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BILLETE DE IDA

SIETE VIDAS SOBRE RUEDAS

JONATHAN VAUGHTERS

Con JEREMY WHITTLE


© Jonathan Vaugthers 2019, del texto original.

Publicado originalmente bajo el título One-Way Ticket: Nine Lives on Two Wheels por Quercus, un sello de Hachette, en 2019.

© Libros de Ruta Ediciones, S.L., 2020.

Bilbao-Galdakao errepidea 10-3

48004 Bilbao

info@librosderuta.com

www.librosderuta.com

Primera edición: mayo 2020

Traductor: David Batres Márquez

Edición: Eneko Garate Iturralde

Portada y maquetación: Amagoia Rekero García

Foto inferior portada: Pascal Pavani/AFP via Getty Images

Foto superior portada y retrato en solapa: Sarjoun Faour Photography/WireImage

Foto interior portada: Pascal Pavani/AFP via Getty Images

Foto interior contraportada: Doug Pensinger/Getty Images

ISBN: 978-84-120188-9-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Dedicado a TK

INDICE

Nota del autor

Prólogo

Primera parte: 1986-1988

El último

Escapada en Buckeye

Aquel Volvo Station Wagon Naranja

Moab

Segunda parte: 1989-1995

La generación de oro

La gran aventura

Ventricularmente prometedor

Golpes de realidad

Tercera parte: 1996

El fin de la inocencia

Entierran mi bici en Burgos

«¡Viva la química!»

Uno de los nuestros

Cuarta parte: 1997-2000

Hola Edgar

Cartero

El espectáculo de marionetas

Passage du Gois

Quinta parte: 2001-2006

Adicto

La picadura

Sumido en la oscuridad

Un trato con Doug

Día de elecciones

Sexta parte: 2009-2012

La guerra de Brad

Haz lo correcto

Se acabó la partida

Séptima parte: 2010-2019

Fusiones y absorciones

Roubaix

Aguanta

Educando a JV

Rupturas

Epílogo

Agradecimientos

Índice onomástico

Nota del autor

Cuando empecé a competir sobre una bicicleta lo hice ignorante del hecho de que, desde su nacimiento, este deporte se había visto mancillado por las más diversas maneras de hacer trampa. Cuando me retiré, me sabía todas las trampas posibles. Resulta complicado marcar el momento preciso en el que perdí la inocencia, ya que fue una senda que recorrí poco a poco, no hubo un momento determinado en el que de repente vi la luz. Imagino que algo similar le debió de ocurrir a todo aquel que tuvo relación con el ciclismo durante la década de los 90 y, seguro, a comienzos de los 2000. Hay tantos ciclistas que han dado positivo en los controles antidopaje, aparte de los que han admitido haberse dopado, como para que nadie pueda rechazar la idea de que este deporte llevaba muchos años sumido en la cloaca del dopaje, fuera del tipo que fuera. Pero eso no significa que todo el mundo recurriera a ello, ni que todo el mundo lo supiera por aquel entonces, y no hay nada en este libro que haya que tomarse como una acusación sobre cualquiera que no haya sido encontrado culpable por, o haya admitido, el uso ilegal de sustancias prohibidas.

Todo lo que diré es que, teniendo en cuenta lo extendido que estaba el dopaje, todo aquel que lograra algún éxito en este deporte sin haberse dopado merece un reconocimiento por su excepcionalidad y su honor. Resulta doloroso, sin embargo, que todo aquel que tuvo algo que ver con el deporte profesional del ciclismo en ruta durante aquella era soporte el nubarrón de la sospecha sobrevolando su persona. Uno de los motivos por los que he escrito este libro es el de reconocer el grano de arena con el que contribuí a que se creara dicho nubarrón, además de documentar aquello que he hecho desde entonces en mi empeño por enmendar el daño.

Prólogo

Una de las primeras cosas que llaman la atención al dirigirse hacia el oeste desde la casa de mis padres, situada sobre una colina en un barrio de las afueras de Denver, es la descomunal formación rocosa del Monte Evans.

Cada vez que mi padre me llevaba al colegio en su Volvo Station Wagon naranja, y cada vez que salía a entrenar con mi bicicleta cuando era un crío, me veía contemplando la cima de esta enorme montaña.

