Buch lesen: «Isis modernista», Seite 7

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Es esta una pregunta que abre consoladores horizontes espirituales. ¿Se vive más de una vez? Ante la hecatombe de la guerra, con la muerte que nos acecha y se nos muestra por doquiera, en estos gráficos instantes, el alma de la Humanidad reacciona contra los ramplones materialismos, hueros y desconsoladores, y busca asideros para su fe y esperanzas para el devenir de lo más puro de su esencia, la conciencia del yo y la inmortalidad del pensamiento, el Manas eterno de la Teosofía.

Y pensamos que acaso hemos de renacer dentro de cientos de años, en la plena apoteosis de la Ciencia, del Amor y de la Belleza, cuando ya se consideren las guerras como monstruosidades inconcebibles, propias de una edad bárbara y obscura.

Pedro Castera México (1846-1906)

En la historia literaria mexicana se le recuerda sobre todo como el autor de la novela Carmen (1882), de tipo romántico-sentimental, con la salvedad de que, pese a su título femenino, buena parte de su novedad consiste en el análisis de los sentimientos masculinos, en busca de un sujeto viril, sí, pero sensible, que de alguna manera justifique la aparición del “artista” en el medio latinoamericano, y específicamente mexicano (cf. Chouciño, 2003). También se le suele recordar por sus narraciones de tema minero, aunque buena parte de la perspectiva crítica y sociológica que suele acompañar este tipo de escritos (la reivindicación social), no tenga en ellas un lugar dominante. A veces, la mina, el pozo, la oscuridad, parecen ser más bien símbolos metafísicos de una angustia vital tan grande, que se torna cósmica, casi mística, no importa si el escenario es realista.

Castera, de formación científica, pasó por diversos oficios que ampliaron su perspectiva mundana. Al mismo tiempo, conoció el espiritismo y se enganchó con él, sobre todo en la década de los setenta, incluso al nivel de actuar como médium. Su nivel de compromiso con la nueva corriente no fue solo intelectual o ideológica, sino además práctica. Aparte de su escritura literaria, tuvo otra de tipo mediumnístico. En esta antología se presenta uno de estos textos, publicado en la revista La Ilustración Espírita y salido de mano de Castera, aunque atribuido a “un espíritu”, en que se exponen algunas ideas de dicha doctrina (teísmo, reencarnacionismo, perfectibilidad humana).

El siguiente texto, “Un viaje celeste”, es algo más conocido por antologías, y fue recopilado en 1882 en Impresiones y recuerdos, y se le ha visto como un “cuento fantástico”, expresión cuyos dos términos habría que cuestionar. En el caso de cuento, aunque así lo queramos leer hoy y nos resulte cómodo hacerlo, en su origen el texto apuntó más bien al registro autobiográfico, testimonial; incluso aparece en escena su amigo escritor Francisco de Olaguíbel, también espiritista, y como si fuera poco, parece profetizarse la posterior estadía de Castera en el manicomio. En el caso de fantástico, se entra en la discusión teórica de géneros (literarios), a si el relato testimonial de un creyente de sus visiones (sin importar de dónde provengan) entra en la categoría de fantástico, visionario, alegórico o alguna otra.

Más allá de la querella teórica sobre este asunto, lo cierto es que Castera destaca porque en su variada obra, rescatable desde varios puntos de vista, uno de los segmentos más llamativos corresponde a sus incursiones por lo fantástico y misterioso, no solo por textos cortos como los aquí presentados, sino sobre todo por su novela Querens (1890), en la que retoma el asunto del mesmerismo, vinculado con el trance y el hipnotismo para fines curativos, aunque en este caso el objetivo sea más bien ampliar el conocimiento del mundo, que es otra de sus facetas, por medio del vuelo sideral del alma de la persona magnetizada, la que, en muchas de esas historias, solía ser mujer, puesto que se la consideraba un sujeto más emocional que el hombre y más susceptible de ser hipnotizada para que entrara en trance cósmico (algo que venía a fortalecer la visión misógina del siglo XIX). La novela de Castera es de las primeras en América Latina en abordar tales tópicos, en aclimatarlos a nuevos mundos, temas que en otras literaturas ya habían tenido sus representantes (Alexandre Dumas, Edgar Allan Poe, E. T. A. Hoffmann, Théophile Gautier, George du Maurier, entre varios), por lo que Castera enriqueció la labor literaria que se estaba realizando en el país y en la lengua a gran escala, más dirigida al realismo, a las costumbres nacionales, al patriotismo romántico.

