La filosofía contada por sus protagonistas III

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La filosofía contada por sus protagonistas III
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A Sergio, mi hijo.

La filosofía contada por sus protagonistas III

Ilustraciones de cubierta e interiores: Susana Miranda

Diseño de cubierta: Equipo Laberinto

© del texto: José Antonio Baigorri Goñi

© de la presente edición: EDICIONES DEL LABERINTO, S. L.

ISBN: 978-84-8483-944-6

Depósito Legal: M-13637-2018

Imprime: Gráficas Cofás

Impreso en España - Printed in Spain

www.edicioneslaberinto.es

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Prólogo

Filosofar es una necesidad humana y la capacidad de hacerlo la poseemos tanto los hombres como las mujeres; no es, pues, un privilegio masculino, como puede parecer por las pocas referencias que en nuestra cultura se hacen a las reflexiones filosóficas de las mujeres. De hecho, son muy numerosas las mujeres que se han aplicado a la filosofía a lo largo de la historia y, también, las que lo hacen en la actualidad.

Dos libros nos pueden servir para confirmar esta dedicación de las mujeres a la filosofía. El primero de ellos, escrito a finales del siglo xvii por Gilles Ménage, lleva por título Historia de las mujeres filósofas, y en él se hace referencia a sesenta y cinco filósofas, nombradas por escritores e historiadores. Las fechas en las que vivieron estas pensadoras nos hacen ver, además, cómo las mujeres han reflexionado filosóficamente desde el mismo momento en que esta disciplina nace en Grecia allá por el siglo vi a. C. Es una pena que el autor, al hablar de ellas, apenas nos transmita su pensamiento, y se limite a señalar quiénes fueron, así como las fuentes en que aparecen mencionadas. Pero, a pesar de que solo sobrevuela por encima de sus reflexiones, se puede apreciar en sus páginas el elevado valor de muchas de ellas, así como el impacto que tuvieron en su época.

El segundo es de nuestros días y ha sido escrito por la pensadora alemana Ingeborg Gleichauf con el título de Mujeres filósofas en la historia. En él, hace un recorrido histórico desde la Antigüedad hasta nuestros días, y recoge, de forma resumida pero con gran rigurosidad, las reflexiones filosóficas de cuarenta y seis intelectuales femeninas, la mayor parte de ellas de los siglos xix y xx. El libro, a pesar de que expone solo una parte reducida de sus reflexiones —es lógico por el elevado número de mujeres filósofas de las que habla— sirve para hacer ver con claridad tanto el valor de su pensamiento como el impacto del mismo en la sociedad de su época.

Sin embargo, a pesar de que el número de mujeres que se ha dedicado a la filosofía es muy elevado, la mayoría de las Historias de la Filosofía apenas hacen referencia a ellas. Al ojearlas, da la impresión de que la reflexión filosófica es una tarea exclusivamente masculina. Parece como si los que han escrito esas recopilaciones comulgaran con la mentalidad de Teodoro el Ateo que, en el siglo iii a. C., al censurar a la filósofa cínica Hiparquía por dedicarse a la filosofía, le recriminaba el haber abandonado su «función propia» como mujer, que no era otra que la utilización de la lanzadera en el telar.

Umberto Eco, al leer la traducción al francés del libro de Ménage, consultó varias enciclopedias filosóficas, y al comprobar que en ellas no se citaba más que a una de las mujeres filósofas de las que se habla en esa obra, realizó el siguiente comentario: No es que no hayan existido mujeres que filosofaran. Es que los filósofos han preferido olvidarlas, tal vez después de apropiarse de sus ideas.

Si dejamos de lado las Historias de la Filosofía y nos fijamos en el sistema educativo, por lo menos en el español, el panorama es muy similar. En los planes de estudios de la Enseñanza Secundaria, la asignatura de Historia de la Filosofía, que se imparte en el último curso de Bachillerato —quizá mejor habría que decir que «se impartía», puesto que la LOMCE la ha eliminado como asignatura obligatoria— nunca ha incluido en su currículo a mujer alguna, aunque sí lo han hecho algunas autonomías, posiblemente por razones localistas.