Resulta una vista hermosa e imponente que contemplar cada día. Me insufló un propósito, una motivación y, aún siendo apenas un crío, hizo que en mi corazón arraigase el espíritu de la alta montaña.

Es una montaña preciosa de contemplar desde lo alto de la pequeña colina en la que se asienta la casa de papá y mamá. Durante el invierno te devuelve la mirada un gigantesco coloso cubierto de nieve. En verano es el vivo ejemplo del «esplendor de la montaña florida» de la canción America, The Beautiful (La hermosa América), de Katherine Lee Bates.

Con 4347 metros de altura es una de las cimas más altas de Colorado y, con diferencia, la más visible desde la ciudad de Denver. Lo que la convierte en especial, sobre todo para los ciclistas, es que cuenta con una carretera asfaltada que lleva hasta la mismísima cima. Es la carretera asfaltada de mayor altura de toda Norteamérica y una de las más altas del mundo.

Todo niño que haya competido sobre una bicicleta en Colorado sueña con vencer en la legendaria carrera que asciende al Monte Evans. Pero el encanto de esa carrera no reside solamente en la victoria, sino en marcar el mejor tiempo en la ascensión a La Vieja Señora. Para un adolescente obsesionado con el ciclismo, ostentar el récord de la subida al Monte Evans es como recibir la llave a la inmortalidad.

A los 4000 metros la naturaleza cambia de manera repentina y, si deseas romper ese récord, necesitarás un poco de ayuda divina. El viento ha de ser el preciso y el tiempo atmosférico ha de mantenerse lo suficientemente estable. Si quieres conseguir el récord no puedes bajar el ritmo en ningún momento, pero tampoco puedes dejar de vigilar a tus contrarios, ya que pueden coger tu rueda en las rampas menos duras esperando a que la victoria les caiga en las manos, sin haberse preocupado por el récord.

 

Bob Cook, natural de Colorado y amigo del tres veces ganador del Tour de Francia Greg LeMond, no solo era un ciclista de clase mundial, sino que era, además, todo un intelectual e ingeniero de gran valía. Bob ganó la subida al Monte Evans una y otra vez en los 70 y los 80, pero, después, tras licenciarse en la universidad, le fue diagnosticado un tumor cerebral y falleció. Desde entonces la carrera recibió la denominación de Memorial Bob Cook.

La primera vez que vencí en el Monte Evans tenía catorce años. Fue una «victoria técnica», ya que competía contra chicos mayores y terminé el quinto, solo que los cuatro que terminaron por delante de mí tenían todos entre diecisiete y dieciocho años. Nuestra carrera solo ascendía hasta la mitad de la montaña, tras lo que nos pusimos a contemplar cómo pasaban frente a nosotros los ciclistas profesionales, adentrándose en el fino y enrarecido aire empujados por un agónico esfuerzo montaña arriba.

Quise así convertirme en uno de ellos. Pensaba que, tal vez, Bob Cook era una suerte de mentor espiritual para mí. Quería ser como él.

Tras aquella victoria acabé obsesionado con el Monte Evans. Quería convertirme en una de las leyendas que conquistara aquella montaña. Quería reinar. Y así fue como empecé un camino por el que, durante quince años, intenté batir el récord del Monte Evans.

Ese récord se convirtió en mi Moby Dick, evocándome a «Ahab y su angustia... yaciendo juntos en una misma hamaca».

Lo intenté con un empeño cercano a la locura. Hubo muchas ocasiones en las que, estando prácticamente a punto de caer en mis redes, sin saber cómo, lograba escabullirse de entre mis manos. Tras cada nuevo fracaso contemplaba aquella montaña durante todo el año, esperando una nueva oportunidad de hacer mío el récord.

Taladré mi bicicleta, busqué los componentes más ligeros con los que montarla, experimenté con dietas novedosas y sumé semanas de entrenamiento en altitud extrema. Hoy en día, en 2019, esas cosas resultan de lo más normal, pero a principios de los 90 se consideraba un comportamiento demencial y obsesivo. Y es cierto que estaba obsesionado.

