La guerra de Sir John Moore

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“Los beneficios que se derivan para el ejército del ejemplo de un general tan destacado no terminan con su muerte; sus virtudes perviven en la memoria de las gentes que lo trataron y su fama queda como el mayor incentivo para realizar grandes y gloriosas hazañas [...]. Desde su juventud, Sir John Moore abrazó esta profesión con el sentimiento y el espíritu de un soldado; sabía que un buen conocimiento y una actuación correcta de los humildes, pero importantes, deberes de un oficial subalterno, son los mejores cimientos en los que se puede basar una futura gloria militar; su ardor, puede citarse como mejor ejemplo de cumplimiento del deber [...]. Sir John Moore pasó su vida entre las tropas. Durante la época de descanso, se dedicaba a la instrucción y al adiestramiento de oficiales y soldados; en guerra prestó servicio en el mundo entero. Sin tener en cuenta su propio interés, pensaba que su país lo reclamaba para ocupar un puesto de honor y, con valeroso espíritu e inalcanzable perseverancia, marcó el camino hacia la victoria”.

También hace mención James C. Moore a la intensa relación de sir John con el prestigioso líder del partido wigh, y antagonista principal de William Pitt en el Parlamento, Charles James Fox. Luchador vehemente y empedernido −se decía que no había entonces más que dos opiniones de peso en Inglaterra, la de Fox y la de Pitt−, apoyó desde la oposición la causa irlandesa y sostuvo duros debates parlamentarios en contra de la intervención militar británica en el continente, firmemente propugnada por Pitt, pues admiraba y defendía las libertades cívicas propuestas por la Revolución Fancesa, al menos hasta la ejecución de Luis XVI y la invasión de Bélgica por los franceses. A la muerte de Pitt en 1806, ocupó, antes de fallecer él mismo poco después, el cargo de secretario de Exteriores. Sobre su amistad con Moore escribe su hermano:

“Durante el corto período en que mister Fox fue ministro, expresó, de una forma muy enérgica, el gran aprecio que sentía hacia este general. Cuando se barajaba la posibilidad de nombrar a Sir John Moore general en jefe en la India, mister Fox mandó ir a buscarlo y, con su característica franqueza, le dijo que no podía dar su aprobación, que era imposible para él -en la situación que estaba Europa- mandar tan lejos a un general en quien tenía plena confianza. Mister Fox no vivió mucho más, pero los miembros del Parlamento que pertenecieron a su administración y estaban unidos políticamente a este ministro, hicieron las más elocuentes defensas para que la memoria del general favorito de mister Pitt, recibiera los honores que le correspondían”.

Curiosamente, como le ocurrió más tarde con lady Hester, sobrina de Pitt, Moore sostuvo también vínculos sentimentales con la familia Fox, pues estuvo a punto de casarse con la joven Carolina Fox, sobrina del líder wigh e hija del general H. E. Fox, bajo cuyas órdenes sirvió Moore en el Mediterráneo. Sir John la conoció cuando sólo contaba diecisiete años de edad y, según reconoció en cierta ocasión a su viejo amigo el coronel Anderson, el mismo que escribió el conocido y emotivo relato de sus últimas horas, Carolina Fox fue la única mujer que le hizo pensar en casarse, aunque luego él mismo rechazó la idea al considerar la diferencia de edad y las posibles consecuencias que esta circunstancia podría acarrear para ambos en el futuro. De hecho, Moore, pese a morir con 49 años cumplidos, no se llegó a casar nunca, aunque lady Hester Stanhope, que sentía verdadera admiración por él siempre estuvo dispuesta a ello. Se describe a la sobrina de Pitt, antigua amante del poderoso Canning, como una mujer mucho más adecuada para sir John que miss Fox, pues era mayor que ésta, estaba ya cercana a la treintena, y poseía una vivísima inteligencia que demostraba con la ingeniosa locuacidad que la hizo célebre en los salones londinenses. Pese a tener unos rasgos un tanto masculinos, resultaba una mujer muy atractiva por su alegría y por la brillantez de su intelecto. Aún así, Moore sólo le concedió que se sepa una profunda y fiel amistad que duraría toda su vida. Desde luego, lady Hester tenía poderosas razones para admirar a Moore, pues abundan los testimonios que describen al general como un hombre poseedor de las mejores cualidades físicas y morales. Tal vez una de las semblanzas más gráficas y emotivas de las muchas escritas sobre sir John sea la que su amigo William Napier realizó como colofón a su relato sobre la campaña Peninsular, de la que entresacamos, por su interés, algunos fragmentos:

“Su persona alta y grácil, sus penetrantes ojos oscuros, su frente recia y su boca singularmente expresiva, indicaban una noble disposición y una inteligencia cultivada. Los elevados sentimientos de honor, habituales en su pensamiento, estaban adornados por un sutil y humorístico ingenio, que le daba en la conversación una ascendencia que estaba siempre en consonancia con el vigor decisivo de sus actos. Mantenía siempre el derecho y la razón con una vehemencia que bordeaba la rudeza; y toda cuanta acción importante en la que se viera metido, acrecentaba su reputación de hombre de talento y confirmaba su carácter de firme enemigo del vicio, de seguro enemigo del mérito, y de justo y fiel servidor de su patria. Las personas honradas le estimaban, los pícaros le temían. Pero mientras vivió no pudo evitar lo bajo y lo mezquino, pero lo desdeñó y despreció”.

Aún a pesar de sus nuevas e influyentes amistades, resultaba claro que Moore no poseía en absoluto veleidades políticas y deseaba volver lo antes posible a la milicia. Así, en 1787 consiguió reincorporarse al ejército al ser nombrado mayor en el Regimiento 60º de infantería, que abandonó al poco tiempo para integrarse en el 51º acuartelado en Cork. Compró más tarde un cargo de teniente coronel que había salido a la venta y, en 1790, ya ascendido a coronel con sólo veintinueve años, fue enviado, por la intervención de lord Cornwallis, con su regimiento a Irlanda, un destino siempre difícil para un oficial británico. Permaneció en la isla con su regimiento hasta principios de 1792, cuando recibió órdenes de embarcar hacia la base de Gibraltar. Durante un corto período se vio sometido a la monótona vida de guarnición, tuvo tiempo hasta de realizar un viaje vacacional por España, participando además tangencialmente en el tedioso y poco fructífero bloqueo británico a la base francesa de Tolón. Finalmente, consiguió por medio de su amigo el general Dundas, ser nombrado para una difícil misión en Córcega. Debía desembarcar en la isla en compañía del mayor Kochlek para valorar las posibilidades de éxito de un ataque en la misma puerta trasera de Francia. Estaba a la sazón la isla controlada por el gobierno de Pascual Paoli, patriota de errática trayectoria, nombrado por Francia comandante general de Córcega tras haber luchado contra ella. Ahora Paoli se había indispuesto con la Convención y estaba en disposición de luchar al lado de Inglaterra contra los franceses. Una vez que Moore informó de la situación, se le mandó de nuevo a la isla al mando de una corta tropa formada por seiscientos cincuenta soldados, diecinueve marineros y dos piezas de artillería, con la orden de unirse a los hombres de Paoli y expulsar de Córcega a la guarnición francesa compuesta por entonces por unos setecientos hombres que se habían hecho fuertes en la protegida ciudadela de Calvi. El entonces coronel Moore, con su habitual eficacia, dirigió con éxito el asalto a la fortificación consiguiendo de esta manera el control sobre la isla, aunque se vio obligado a continuar las operaciones contra los últimos focos de resistencia franceses. Una vez dominada la isla, fue nombrado virrey por el Gobierno británico sir Gilbert Elliot, a quien no gustó nada la familiaridad que mantenía Moore con los isleños. Tanto es así que llegó a tachar su conducta de desleal con Gran Bretaña por fomentar el autogobierno en Córcega. Por estas graves acusaciones fue llamado por el gabinete de Pitt a Inglaterra. Su comparecencia tuvo sin embargo tanto éxito, que no sólo no fue condenado, sino que se le premió con el nombramiento de general de brigada y se le destinó a las Indias Occidentales, hacia donde habría de partir para intervenir en algunas islas antillanas que estaban disputándose a Francia. Tras concentrarse con sus tropas en la isla de Wight, se embarcó con ellas en la flota del almirante Cornwallis en febrero de 1796, llegando a su destino en Barbados el 15 de abril. Allí se puso a las órdenes del que sería su superior, y amigo, en Irlanda, en el Mediterráneo y en la campaña de Egipto, sir Ralph Abercrombie. Con él participó en la toma de la isla de Santa Lucía, en las Pequeñas Antillas, que consiguieron arrebatar a Francia, una victoria estratégicamente importante por ser esta isla la puerta natural de Martinica, desbaratando de este modo la pretensión francesa de crear un, pomposamente llamado, “Reino de la Antillas” en la región insular. Tras la conquista, sir John fue nombrado gobernador de Santa Lucía, hasta que al año siguiente se vio obligado a regresar a Inglaterra debido a que el clima tropical le había quebrantado gravemente la salud. Ni aún así permaneció inactivo, pues se le encomendó reconocer la costa occidental inglesa junto al mayor de ingenieros Hay, con el fin de prever y estudiar la defensa de los posibles lugares propicios para el desembarco de una invasión francesa, una peligrosa posibilidad que nadie desdeñaba entonces, tal como evolucionaba el curso de la guerra, con la derrota de Austria, obligada a firmar la paz con el Directorio francés en Campo Formio el 17 de octubre de 1797 ante un victorioso general llamado Napoleón Bonaparte.

