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Capítulo II
Años 70: las misas de medianoche

Como se apreció en el capítulo anterior, el cortometraje La cravate y la opera prima Fando y Lis son representaciones de un mundo de halo infantil en el cine de Jodorowsky. Sobre todo en el largometraje, dicho mundo se plasma en un relato de inocencia perdida. A inicios de los años setenta viene una segunda etapa en la obra cinematográfica del psicomago, que abarca las películas El Topo y La montaña sagrada, con personajes que más bien superan la etapa de la niñez traumática de la opera prima y se enfrentan a una sociedad occidental decadente.

Ambas obras profundizan en el cine de este realizador su intertextualidad pictórica, cinematográfica y literaria. Ya Ben Cobb comenta en su libro Anarchy and Alchemy. The Films of Alejandro Jodorowsky (2006) las numerosas conexiones de dichas películas con la compilación japonesa de escrituras zen llamada Carne de Zen, Huesos de Zen. En este libro ahondaremos en otros enlaces.

El topo que busca el sol bajo la tierra

El Topo, su filme mexicano de 1970, es el más popular en su filmografía por su éxito como midnight movie en los Estados Unidos de Norteamérica, y convocar así a numerosos espectadores dispuestos a mostrar reverencia a filmes de estéticas y gustos alternativos. Esa dinámica nocturna y ritual fue imitada en la proyección de filmes como Pink Flamingos de John Waters (1972) o Eraserhead de David Lynch (1977) (Moldes, 2012, p. 228), al igual que en un fenómeno trascendental del llamado cine de culto como The Rocky Horror Picture Show de Jim Sharman (1975).

Esta película, que relata la historia de un mesías pistolero que se enfrenta a villanos armados, maestros espirituales y a toda una sociedad capitalista y esclavizante, capturó la sensibilidad de la contracultura norteamericana, un movimiento que estructuraba su visión y actitud ante el mundo en el llamado orientalismo, el uso de drogas y su crítica a la guerra. El inicio de este filme es contundente con respecto a cómo cierra la primera etapa del cine de Jodorowsky. Se ve al protagonista del filme (interpretado por el mismo director), un vaquero enfundado en un traje negro idéntico al de un personaje emblemático de wéstern italiano (popularmente conocido como spaghetti western), el de Django de Sergio Corbucci (1966), montando un caballo también de color oscuro, y además acompañado de un niño con sombrero, en medio del desierto, sin que aparezcan aquellas rocas que recorría Fando para llegar a su tierra prometida.

El sombrío vaquero ata a un palo la soga del caballo, y le da al niño un oso de peluche y el marco de una foto con la imagen de una mujer. “Hoy cumples siete años, ya eres un hombre. Entierra el primer juguete y el retrato de tu madre”. Mientras el niño cava el hoyo para darle fin a su vida de infante, renunciando a objetos como un acto de corte con su mamá, el vaquero toca su flauta, en acto ritual de iniciación. En un plano general, y viéndose solo partes del marco con la foto y del oso de peluche, se ve al hombre vestido de negro alejándose.

La madre, representada en aquellos objetos hundidos en la arena, se opone a lo que representa la imagen severa y estricta del vaquero. Él, desde el inicio de la película concentra en su imagen un género occidental como es el wéstern, tradicionalmente caracterizado por mostrar a personajes sumamente viriles y que, salvo contadas excepciones, subordinan a las mujeres.

En los créditos iniciales, con imágenes sombrías de manos que van escarbando la tierra, una voz nos dice: “El topo es un animal que cava galerías bajo la tierra buscando el sol y a veces su camino lo lleva a la superficie: cuando ve el sol, queda ciego”. La alusión a la caverna de Platón es evidente en cuanto a que el topo que refiere la voz en off se asemeja a los hombres encadenados que describió el filósofo en La República, alejados de la luz del sol, y que creen que las sombras que ven frente a ellos al interior de la caverna que los tiene presos son seres reales. Ellos, al descubrir que hay un mundo más allá, en el que caen los rayos del sol, se sienten estupefactos, sorprendidos ante la revelación. Pero el Topo, a diferencia de los personajes del mito platónico, busca el sol. A la luz de las referencias religiosas que se van sucediendo a lo largo de la película, ese Sol del que habla la voz posee un componente sagrado, puede ser el dios sol de los incas, como el ojo de un dios según las visiones religiosas que se pueden encontrar en la India o Persia. Esa búsqueda mística de lo luminoso es lo que puede cegar, para ver la realidad con otros ojos, no con los humanos.