Mi primer intento serio de romper el récord fue en 1992. Un año antes, con apenas diecisiete años, ya había terminado quinto en la carrera absoluta. Así que supuse que un año más de crecimiento adolescente me pondría en las condiciones óptimas para salir a por la victoria. Le pedí a mi equipo que me dejase fuera del calendario de carreras y así poder ir a entrenar a Leadville, a 3000 metros de altura. A regañadientes, me dieron permiso para concentrarme en aquella vieja ciudad minera durante un mes y convertirme en un ermitaño trastornado.

Entrené más duro que nunca y adopté una dieta baja en carbohidratos con la que traté de perder unos pocos kilos. Asumí el riesgo de que me echaran del equipo al desmontar todos los componentes de mi bicicleta proporcionados por los patrocinadores, cambiándolos por los más livianos que pude encontrar.

El resultado fue una bicicleta tan ligera que hoy en día abriría un boquete en el reglamento de pesos de la UCI. Los frenos apenas cumplían su función, toda la tornillería era de titanio o aluminio y la despojé de todo lo que pudiera quitarle. No puse cinta en el manillar, el sillín no tenía acolchado y la tija no pesaba prácticamente nada. Mi peso era de 58 kilos, mi bicicleta apenas aportaba lastre y me había tirado todo un mes respirando aire con poca concentración de oxígeno. Al igual que Gollum con el anillo, estaba listo para aceptar la llave a la inmortalidad.

Desde el mismo comienzo de los 45 kilómetros de ascensión la carrera se desarrolló tal y como yo necesitaba. Los del equipo profesional Coors Light habían decidido ir a por el récord, también, e impusieron un ritmo feroz desde la misma línea de salida. El Monte Evans no comienza a endurecerse de verdad hasta el kilómetro 12, más o menos, así que para batir el récord siempre será necesario contar con un equipo sólido; hay que cubrir esos casi 12 kilómetros lo más rápido posible.

Soldado a su rueda, asistí tranquilamente al trabajo que realizaban. Yo era todo un desconocido para ellos y, rebosantes de confianza, no le prestaron demasiada atención a ese flacucho chavalín de dieciocho años con frenos de plástico en su bicicleta.

En el kilómetro 25, cuando la carretera se despide del firme ancho y bien pavimentado para desembocar en la mucho más estrecha carretera de parque estatal, es cuando el desnivel también aumenta. Justo después de ese cambio, más o menos cuando se alcanzan los 3350 metros de altitud, decidí lanzar un duro ataque.

Pese a su estupefacción los Coors Light acabaron respondiendo, aunque les costara unos cuantos minutos alcanzarme. Para entonces yo ya había mostrado mis cartas, aunque tal vez un poco pronto. Necesitaba reducir el grupo cabecero un poco más, llevar conmigo, como mucho, a otro Coors Light, pero nunca tres.

Me pareció que, ya que me había puesto a ello, lo mejor era ir a por todas. Así que aceleré de nuevo. Y luego otra vez. En muy poco tiempo me quedé solo junto a Mike Engleman. Podía sentir lo mucho que le costaba seguirme, así que mantuve el ritmo, pensando que podría asestar el golpe de gracia en los kilómetros finales. El día estaba totalmente calmado y la temperatura era cálida, incluso había algo de viento a favor en la parte más larga de la subida, la que va de Echo Lake a Summit Lake. Acababan de reasfaltar la carretera y se notaba lo suave que estaba la superficie. Íbamos rápido, muy rápido.

A casi 4000 metros hay un pequeño descenso que lleva hasta Summit Lake. Dejé correr la bicicleta por esa única bajada que concedía toda la carrera, con Engleman todavía a mi rueda. Llevaba un rato sufriendo y se había quedado sin compañeros, así que solo podía aguantar conmigo y jugárselo al esprint. Volví a acelerar en cuanto regresó el desnivel, pero ahora la carretera estaba llena de baches y con el asfalto roto por culpa del clima extremo de esas alturas.

Miré atrás para comprobar si, por fin, me había librado de Engleman, y justo en ese mismo instante me comí un bache.

¡Crack!

Rompí la tija y el sillín cayó al suelo. Durante unos minutos pensé que sería capaz de seguir hasta la cima pedaleando de pie sobre los pedales, pero a 4250 metros no es tan sencillo pedalear fuera del sillín. Por fin, exhausto, reventé y no pude más que mirar a Engleman mientras desaparecía y pulverizaba el récord. Acabé abatido. Haber asumido tantos riesgos en la elección de componentes acabó convirtiéndose en una patada en el trasero. Pero aun así seguí decidido a regresar y ganar, y destrozar el récord; solo que, al final, ese acabó siendo el día que más cerca estuve de lograrlo.