En 1798 se complicaron aún más las cosas para los ingleses, al producirse en Irlanda la rebelión general liderada por Wolf Tone contra el poder represivo que el Gobierno británico ejercía sobre la isla, inflamada por el éxito de la Revolución Francesa. Con la misión de sofocar lo antes posible la revuelta, sir Ralph Abercrombie fue nombrado jefe superior del ejército de Irlanda. Muy satisfecho con su actuación junto a él en las Antillas, Abercrombie reclamó de nuevo al brigadier Moore como su segundo, propuesta que fue rápidamente aprobada por Pitt. Así, el 2 de diciembre de 1798, partió Moore para Dublín, incorporándose con celeridad al cuerpo de ejército de su amigo. En Irlanda demostró una vez más sir John Moore su pericia como mando, venciendo en la batalla de Wexford contra los rebeldes irlandeses, hecho que resultó fundamental para sofocar el intento independentista, cortado de raíz por Pitt al proclamar en 1800 la Union Act, por la que se integraba definitivamente a la isla en el Reino Unido. Por su éxito en la campaña irlandesa, fue ascendido Moore a mayor general. Tras una breve estancia en Inglaterra, regresó en 1799 a Irlanda, desde donde partió junto a Abercrombie con un ejército expedicionario a la holandesa Alkmaark, en un fracasado intento anglo-ruso de expulsar de las costas del mar del Norte, tan cercanas a Inglaterra, a los franceses. Lo mismo que a las repúblicas italianas y a la República Helvética, el Directorio había exigido a Holanda una constitución que la convertiría en estado satélite de Francia. Aunque en el referéndum popular a la que había sidosometida, esta constitución filofrancesa fue rechazada por una mayoría de 108.000 votos frente a 28.000, terminó por ser impuesta por la fuerza, proclamándose en 1795 la República Bátava: realmente, pese a las ilusiones de los republicanos holandeses, la república era poco más que un estado vasallo de Francia, que en 1806 Napoleón, en una muestra más de su extraña política familiar, entregaría como reino a su hermano Luis. La expedición británica a Holanda no pudo, como es sabido, expulsar a los franceses de los Países Bajos. En ella resultó además herido por tres veces sir John Moore y estuvo a punto de perder la vida, evidenciando de esta manera su costumbre de permanecer junto a sus hombres en primera línea de fuego. Los disparos enemigos le produjeron una herida en una mano, otra en un muslo y la tercera, causada por una bala que penetró por su mejilla derecha y salió por detrás de la oreja del mismo lado, resultó ser muy peligrosa, circunstancia que obligó a su evacuación a Inglaterra.

 