Si las almas sabias vuelan por el cielo aprendiendo la mecánica trascendental del universo, las atormentadas quedan atrapadas en las minas, en la oscuridad, en la casa aislada rodeada por bestias feroces, como ocurre en algunos de sus relatos. Castera sabía tanto del rapto celeste como del infernal, conocía de sus signos y lenguajes. Para despedirse del mundo letrado, tras su noche oscura en el manicomio de San Hipólito, escribió Querens; luego vinieron quince años de silencio. Al final, de nuevo el vuelo y la muerte.

“El progreso” 15

No son, por cierto, las huríes de Mahoma las que ofrece la doctrina espírita; tampoco esa contemplación muda, iniciativa de los católicos, esa ociosidad perpetua que ocupa la eternidad en cantar alabanzas; no, lo que nosotros enseñamos es enteramente diverso; es la vida laboriosa, infinita, la vida eterna, pero ocupada en continua actividad, en trabajo, en progreso; la vida hasta lo infinito, pero toda ella llena del goce que proporciona el crecimiento, el desarrollo de facultades desconocidas hoy para vosotros; el perfeccionamiento de todos los sentidos hasta un grado ilimitado, y el nacimiento de otros nuevos; el desarrollo continuo, incesante, eterno; el engrandecimiento, el progreso sin término, sin restricción, sin ningún límite posible.

El alma lleva en sí el germen de los atributos del Creador, capaces de desarrollarse hasta su plenitud, con sólo el deseo, con sólo el empleo de esa fuerza suprema que se llama voluntad. Cuando ella llega a la casi perfección en un sentido, es decir, en uno de esos atributos, o cuando llega a poseer, para mejor explicarlo, uno de esos infinitos, pero de un modo relativo, su deseo continúa, su aspiración no cesa y entonces quiere adquirir el mismo grado de perfección en los otros, lucha, asciende, progresa, va desarrollándose como lo ha hecho con el anterior y, cuando llega a poseerlos, se encuentra que el grado de perfección no es completo y crece de nuevo su deseo.

¿Y cuál podrá ser el número de los atributos del Creador? ¿Acaso se atrevería a creer alguno que sólo posee los tres, de Poder, Inteligencia y Amor, que la humanidad conoce o cree conocer hasta hoy? No, Dios tiene un número infinito de atributos y estos también son infinitos en sí mismos. Él es el infinito, Absoluto, sin límite ninguno, y cada uno de los atributos que de él emanan debe tener la misma infinitud. Pues bien, cuando el alma llega a poseer uno de esos atributos infinitos, pero siempre de un modo relativo, encontrará por conquistar otros nuevos, diversos, distintos en todo de los anteriores; y siempre tendrá ante sí la misma irradiación, la misma nueva y eterna forma diversificada, ascendente, progresiva, no bastando ni pudiendo bastar una Eternidad de Eternidades para llegar al grado de la Suma Perfección y por lo mismo, su deseo se renueva, su aspiración crece, su voluntad se esfuerza y cada vez siente, comprende, ama y admira más a la Omnipotencia Soberana, la Sabiduría Infinita y el Amor sin límites de Dios, así como sigue progresando en los otros atributos que en Él resplandecen y de cuya idea carece hoy la humanidad, por el rango o lugar que ocupa en la creación.

Y esto es siempre incesante, eterno, esto no puede tener límite alguno, porque el progreso es una ley infinita, sin restricciones, porque desde el momento en que la limitásemos, la Divinidad se vería restringida, careciendo con sólo ese hecho, de lo que la constituye como el Infinito Absoluto.

El Espíritu al avanzar, va adquiriendo diversos grados de perfección, y según la escala en que se encuentra colocado, así es el mundo que tiene que habitar; ya sabéis que hay mundos inferiores y superiores al vuestro, que existen de pruebas, de expiación y también de felicidad; pues bien, el que va ocupando el alma es siempre proporcionado al grado de progreso, que con su voluntad y empleando su libre albedrío, ha sabido conquistar. De un mundo de prueba puede pasar a otro de expiación o de dicha, según el uso que hizo en él de su vida, y puede volver al mismo reencarnado, cuantas veces sea necesario, para que llegue a adquirir el grado de perfección que tiene aquella esfera. Pero progresando así indefinidamente, pasará de uno a otro mundo y después, de un sistema solar a otro diverso, y seguirá así por siempre, adquiriendo cada vez más facultades, más sentidos, mayor perfección. ¿Cuál es el límite del Universo Infinito? Ninguno, ¿no es verdad? Pues así el desarrollo y progreso del Espíritu no pueden conocer ningún límite, porque está también sujeto a la misma ley del Progreso Infinito.