Tras aquello seguí empeñado en conquistar el Monte Evans, pero siempre se me cruzaría algún contratiempo estrambótico: un pinchazo, calambres que no venían a cuento o cambios de clima de lo más extraño. El incidente que mejor lo ejemplifica tuvo lugar en 1999, cuando logré la victoria, pero no el récord.

Con mi equipación del U.S. Postal Service y recién conquistado el Mont Ventoux, en el sur de Francia, no había duda de que era un ciclista mucho más poderoso que aquel capullo de dieciocho años. Pero, además, para ese año de 1999 ya había hecho mis pinitos en el dopaje.

Dejé atrás al pelotón con toda facilidad. Volaba montaña arriba directo al récord, bailando sobre los pedales. Justo cuando comenzaba a pensar en cuánto tiempo rebajaría el récord se levantó el viento. Y sopló muy fuerte. Sin apenas tiempo de darme cuenta me vi luchando contra un vendaval de cara, apenas era capaz de mantenerme sobre la bicicleta. La violencia de las ráfagas se mantuvo durante la larga sección entre Echo Lake y Summit Lake. Da igual lo fuerte que pudiera encontrarme aquel día, no lograría batir ningún récord.

En el mismo momento en el que crucé la meta el cielo se abrió, de repente, y el viento cesó. Terminada la carrera me senté bajo los apacibles rayos del sol mientras me roía el sentimiento de culpa. ¿Acaso trataba de decirme algo aquella montaña? ¿Se habría vuelto, de alguna manera, en mi contra ante las oscuras prácticas en que estaba envuelto?

A lo mejor era el propio Bob Cook el que no estaba nada contento de verme batir aquel récord. Aún hoy sigo pensándolo. De alguna manera, el espíritu que habitaba aquellas alturas quería que comprendiera que no podía tener todo lo que quería; no si para ello pasaba por encima de lo que fuera necesario. Le debía un respeto a la montaña y a la pureza que representaba. Y no se lo había tenido.

La ascensión al Monte Evans fue, además, la última carrera en la que luché por una victoria. Quise terminar mi carrera deportiva allí, porque había sido la montaña que me había inspirado durante tantos y tantos años. Nunca conquisté a La Vieja Señora, pero conseguí estar en paz con ella.

Ambos sabíamos que no merecía aquel récord, pero en un guiño a todos mis intentos, incluso puede que al camino de regreso que poco a poco recorrería en mi intento de ser una persona más recta y honesta, me permitió ganar aquel año. Fue como un rápido beso de despedida en la mejilla.

Primera parte

1986-1988

El último

No tengo muy claro por qué me apunté a mi primera carrera ciclista.

En el colegio era un desastre y en los deportes también. Apenas tenía coordinación, mi musculatura era raquítica y era prácticamente quince centímetros más bajito que el más bajito de la clase. El último adjetivo con el que a nadie se le ocurría describirme era «deportista». En pocas palabras, tenía el talento académico y atlético de un gusano.

Entonces ¿cómo, incluso por qué, decidí a los doce años de edad convertir el ciclismo de carretera en mi gran aventura? No tengo la menor idea. Pero así fue. En una mañana de primeros de julio de 1986 mis padres me llevaron desde la beis y urbanita Denver a la pintoresca y azulada Boulder. Iba a competir en la Red Zinger Mini Classic, una carrera infantil por etapas que duraba una semana, y que trataba de imitar la famosa carrera por etapas Coors Classic.

La primera etapa era una contrarreloj. No estaba nada familiarizado con aquella disciplina y me preguntaba si, de verdad, me había apuntado a una carrera para correr a solas por una carretera vacía, toda para mí. Al notar lo nerviosos y concentrados que estaban mis rivales me retiré al maletero del coche familiar de mis padres y me puse a pelearme con Angie, nuestra adorable bedlington terrier. Es posible que lo mío fuera más montar en bici que ser ciclista. Por supuesto que me encantaba ir de un lado a otro sobre mi bicicleta, a ver a mis amigos y a las chicas por las que estaba colado. Pero ¿competir para ganar? Todos aquellos chicos parecían más grandes, agresivos y fuertes que yo. Me parecían lobos hambrientos.