Esta situación de «olvido» de la mujer —quizá sería mejor hablar de «ninguneo»— no es, además, exclusiva de la filosofía; se produce en todos los ámbitos culturales. En los planes de estudio de Enseñanza Secundaria ocurre algo semejante en la mayoría de las materias: Literatura, Arte… Parece como si la cultura, por lo menos la «cultura valiosa», la que merece conocerse y estudiarse, fuera una tarea exclusivamente masculina. Sin ir más lejos, y fuera del espacio de la enseñanza, no hay más que ir al Museo del Prado e intentar encontrar en él algún cuadro pintado por una mujer. Como señala el dicho popular: cuesta Dios y ayuda.

Las mujeres participan, y han participado a lo largo de toda la historia, en la creación cultural —a pesar de que han tenido en muchos momentos una oposición brutal por parte de la sociedad para poder dedicarse a esa tarea— y sus aportaciones, en muchos casos, han sido y son encomiables, aunque no se les dé visibilidad.

Y eso es, precisamente, lo que, a pequeña escala, pretende este libro: visibilizar el pensamiento de algunas mujeres filósofas de talla. Su objetivo es dar a conocer de manera clara, sencilla y amena las respuestas que algunas mujeres filósofas han dado a las cuestiones que se plantea la filosofía. En concreto, expone las reflexiones filosóficas de cuatro pensadoras del siglo xx que, ordenadas por fecha de nacimiento, son: María Zambrano, Hannah Arendt, Simone de Beauvoir y Esperanza Guisán. Para comenzar, y como pórtico del libro, recoge también el pensamiento de la primera mujer filósofa de la historia de la que se dispone de suficiente material como para poder entrevistarla «virtualmente» con cierta garantía: Hiparquía.

Y es que un mínimo de material es imprescindible porque, en el libro, para exponer el pensamiento de estas mujeres, utilizo el método de la entrevista: converso con ellas «virtualmente», planteándoles una serie de preguntas e interpelando a sus textos, a sus palabras escritas, para encontrar en ellos las respuestas. Para conversar con alguien no es imprescindible tenerlo delante; basta con tener sus escritos y recurrir a ellos para encontrar las respuestas a lo que se quiere saber.

Utilizo este método porque me parece uno de los más adecuados para acceder al pensamiento de cualquier persona y hacerlo comprensible: la entrevista permite preguntar al entrevistado por aquello que a uno le interesa, hacerle volver al tema si se evade de él, repetir la misma pregunta las veces que sean necesarias si algo de lo que ha expuesto no ha quedado claro… Además, si se sospecha que en su pensamiento hay algún problema —es decir, alguna contradicción, alguna incoherencia o algún supuesto no justificado— posibilita poder planteárselo directamente para ver cómo lo resuelve. De hecho, ya he utilizado este método para entrevistar a filósofos, en este caso hombres, en los dos libros anteriores titulados La filosofía contada por sus protagonistas I y II, y la crítica lo ha valorado muy positivamente.

Naturalmente, las entrevistas a personas que ya no existen tienen que ser necesariamente «virtuales», lo que las dota, además, de un plus de facilidad y de comodidad. Se empiezan y se terminan a voluntad del entrevistador, no es necesario preocuparse por concertarlas y buscar horas compatibles, no requieren un lugar especial para celebrarse, ni unas presentaciones o despedidas protocolarias… Basta con tener a mano las obras de aquellas personas cuyo pensamiento se quiere conocer y leerlas con detenimiento. Como esta posibilidad la tenemos todos, las entrevistas no tienen porqué terminar con las preguntas que el autor plantea en el libro a las filósofas de las que se ocupa. Cada lector le puede plantear las suyas, a ellas o a otras pensadoras o pensadores, y conversar con sus textos por su cuenta. De hecho, este sería su mayor éxito.

José Antonio Baigorri Goñi

Hiparquía


Hemos solicitado realizarle esta entrevista porque, aunque no es usted la primera filósofa de la historia, es la primera de la que poseemos una información suficiente como para poder mantener una conversación acerca de sus ideas. Este es el motivo por el que nos parece obligado que sus reflexiones filosóficas sirvan de pórtico a un libro que lo que pretende es hacer visible el pensamiento de algunas de las mujeres que se han dedicado a la filosofía. Somos conscientes de que corremos el riesgo de no reflejar sus propuestas filosóficas con exactitud ya que se han perdido todas las obras que usted escribió y, además, no son muchas las referencias que tenemos de su pensamiento, pero, a pesar de estas dificultades, lo vamos a intentar.