Y ante esta perspectiva, ante este porvenir, ante esta idea que sólo puede llenar la Eternidad, ¿cabe acaso comparación con ninguno de los sueños que hasta hoy ha forjado la humanidad? ¿Ha visto alguna vez desarrollarse una expectativa más brillante, un porvenir más risueño, una idea más feliz respecto a los misterios de la Eternidad?

Sólo la insensatez humana puede escuchar tranquila una revelación que satisface a la aspiración más inmensa que pudiera concebirse, sólo ella por su orgullo, no ve que es la manifestación más clara de la misericordia, de la bondad y del amor infinito de nuestro Dios.

Un Espíritu, 1 de marzo de 1873

“Un viaje celeste” 16

El hombre es el ciudadano del cielo.

Flammarion

Mis ojos no podían desprenderse de esta línea, cuyos caracteres brillaban con mágica luz. Recordaba que Sócrates dijo “El hombre es ciudadano del mundo”, pero como esta raquítica esfera es impotente para calmar nuestras aspiraciones, el ilustre astrónomo ha procurado con su frase sublime nuestra legítima ambición. Es cierto que no basta el cielo para llenar el alma; pero el infinito es el velo con el que se cubre Dios y tarde o temprano el supremo ideal habrá satisfecho el anhelo constante de nuestro espíritu.

Mi absorción era completa; poco a poco iba olvidándolo todo; mis ojos fueron perdiendo la percepción; caí lentamente en una especie de sonambulismo espontáneo. Mis sentidos se entorpecieron, pero mi inteligencia no estaba embotada; con los ojos del alma lo veía todo, comprendía lo que me estaba pasando; pero aquel éxtasis compuesto de no sé qué voluptuosidades extrañas, era tan dulce, había en él una mezcla tan indefinible de ideas, de delirios, de fruiciones desconocidas, que en lugar de resistirme, me dejaba arrastrar por aquella languidez llena de encanto y también de vida. ¡Oh! ¡Yo quisiera estar siempre así!

Mi alma se fue desprendiendo de mi cuerpo como si fuese vapor, éter, un perfume; la veía, es decir, me veía a mí mismo, como si estuviese formado de grasa o de crespón aparente y sin embargo real, pero con todas aquellas ondulaciones, ligerezas y flexibilidades que tiene lo intangible.

Aquello era maravilloso; la sorpresa que me causaba mi nuevo estado no me dejaba ya lugar a la reflexión; mi pobre cuerpo yacía exánime, sin movimiento, en una postración absoluta. Comencé a creer que había muerto, pero de una manera tan dulce, tan bella, que no me arrepentía; antes bien estaba resuelto a participar nuevamente. Algunos momentos después me hallaba convencido hasta la opresión de mi nuevo estado y con una gratitud inmensa al creador que había cortado con tanta dulzura el hilo de mi triste vida.

¡Cosa rara! Mi vista adquirió una penetración y un alcance admirables; las paredes de la habitación las veía transparentes como si fuesen de cristal; la materia toda, diáfana, límpida, incolora y clara como el agua pura; veía infinidad de animalículos pequeñísimos habitándolo todo; los átomos flotantes del aire estaban poblados de seres; las moléculas más imperceptibles palpitaban bajo el soplo omnipotente de la vida y el amor… Mis demás sentidos se habían desarrollado en la misma proporción y me sentía feliz, os lo aseguro, inmensamente feliz.

Al verme dotado con tan bellas facultades, mi vacilación fue muy corta; levanté la mirada… y caí anonadado al contemplar la magnificencia de los cielos.

Oré un instante y con la rapidez del pensamiento me lancé a vagar por el bellísimo jardín de la creación. En mi estado normal veo a las estrellas como melancólicas pupilas fijas sobre la tierra; rubíes, brillantes, topacios, esmeraldas y amatistas, incrustadas en un esplendido zafiro, pero entonces… ¡Oh...! Entonces voy a referiros con más calma lo que vi.