De manera apocada avancé hasta la línea de salida, sin tener la más remota idea de dónde me metía. Sobre el papel, aquello era de lo más simple: ocho kilómetros, ir del punto A al B en el menor tiempo posible. Aun así, coherente con mi naturaleza, había estado dándole vueltas a todo aquel calvario y casi prefería escabullirme hasta el Oldsmobile de la familia para pedirles a papá y a mamá que me llevaran a casa. Acabé tomando la salida, rumbo al territorio desconocido de una carrera en solitario contra el reloj por la Autopista 36. Poquísimo después de la salida otro ciclista pasó volando por mi lado. Y entonces, muy poco después, un segundo hizo lo mismo. Mi actuación en esa carrera ciclista iba de acuerdo con la absoluta ausencia de logros atléticos que había experimentado hasta entonces en mi vida.

Era lento. Muy lento.

Habíamos salido en orden alfabético y unos pocos puestos detrás de mí salía Chris Wherry. Wherry era alto y apuesto, con doce años era toda una leyenda en el folclore ciclista de Colorado. Ganaba casi todas las carreras en las que participaba e inspiraba respeto, incluso entre las otras «superestrellas» de doce años que merodeaban por el sucio aparcamiento que hacía las veces de salida.

Por supuesto que pasó volando a mi lado tras muy poco tiempo, directo a una nueva victoria en otra carrera. Según me adelantaba gritó: «¡Venga, colega! ¡Tienes que echarle un poco más de ganas!». Fue bochornoso. Como era de esperar intenté subir mi ritmo para poder seguir con él, pero apenas duré treinta metros. Me dejó atrás resollando y padeciendo, mitad avergonzado mitad dolorido.

 

Me arrastré hasta la línea de meta. Sabía que no lo había hecho muy bien, pero calculé que Wherry tampoco me había atrapado demasiado pronto, así que con suerte habría acabado en mitad de la tabla de la categoría de doce años. Me temo que fui un poco más que optimista.

Mis padres habían traído un pícnic para comer entre la contrarreloj de la mañana y la carrera de critérium vespertina. Nos sentamos junto al resto de familias, esperando con paciencia a que anunciaran los resultados de la contrarreloj.

Me comí un sándwich de mortadela y queso y me bebí una soda, todo aquello mientras, a escondidas, daba de comer a Angie algunos de los trozos de mi sándwich que no me apetecían. Por fin colgaron una hoja de papel en la pared de uno de los servicios del parque.

Mi padre y yo fuimos de mala gana a ver cómo me había ido.

Por encima de todos esos cuellos estirados y cabezas más altas que la mía conseguí ver al fin mi nombre: en la mismísima última línea de la hoja.

El ultimísimo lugar.

Estaba destrozado y avergonzado de, tan siquiera, estar allí. Quería irme a casa. Quería salir de allí, de inmediato.

Era más de lo mismo, como con todo aquello que intentaba. En esto tampoco era bueno, para nada. Igual que en el colegio, igual que en los juegos en el patio, igual que cuando trataba de encajar. Había fracasado en todo aquello y ahora sería también un fracasado en el ciclismo. No valía para nada: en nada.

Hablé con mi madre y le dije que quería irme de allí, de inmediato. No pintaba nada en ese lugar. Se mostró comprensiva, escuchándome mientras le contaba lo malo que era en el ciclismo y que, seguramente, lo mejor que podía hacer era salir de allí e irme a casa.

Angie notó lo triste que estaba. Se acercó y comenzó a darme pequeños besos perrunos, en un intento de comprender qué ocurría. Le di un largo abrazo con la esperanza de que saldríamos de allí, que nos alejaríamos de aquel lugar y aquella gente.

Mientras tanto, mi madre y mi padre estaban inmersos en una discusión sobre algo. Estaba claro que estaba siendo una discusión acalorada, y podía ver a mi padre gesticulando con sus brazos.

A mis padres nunca les interesó demasiado el deporte. Mi padre es un abogado con una acusada querencia por la Constitución de los Estados Unidos y un gran sentido de la justicia. Tenía gran pasión por la lectura y la justicia, lo que he heredado de él. Le encantaba ayudar a los demás, llegando hasta límites insospechados a la hora de defender los derechos de sus clientes. Era querido y respetado. A menudo nos daban leña, carne de pollo o nos ayudaban en las tareas domésticas como pago por las facturas que sus clientes no podían pagar; clientes a los que, no obstante, había aceptado representar. Si algo le movía era el ideal de igualdad para todos, no el dinero.

Mi madre trabajaba con niños con problemas de aprendizaje y habla. Quiso ser doctora en medicina, pero su abuelo, quien a su vez era médico, le quitó aquella idea de la cabeza diciéndole que la medicina no era para mujeres. Siempre le atormentaría no haber luchado por ser doctora.

Pese a esto acabó siendo bastante moderna para una mujer que llegó a la mayoría de edad en la chovinista década de los 50: obtuvo un máster en patologías del lenguaje y antepuso su carrera a todo lo demás.

Se había casado con un hombre más joven que ella a una edad ya avanzada, y no me tuvo hasta los treinta y ocho años. Mis padres formaban un extraordinario conjunto de potencia intelectual. Pero, su hijo, al tomar parte en los deportes, en particular en un deporte tan poco extendido y minoritario como el ciclismo, era todo un desconocido para ellos.

Me senté en el césped mientras observaba su discusión, hasta que por fin llegaron a un acuerdo por el cual (sabiendo lo decidida y combativa que era mi madre) cargaríamos el coche y regresaríamos a casa.

Pero, en lugar de eso, mi padre se acercó a mí y con la mayor firmeza me dijo que nos quedábamos y que tomaría la salida en la carrera de la tarde. Me quedé estupefacto y me quejé con todas mis fuerzas.

Papá tiene un espíritu amable, poco predispuesto a ponerle límites inquebrantables a nada. Tiene una asombrosa habilidad para ver todos los lados de cualquier problema. Casi siempre cedía ante la naturaleza más decidida de mi madre, incluso ante mí.

Pero no en aquella ocasión. Hizo que me sentara.

«Tienes que acabar aquello que empiezas, maldita sea», me dijo con la mayor convicción. «Da igual que seas el mejor o el peor, nunca has de rendirte. Esta tarde tomarás la salida en esa carrera y lo harás lo mejor que puedas».

Me quedé sorprendido.

«Me ha costado un montón de dinero que vengas a esta chorrada, así que no vas a retirarte», dijo exasperado. «Ni hablar».

Mi padre era el apoyo, siempre comprensivo, que jamás contraatacaba en nada. Era la primera ocasión en la que me obligaba a hacer algo. Y con esa decisión cambiaría el resto de mi vida.

Aquella tarde tomé la salida en la segunda etapa de la Red Zinger, de mala gana y convencido de que me iban a machacar y me doblarían enseguida. No quería estar allí ni quería competir. Pero lo hice, por muy mala cara que llevara.

Sonó el disparo que daba la salida e intenté meter rápidamente en el calapié de mi bicicleta el pie que llevaba libre. Al final de la corta primera vuelta conseguí reintegrarme en el pelotón de púberes. Parecía que no era tan terrible como me había imaginado, y pasar tan rápido por las curvas era muy divertido. Incluso me lo estaba pasando bien.

Aunque fuera el peor de los ciclistas que allí había, me estaba gustando. Estaba a años luz de mis intentos de jugar al fútbol en los recreos, en los que odiaba cada minuto que duraba. No, esto era muy diferente. Estaba claro que era un manta, pero me encantaba.

El miedo al trazar las curvas a punto de perder el control era todo un subidón de adrenalina que hacía brincar mi corazón. Me centré en la rueda que llevaba delante y no me rendí. A cada vuelta se me hacía más y más complicado, pero apreté los dientes negándome a darme por vencido.

Uno tras otro comencé a adelantar a otros chicos que eran incapaces de aguantar el ritmo en la cola del pelotón. A pesar de que parecían mucho mejores que yo sobre la bici y de estar, no tengo dudas, mucho más en forma, yo era capaz de sufrir, de dejarme las entrañas ese poco más, para lograr aguantar. Apenas veinte minutos antes ni tan siquiera quería estar allí, pero ahora me lo estaba pasando mejor que en toda mi vida. Y eso era una experiencia nueva para mí.