Efectivamente, como acabas de decir, no soy la primera filósofa de la historia. Antes de mí existieron muchas otras mujeres que se aplicaron a esta tarea, y quiero citar, por lo menos, a algunas de las más importantes: Téano de Crótona, que se hizo cargo de la escuela pitagórica a la muerte de Pitágoras, Aspasia, cuya inteligencia era admirada por el mismísimo Sócrates, y Diotima, que intervino como interlocutora en uno de los Diálogos de Platón.

 

Ahora bien, de ellas, y de otras que no he citado, apenas se conoce poco más que sus nombres; además, se conservan tan pocas referencias de su pensamiento que, como tú mismo has señalado, no parece posible conversar con ellas virtualmente acerca de su filosofía por falta de material.

Mi caso no es el mismo. Es verdad que no queda rastro alguno de las tres obras que escribí: Hipótesis filosóficas, Epiqueremas y Cuestiones a Teodoro llamado el Ateo, y que tampoco existen demasiadas referencias hacia mis ideas o mi persona en otros pensadores de la época; sin embargo, Diógenes de Laercio en su obra Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, en el Libro VI, que dedicó a exponer el pensamiento de los filósofos cínicos, habló brevemente de mí y de mi filosofía, aunque, siendo sincera, tengo que reconocer que no me trató como una pensadora con entidad propia.

Hubo muchas mujeres filósofas en Grecia que merecían más que yo ocupar un lugar en esa historia del pensamiento griego. Ahora bien, si Diógenes no hizo referencia a sus reflexiones, el motivo hay que situarlo, probablemente, en el hecho de que no tuvieron como pareja a un filósofo importante, como fue mi caso. Habló de mí en su obra, pero lo hizo dentro del apartado que dedicó a mi esposo, Crates de Tebas, un conocido y destacado miembro de la escuela cínica, al que se le apodaba el abridor de puertas por la costumbre que tenía de irrumpir en las casas sin haber sido invitado y sin solicitar previamente ser recibido.

En el mundo griego se consideraba que no era función de las mujeres dedicarse a tareas intelectuales —ya hablaremos más adelante de ello— y si alguna lo hacía, y cultivaba, por ejemplo, la filosofía, como fue mi caso, se la criticaba por haberse salido del papel que debía desempeñar en la sociedad. Si no hubiera sido porque mi pareja fue un filósofo cínico importante, lo más probable es que no hubieras podido realizar esta entrevista, por muy original y valioso que hubiera sido mi pensamiento, ya que Diógenes de Laercio no me hubiera incluido en su obra.

Pero, ¿cómo podemos realizar la entrevista y conocer su pensamiento si no se conservan sus obras y, prácticamente, no existen referencias de sus ideas?

Propongo que lo intentemos tomando el siguiente camino: expondré, en primer lugar, algunas de las anécdotas que sobre mi vida cuenta Diógenes de Laercio en su obra y, a continuación, analizaré esas anécdotas desde la perspectiva de la filosofía cínica. Ya que se refiere a mí al exponer el pensamiento de los filósofos cínicos, y me califica como miembro de esa escuela, voy a hacerle caso, y trataré de exponer mi pensamiento comentando las anécdotas que refiere sobre mi persona, relacionándolas después con la corriente filosófica en la que me sitúa.

Me imagino que cuando has entrevistado a otros pensadores no habrás seguido ese camino, y habrás comenzado hablando de su vida y del contexto en el que se desarrolla y, luego ellos habrán pasado a exponer teóricamente su pensamiento comentando sus escritos. Como en mi caso no es posible seguir este camino, porque se han perdido mis obras y quedan muy pocos comentarios sobre mi forma concreta de pensar, vamos a «deducir» cuál fue ese pensamiento detallando las anécdotas que Diógenes cuenta sobre mi vida, analizándolas, después, desde el prisma de las ideas del movimiento filosófico del que, como también él mismo afirma, yo formaba parte.