Es preciso que ordene algo mis ideas.

Comenzaré, pues, por deciros que me bastaba pensar para que siguiese al pensamiento la más rápida ejecución, y por lo mismo, la idea que había tenido de ascender por los espacios, me alejó de la tierra a una distancia inmensa.

A lo lejos veía una esfera colosal (un millón quinientas mil veces mayor que la Tierra), incandescente, como el ojo sangriento de una fiera, roja como el fuego; volaba con velocidad, arrastrando en aquella carrera una multitud de esferas, entre las cuales había algunas algo aplanadas por dos puntos, pero todas de mucho menores dimensiones, pues si hubieran podido reunirse no igualarían con su volumen al hermosísimo disco de fuego. A pesar de que se encontraban algo lejanas, las percibía con claridad extraordinaria, capaz de permitirme examinar hasta sus menores detalles.

Figuraos mi asombro: aquella antorcha encendida en medio de los ciclos era nuestro sol, y sus acompañantes, su familia de planetas.

Pero no era esto todo, no: lo que me dejaba mudo, absorto, enajenado, era que todas aquellas masas enormes eran: ¡mundos!, más o menos semejantes al nuestro, pero todos ellos, sin excepción, mundos habitados.

Sí, sí, yo veía las manchas blancas de las nieves polares, las nubes cruzando sus atmosferas, las unas densas, cargadas de brumas, las otras purísimas y tenues, los mares brillaban como líquida plata y los continentes parecían inmensas aves que se recostaban cansadas de volar.

Allí hay seres, me decía yo, seres humanos, habitantes, hombres tal vez y ángeles como los que habitan en la Tierra con nombres de mujeres, porque si no fuera así, esos mundos serían horribles: allí hay humanidades como la nuestra, semejantes o más perfectas; allí estarán mis hermanas, mis padres, mi familia…

¡Oh! ¡Dios mío, cómo a la vista de esos mundos se despliega tu soberana omnipotencia!

Entonces busqué a Júpiter, que de los planetas de nuestro sistema es el mayor y el más bello: la tierra la veía como la 126ª parte del brillante astro, que me deslumbró por su hermosura, esto en cuanto a superficies.

Sus montañas tienen una inclinación muy suave, sus llanuras son perfectamente planas, los mares tranquilos, nada de nieve; la eterna primavera bordando sus campos, flores divinas embriagando con sus deliciosos aromas a esos felices habitantes, aves de pintados colores cruzando en todas direcciones, y cuatro magníficas lunas que deben producir en sus serenas y apacibles noches unos juegos de luz admirables.

Multitud de ciudades diseminadas sobre su superficie, pero por más que lo procuré, no pude distinguir los habitantes; tal vez serán de una belleza deslumbradora, que después me hubiera hecho despreciar los de la Tierra y por eso la providencia me evitó verlos. Júpiter es un mundo en el cual el dolor no es conocido, es un verdadero Edén.

Mercurio y Venus no llamaban mi atención, la Tierra me daba cólera por orgullosa, Marte tiene tantos cataclismos y cambios que tampoco me agradaba, los asteroides me parecían muy pequeños, olvidé a Saturno, a Urano y después de mi hermoso Júpiter, mi futura patria, pensé en Neptuno, que según la mitología representa al dios de las aguas.

Aquello fue un salto peligroso; en menos de un segundo atravesé centenares de millones de leguas y me encontré a una distancia regular del astro que por hoy limita nuestro sistema. Entonces no comprendí muy bien lo que me pasaba, el sol lo veía del tamaño de una lenteja, Saturno enorme, como de un volumen setecientas treinta y cuatro veces mayor que la Tierra y yo me hallaba en una penumbra indefinible.

La naturaleza, como la obra de Dios, es admirable; apenas pude distinguir que aquel mundo, como los otros, estaba habitado; pero previniendo la lejanía del sol, los seres que allí viven tiene la facultad de desprender luz, están rodeados de una aureola luminosa, tan bella que, fascinado, no podía apartar de ellos mi vista embelesada con su contemplación.

Me fue imposible fijarme en más detalles, porque en un momento me sentí arrastrado por una fuerza extraña; observé lo que era, la cauda de un cometa me envolvía, me encontraba en una línea de atracción del astro errante, que sacudía su magnífica cabellera en la inmensidad.