Lejos de tomar prevención por el combate, el mayor general Moore se recuperó pronto, justo a tiempo para participar, una vez más junto a Abercrombie, en la campaña de Egipto. Incluso antes, en la primavera de 1800, se llegó a considerar la posibilidad de enviar una expedición, con Moore al frente, a Italia en apoyo de Austria, pero la idea fue pronto abandonada. De esta manera, y tras prestar servicio en el Mediterráneo, destinado en la base de Menorca, Moore fue llamado a participar en la campaña egipcia. La expedición tenía la finalidad de completar por tierra, en colaboración con tropas británicas y cipayos que venían a toda prisa de la India, el éxito naval obtenido por Nelson en la batalla de la bahía de Abukir (agosto de 1798), que había desbaratado en un alto grado los planes de Napoleón de bloquear el productivo comercio británico con Oriente, y con él el camino de la India, como inicio de su propia expansión hacia Siria y Constantinopla. Incluso había obtenido Francia promesas de alianza contra Inglaterra del Nabab de Maisur, Tippoo Sahib, en caso de que se decidiera a expulsar de la India a los británicos, que ya la controlaban comercialmente mediante la poderosa Compañía de las Indias Orientales, punta de lanza de su posterior expansión colonial por Oriente. Mientras Richard Wellesley, gobernador británico en la India desde 1796, restablecía el control frente a Tippo Sahib, el ejército expedicionario inglés desembarcaba cerca de Alejandría en marzo de 1801, obligando a capitular al ejército francés poco después. Sir John Moore, al mando de la reserva, resultó nuevamente herido de gravedad en el trascurso de la batalla de Alejandría, esta vez, la quinta herida de su carrera, en un muslo, en el que una bala alcanzó a penetrar tres pulgadas, por lo que hubo de ser nuevamente evacuado. Algún tiempo después de su regreso a Inglaterra, le fue concedida por sus servicios y el valor demostrado la distinguida Orden del Baño a la que ya hicimos referencia. A propósito de sus muchas heridas en combate, y según recogen varios de sus biógrafos, el mismo Moore reconoció ante su ayudante, el capitán George Napier, que algunos le consideraban un general que atraía la mala suerte, por las veces que cayó herido. En realidad, nada extraño si tenemos en cuenta su forma de dirigir el combate en primera línea, al estilo de su jefe Abercrombie, quien por cierto había perecido, por razones parecidas, al frente de sus tropas en la misma batalla de Alejandría donde resultó herido Moore. Mientras el general regresaba a su patria, se firmaba en Amiens (marzo de 1802) la efímera paz entre Napoleón, ya primer cónsul de Francia y las potencias que conformaban la coalición antifrancesa. Una de sus consecuencias principales fue, precisamente, la devolución de Egipto al Imperio Otomano.

En el breve ínterin que para las hostilidades supuso la Paz de Amiens, propiciada por la breve estancia del wigh Charles J. Fox en el poder, sir John Moore se aplicará con celo a una de las mayores glorias de su carrera, su pericia para formar tropas de combate eficaces. Nunca como ahora era tan necesaria esta labor de entrenamiento y formación, porque, como ya hemos apuntado más arriba, los nuevos y revolucionarios métodos del ejército francés habían modificado de tal manera, y a su favor, las estrategias de guerra, que los militares europeos parecían incapaces de obtener una victoria frontal contra ellos. Y esto era así porque la naturaleza de ambos contingentes era muy diferente, tanto por su origen como por su modo de combatir. En primer lugar, el poderoso desarrollo del sentimiento nacional tras la Revolución Francesa permitió realizar en aquel país alistamientos generales apoyados en el servicio militar obligatorio que propiciaron el empleo masivo de soldados, baste decir que sólo entre 1806 y 1812 se reclutaron para la Armée casi un millón y medio de soldados en Francia, el 41% de los varones sujetos al servicio militar, frente a los débiles ejércitos coaligados, tropas para las guerras “de gabinete” del Antiguo Régimen, formadas generalmente por mercenarios y forzados sin fortuna. Este nuevo ejército francés apoyado en el número y en el entusiasmo ideológico, primaba el concepto de la nación en armas porque la patria estaba en peligro, se mostró ideal para llevar a buen término las innovadoras tácticas de guerra ofensiva planteadas por Napoleón. Así, frente a las pesadas formaciones cerradas del enemigo, pensadas entre otras consideraciones para evitar las esperables y habituales deserciones en masa, los franceses opusieron una enorme movilidad en sus operaciones, estableciendo líneas elásticas que tan pronto concentraban sus fuerzas en un punto, como las abrían en un decisivo ataque en líneas interiores o se dividían para actuar de forma envolvente, todo ello buscando siempre la rapidez y la sorpresa como factores fundamentales para el triunfo. Además de esta renovación táctica, debida en gran parte al genio de Bonaparte, quien sobre cualquier otra consideración era ante todo, y hasta la misma médula, un militar −“he nacido para eso”, aseguraba cuando era ya primer cónsul de Francia−, los ejércitos napoleónicos tenían a su favor otros factores esenciales, como el hecho de mantener su aprovisionamiento mediante las requisas sobre el terreno, evitando así obligar a establecer costosos almacenes de suministro a los sufridos comisarios de intendencia según se avanzaba en una campaña. Otro aspecto determinante fue sin duda otorgar los ascensos por méritos de guerra, independientemente del linaje o condición social del soldado, de forma que se fomentaba considerablemente el arrojo y el valor personal de los hijos del pueblo, como demostraron en muchas ocasiones los célebres mariscales de Francia, líderes junto a Napoleón del ejército nacional. Era en suma una formidable máquina de guerra la que Inglaterra y los demás aliados tenían enfrente a finales de 1802, cuando sir John Moore era el principal candidato para dirigir el campamento de instrucción de fusileros de Shorncliffe. Derrotar a la triunfante Francia costaría a la población británica muchas vidas y un enorme esfuerzo económico, cuantificable en varias centenas de millones de libras.