Fíjate, igual resulta más interesante y atractivo hacerlo de esta manera que seguir el método que habitualmente utilizas para realizar las demás entrevistas. Un pensamiento, si no sirve para dirigir una vida, no es auténtico y, por eso, recorrer el camino inverso, y deducir el pensamiento de una persona a partir de lo que hace en su vida, garantiza al máximo su autenticidad.

No obstante, me parece imprescindible comenzar haciendo referencia, previamente, si no a mi vida concreta, sí a la época en que viví, ya que solo en ese contexto tendrán sentido las anécdotas sobre las que vamos a reflexionar y el pensamiento que las sustenta.

Me parece muy bien, así que siguiendo el guion que usted misma ha propuesto, háblenos de las características de la época en la que vivió.

Vamos a ello. Mi vida transcurre en Grecia durante la segunda mitad del siglo iv a. C. —eso se sabe con seguridad, aunque no queda constancia de las fechas concretas de mi nacimiento y de mi muerte— y la Grecia de esa época es muy diferente de aquella en la que habían elaborado su filosofía Sócrates, Platón y Aristóteles. El pensamiento de estos hombres, sobre todo el de los dos primeros, reflejaba una Grecia con unas polis independientes y prósperas, que disfrutaban de libertad, y reflejaba asimismo los intereses de una clase aristocrática que no tenía necesidad de trabajar para vivir puesto que lo hacían por ellos sus esclavos.

Por eso, su filosofía valoraba sobre todo las «ideas», e infravaloraba lo material, daba más importancia a lo teórico que a lo práctico, y proponía como objetivo de la vida humana la «sabiduría», la «contemplación», un ideal accesible solo a unos pocos, a ellos, a los aristócratas.

Sin embargo, en la Grecia en la que yo elaboro mi pensamiento, las polis han perdido su independencia y su libertad, puesto que han sido conquistadas por Macedonia, y han pasado a formar parte de unas organizaciones políticas más amplias que se encuentran sometidas a un poder externo, lo que impide que sus ciudadanos puedan participar en la toma de decisiones. Por otro lado, sobre todo después de la muerte de Alejandro, la convulsión política y los conflictos entre las polis griegas se convierten en la forma habitual de relacionarse entre ellas.

Como consecuencia de todo ello, la filosofía de mi época sigue unos derroteros muy distintos a los de la llamada Grecia clásica, y se preocupa, sobre todo, por tratar de encontrar un refugio donde guarecerse de la penosa situación en que vivíamos los griegos en ese momento histórico, proponiendo «ideales» fácilmente alcanzables, y accesibles a todos los ciudadanos y no solo a los aristócratas.

La filosofía de mi época es más directa, inmediata y vital, y se ocupa prioritariamente de temas prácticos: se preocupa, sobre todo, de señalar cómo vivir el día a día en ese ambiente ingrato y difícil en el que transcurre nuestra existencia. La filosofía de mi época apenas se preocupa de los problemas teóricos y se ocupa, casi exclusivamente, de reflexionar acerca de cómo es posible vivir felizmente, estando inmerso en los numerosos males que nos aquejan. Se convierte, de esta manera, en un instrumento que persigue ayudarnos a los griegos a soportar la ruinosa situación social y política en la que nos encontrábamos.

Esta es la línea en la que se mueven tanto el estoicismo, como el epicureísmo y el cinismo, que son las corrientes filosóficas más representativas de la Grecia que a mí me tocó vivir.

Una vez que ha expuesto la situación de la Grecia de su época, ¿qué le parece si pasamos ya a hablar de esas anécdotas que, según nos ha indicado, van a servir para deducir de ellas su forma de pensar al relacionarlas con la filosofía cínica?

La primera de ellas, y sin duda alguna la más importante, es la de mi peculiar relación con Crates. Yo nací en Maronea y tuve un hermano, Metrocles, que se dedicaba a la filosofía y que se convirtió en su discípulo. Gracias a esa relación, fue como conocí al que se convertiría luego en mi esposo. Físicamente no era demasiado agraciado y, además, su rostro estaba bastante desfigurado como consecuencia de los golpes que le había propinado un citarista, de nombre Nicódromo, al que había incomodado con sus palabras; estaba siempre sucio y era pobre de solemnidad; sin embargo, sus palabras y su conducta hicieron que me enamorara de él, sin prestar atención alguna a los pretendientes que me cortejaban, la mayor parte de ellos ricos, nobles y con dinero.