El vehículo celeste era cómodo y bello; me dejé llevar sin oponer resistencia. La velocidad de mi tren expreso iba aumentando cada vez más, cruzábamos los abismos dejando a nuestros pies infinitas miríadas de mundos.

Repentinamente observé que una estrella doble, púrpura y oro, crecía a mi vista de una manera espantosa; en algunos segundos adquirió proporciones gigantescas, como de unas diez veces más que nuestro sol; sentí una atmósfera de fuego y abandonado mi solitario compañero, me lancé en dirección opuesta.

Os he dicho ya que volaba por los cielos con la velocidad del pensamiento; los soles de colores se multiplicaban a mi vista, ya rojos o violados, amarillos o verdes, blancos o azules y alrededor de cada uno de ellos flotaban una infinidad de mundos en los cuales palpitaba también la vida y el amor.

Yo seguía corriendo; volando con una rapidez vertiginosa, atravesaba las inmensas llanuras celestes bordadas de flores, me sentía arrastrado por lo invisible y trémulo y palpitante, yo balbucía una oración.

Aquello no terminaba nunca, nunca… La alfombra de soles que Dios tiene a sus pies se prolongaba hasta lo infinito… Si pasaron instantes o siglos, no lo sé; yo seguía con mayor velocidad que la luz, que la chispa eléctrica, que el pensamiento y aquella magnífica contemplación sideral seguía también… soles inmensos de todos los colores, mundos colosos girando a su derredor y todo… todo lleno de vida, de seres, de almas que bendecían a Dios. Los soles cantando con su voz luminosa y los mundos elevando sus himnos formaban el concierto sublime, grandioso, divino, de la armonía universal.

Atravesaba los desiertos del espacio, cruzando de una nebulosa a otra; la extensión seguía; atravesaba multitud de Vías Lácteas en todas direcciones, y volaba… seguía… y la inmensidad seguía también.

Estaba jadeante, rendido, abrumado; oraba con fervor y me sentía arrastrar por una fuerza irresistible: los abismos, los espacios, las nebulosas, los soles y los mundos se sucedían sin interrupción, se mezclaban, se agitaban en turbiones armónicos sobre mi frente humillada, abatida ante tanta magnificencia, ante tan deslumbrante esplendidez. Yo estaba ciego, loco, casi no existía ya; pequeño átomo perdido en aquella inmensidad, apenas me atrevía a murmurar conmovido, temblando, admirado, ante la manifestación divina de la omnipotente causa creadora ¡Dios mío! ¡Dios mío!

De pronto mi carrera cesó… Dios escuchaba al átomo.

Tardé algún tiempo en reponerme; perdido en la extensión sideral, busqué en vano la Tierra; nada, no se veía; quise encontrar nuestro sol, pero imposible; tampoco lo veía.

Apenas allá a lo lejos, a una distancia incalculable, perdida en los abismos sin límite de la eternidad, pude ver nuestra Vía Láctea, que parecía una pequeña cinta de plata formando un círculo de dimensiones como el de una oblea, que volaba con una velocidad inapreciable en la profundidad divina de las regiones infinitas. Ligero y veloz me lancé hacía ella; pronto llegué, sin saber cómo; pero entre sus setenta millones de soles no podía encontrar el nuestro; pensé entonces que con la velocidad de la luz tardaría quince mil años en dar una vuelta a nuestra pequeña Vía Láctea y abrumado por aquel cálculo, sin poder comprenderlo, oprimido por semejante idea, me detuve lleno de terror. ¿Qué hacer? ¿Cómo hallar la miserable chispa que llamamos sol? ¿Cómo encontrar la Tierra, átomo mezquino, molécula despreciable, excrecencia diminuta de aquel sol que no podía hallar por su pequeñez? ¡Oh! Entonces mi alma desfallecida, ansiosa, anhelante, se dirigió a Dios.

¡Oh, tú, espléndido sol de los soles, supremo ideal de las almas, espíritu de luz y de vida, amor infinito de la inmensidad de la creación, del universo…!

¡Oh, tú, mi Dios, vuélveme a mi átomo y perdona mi loco orgullo; vuélveme a la tierra, Dios mío, porque allí está todo lo que lloro perdido hoy aquí, allí está todo lo que yo amo!

Mi carrera comenzó de nuevo terrible, frenética, espantosa; sentía vértigo, un ansia atroz, algo como el frío de la muerte; corría, volaba y… en ese momento Manuel de Olaguíbel me sacudió fuertemente por el brazo. Yo me encontraba sentado en mi escritorio, con el pelo algo quemado, las manos convulsas, multitud de papeles en desorden y escritas las anteriores líneas.

—¿Qué tienes? —me dijo mi amigo.

—Nada —le contesté algo turbado todavía— es que el cielo…

—Sí, el cielo —me dijo riéndose— hace largo rato que te observo; tenías un verdadero delirio, gesticulabas, escribías; yo iba leyendo, pero me pareció prudente suspender esa carrera fantástica por temor de que la terminases en un hospital de dementes.

—El cielo, el cielo —repetía yo maquinalmente.

—Sí —continuó— el cielo es lo más bello que hay, supuesto que es lo que nos manifiesta y enseña la omnipotencia suprema de Dios; tú en esas líneas dices poco de Él; pero, sin embargo, todas son verdades científicas, axiomáticas, irreductibles, que forman el patrimonio que el siglo impío deja al porvenir.

Salimos, el viento fresco de la noche calmó mi exaltación; pero por más que lo procuro, no puedo dejar de pensar que el universo es la patria de la humanidad y el hombre el ciudadano del cielo.

Amado Nervo México (1870-1919)

Sin duda fue el más popular representante del modernismo mexicano, con gran repercusión internacional. A juicio de José Joaquín Blanco, dentro de la jardinería poética del porfiriato, Nervo fue destacada “flor del bien”, junto a otras del mismo ramillete (como Gutiérrez Nájera y González Martínez), separadas de las “flores del mal”, Tablada y Rebolledo, con su intensidad erótica y decadentista. Separación cuestionable pero útil en una primera incursión en tan lírico jardín…

Como parte de su perfil modernista atemperado, retomaba tópicos románticos y los actualizaba con una nueva perspectiva, con otra sensibilidad más refinada, sin rasgar las buenas costumbres. Como lector enterado, Nervo llevaba a sus destinatarios en periódicos y revistas (incluidas muchas mujeres) la actualidad ideológica y literaria de la época, con lo que se convirtió en un gran divulgador cultural. Esto también lo hizo desde su llegada a la Ciudad de México procedente de provincia, cuando se interesó de manera más sistemática por la teosofía, el espiritismo y el orientalismo, al principio de una manera más bien distante e irónica, como ocurre con dos de sus textos aquí presentados (“Noches macabras” y “Fotografía espírita”), que son de la última década del XIX, antes de conocer Europa personalmente; después se refirió al asunto de forma más cercana y reflexiva, ya con mayor conocimiento de causa, como ocurre en “Los muertos”, escrito en 1917, dos años antes de morir.

El primer texto de Nervo aquí recogido, “La cuestión religiosa”, también pertenece a la última década del XIX, la de su arribo a la capital y la de su consolidación como escritor. Parte de su fama inicial vino dada por el pequeño escándalo que produjo la publicación de su novela corta El bachiller (1895), con su incursión en asuntos de deseo, celibato y castración, y que fue traducida poco tiempo después al francés, en 1901, con el título de Origène, en referencia al teólogo y Padre de la Iglesia, Orígenes, famoso por su rigidez sexual, que incluso lo llevó a la autoemasculación. Esta narración fue complementada en poco tiempo con la aparición de El donador de almas (1899), parodia sorjuanina de vuelo de alma y hermafrodisia, y quizá también de la novela Querens de Castera, con parecido triángulo dramático. En el ámbito de la poesía, aparecieron Perlas negras y Místicas en 1898, que redondearon su perfil modernista. De este exitoso quinquenio finisecular de Nervo proceden los tres primeros textos suyos aquí reunidos.

“La cuestión religiosa” nos muestra a un Nervo interesado en tópicos privilegiados de la época: secularización y crisis religiosa, un poco en la línea del texto de Gómez Carrillo ya visto, que hablaba de la diversidad religiosa de Francia. Nervo señala la insatisfacción tanto por el cristianismo tradicional como por el materialismo científico, por lo que muchos buscaron otras opciones de creencia “en el dédalo de las religiones prehistóricas” y preguntaron a “la esfinge india” por “el misterio de la vida”. De nuevo encontramos la palabra reincidente en boca de muchos de los artistas de entonces: “Misterio”. Y “Oriente” era un lugar asociado a ello. Nervo menciona explícitamente entre las nuevas corrientes al espiritismo, más adecuada para los “espíritus medianos”, esto es, no muy cultos, no muy profundos; y la teosofía, que es para los “espíritus superiores”, más estudiosos, más filosóficos, doctrina con la que eventualmente tendrá más afinidad, en parte por su ingrediente orientalista, que tanto le interesaba a él, y del que carecía el espiritismo, que tenía más bien una visión cercana al cristianismo. No es que Nervo fuera anticristiano, todo lo contrario, como su primera juventud lo atestigua, pero lo nuevo lo atraía, y esto era el orientalismo hinduista y budista pasado por el colador teosófico.

Los siguientes dos textos, “Noches macabras” y “Fotografía espírita”, nos introducen dentro del mundo de los practicantes, en un caso en una sesión espiritista, y en otro en el tema de la fotografía especializada en retratar espectros, que tanto auge había cobrado en el fin de siglo y que seguiría después por pocos años más. En diversos países se generó toda una práctica fotográfica relativa a fenómenos paranormales (cf. Chéroux et al., 2004), y México no fue la excepción.

El último texto, “Los muertos”, revela a un Nervo ya no tan fascinado por el “espectáculo” sobrenatural (sesiones, fotografías, aportes, etc.), sino más bien a alguien que vinculaba el interés renovado de la sociedad de la segunda década del XX por el contacto con los muertos, con la situación de la Primera Guerra Mundial, en una suerte de búsqueda por reconectarse con los seres amados y perdidos en los campos de batalla. Es un Nervo que lee a autores de extracción científica o humanista vinculados con búsquedas paranormales como Oliver Lodge y Frederic W. H. Myers, al tiempo que maneja algunas fuentes provenientes de la India: Ramakrishna y la filosofía Vedanta. Y, sin embargo, todo esto no esclarece completamente el asunto de la muerte y al final lo que prevalece es “el silencio de la esfinge”. Nervo quiere creer, y lo intenta, pero, como dice en uno de sus poemas, “¡quién sabe!, ¡quién sabe!”

“La cuestión religiosa” 17

Casi no abro una revista europea sin encontrarme en la sección bibliográfica dos o más notas que se refieren a otros tantos libros que estudian la cuestión religiosa, y casi casi voy creyendo con mi grande y buen amigo don Juan A. Mateos, que este siglo, que nació convencional, va a acabar en la húmeda celda de un claustro, diciendo mea culpa.

El diablo se metió a fraile, etcétera.

En efecto, adviértese en los espíritus una avidez inmensa de reconstruir el ideal que ya se creía bien muerto.

Nadie se conforma con la caserita filosofía del materialismo, y así como hace cuarenta años los jóvenes sentían la crisis del descreimiento, hoy sienten la crisis religiosa.

Estamos en plena etapa de jacobinismo espiritualista, y como ya no queremos contentarnos con la salvadora doctrina de Cristo, porque nos parece que esto significaría una retrogradación a ese pasado que los enciclopedistas dizque arrasaron en las conciencias, nos aventuramos a la buena de Dios por el dédalo de las religiones prehistóricas, valga la frase, y vamos a preguntar a la esfinge india el misterio de la vida.

Los espíritus medianos consultan las mesas de pino.

Los espíritus superiores se emboscan en la teosofía.

Sabios hay que se queman las pestañas intentando sorprender el secreto de la Kabbala, en la cual está la solución de esta gran ecuación de tercer grado de la vida…

Y hay también quien, investigando jeroglíficos y torciendo su sentido, juzgue que ha entrado en plena posesión de la verdad.

La ciencia no ha hecho más que dar una voltereta muy curiosa. Al hacerse positiva, al basarse en hechos, todo el mundo creyó que las antiguas “supersticiones” caerían minadas por su base; pero sucedió todo lo contrario. Ahora tenemos, entre las verdades científicas, la antes llamada hechicería, por ejemplo…

No hemos hecho más que llamar a las cosas con distintos nombres: a lo que ayer se llamaba milagro, hoy le llamamos fenómeno telepático, pongo por caso, y nos quedamos muy satisfechos con nuestra denominación.

En los centros más civilizados del globo, el satanismo torna a estar de moda. El espiritismo hace de diario más prosélitos; los que no quieren dar su brazo a torcer, ante los nuevos fenómenos, exclaman: “¡Quién sabe!”.

Y el siglo en montón emprende a todo correr la marcha hacia el indefinido ideal que se impone a todas las conciencias…

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