Buch lesen: «Hasta donde llegue la vista...»

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© José Flores Ventura

Dirección General: Dolores Quintanilla Rodríguez

Coordinador de Producción: Miguel Gaona

Editor de Contenido: Valdemar Ayala Gándara

Editora de Arte: Jazmín Esparza Fuentes

Diseño Editorial: César Nájera Zapata

Enlace Administrativo: Carmen González Cruz

Ventas: María Isabel Reyna Ibargüengoitia

ISBN: 978-607-8801-10-7

D.R. Quintanilla Ediciones

Josefina Rodríguez 1027, Col. Los Maestros. C.P. 25260. Saltillo, Coahuila

www.quintanillaediciones.com / editorial@quintanillaediciones.com.


Índice de contenido

1  Hasta donde llegue la vista... Recuerdos de recorridos

2  Introducción

3  El patrimonio tangible e intangible de Coahuila

4  Capítulo I. Personajes pintorescos de Coahuila Las chanclas de doña Josefa El niño de la montaña Don Ancina de Cuauhtémoc “El Mode”, el indigente del oriente Rufino Rodríguez Garza

5  Capítulo II. Relatos sobre la naturaleza Las estaciones del año El despertar de la primavera, el florecimiento de la vida El verano calcinante, las sequías prolongadas; polvo, calor y lumbre Otoño, la época más agradable Frío seco invernal Vivencias con la naturaleza La siempre bendita agua, vivencias con ella Acarreando huracanes Nuestra protectora, la Sierra de Zapalinamé La monarca de los cielos de otoño Obra maestra de la naturaleza: las mariposas La monarca de los cielos

6  Capítulo III. El pasado geológico y su patrimonio paleontológico Dos peces sierra fósiles de Coahuila “El Valle de las Tortugas” Gran crustáceo depredador del Coahuila cretácico

7  Capítulo IV. La arqueología de Coahuila, la más importante de América Encuentro de dos mundos Narigua, “Al Otro Lado de la Cuenca” El asalto de Ojo Frío

8  Capítulo V. Otras vivencias en el campo Ensordecedor silencio Tres anécdotas de espanto y risa La experiencia de los campamentos

9  Fuentes consultadas

10  Sobre el autor

Introducción

El presente trabajo es una compilación de anécdotas, vivencias y descubrimientos hechos a través de más de 35 años de recorrer el sur de Coahuila, principalmente; incluye tanto derroteros y caminos como poblados, su gente y costumbres, de las escarpadas montañas a los desolados páramos llanos de arena del desierto, muchas veces en senderos poco conocidos o inventándolos donde nadie ha andado nunca. En estos recorridos se ha testificado la riqueza cultural y natural que posee nuestro estado, la cual es algo único no sólo para México, sino para el mundo, y por ello debiera ser tratada como un patrimonio de la humanidad, para la conservación de muchos de sus recursos materiales y humanos. Aunque se ha viajado por todo el territorio de Coahuila, por falta de tiempo y de dinero se han visitado más lugares en el sur de la entidad y, por ello, haré hincapié sobre esta región en particular, en el presente trabajo.

Viajar a través de Coahuila es enteramente emocionante así como desgastante, dada su enormidad y diversidad de alturas de un extremo a otro, así como por lo extremo de su clima. Paisajes refrescantes que en verano son agradables para caminar, en invierno son un congelado infierno a desafiar; aquellos parajes que son algo tolerables en el desierto, en temporada de calor sofocante son prácticamente insoportables; casi no hay puntos medios, pero si en un tiempo los hubo, éstos se dieron en la ciudad de Saltillo, con su otrora clima ideal.


Pasando por alto el extremismo del clima, se pueden admirar y maravillarse con los paisajes bellos que existen en cualquier parte en la que uno se detenga: en las montañas o sus colinas, en los pastizales que delimitan los bosques ―desde los chaparrales al semidesierto― y en las dunas de arena del verdadero desierto; no hay lugar malo para acampar o pasar un rato disfrutando de la naturaleza y de los amaneceres o los atardeceres, que ofrecen magníficas estampas a recordar para siempre.

Son dignos de mención los oasis que salpican el territorio predominantemente semidesértico, como el de Cuatro Ciénegas, cuyas aguas milenarias han dado pie a flora y fauna endémicas, por el aislamiento que dan las escarpadas montañas. También en lo más recóndito de los pliegues de las serranías, es posible hallar bellos manantiales que ofrecen sus aguas casi todo el año. Algunos son bien conocidos, como la cascada del Chiflón, La Casita, Los Nuncios o Los Chorros; sin embargo, muchos otros permanecen ocultos por su dificultad en el acceso, pero ofrecen vistas espectaculares.

No debieran considerarse como patrimonio del estado solamente los paisajes naturales, edificios o lugares históricos, también debe reconocerse, así, a las comidas y dulces regionales, a los olores y colores del campo, a la gente que habita las comunidades. En estos recorridos hemos conocido a gente valiosa, y constatado el esfuerzo que realiza para ganarse el sustento y, aun así, ser amables ante las situaciones adversas que se les presentan a diario.

Otro rubro de la naturaleza que muchas veces pasa desapercibido, pero que aporta un valor agregado para México y el mundo, es el enorme acervo paleontológico y arqueológico que posee nuestra entidad. En cuanto al primero, los últimos años se ha acrecentado, a un nivel nunca antes visto mundialmente, el hallazgo y descripción de fósiles, por los descubrimientos que se han realizado y que siguen sucediendo día a día, y en muchos de los cuales hemos podido ser testigos. En cuanto al segundo de los acervos, el de arqueología, creemos que el de Coahuila es el más importante, por su cantidad, a nivel América, ya que se pueden contabilizar centenas de kilómetros continuos con registros de representaciones rupestres y campamentos ininterrumpidos que cuentan con cientos de sitios, muchos de ellos descubiertos en nuestros recorridos realizados a través de los años.

En estas aventuras me han acompañado muchas personas a lo largo del camino, pero quiero agradecer especialmente al ingeniero Rufino Rodríguez Garza, quien ha sido testigo de la hechura de lo que aquí se narra y se escribe, por los 25 años que tenemos de salir al campo; él ha sido la persona que más me ha aguantado en estas agotadoras jornadas de descubrimientos y deleites ante el paisaje natural incógnito de nuestra tierra.

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El patrimonio tangible e intangible de Coahuila

Quién no recuerda aquellos olores de las comunidades alejadas entre las montañas, por caminos de terracería que, antes de llegar a ellos, huelen a ocote de pino, a yerbanís o menta, en sus laderas y, ya en las casas, a leña y a tortillas de harina. En el semidesierto los olores cambian: del aroma a gobernadora, con lo fresco de la mañana, a flor de huizache pasando enero, a eloísa u oreganillo después de mayo, a barro mojado en los patios después de las lluvias y, en las cocinas, a té de salvia y al maíz de las tortillas.

Cada región tiene sus olores característicos. Recuerdo en Saltillo bajar la calle de Hidalgo en el mes de agosto, el aroma a adobe mojado de las casas viejas que había en los costados, y en la tarde la fragancia de las panaderías contrastaba con el olor del petróleo que usábamos para alumbrar con quinqués las casas pobres de la periferia.

Es así que esos instantes quedaron registrados en la memoria del tiempo de aquellos que los vivimos y, muchas veces, por esos recuerdos es que sobrevivimos.

También los colores juegan un importante papel dentro de las bellezas de Coahuila. El campo es como un sarape multicolor en diferentes circunstancias climáticas del año. Los bosques se tiñen hermosamente de tonos dorados cuando el otoño es avanzado, para luego transformarse en tonos ocres apagados. Las montañas a la distancia son más azules y los cielos más celestes, casi nunca son de grises agrestes. La variedad de verdes cambia con el avance del día, y entre la espesura es posible ver bellas flores entre las rocas escondidas. En ocasiones el semidesierto se viste totalmente de flores coloridas; a veces, con el comienzo de los primeros calores, un manto de alfombra blanca se extiende por kilómetros, la humedad retenida en el subsuelo por los fríos húmedos sale y hace brotar las semillas que el año pasado dejo esparcidas el viento. En otras ocasiones, al comenzar las primeras lluvias, brotan flores amarillas, ya sea en el seco campo o en terrenos de cultivo, endulzando con su aroma el aire cálido de verano.

A pesar de tener poca foresta, el semidesierto resalta su piel desnuda, con el color de su suelo saturado de minerales, principalmente de polvo de hierro y otros metales que le dan su aspecto rojizo ocre oxidado. Los tonos, después de una lluvia, resaltan con fuerza, sobre todo los de las capas de las serranías erosionadas, que tienen tonos rojizos, azules, amarillentos, verdes y grisáceos; cada capa guarda secretos escondidos por eones y cada cerro tiene historia guardada.

Entrados en enero, los campos se visten de una fragancia dulce y de flores amarillas por los huizaches, y al siguiente mes las retamas lo hacen; para cuando llega la primavera, el campo explota en algarabía de colores. Por su parte, los atardeceres evocan nostalgia y melancolía, pues son bellamente provocadores en su agonía, antesala de la noche oscura pero poblada de estrellas. El amanecer no sólo anuncia un nuevo día, sino también una nueva jornada con la esperanza renacida, y tiñe el horizonte de dorado allende las montañas que se juntan con el cielo en la lejanía.

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Un baluarte tangible de las riquezas de Coahuila es, sin duda, su gente, sobre todo aquella que se aferra a las viejas usanzas de la vida en el campo o en la ciudad; tendré el gusto de citar algunas personas que, a lo largo de mis recorridos por el estado, he conocido, y lo haré en el primer capítulo.


Beto Cano, Nacapa, Ramos Arizpe.

Capítulo I

Personajes pintorescos de Coahuila


En los diversos territorios de nuestro estado habitan personas acostumbradas a la dureza del campo; sin embargo, la mayoría son de trato amable y no niegan ofrecer un vaso de café o tortillas al viajero que se interna por las humildes comunidades o las alejadas rinconadas. Su forma de ver y afrontar las cosas de la vida nos llena de asombro, siendo grandes enciclopedias vivientes de las que siempre es posible aprenderles.

En 1996 conocimos a Juan Pugas, tallador de lechuguilla en una majada de Ramos Arizpe, y apodado por mi compañero Rufino como “El Quince Uñas”, ya que le faltaba una mano, perdida, según cuenta, en una faena agraria cuando era joven. Esto no era impedimento para tallar la planta, de la que lograba sacar hasta 10 kilos de fibra en un rato breve, al tiempo de que nos platicaba sus aventuras en el campo.

Por el mismo año también conocimos a doña Cruz Hernández, a quien el tiempo le hizo una cruz de vida, al perder en un mismo hecho a dos de sus hijos en una comunidad de la Zona del Silencio. Entre las anécdotas de ella que recuerdo mucho, está la de la vez en que nos preguntó acerca de qué andábamos buscando, y le dije que fósiles, piedras con figuras de animales, y ella nos respondió: “¡Ah, sí!, ésas que hace Dios”. En otra ocasión, el cielo se empezó a nublar, y entonces fue y metió a las personas de mayor edad que estaban en la sombra de la tarde tomando el fresco, y al preguntarle por qué lo hacía, me dijo que porque como tienen mucho poder en su mirada, ahuyentan a las nubes y no llegan. Me quede pensando que si alguna vez llovió en esa región fue durante el diluvio, y creo que nomás chispeó.

En otro poblado de casas de roca en ruinas, que por nombre lleva “Las Encinas”, habitaban tres hermanos, el mayor de 87 años había perdido completamente la audición, la hermana de 85, artrítica, casi no miraba, y el menor, de 83, era mudo. Entre los tres se las arreglaban mutuamente para las faenas del campo, que incluían el pastoreo de chivas, la talla de lechuguilla, el corte del oreganillo y las labores domésticas; todo lo hacían tan coordinadamente, y con tal eficacia, que parecía fácil, a pesar de sus impedimentos físicos.

Otro habitante distinguido es, sin duda, Beto Cano, de Nacapa Viejo, quien cuando no está ebrio, está lo que le sigue, pero cuenta con un gran corazón y es conocedor de su región como ningún otro. En una ocasión, ya terminando enero, nos recibió con unos frijoles y unas tortillas de harina recién hechas por su esposa Reyes, y luego de un rato le reclamó a Rufino que si no traíamos “algo” para festejar el año, a lo cual Rufino le respondió: “Pero Beto, si todavía faltan 11 meses para que acabe”. Claro que Beto se refería al año que acababa de pasar. Horacio, otro habitante de esa comunidad, es sordomudo, pero a pesar de ello se va a cuidar a las chivas y, en una ocasión, llovió mucho y quedamos atrapados sin poder salir de la orilla de la presa; entonces apareció Horacio y, a puras señas, nos dijo que lo siguiéramos en la camioneta, yendo él adelante, y así nos sacó hasta el poblado, por caminos que solamente él conoce.

Las chanclas de doña Josefa

En una excursión por las cañadas del centro de Ramos Arizpe, documentando petrograbados y sitios con pinturas rupestres, habíamos estado encontrando en las rocas las iniciales MME en los lugares más recónditos, hasta que por fin un día conocimos al autor de éstas, un tal Marcos Molina Estrada, hombre de unos 80 años que por décadas, en su continuo pastoreo, ha marcado su estadía en las paredes de piedra de la región. Él habitaba una oquedad excavada en el barro de un arroyo y cercada por varas de albarda, pero tan increíblemente limpia y acomodada que causa asombro verla, a pesar de las condiciones ambientales en las que se encuentra. Las otras piezas de su hogar las conformaban la cocina con botellas con agua colgantes, una trastienda y su taller para tallar lechuguilla, igualmente ordenado y aseado. La primera vez que lo visitamos, habíamos comprado un cabrito y, a cambio de compartirlo, le ofrecimos que nos lo preparara y guisara; recuerdo que no había contemplado a alguien comer con tal ímpetu, gusto y desesperación a la vez, mencionándonos que llevaba ya varios años sin comer carne, a pesar de cuidar un tajo de chivas que son propiedad de su ex esposa. Se me hizo nudo la garganta y, a partir de entonces y cada vez que podíamos, le llevamos algo de despensa.

Arroyo arriba, a escasos 40 metros de donde vive don Marcos, en las ruinas de una antigua casona de piedra, habitaba su ex esposa, doña Josefa, mujer de unos 75 años, algo dura de carácter, pero amable y dueña del tajo de chivas. A pesar de la cercanía entre ambos, no atinan siquiera a dirigirse una mirada, siquiera una palabra y, al preguntarle la causa, sólo alcanza a decir, agachada: “Qué tan grande ha de haber sido el agravio”, acompañada la frase de un gran silencio. Un hermano de doña Josefa, Genaro, de unos 70 años, la visita ocasionalmente, éste de tez morena, alto y distinguible desde muy lejos, por su gran casco blanco de obrero que no se quita ni para dormir, y tiene un buen humor que acompaña casi siempre con etílicas palabras entrecortadas; tales son sus rasgos característicos.

Entre los tres personajes, con sus diferencias notables, dan algo de luz y de vida a este derruido pueblo de roca donde, alguna vez, hubo un manantial con parcelas de duraznos y membrillos, recuerda don Marcos. Los hijos de ambos sólo de vez en cuando los visitan, y ellos siguen reacios a abandonar sus tierras que los vieron nacer y, en tiempos mejores, crecer; sólo esperan la muerte, a la cual abordan con singular burla y sin tapujos, como únicamente sabe hacerlo la gente de campo.

Un día en nuestras andanzas, alejados a varios kilómetros del pueblo, por una honda cañada divisamos en la vera empinada de la sierra un tajo de chivas que bajaba y, tras de ellas, a doña Josefa, quien penosamente se abría paso entre las espinas de los matorrales, las rocas y las lechuguillas. Cuando nos emparejamos en la vereda hacia el pueblo vimos, con asombro, que iba descalza, y en la espalda llevaba una par de huaraches colgados. Con sus maltratados pies hacía a un lado los tallos espinosos de la lechuguilla, esquivando las rocas sueltas de la pendiente, mientras con la mano sostenía el báculo de mando para guiar a unas 30 chivas. Le preguntamos, entonces: “Oiga, doña Josefa, ¿por qué no se pone las chanclas?”, a lo cual respondió: “Porque se me gastan”. Así, al llegar a lo más plano de la vereda, procedió a ponérselas, ya casi llegando al pueblo. Así es la vida en el campo y así es su gente.

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