preside Manuel Arenas, las muchas y buenas sugerencias y orientaciones que generosamente me han aportado para la elaboración de este libro.

I

Sir John Moore: algunas notas biográficas

Con su habitualmente eficaz economía de medios, en el brevísimo artículo que la Enciclopedia Británica dedica a sir John Moore, se desentraña con verdadera lucidez y en pocas frases la esencia vital del General. Así, sobre cualquier consideración especial relativa a sus hechos de armas en Córcega, en las Indias Orientales, Irlanda, Holanda, Egipto y Suecia, o sobre su controvertida actuación en la campaña de España que concluyó, como es sabido, con la retirada hacia Galicia y el embarque de la mayor parte de su ejército en el puerto de A Coruña, que, aún reconociendo su mérito táctico, narra de forma telegráfica, prefiere subrayar la oscura tarea de instructor de infantería ligera, llevada a cabo por sir John en el recoleto campo de entrenamiento de Shorncliffe (Kent) entre 1803 y 1806. Aquí el autor no tiene empacho alguno en mostrarlo como “Uno de los más grandes instructores de infantes de la historia militar”. Todo ello, señala, en virtud a “su flexible sistema de tácticas y a su eficiente y humanitaria disciplina”. Curiosamente, sus principales biógrafos como Carola Oman, D. W. Davies o, sobre todo, su propio hermano, James Carrick Moore, empeñados en la tarea de analizar y, en su caso, justificar la conducta aparentemente en exceso dubitativa del teniente general Moore en su campaña peninsular, olvidaron analizar suficientemente la trascendencia de sus aportaciones tácticas para el futuro del Ejército británico. De hecho, Moore mostró ser dueño de una gran agudeza y amplitud de miras al caer en la cuenta de que las estrategias y métodos convencionales del Ejército británico debían ser revisados. El continente se encontraba bajo el arbitrio de un genio militar de primer orden, Napoleón, cuya principal ventaja residía en liderar ejércitos formados por ciudadanos, herederos de la revolución, diametralmente distintos a las tropas de mercenarios y forzados de sus oponentes, anclados aún en las honduras ideológicas del Antiguo Régimen. De hecho, Bonaparte contaba para sus fines con un capital humano excelente, con mariscales aguerridos, hijos del pueblo llenos de ambición personal y con tropas conscientes de su función exportadora de ideas y, en muchos sentidos, de su superioridad moral sobre sus adversarios al ser parte integrante de aquel viento de libertad con que a menudo sus jefes los arengaban antes de cada batalla. Por si esto no fuera suficiente, de todos es conocido que Napoleón, pese a sus exóticos usos políticos, no tenía rival en cuanto a capacidad militar. Sus ideas revolucionarias sobre el arte de la guerra, curiosamente coincidentes con las del prusiano Von Clausewitz, que consagró su vida a luchar contra él, asombraron a los estados mayores europeos. Hasta entonces, la guerra del siglo XVIII había sido una guerra esencialmente estática, de posición o de sitio. Sin embargo, Napoleón mostró ya en sus primeras campañas que el objetivo fundamental de la guerra debía ser neutralizar y derrotar al ejército enemigo allí donde se encontrara, lo que hacía inútil mantener cualquier posición y cualquier plaza fuerte, puesto que una vez derrotado el oponente se podrían ocupar todas. Pero además impuso una forma de presentar batalla muy eficaz, al preferir la rapidez de movimientos y la sorpresa antes que cualquier planteamiento teórico por eficaz que pudiera parecer. Así, solía obtener la victoria simplemente provocando la concentración de sus fuerzas en un punto fundamental de la línea enemiga, tal como llevó a cabo en 1805 de forma magistral en Austerlitz, para abrir brecha y romper el equilibrio que los generales oponentes gustaban de mantener, atendiendo erróneamente y con la idea de envolver al ejército enemigo, a demasiados puntos del combate a la vez. Gustaba el Corso de mover a sus tropas en la oscuridad de la noche, algo que también hizo a menudo Moore en su célebre retirada, a fin de sorprender al enemigo al amanecer. Pero además de estos movimientos arrojados e intuitivos, Napoleón demostró en muchas ocasiones una sesuda planificación de sus iniciativas, tanto en la distribución de sus fuerzas como en las tácticas de ataque empleadas.