De entre las muchas innovaciones visibles en el modo de actuar del ejército francés, una de las más efectivas era precisamente la utilización de líneas móviles formadas por tropas ligeras de tiradores (tiralleurs) y cazadores (voltigeurs), que se movían a placer y con enorme eficacia destructiva frente a las densas filas de la infantería pesada enemiga. Algo que no había pasado desapercibido para el mando británico, especialmente para su comandante en jefe y administrador de la Horse Guard, el duque de York. Quien pese a no estar dotado de excesivo talento para la estrategia, era muy consciente de que la infantería de Su Majestad demandaba nuevos métodos de adiestramiento para poder combatir al menos en igualdad de condiciones con los tiradores franceses. Más aún, la experiencia de la guerra de la Independencia mantenida con éxito por las Trece Colonias había mostrado las bondades de la flexibilidad en el combate, de la que habían dado cumplida muestra los herederos de sus rangers americanos, que luchaban sin reglas fijas y según aconsejara la situación. Este ejemplo doloroso para los británicos no había pasado en balde. Ya veinte años antes, en la década de los años cincuenta del siglo XVIII, durante los conflictos coloniales mantenidos entre Inglaterra y Francia en Norteamérica con motivo de la guerra de los Siete Años, James Wolfe, el héroe de la batalla de la llanura de Abraham (1759), puerta de entrada de los británicos en el Canadá, y lord Amherst consideraron que el pesado equipo y los vistosos y acartonados uniformes de casaca roja y pantalones blancos que portaba la infantería no eran lo más adecuado para la guerra en los bosques. Tampoco lo eran sus cerradas formaciones de combate cuando se tenía enfrente a indios y a colonos franceses, prácticamente invisibles en la tupida floresta, embutidos en sus ropas de tramperos. Por ello, decidieron formar en 1755 un pequeño cuerpo de tropas ligeras, reclutadas entre la población local de colonos. Seleccionaron y entrenaron hombres que destacasen por su firmeza e inteligencia, útiles para la exploración y para realizar escaramuzas por sorpresa frente al enemigo, capaces de concentrarse y dispersarse con sigilo y rapidez. Tanto su ropa, de color verde para mimetizarse con el paisaje, como su equipo, mucho más ligero, se adaptaron a esta nueva táctica de combate, cambiando hasta el tambor, habitual medio de comunicación entre las tropas, por el largo cuerno que sería luego tomado como emblema de las compañías ligeras. Así concebidas, estas tropas alcanzaron tanto éxito que fueron aumentando sus efectivos, creándose regimientos formados por “light Companies”, de entre los que destacaron especialmente por su operatividad el 60º del coronel suizo Bosquet y el 55º de lord Howe, regimientos casi míticos por estar formados por hombres selectos, capaces de actuar por propia iniciativa, desarrollando sobre el terreno y según las circunstancias cambiantes las líneas maestras de un plan general trazado por sus superiores. Por tanto, la conveniencia de fomentar la creación de tropas ligeras estaba en mente de muchos, y sobre todo, en la del propio duque de York.

De esta manera y, según parece, por sugerencia del coronel Coote Manningham y del teniente coronel William Steward, el comandante en jefe del ejército dispuso en 1779 que 14 regimientos de infantería de Su Majestad enviasen cada uno de ellos una treintena de hombres y algunos suboficiales y mandos al campamento experimental del cuerpo de rifles (fusileros) de Horsam para ponerse a las órdenes del propio coronel Manningham. Fruto de este entrenamiento fue la formación de los cuerpos de fusileros que en julio de 1800 participaron bajo el mando del teniente coronel Steward en la fallida expedición de la flota del contralmirante John Warren contra Ferrol. A partir de esta fecha era usual utilizar algunas compañías de fusileros para tareas especiales en el ejército británico. Así, en 1801, un destacamento del cuerpo, germen del 95º regimiento y de todos los green-jackets que vinieron después, sirvió como infantería de marina en la flota de Nelson que bombardeó Copenhague como castigo a Dinamarca por coaligarse con Rusia, Suecia y Prusia en defensa del comercio neutral. Sin embargo, el verdadero espíritu del cuerpo de fusileros terminaría de fraguarse cuando se concentraron con urgencia en el campo de entrenamiento de Shorncliffe bajo las órdenes de sir John Moore, en un momento, julio de 1803, en que la invasión de Reino Unido por Napoleón parecía más que una vaga probabilidad.

 

Sir John, en aquel período lector apasionado de sesudos tratados militares como los de Tielke, Sontang y Rottemburg, se encontraba ya en Shorncliffe desde finales de 1802 preparándolo todo. Allí se incorporaron el 52º y el 43º regimientos, para formar junto al 95º el núcleo de la infantería ligera británica, que iba a ser instruida bajo presupuestos bien diferentes a los habitualmente utilizados en el ejército convencional. Firmemente convencido de que debería luchar por conseguir un ejército más moderno y eficaz, Moore desterró de su rutina durante sus tres años de permanencia en el campamento el uso del látigo de nueve colas y los brutales métodos de castigo vigentes en el ejército y en la marina británicos. No por eso renunció a la disciplina que era absoluta en Shorncliffe, pero conseguida fomentando en sus hombres respeto por sí mismos y por los demás, estimulándolos con el ejemplo y con el entusiasmo, que él mismo sentía, por la tarea a la que estaban llamados. Junto a ello, su principal objetivo fue desarrollar el concepto de “thinking soldier”, del soldado con ideas e iniciativa propia, capaz de actuar de la mejor manera posible en cada situación, independientemente, si era el caso, de los presupuestos de partida indicados por sus superiores. Para conseguirlo, no dudó en fomentar la autoestima de sus hombres, haciéndoles comprender la necesidad de no realizar de rutina su instrucción, ya que ésta tenía unos objetivos racionales que ellos debían entender para poder aplicarla con eficacia cuando llegase el momento. Moore instruía a sus soldados utilizando la persuasión, no la fría imposición. Les habló repetidamente de la importancia de mantenerse sanos y fuertes, de las virtudes de la limpieza, de lo fundamental que era saber disparar con precisión y moverse con rapidez en el campo de batalla, cuidando de que su fusil estuviese siempre en condiciones óptimas. Fomentó en ellos el espíritu de competición, recompensando la buena conducta y premiando con distintivos a los mejores tiradores. Como resultado de su concienzudo trabajo en Shorncliffe a lo largo de aquellos tres años, consiguió convertir a sus soldados en la indiscutible élite del ejército británico. Por ello fue y es considerado como “The greatest trainer of troops that the British Army has ever Know” y “The father of the Light Infantry”. Más aún, en las emotivas palabras que le dedicó el conocido historiador sir Arthur Bryant podemos apreciar donde reside con exactitud la grandeza de las concepciones castrenses de Sir John Moore:

"La contribución de Moore al ejército británico no ha sido sólo la formación de una infantería ligera inigualable, sino también instaurar la creencia de que el soldado perfecto sólo puede hacerse evocando todo lo mejor del ser humano −física, mental y espiritualmente−".

De carácter más práctico, pero igual de elocuentes fueron las reflexiones que lord Arthur Wellesley, luego afamado como duque de Wellington, nada proclive al halago fácil, dirigió ya abandonando la península Ibérica tras su triunfo definitivo en la batalla de Vitoria, a su ayudante, el futuro lord Raglan, héroe de Crimea, a propósito de la valiosa labor realizada por sir John Moore con las tropas ligeras británicas:

”Usted sabe, FitzRoy, que nosotros no hubiéramos vencido, creo yo, sin él, porque los regimientos que Moore ha entrenado tan cuidadosamente, fueron la espina dorsal de nuestro ejército”.

Pese a los buenos augurios que estas tropas habían despertado en los ánimos de sus superiores, lo cierto es que sus primeras acciones en combate no fueron nada exitosas, pues se vieron implicadas en el estrepitoso fracaso británico ante Montevideo y Buenos Aires. Así, el 95º Regimiento de fusileros, núcleo esencial de los green-jackets, fue enviado como parte del contingente expedicionario que al mando del general John Whitelocke debía reforzar a la escuadra de Popham, que se mantenía a la espera en el Río de la Plata, tras la derrota y capitulación de las tropas de Beresford que habían desembarcado en Buenos Aires el 25 de junio de 1806, en un intento de obtener para Reino Unido el control de una zona de incalculable importancia estratégica, ahora que España era aliada de Napoleón. Aunque había obtenido un éxito inicial poniendo en fuga al timorato virrey Sobremonte, y tomado la ciudad de Buenos Aires, Beresford había sido finalmente derrotado por el marino Santiago Liniers y Bremond, al mando de sus voluntarios criollos de Montevideo. Con el apoyo de la población bonaerense, enardecida por el alcalde Alzaga, consiguieron obtener del general inglés la firma de una total capitulación. Ahora, las tropas de Whithelocke pretendían recuperar lo que los ingleses habían perdido en el Río de la Plata. Atacaron de nuevo Buenos Aires en 1807, pero la milicia urbana y los restos de las tropas de Liniers consiguieron mantenerse y batir el 6 de julio a los invasores, imponiéndole una capitulación en condiciones aún más tristes que las que se habían ofrecido a Beresford, lo que provocó la fulminante degradación del infortunado general John Whitelocke a su regreso a Inglaterra, dictada por un consejo de guerra del que formó parte el propio sir John Moore.

Más éxito obtuvo algunos meses después la recién organizada infantería ligera británica al participar junto al teniente general Cathcart en el bombardeo a Copenhague, lugar a donde fueron enviados el 95º al completo, y dos batallones pertenecientes a los regimientos 43º y 52º. La acción que Adolphe Thiers, el gran historiador del Consulado y el Imperio napoleónicos, calificó de atentado contra la humanidad y de criminal empresa, resultó ser una consecuencia directa del encuentro que había tenido lugar en junio de 1807 entre el zar Alejandro I de Rusia y Napoleón sobre una curiosa balsa-templete anclada en el medio del río Niemen. En aquellas conversaciones se habían fraguado los acuerdos de Tilsit, inaugurándose de esta manera el sistema continental napoleónico, destinado a aislar a Reino Unido y a su comercio del concierto europeo. Canning y Castlereagh, en el poder desde marzo de aquel año, planearon entonces obtener de Dinamarca una alianza marítima frente al bloqueo de los puertos europeos, solicitando por medio de su delegado M. Jackson, y como prueba de buena voluntad, la cesión a Inglaterra de la fortaleza de Kronenberg, el puerto de Copenhague y la misma escuadra de guerra danesa. Algo a lo que se negó categóricamente el príncipe heredero de Dinamarca por considerar altamente ofensiva tal propuesta. Así las cosas, el general Cathcart dispuso el primero de septiembre de 1807 el bombardeo de Copenhague, que estaba firmemente defendida por el general danés Peymann al mando de unos ocho mil hombres. Para evitar bajas en sus tropas y reducir la resistencia danesa, utilizaron los británicos la fuerza artillera de sesenta y ocho bocas de fuego, incluyendo los mortíferos cohetes incendiarios inventados por el coronel Congreve, hasta conseguir la rendición de Peymann, que no se produjo hasta el día 5 por la mañana, cuando Copenhague ardía ya por los cuatro costados y las bajas entre la población eran numerosas, el mismo Peimann resultó gravemente herido. Como consecuencia, la notable escuadra danesa, 28 navíos de línea y 16 fragatas entre otros muchos buques menores, pasó a manos del almirante británico Gambier, quien tomó los barcos y todos los pertrechos de los que pudo hacer acopio en el arsenal y los trasladó a Reino Unido, junto a las tropas de tierra. El saqueo y las vejaciones sobre la población que realizaron entretanto los marineros y soldados atacantes resultaron ser uno de los capítulos más amargos y oscuros de las Guerras Napoleónicas.

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