Él intentó desanimarme haciéndome ver que vivía como los «perros», en las calles, con el cielo como único techo, y alimentándose de los desperdicios que encontraba en los montones de basura. Me advirtió, además, de que si tenía la intención de vivir con él, tenía que saber que, absolutamente todo lo que hiciéramos, sería público, incluyendo las relaciones sexuales, que las tendríamos siempre que nos asaltara el deseo, como también las tienen los perros.

Mis padres, que eran ricos, horrorizados por la persona de la que me había enamorado, y por la que sería mi vida si me unía a él, trataron de que me olvidara de esa relación y me prohibieron seguir con ella. Sin embargo, yo estaba dispuesta a mantenerla y les amenacé con matarme en caso de que continuaran con su prohibición. Tuvieron piedad de mí, y consintieron en que me fuera a vivir con Crates, y eso es lo que hice.

Cuando le dije a mi amado que estaba dispuesta a unirme a él, se desnudó delante de mí y me dijo: este es el novio, esta tu hacienda; delibera ante esta situación porque no vas a ser mi compañera si no te haces con estos mismos hábitos. Acepté su ofrecimiento y sus condiciones y abandoné Maronea, donde había vivido hasta entones, y me fui con él, cubierta solo con una vieja tela, descalza, y con los cabellos largos sin lavar ni peinar.

No me extraña que haya afirmado que esta anécdota era importante. Importante e impactante a la vez. ¿Qué forma de pensar, característica de la escuela cínica, se encuentra detrás de ella?

En mi época, no me extrañaría que en la tuya ocurriera lo mismo, la mayor parte de la gente pensaba que la felicidad se obtenía poseyendo dinero, poder, reconocimiento, honores…, y se pasaba la vida tratando de conseguir esas cosas, haciéndose de esa manera totalmente dependiente de ellas y convirtiéndose en sus esclavos. Sin embargo, para nosotros los cínicos, la felicidad se encontraba en vivir sin dar valor alguno a todas esas cosas, en vivir «autónomamente», siendo cada uno «dueño de sí mismo». Pensábamos que para ser felices era imprescindible vivir sin tener que depender de cosas diferentes a uno mismo.

Crates, mi compañero y maestro, y yo misma, estábamos convencidos de que la felicidad se conseguía llevando una vida «sencilla» y «acorde con la naturaleza». El ser humano posee en sí mismo los elementos que le permiten vivir feliz y, por eso, su verdadero bien consiste en conquistar su autonomía. En nuestra opinión, la verdadera virtud consiste en alcanzar la autonomía propia, sin depender de nada, ni de nadie. Por eso, despreciábamos las riquezas y cualquier forma de preocupación material. Para nosotros estaba claro que el ser humano con menos necesidades era el más libre y el más feliz.

Los miembros de la filosofía cínica sosteníamos que las personas solo podíamos ser felices en la medida en que nos bastáramos a nosotras mismas sin depender de cosas externas. Es cierto que necesitábamos comer y beber para poder subsistir —cuántas veces se lamentaba Crates de la necesidad que tenemos todos los humanos de ingerir alimentos sólidos y de beber agua— pero, en nuestra opinión —y así vivíamos— para satisfacer esas necesidades nos era suficiente con aquello que encontrábamos por la calle y que habían despreciado los demás.

En mi época, como usted misma ha insinuado, se piensa también, mayoritariamente, que la felicidad se consigue teniendo dinero. La «sociedad de consumo» en la que vivimos actualmente identifica la felicidad con el consumo y piensa que a mayor posibilidad de consumo mayor felicidad, por lo que el dinero, cuanto más mejor, se convierte en el bien supremo para una gran parte de las personas que formamos parte de ella. Pero, sin llegar a este extremo nuestro, ¿no le parece que lo que usted defiende es muy radical?, ¿no le parece que su posición es también extremista aunque sea de signo opuesto?