Por lo que respecta al primero de estos aspectos, Bonaparte solía dividir a su ejército en campaña en tres partes: el ejército activo, destinado a atacar, el pasivo, cuya misión principal era resistir cualquier contraataque enemigo y la valiosísima reserva, siempre atenta al refuerzo de cualquiera de los anteriores cuando éste fuese necesario. Para dirigir cada uno de estos cuerpos, seleccionaba a generales distintos en función de sus cualidades personales. Así, para el ataque frontal elegía a mariscales y generales que no dudaban un momento en arrojarse contra el enemigo, como Murat, Ney o el joven general de caballería Lefebvre-Desnouettes, el mismo al que su impaciencia por atacar siempre le haría caer prisionero de Moore en Astorga. Sin embargo, a la hora de organizar campañas y dominar territorios conquistados, confiaba más en hombres menos vehementes, como Davout, Berthier o el mismo Soult. En cuanto a las tácticas de combate utilizadas por los ejércitos imperiales, Napoleón, frente a la guerra de posiciones imperante, desarrolló maniobras altamente eficaces, como la táctica de líneas envolventes, según la cual disponía el ejército pasivo en un emplazamiento frontal al enemigo para maniobrar con el activo por la noche, cercando al oponente antes del amanecer. En otras ocasiones utilizaba su célebre táctica de líneas interiores, una variante del movimiento de concentración de fuerzas en un punto, usada para neutralizar los intentos envolventes del enemigo. Así, concentraba tropas en un núcleo central desde el que atacaba a la vez diferentes puntos de la línea adversaria, rompiendo de esta manera su línea y sus comunicaciones. En suma, la formidable máquina de guerra que había dispuesto Napoleón era imposible de neutralizar por métodos convencionales, de ahí el inmenso valor de la renovación táctica de la infantería propuesta por Moore, con tiradores a los que se les había otorgado dignidad de trato por parte de sus jefes, movilidad en la batalla y capacidad de decisión propia, hombres que serían germen de un Ejército británico renovado del que hizo buen uso el futuro duque de Wellington en su campaña española. Hablaremos cumplidamente más adelante de los pormenores de esta necesaria transformación, propiciada por un hombre caracterizado por una inquebrantable rectitud y por vivir siempre acorde con sus principios morales aún en los momentos más difíciles y oscuros de su carrera.

Nació John Moore en Glasgow el 13 de noviembre de 1761, en el seno de una acomodada familia de la alta burguesía escocesa. Era el tercero de los seis hijos que tendría el doctor Moore, médico de prestigio y también reputado hombre de letras que llegó a publicar algunas novelas de éxito, como la que llevó por nombre Zelucco, muy popular en su época. De hecho, la fama de su padre como hombre de vasta cultura le llevó a ser designado hacia 1772 mentor del joven duque de Hamilton en un dilatado viaje de estudios que éste habría de realizar por Europa, viaje en el que les acompañaría su hijo John y de cuyas vicisitudes, y de la profunda amistad surgida entre ambos adolescentes, dio cumplida cuenta su hermano y biógrafo James Carrick Moore. Su madre procedía también de una cultivada familia de científicos, los Simpson, de larga tradición docente en la Universidad de Glasgow, donde su padre había sido profesor. Su tío, el matemático Robert Simpson, autor de un célebre Tratado de las secciones cónicas, fue tal vez el más conocido de todos ellos. Al igual que James, que tuvo una carrera de éxito, primero como cirujano de los Horse Guards y más adelante pensionado del gobierno como heredero masculino de su hermano y director del novedoso establecimiento nacional para la vacuna, los hermanos de John ocuparon puestos relevantes en la sociedad de su tiempo. Graham fue un brillante marino que alcanzó el cargo de almirante en la Royal Navy y Frank ingresó en el servicio diplomático y fue secretario de lord Cornwallis en los tiempos en que éste negociaba en 1802 la pronto fracasada Paz de Amiens con el Consulado francés, ya dominado por Napoleón, donde se trató de poner fin a la guerra. Tan sólo su otro hermano varón, Charles, vivió alejado del ejército y la política debido a su frágil salud.