En el tiempo que me llevó dar unas cuantas vueltas alrededor de una anónima caseta de un parque a las afueras de Boulder, mi mente cambió de parecer respecto al deporte.

Quería convertirme en deportista.

Quería competir.

Las carreras me habían inoculado su veneno. Era una combinación de aspectos mentales, técnicos, tácticos y físicos. De alguna manera se me hacía más natural mantener el equilibrio sobre una bicicleta mientras trazaba una curva, que lograr la coordinación necesaria entre vista y manos para atrapar una pelota. El movimiento circular de hacer girar los pedales tenía mucho más sentido para mi excesivamente cerebral mentalidad que el que tenía ese supuestamente más «natural» movimiento que se necesitaba para correr. Me había enamorado del ciclismo. Seguía dando pena de lo lento que era y la mala forma en que me encontraba, pero quería ser bueno en ello con todas mis fuerzas.

Aquella semana, día tras día, etapa tras etapa, fui mejorando mis habilidades competitivas. Aprendí a trazar las curvas, a seguir la rueda lo más cerca posible, a moverme por el pelotón. Quería luchar tan duro como fuera capaz por mejorar un poco, aunque siguiera estando lejísimo de ser capaz de ganar nada. Por primera vez en toda mi vida no iba a rendirme cuando las cosas se pusieran difíciles. En el colegio, en otros deportes, e incluso en la vida misma, había mostrado muy poco talento natural para cualquier cosa que no fuera memorizar anécdotas de la Guerra Civil sin orden ni concierto.

En lo más profundo de mí resultaba que era competitivo, solo que jamás lo había dejado florecer. Era, simplemente, que no se me daban igual de bien las típicas cosas en las que la mayoría de padres e hijos quieren ser buenos. Fútbol, béisbol, baloncesto... en todo aquello para lo que se precisase una pelota yo era un truño.

Era bajito y miope, por lo que la mayoría de la gente daba por sentado que se me darían bien los estudios, pero mis notas también eran un desastre.

Entonces apareció el ciclismo, y lo cambió todo.

Cuando se acercaba el final de la Red Zinger se me podía ver ya de vez en cuando en cabeza de carrera. Durante aquella semana me había dado cuenta de que podía superar a muchos de aquellos chicos que tenían mayor fuerza física que yo tan solo con estar dispuesto a llevar mi cuerpo un poco más allá.

En el penúltimo día de la carrera había otra contrarreloj, solo que esta vez era subiendo una gran colina. Comprendí que esta sería una ocasión inmejorable para poner a prueba esa teoría y ver si de verdad podía llevarme hasta el mismo límite, corriendo contra el crono.

Comencé la contrarreloj con una energía en las piernas y una excitación como no había sentido durante toda aquella semana. Quería comprobar hasta dónde podía llegar si me quitaba de encima aquel lastre perfeccionista.

¡Era tan liberador limitarme a intentar hacerlo lo mejor que pudiera sin dejar que los «¿y si?» que me habían atenazado hasta entonces me paralizasen!

«¿Y si no era el mejor?» o «¿Y si me ponía en evidencia?».

Así que me centré en dar hasta el último gramo de fuerza que albergara mi cuerpo.

Tras apenas un kilómetro y medio de dura subida ya sentía que estaba a punto de morirme, o de cagarme en los pantalones. Mi cuerpo no estaba acostumbrado a poner el motor a tope todo el rato. No tenía la menor idea de cómo me las iba a arreglar para continuar a ese ritmo durante otros cinco kilómetros, así que me centré en superar los siguientes 15 metros, y después los siguientes 15, y así sucesivamente.

Seguí soportando una agonía autoimpuesta como jamás había sentido, sin cejar. Cerca de la mitad vi al ciclista que había salido por delante de mí. Estaba a punto de alcanzarlo. De nuevo comencé a hacer cálculos en mi cabeza, diciéndome que pedalearía lo más fuerte que pudiera hasta alcanzarlo, y que entonces me tomaría un pequeño respiro.

Pero en cuanto lo alcancé me sentí como un niño que acaba de probar las patatas Pringles por primera vez.

Estaba enganchado.

Fue delicioso atrapar y adelantar a esa víctima inocente. Ahora quería comerme toda la lata de golpe. Seguí adelante, cegado por mi empeño de encontrar más presas antes de cruzar la meta. Y obtuve mi deseo.