La secuencia inicial del vaquero y el niño y la de los créditos, por lo tanto, son dos pasajes que reflejan cómo se irá desarrollando la película: arrastrando la narrativa y el imaginario del wéstern y a la vez transitando hacia una iluminación religiosa. En términos de las estructuras genéricas de las películas del Oeste, ¿cuáles son los referentes de este clásico de Alejandro Jodorowsky? No queda duda de que El Topo es un filme más próximo a las cintas del Oeste realizadas en Italia que a las norteamericanas. Pero no solo por el parecido entre el Topo jodorowskyano y el Django de Corbucci, sino también por ese rojo intenso de la sangre que inunda la tierra como charco y pinta las paredes de algunos de los primeros escenarios en los que aparece el protagonista, imágenes cercanas al cromatismo saturado del technicolor empleado en tantos spaghetti westerns.

Curiosamente, los puentes entre el spaghetti western y El Topo de Jodorowsky también se encuentran en la sensibilidad budista del filme, de alguna manera ya antecedida en el clásico de Sergio Leone llamado Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il West, 1968). El inicio de la película del también creador de la “trilogía del dólar” fluye serenamente, con encuadres fijos, como los de un Yasujiro Ozu; con personajes que se mueven lentamente o se balancean; con los sonidos amplificados de ruidos de puertas que se abren o de pájaros que cantan, imitando la concentración auditiva por parte de un monje en estado de meditación.

Si en la introducción del filme de Leone se halla el retrato quieto de un espacio invadido por vaqueros de pausados movimientos corporales, en la cinta de Jodorowsky más bien se registra el desplazamiento ceremonial del Topo y su hijo hacia el escenario del horror: cuerpos ensangrentados y ahorcados que cuelgan de una soga al interior de una iglesia, animales con las vísceras expuestas, tierra empozada de sangre. Zumbidos inquietantes de abejas, graznidos de cuervos y ruidos disonantes de puertas que se abren, son la melodía interior de la contemplación de la barbarie. Jodorowsky ennegrece esa estética zen de Leone y reemplaza la mítica armónica del personaje de Charles Bronson por una flauta. Pero esas crudas imágenes, además, recuerdan los encuadres de cadáveres animales en el sertón al inicio de Dios y el diablo en la tierra del sol de Glauber Rocha (Deus e o Diabo na Terra do Sol, 1964), un cineasta que —también en otro filme como Antonio das Mortes (1969)— asimiló los códigos del wéstern para representar una realidad como la brasileña.

El personaje principal de Jodorowsky está lejos de los vaqueros honorables y pulcros que interpretara John Wayne en títulos del Hollywood clásico como La diligencia de John Ford (Stagecoach, 1939) o Río Bravo de Howard Hawks (1959). El Topo hace justicia con sus propias manos, y ante las súplicas de un hombre para que lo mate en medio de ese reino de la muerte, le da una pistola a su propio y pequeño hijo para que cumpla con aquel pedido. Al colocarse en los dedos unos anillos que encontró en el lugar, se aproxima más al típico protagonista sucio y amoral, acumulador de objetos como cazarrecompensas, de un spaghetti western. De esa forma, aparenta un acercamiento al Clint Eastwood de la ya referida trilogía de Leone. Coincidentemente, el director de Los imperdonables (Unforgiven, 1992) realizó en los setenta una serie de wésterns en los que dio aliento a un vaquero con poderosas reminiscencias del Hombre sin Nombre de Leone, pero con dones fantasmales y actos mesiánicos, destinado a castigar pecadores en filmes como La venganza del muerto (High Plains Drifter, 1973).