Como decíamos, James Carrick Moore dedicó no poco esfuerzo literario a preservar la memoria y la fama de su hermano John. En 1809 publicó su conocida obra, en realidad una extensa recopilación de fuentes epistolares del máximo interés sobre la última campaña de Sir John Moore: A Narrative of the campaing of the British Army in Spain commanded by his Excellency Liutenant General Sir John Moore (existe una excelente traducción comentada, de nombre homólogo, realizada por Ana Urgorri en 1987, vid. bibliografía). Este tratado resulta ser un notable esfuerzo por justificar las decisiones de su hermano a lo largo de la campaña, muy contestadas desde el mismo momento en que se tuvo conocimiento en la isla del reembarque del ejército inglés. De hecho, en 1834 se vio obligado a escribir su Life of Sir John Moore, basada también en sus cartas, en un intento de refutar las agrias opiniones que sobre él y su actitud pretendidamente dubitativa habían vertido, entre otros, Southey (1823) y Lord Londonderry (1828) al escribir sobre esta campaña describe a su hermano en su primera adolescencia como un chico alto de aspecto agradable y excelente figura, dotado de buen sentido aunque “atrevido, osado, intrépido, un tanto indómito, de temple irascible y fácilmente iracundo”. Añade además que era diestro en el arte del boxeo, que ponía en práctica siempre que lo necesitaba en sus disputas juveniles, como en cierta ocasión en que actuó en defensa de su amigo Hamilton en el parisino jardín de las Tullerías. Mientras realizó aquel largo viaje junto a su padre, no se descuidó su educación, propia de un miembro de la élite social de su época. Así, ingreso en un colegio de Ginebra donde, además de sobresalir especialmente en los estudios técnicos, como la geometría y la aritmética, fue instruido en las habilidades afines a un caballero; danza, esgrima y equitación. Por aquella época, y a juzgar por una carta de 1774 dirigida por su padre a lady Moore, el joven John cumplía sobradamente las expectativas que su familia se había creado respecto a él: “Johnny es, realmente, un muchacho hermoso. Su rostro acusa viril belleza; su constitución fuerte y su figura elegantísima. Su inteligencia comienza a desarrollarse, demostrando gran vivacidad templada por un buen sentido y benevolencia. Es de temple atrevido y valiente, y de atractivo singular”.

Partieron los viajeros de Ginebra en el otoño de 1774 para realizar un largo periplo por los principados alemanes, circunstancia que permitió a John Moore familiarizarse con el alemán y tomar contacto con la nobleza de aquellos estados. Parece que de esta época data el creciente interés mostrado por Moore por los asuntos militares. Significativamente, recibió junto a Hamilton valiosa instrucción en Brunswick sobre las depuradas técnicas de la infantería prusiana, de marcialidad mítica desde los tiempos de Federico Guillermo I, el rey sargento. Entre otras cosas, aprendió la eficacia que podía proporcionar un fusil bien manejado. En una carta a su hermano escrita en aquella época, se mostraba muy orgulloso de poder cargar y disparar un fusil cinco veces por minuto. Una verdadera proeza si consideramos los engorrosos fusiles de avancarga de la época. De hecho, si un soldado podía disparar tres veces por minuto, era considerado un tirador de primera. Sin duda, la contemplación de las evoluciones de la infantería más ordenada de Europa debió proporcionarle más de una idea de las que luego aplicaría con tanto éxito muchos años después con sus fusileros de Shorncliffe. De Brunswick se trasladaron a Berlín, donde fueron recibidos por el mismo rey, Federico II el Grande, ejemplo arquetípico de monarca ilustrado, amigo de Voltaire y responsable del fortalecimiento de la hegemonía prusiana en Centroeuropa. Al parecer, fue allí, en contacto con el ejército más disciplinado y brillante que había visto nunca, donde se consolidó definitivamente su vocación militar, que recibió oportunamente la aprobación de su padre. Dejaron Berlín los viajeros para dirigirse a Viena, donde se establecieron en agosto de 1775. Allí fueron recibidos también por el emperador, José II, quien llegó a ofrecer al doctor Moore, con quien trabó una buena amistad, tomar a su hijo a su servicio y cuidar de su formación. Oferta que no fue aceptada. Dice el erudito coruñés Francisco Tettamancy, autor de Britanos y galos, que desde Austria escribió John a su hermano James, quien por entonces manifestaba deseos de ser marino: “Espero que dentro de algunos años tú y yo zurraremos a los Monsieurs por mar y por tierra”, confirmando de esta manera su decisión de tomar la carrera de las armas. En la misma carta señaló, casi premonitoriamente, su destino español: “Mas, espero que no haremos la guerra a los españoles, porque el embajador español (en Viena) es el hombre mejor y más bueno que he visto y conocido en mis viajes”.