En absoluto. Por eso, precisamente, no dudé en abandonar las comodidades y la riqueza familiar para unirme a Crates y vivir con él y como él. Ten en cuenta que no se trata de que fuera pobre y sostuviera esas ideas para poder conformarme con la situación en la que vivía, y que, al no poder salir de la pobreza, pusiera en ella el ideal de vida, el bien para mi vida y para la de cualquier persona. Todo lo contrario: abandoné la riqueza, los lujos y el disfrute de las cosas materiales «voluntariamente», convencida de que si quería ser feliz tenía que actuar de esa manera. Y, que conste, que no me arrepentí nunca de esa decisión. A pesar de que mi familia insistía con gran frecuencia en que volviera con ellos, ni se me pasó por la cabeza el hacerles caso, lo que me parece que es suficientemente significativo.

 

De hecho, lo mismo le había ocurrido a Crates antes que a mí. Siendo una persona de notable posición que había logrado reunir una gran fortuna, decidió voluntariamente repartirla entre sus conciudadanos de Tebas y, después de hacerlo, se fue a Atenas para dedicarse a la filosofía. Cuentan que, mientras repartía el dinero y las pertenencias entre sus conciudadanos, estos se reían de él pensando que se había vuelto loco. Él, sin embargo, se reía de ellos, y más fuerte además, porque se daba cuenta de que eran incapaces de entender que, lo que estaba haciendo al deshacerse de su fortuna, era precisamente lo que le iba a permitir ser feliz.


Cuando llegó a Atenas, vivió cubierto solo de telas viejas, merodeando por las basuras para recoger cortezas de pan, aceitunas y espinas de pescado seco, que guardaba luego en una alforja. Consideraba que esa alforja era su auténtica ciudad, una ciudad que calificaba de amplia y opulenta, en la que no había parásitos ni cortesanas, una ciudad, además, que proveía de alimentos suficientes a su rey. Por eso, acostumbraba a decir que cargaba su patria en las espaldas y que se alimentaba de ella. Una alforja, las ropas viejas que le cubrían, y un bastón que le ayudaba a caminar, fueron su vestimenta habitual, la mía desde que me uní a él y, en general, la de todos los filósofos cínicos.

También sus allegados intentaron que abandonara el tipo de vida que llevaba ofreciéndole todo tipo de bienes si lo hacía, aunque él los rechazó siempre, llegando en alguna ocasión a alejarlos a bastonazos. Desde que se marchó de Tebas vivió toda su vida de la misma manera, y eso que murió de viejo, después de pasar los últimos días de su vida debajo del alero de unos almacenes del Pireo, donde los marineros guardaban sus bultos, y donde se lo encontraron un día, consumido por el hambre.

Por cierto, ¿por qué les llamaban «cínicos» a los que pensaban como nos ha dicho? Normalmente, este adjetivo se utiliza para calificar a las personas que actúan con falsedad, a las personas que no tienen inconveniente alguno en hacer afirmaciones y defenderlas aún sabiendo que son falsas. ¿Eran ustedes así?

En absoluto. No es ese el significado del término «cínico» cuando se usa para caracterizar nuestra forma de pensar. La filosofía «cínica» no tiene nada que ver con la falsedad y mucho menos con el engaño. Etimológicamente, el término proviene del sustantivo griego cinos, que significa «perro», y son varios los motivos que pueden haber influido para que se usara este adjetivo al calificar nuestra filosofía y a los que la seguíamos.

Uno de ellos, posiblemente el más sólido, tiene que ver con el hecho de que uno de los fundadores del cinismo, Antístenes, tuviera la costumbre de enseñar en Atenas, en un gimnasio llamado Cinosarges, nombre que, traducido al castellano, vendría a ser «perro blanco» o «perro veloz». Al contenido de sus enseñanzas se les llamó «cínicas» porque se impartían en un gimnasio que llevaba el nombre de cinos, de perro.

Pero también puede haber influido en la utilización del término el tipo de vida que llevábamos los que profesábamos esas enseñanzas. Nuestra vida era muy parecida a la que llevan los «perros» callejeros. Es verdad que, por necesidad, y a nuestro pesar, llevábamos telas para cubrirnos, pero las telas eran viejas, desechos que encontrábamos en las basuras, en las que merodeábamos en busca de alimentos, como hacen los perros; como ellos, satisfacíamos en público nuestras necesidades, incluidas las sexuales, sin ningún tipo de pudor; y, también como ellos, reconocíamos a nuestros amigos, que eran los que aceptaban nuestros principios y los tratábamos amistosamente, mientras que nos alejábamos de nuestros enemigos…

Nuestra vida era semejante a la de los perros, y no solo no nos avergonzábamos de vivir como ellos, sino que esa forma de vivir la habíamos escogido nosotros voluntariamente y nos enorgullecíamos de ella. Los que nos despreciaban y calificaban de perros, pretendiendo humillarnos, no eran conscientes de que, al hacerlo, no solo no nos insultaban, sino que nos afianzaban en nuestras convicciones puesto que, en el fondo, su crítica estaba reconociendo que vivíamos como pretendíamos, y que, para nosotros, vivir como los perros era un honor.