Hay otros matices en la forma en que Jodorowsky se apropia del wéstern. Se enfrentará con unos vaqueros presentados con una música paródica, que juega a convertir una banda sonora al estilo de un Ennio Morricone en acordes de mariachis. Dichos cowboys son los que Luis Buñuel hubiera incluido en algún wéstern de autoría suya, obsesionados por los pies, como el mítico Otelo que Arturo de Córdova interpretó en Él (1952). Uno de ellos huele y besa con excitación sexual unos zapatos femeninos con tacos y les dispara en una práctica de tiro o los arroja al vacío. Su compañero, con una apariencia más cercana a un Pancho Villa, abre una planta y corta su fruto con su espada. Otro hace con piedritas el “dibujo” de una mujer desnuda y no solo se las come sino que simula el acto sexual con aquella figura femenina. Son vaqueros que encarnan una burla hacia la imagen amenazante de tantos villanos del género.

Ese lado cómico se acentúa en la forma en que rodean al Topo y a su hijo con sus caballos, riéndose exageradamente, y en la forma en que iniciarán un duelo. Si el Hombre sin Nombre interpretado por Clint Eastwood coloca una piedra para demarcar el duelo que tendrá con los personajes de Eli Wallach y Lee Van Cleef al final de El bueno, el malo y el feo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966), uno de los vaqueros del filme de Jodorowsky sopla un globo que, una vez que se desinfla en el suelo, será la señal para que los contrincantes empiecen a disparar. La manera en que la cámara enfoca el rostro de los personajes antes de los balazos, en primeros planos, es como lo que presenta Sergio Leone en la secuencia antes descrita1.

Si la piedra que coloca el personaje de Eastwood genera una tensión progresiva, con encuadres que se concentran en los rostros, lo que se aprecia en la cinta de Jodorowsky es la visión circense y bufonesca de un típico duelo de wéstern. Sin embargo, ello precede a una violencia explícita. El Topo le quita la vida a dos de sus tres contrincantes con certeros y gráficos disparos y, después de tratar de enfrentarse al sobreviviente, usa una escopeta como espada samurái, una de las primeras figuras que muestran el modo en que el director “orientaliza” el género del wéstern (por ello no es casualidad que Jodorowsky definiera a su película alguna vez como “eastern” (Chignoli, 2009).

Varios disparos del Topo caen sobre el cuerpo del sobreviviente del duelo y la sangre brota en el campo visual como chorros que estallan en sus piernas y su pecho. Es una violencia del Oeste comparable con la que pocos años atrás desató una película furiosa como La pandilla salvaje de Sam Peckinpah (The Wild Bunch, 1969). Con su estilo coreográfico, de intensos ralentís, los balazos entre los vaqueros danzan con un gore comparable al del cine de terror desarrollado a partir de Blood Feast de Herschell Gordon Lewis (1963). No obstante, si la violencia en Peckinpah tiende a la lenta agonía, en Jodorowsky es seca, deviene en un instante que irrumpe brutalmente.

Esa violencia sin pudor exhibida por Jodorowsky, a diferencia de la de Peckinpah, abre paso a la experiencia religiosa, sacramental. El Topo echa sobre el agua al vaquero y moja su cabeza imitando un bautizo, mientras le pide información sobre el paradero del Coronel. El hombre moribundo le dice que dicho sujeto se encuentra en la misión de los franciscanos. Al morir, el protagonista le coloca en la boca los anillos que poseía en sus manos. Por ello, la cercanía con un cazarrecompensas de wéstern italiano mostrada al inicio del filme fue solo aparente. El Topo solo usó los anillos como carnada para atraer a sus primeras víctimas.

El accionar del protagonista, en ese sentido, se aproxima al de Juan el Bautista, que en el Evangelio según San Mateo actúa como un redentor: “y eran bautizados por él en el Jordán, confesando sus pecados” (3:6, versión Reina Valera, 2000), “Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (3:11). El agua actúa en la escena, pues, como elemento purificador del vaquero que se hunde con el peso de objetos que simbolizan la riqueza.