 

Finalmente, continuaron su largo periplo dirigiéndose a Italia. En Nápoles recibió John Moore la noticia de que el duque de Argyle había obtenido para él un nombramiento de alférez en el ejército, noticia que le llenó de alegría, aunque hubo de esperar aún algunos meses en Italia para incorporarse a su regimiento, el 51 de Infantería, dado que no tenía la edad suficiente para la milicia. Tras volver a París, pasó Moore dos meses junto a su madre en Glasgow hasta que recibió la orden de incorporarse a su primer destino en la isla de Menorca, por entonces aún en poder de los británicos como una de las consecuencias más onerosas del Tratado de Utrecht. De esta manera, comenzó su carrera militar en diciembre de 1777, con tan solo dieciséis años recién cumplidos. Desde aquí, solicitó y obtuvo un cambio de destino hacia un lugar con más acción, América, donde las colonias rebeldes mantenían con éxito su lucha por la independencia. Ingresó como teniente y pagador mayor en el regimiento formado por su amigo el duque de Hamilton, embarcando hacia la base naval de Halifax (Nueva Escocia) en el verano de 1779. En la guerra americana, la que finalmente supuso la independencia de Estados Unidos, dio muestras de sus cualidades personales y militares, apuntando madera de jefe al frente de sus hombres. En especial manifestó señales evidentes de la que luego sería una de sus principales, y arriesgadas costumbres, colocarse siempre al frente de la tropa, cerca de la acción, sin prestar atención alguna al peligro que aquello representaba. Algo que, al final, fue la causa principal de que cayese mortalmente herido en el trascurso de la batalla de A Coruña. Pero también se observó un rasgo de su carácter no menos evidente, su intensa humanidad y su desprecio por la crueldad innecesaria. Así, sorprendió mucho que en cierta ocasión, teniendo encañonado con su fusil a un oficial enemigo que blandía su sable al frente de su tropa, volvió a bajar el arma por juzgar una cobardía aprovecharse de semejante circunstancia. Su experiencia americana debió resultar capital para la formación de sus ideas tácticas sobre lo que debería ser la infantería en el futuro. Allí tuvo la oportunidad de luchar contra los temidos rangers norteamericanos, quienes, móviles y escurridizos, estaban perfectamente adaptados a la lucha en los bosques, todo lo contrario que la pesada infantería convencional. Años antes, durante la guerra con los franceses por la supremacía en Norteamérica, algunos oficiales expertos como el coronel Bosquet y lord Howe habían ya reparado en las bondades del combate autónomo y sin reglas que practicaban los colonos, instruyendo a sus hombres, como veremos más adelante, en este esquema de guerra. Cuando en 1783 el Tratado de París dio fin a la guerra americana, confirmando la independencia de las Trece Colonias, John Moore fue promovido por sus méritos al empleo de capitán, pasando luego a la reserva al ser disuelto su regimiento.