Nos ha detallado la forma de vida que los cínicos pretendían llevar para ser felices. Ahora bien, al hacerlo, apenas ha hecho mención a cómo pensaban ustedes que había que relacionarse con los demás, ni se ha referido a si había que comprometerse o no con lo público, con los problemas de la ciudad.

Ahora te contesto a estas preguntas. En relación con los asuntos públicos pensábamos que no tenía sentido mezclarse en ellos. Al fin y al cabo, hacerlo suponía dar valor a realidades diferentes a nosotros mismos, dar valor a la sociedad y a la ley, y, ocuparnos de esas cosas, nos hacían perder nuestra autonomía.

En nuestra opinión, el sabio ni siquiera tenía por qué vivir de acuerdo con las leyes, sino de acuerdo con la virtud, y la virtud, que es la que nos hace nobles de verdad, no se encuentra en las palabras sino en los hechos, y surge de la adecuada reflexión filosófica.

Ahora bien, aunque despreciábamos la organización social existente, no éramos dados a insultar a los que poseían el poder, a los reyes, por lo menos Crates y yo, aunque algunos otros, como por ejemplo Diógenes, sí lo hacían.

En cuanto a nuestra posición sobre cómo había que relacionarse con los demás, pienso que queda bastante clara si se atiende a cómo nos comportábamos Crates y yo misma. Las relaciones que manteníamos con los demás eran muy diferentes, dependiendo de quienes fueran «los demás». A los que pensaban como nosotros, a los que seguían los principios de nuestra filosofía les tratábamos amistosamente, mientras que a los que nos combatían, a los que rechazaban nuestra forma de vida, los despreciábamos.

Ahora bien, y esto es lo más importante, a los que no se encontraban en ninguna de esas dos categorías, y sobre todo a los «pobres» y a los «necesitados», les prestábamos toda la ayuda posible y éramos tiernos con ellos. Para nosotros estos eran de verdad «los demás». Acariciábamos con nuestras manos a los enfermos que no tenían cariño a su alrededor, lamíamos las heridas de los que sufrían, por muy repugnantes que fueran, y si por las noches hacía frío y nos encontrábamos con personas que no tenían con qué cubrirse, no dudábamos en acostarnos a su lado, apretándonos a ellos, para darles algo de calor… Nos comportábamos con los demás como lo hacen los perros, las ovejas, o los animales en general.

Tampoco ha hecho referencia a cuál era su idea acerca de los dioses, tema este muy candente en su época, puesto que no hay que olvidar que la «impiedad» había sido la acusación que se había hecho a Sócrates, y por la que se le había condenado a muerte en el primer año del siglo en que usted vivió.

La existencia o no de los dioses era un tema que no nos preocupaba. Nos daba lo mismo que existieran o no, puesto que sabíamos muy bien que no podían hacernos nada. Crates, en un intento de crítica a los que defendían su existencia, reprochaba a los dioses que nos hubieran hecho desgraciados a los humanos deliberadamente, puesto que nos habían hecho nacer bípedos y erguidos, con la cara mirando hacia arriba, hacia el sol, cuando los alimentos, que son lo que necesitamos, se encuentran en la tierra. Nadie puede alimentarse de aire o de estrellas, decía mi esposo, y, por eso, los animales que andan a cuatro patas y miran hacia abajo, hacia el suelo, están mejor adaptados que los humanos en la búsqueda de alimentos.

Bueno, pienso que ha quedado bastante clara cuál era su forma de vida y cuál el camino que, en su opinión, hay que seguir para ser feliz, y el modo en el que había que relacionarse con los demás. ¿Alguna otra anécdota que nos pueda ayuda a complementar lo dicho hasta ahora?

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