La secuencia que presenta al Coronel y a sus secuaces se inicia con el fusilamiento de hombres vestidos con camisa de cowboy y sombrero de paja. Cerca de ellos aparece la misma vitrola que cargaba Lis en su camino a Tar, en medio de la arena. Aquel viejo reproductor de música sigue siendo el reflejo de seres inocentes que son degradados hasta ser hundidos en la tierra.

Los vaqueros liderados por el Coronel realizan acciones extrañas, sea leer la Biblia y sonarse la nariz con las páginas que le arrancan, beber vino de un cáliz, partir con un cuchillo cuerpos animales o cargar la vitrola para después ponerla a tocar y bailar con los franciscanos que se encuentran con las manos amarradas, de espaldas a ellos, contra una pared. Son villanos retratados de modo farsesco. Actúan como mimos y apenas se les escucha una risa malévola, estridente y a la vez juguetona.

Se quitan el sombrero como galantes caballeros, pero en seguida apuntan su pistola hacia los franciscanos, como si se tratara de aquellas damas indefensas que pueblan los wésterns: los sacan a bailar, los besan en el rostro, los desnudan, les pintan la boca o el trasero con sangre y a uno le ponen un manto en la cabeza para que se asemeje a la Virgen María. Los secuaces del Coronel son esbozados cómicamente, pero a la vez de manera blasfema.

Es una secuencia que esboza el mal para burlarse de él, pero también del propio wéstern y sus jinetes con posturas de macho. Se reduce el género a un homoerotismo que gira alrededor de cuerpos dóciles y jóvenes, con una sensualidad de efebo, irradiada desde películas italianas de pocos años atrás, como Satyricon de Federico Fellini (1969) o Medea de Pier Paolo Pasolini (1969). A mediados de la década del 2000, muchos dijeron que Secreto en la montaña de Ang Lee (Brokeback Mountain, 2005) fue el primer wéstern homosexual. Sin embargo, la dimensión gay presente en El Topo es abierta y explícita. Además, ese amaneramiento de los vaqueros antecede al que plasmara con manierismo el tailandés Wisit Sasanatieng en Las lágrimas del tigre negro (Fah talai jone, 2000) o al de Gore Verbinski, que muestra un hombre afeminado vestido como bebe en El llanero solitario (The Lone Ranger, 2013), película que además exhibe jinetes con sombrilla en su recorrido por el desierto, al igual que el personaje interpretado por Jodorowsky. El director de la saga de Piratas del Caribe también creó un mundo lisérgico inspirado en el wéstern, muy cercano estilísticamente a El Topo, a través del largometraje animado Rango (2011).

Sin embargo, la masculinidad y la feminidad son líneas que pueden cruzar a un mismo personaje, tal como sucede en Fando y Lis. Aquellos mismos vaqueros que mostraron su deseo hacia los franciscanos, también lo visibilizan hacia una mujer de amplio sombrero y alargado traje marrón que cubren su rostro, y espigada figura, de enigmática belleza. Cuando los hombres del Coronel se aproximan de forma invasiva a aquella joven de andar lento y misterioso, simulan que montan caballos de juguete invisibles y jadean como perros sedientos, sin emitir palabras, como si estuvieran al interior de una película muda. Solo después hablan para decir que el Coronel es generoso y que les puede regalar una mujer, pero ella dice que aquel autoritario hombre mataría al que la tocara.

Ella entra a un espacio de forma cónica con decorados religiosos: un confesionario, una cruz, el cuadro de una virgen del que emerge el Coronel con chanchos que corren desde aquella construcción de cemento. Si los cerdos en Fando y Lis representaban la enfermiza descendencia de Lis, en El Topo son el emblema de la suciedad tiránica que profana un espacio dedicado a Dios.

En ese sentido, el pistolero interpretado por Jodorowsky aparece como el típico vaquero justiciero, que busca derrocar a un hombre pérfido y abusivo. En una escena que no solo destila una violencia peckinpahiana sino además un humor absurdo, se muestra al protagonista lanzando un cuchillo con maquinal puntería hacia el cielo, que se incrusta en el cuello de un vaquero que cuida las tierras del Coronel desde lo alto de una torre. Es un momento non-sense comparable al del zombi que lanza una daga desde muy lejos, y que clava la mano de una mujer que busca escapar por el balcón de una casa para evitar ser atacada por otros muertos vivientes en Burial Ground de Andrea Bianchi (Le notti del terrore, 1981). Las huellas de El Topo, en efecto, se pueden rastrear en gran parte del cine exploitation, como en la aparición de un samurái con su hijo, que degüella con surreal violencia a sus contrincantes en zonas desérticas en la película El asesino del Shogun de Robert Houston y Kenji Misumi (Shogun Assassin, 1980).

Justo cuando el Coronel desnuda los pechos de la misteriosa mujer para que sea devorada sexualmente por sus secuaces, el Topo irrumpe violentamente, derribando unas puertas de madera y, bajo amenaza, su hijo les quita las armas a los vaqueros para iniciar así, en un cementerio reminiscente de alguno de los wésterns de Leone, un duelo con el Coronel. La acción es interrumpida por un cartel, con las mismas manos que escarbaban la tierra en los créditos iniciales, que dice “Génesis”, lo que remite a la creación mítica del mundo, pero que en la película equivale al que alumbrará el Topo una vez que derroque al Coronel.

Que el Topo aparece como creador de un nuevo mundo se evidencia aún más cuando el Coronel, después de recibir un disparo que le vuela el peluquín y raspa su piel, le pregunta: “¿Quién eres tú para hacer justicia?”, a lo que el Topo responde: “Soy Dios”. Los vaqueros, que antes se sometían a las órdenes del Coronel, ahora lo cogen de las extremidades. El protagonista, así, castra a aquel personaje, mientras la sangre se expulsa como un chisgueteo de su cuerpo. El Coronel camina castrado y avergonzado de su desnudez, como Adán expulsado del Paraíso. Coge un rifle y se dispara en la boca.

Si el Topo ha expulsado de su paraíso al Coronel, aquella misteriosa mujer deviene en la tentación para el protagonista. Enfrente del hijo del cowboy y de los franciscanos coge la mano del Topo y la pone en su seno. Se interpone entre el personaje interpretado por Jodorowsky y el niño, abrazando al triunfante pistolero. Este se sube al caballo con ella tras su espalda y con su pie empuja a su propio hijo diciéndole: “Destrúyeme, ya no dependas de nadie”. Es una frase semejante a la que escucha Fando en los labios de su madre cuando la entierra (“Gracias por destruirme”). La destrucción de la figura paterna o materna según el cine de Alejandro Jodorowsky simboliza una liberación, un acto de independencia.

Uno de los franciscanos le dice al niño que llore para que el Topo se apiade de él, pero al final, en un salto de raccord surrealista al estilo del Buñuel de los inicios, se ve al pequeño vestido también como ellos. Esa ruptura de la relación del padre y su hijo da lugar al raudo viaje a caballo del Topo y la mujer por el desierto. Las imágenes que se suceden a continuación, en un bosque en que él toca su flauta sentado sobre una piedra, retoman esa concepción de la naturaleza paradisiaca de Tar en Fando y Lis. Ella sonríe acercándose a la fuente del melodioso sonido, huele las hojas y juega con un pajarito.

Son como Adán y Eva en el paraíso. O como Moisés el profeta y su seguidora. Ella prueba el agua y le dice que sabe amarga, a lo que él responde: “Moisés en el desierto encontró agua, el pueblo no la pudo beber porque estaba amarga. Al agua le pusieron el nombre de Mara”. Lo que dice el personaje principal del filme hace clara referencia a pasajes del Éxodo en el Antiguo Testamento: “E hizo Moisés que partiese Israel del Mar Rojo, y salieron al desierto de Shur; y anduvieron tres días por el desierto sin hallar agua” (15:22), “Y llegaron a Mara, y no pudieron beber las aguas de Mara” (15:23), “Entonces el pueblo murmuró contra Moisés, y dijo: ¿Qué hemos de beber?” (15:24) “Y Moisés clamó a Jehová, y Jehová le mostró un árbol; y lo echó en las aguas, y las aguas se endulzaron” (15:25). Cuando el personaje de Jodorowsky pronuncia esas palabras bíblicas, mueve un pedazo de árbol en el agua y, milagrosamente, la endulza. Por ello, él le dice que la llamará Mara, porque “sabe como agua amarga”. Si bien el nombre que recibe la bella joven que lo acompaña se inspira en el Antiguo Testamento, su representación como figura tentadora se asocia también con un imaginario claramente oriental. Mara es el nombre de un personaje demoniaco, antagónico a Buda, que encarna el placer y la pasión.

Así, el Topo emerge como un ser milagroso que se encomienda al dios del cristianismo. De nuevo en el desierto, ella le pregunta cómo harán para vivir ahí, si mueren de sed, y él desentierra unos huevos y los rompe con la mano. El personaje principal cita los Salmos con voz de quien se encuentra en trance divino: “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, Así clama por ti, oh Dios, el alma mía” (42:1), “Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo” (42:2). Apoyado en la arena como un yogui en estado de meditación, ella da vueltas lentamente alrededor de él, pronunciando la palabra “Nada” incesantemente.

Si en Fando y Lis las marcas de Jean-Luc Godard se hallan en la asincronía de sonidos de guerra que se emplean (al estilo de Pierrot el loco) en la introducción del personaje femenino principal, en El Topo se encuentran en el collage de frases de fuentes literarias diversas en la boca del protagonista. Así como se empalman versos de Paul Éluard en la voz de Anna Karina en Alphaville (1965), la voz del protagonista del segundo filme de Jodorowsky, como recitando poesía, hace múltiples referencias a las sagradas escrituras del cristianismo. Incluso la manera en que ella gira alrededor de él es el reverso introspectivo y grave de la danza alegre de la musa de Godard alrededor de Belmondo en una escena musical de la ya referida Pierrot el loco. El director toma recursos expresivos del maestro de la nouvelle vague, originalmente plasmados en un tono romántico o festivo, para hacerlos devenir en experiencia sagrada.

Por ello es llamativo que se repitan en El Topo las imágenes de los huevos que explotan con las manos. Aparecieron en montaje discontinuo en Fando y Lis para representar la pérdida de inocencia del personaje interpretado por Diana Mariscal, y aquí reflejan lo mismo; el desierto exhibe cómo el protagonista pasa de ser un mero justiciero de wéstern a ser alguien que carga en sus labios la palabra de dios, que la conoce en medio de la sed reinante.

De alguna manera perder la inocencia consiste en darse cuenta, en sentir que la vida de hombre armado, dedicado a matar, tal vez no es la que debe guiarlo. Por ello, después de experimentar su contacto con las palabras de los Salmos como un yogui, poco a poco se desprende de su traje de vaquero, de su correa de balas y su negro sombrero. Sin embargo, parte de ese impulso por la violencia (propio, además, de su condición de personaje de wéstern) aún vive en él y por eso abofetea a Mara, le arranca la ropa, la desnuda para poseerla sexualmente.

A pesar de los golpes y la agresividad que soporta su cuerpo, ella siente en medio de sus alucinaciones, en las que flota desnuda en el mar, que solo a través del Topo, de su poder sexual, alcanzará aquella agua esquiva. Muestra de ello es que después de aquella escena vejatoria, encuentran milagrosamente una roca con forma fálica de la que brota abundante agua que ella bebe con placer. El encuadre que muestra aquella acción de Mara se adelanta a algunas de las imágenes recurrentes del cine pornográfico, aquellos cumshots bucales que abundan en un género que pocos años después se inició con la cinta Garganta profunda de Gerard Damiano (Deep Throat, 1972).

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