Volvió de esta manera, y contra su voluntad, a la plácida vida civil, en la que permanecería cinco largos años. Durante este tiempo, y aunque nunca fue estrictamente un político, llevado por su afinidad al duque de Hamilton y a su partido, participó en la política activa defendiendo, como buen escocés, las ideas protoliberales de los whigs. Por entonces, este partido luchaba por los intereses burgueses frente a los grandes propietarios agrupados en el partido rival tory, conservador y partidario de la supremacía anglicana incluso en la católica Irlanda. Por contra, los wghgs defendían la abolición de la esclavitud, la equiparación política de los católicos y una solución pacífica del problema irlandés. Así, con veintitrés años se presentó al Parlamento por el pequeño distrito escocés de Lanaok, resultando electo. Pese a que, según expresión de Cristopher Hibber, el historiador británico que más se ocupó de la campaña de Moore en el noroeste peninsular, nunca tomó la palabra en el Parlamento, cumplió con conciencia y seriedad sus deberes, tanto, que se ganó el respeto y la amistad de muchos, entre ellos personajes tan sobresalientes de la vida pública como el duque de York, hijo del desdichado rey Jorge y comandante en jefe del ejército, y nada menos que del propio William Pitt el Joven, la figura más brillante de la política inglesa en el último tramo del siglo XVIII, quien le haría caballero de la Orden del Baño. Amistades de tanto peso serian de importancia capital para su carrera y su vida personal. De hecho, la vinculación de Moore a Pitt estaba vivamente reforzada por la intensa relación que mantuvo hasta el fin de sus días con la sobrina de éste, la enigmática lady Hester Stanhope, de la que hablaremos cumplidamente más adelante, así como con sus hermanos Charles Stanhope, mayor del 50º Regimiento, muerto heroicamente en la batalla de A Coruña, y James, quien le acompañó en su mismo lecho de muerte. Se dice que William Pitt solía mortificar a los generales con los que acostumbraba a cenar en Walmer Castle leyéndoles las cartas que en esmerada prosa le remitía sir John Moore, su oficial favorito, elogiando su estilo cuidado y su sensibilidad, poniéndolo como ejemplo del que deberían tomar buena nota para el futuro. Más aún, en la obra reivindicativa de la figura de su hermano que James Carrick Moore publicó en el mismo año de su fallecimiento, en plena conmoción entre los partidarios y los detractores de Moore, y en velada alusión a la actitud del ministro de Asuntos Exteriores Canning, que calificó la dirección de campaña llevada a cabo por Moore de rotundo fracaso, se ocupa de señalar detenidamente el sincero aprecio que el estadista sentía por sir John, con comentarios tan inequívocos y elocuentes como los siguientes, recogidos en la obra de James C. Moore:

“A mister Pitt le llamó la atención su modo de ser y quiso conocerlo mejor. La estimación que sintió por él fue mayor de lo previsto, porque iba aumentando a medida que iba creciendo su amistad con él. Le consultaba en los temas militares y en muchas ocasiones se rendía ante sus razonamientos. Este intercambio de opiniones continuó hasta la muerte de este estadista. Si él hubiera vivido y todavía continuara asistiendo a los consejos de ministros, nunca hubiera existido razón alguna para escribir este libro, porque su actitud con los jefes del ejército de tierra y de la marina, que él mismo había elegido, siempre había sido noble”.

Por lo que respecta al duque de York, es un hecho que favoreció notablemente la carrera militar de Moore, primero propiciando su rápido ascenso en el ejército, luego encomendándole la instrucción de los regimientos de élite de Shorncliffe, ya que tenía un punto de vista similar al del general en cuanto a la urgente necesidad de reformar el ejército, y más adelante influyendo decisivamente sobre el secretario de Guerra del Gobierno, el tory Castlereagh, para que confiase a Moore, pese a sus conocidas opiniones de tono liberal, el mando del cuerpo expedicionario británico en España y Portugal. Como prueba última de su sincero afecto por sir John Moore, tras el fallecimiento del general en acto de servicio en plena acción de A Coruña, el duque de York hizo publicar una emotiva orden general desde su cuartel de la Horse Guard en la que realizó un detallado repaso de sus muchos méritos humanos y militares. Orden que fue recogida con afecto por James Carrick Moore e incluida al final de su relato de la campaña española de su hermano al que venimos haciendo mención. En el escrito del duque se encuentran opiniones tan decididamente favorables como las que siguen, en las que, por cierto, se subraya la callada pero eficaz labor de instructor de tropas en la que destacó especialmente Sir John: