Billete de ida

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Por suerte había un paso intermedio entre el entrenamiento y la competición en sí misma. En cuanto entró el horario de verano Bart me habló de un evento vespertino improvisado, la Meridian. Entre sesenta y setenta ciclistas se presentaban en las oficinas del parque sur de Denver -que recibía el nombre de Meridian- cada anochecer de martes y jueves, y simulaban una carrera desbocada de una hora. La Meridian era, y sigue siendo, toda una institución en el ciclismo competitivo de Colorado.

Pero tenía algo de clandestino. Tenías que conocer a alguien que conociera a alguien que supiera cuándo había que aparecer. Era El Club de la Lucha del ciclismo. No había nada oficial en aquello; era clandestino, ilegal, en carretera abierta y no hablabas de ello, con nadie.

Bart era el rey de este Club de la Lucha sobre dos ruedas. Llevaba varios años invicto y las historias de las palizas que daba se extendían por toda la red ciclista de Colorado, como la leyenda de Paul Bunyan. En cuanto Bart consideró que estaba listo para conocer el Club de la Lucha, me invitó a presentarme a una y probar.

Me sentí tan honrado como acojonado, pero no había miedo capaz de hacerme desaprovechar esta invitación a la clandestinidad. La Meridian se convirtió en mi actividad extraescolar favorita.

No había ni una sola cosa en ese Club de la Lucha que pudiera ser considerada una buena idea. El rango de niveles era inmenso. Desde triatletas a ciclistas en pista; hombres, mujeres, chicas y chicos; algunos que jamás habían corrido en un pelotón, otros que jamás deberían haberlo hecho... De todo, hasta llegar a gente de primer nivel como Bart. Cualquiera era bienvenido... Siempre y cuando molases lo suficiente como para que alguien te avisara, por supuesto. No había ningún papeleo, ni oficialidad alguna. No había distancia oficial ni líneas de salida o de llegada, y desde luego que no se cerraban las carreteras ni había protección policial. Tan solo te presentabas a las seis de la tarde y corrías. Nos saltábamos los semáforos en rojo, pasábamos entre el tráfico y hacíamos lo posible por hacer que alguno acabara camino del hospital. Era rápido, era peligroso, me encantaba.

Y también fue todo un maestro. El ciclismo es un deporte que se aprende compitiendo, gracias a la experiencia, al método del ensayo y error. Hay cosas que no se pueden aprender a base de entrenamiento y práctica. La manera en la que el pelotón se estira o se comprime, o esa danza fluida que se da al entrar y salir de cada curva.

El Club de la Lucha podría ser el sueño de un abogado y la pesadilla de toda madre, pero era un maestro excepcional. Me enseñó a maniobrar por el pelotón, a saber cuál es el mejor momento para lanzar un ataque, a mantener la aceleración, a evitar las caídas... al menos, evitar todas cuantas pudieras.

Cada noche de martes y jueves, cuando regresaba a casa para compartir aquellas cenas de estilo medio oeste que cocinaba mi madre, me sentía como un guerrero cubierto de sangre. Mientras comía hamburguesas y ensalada de col les explicaba a mis padres que estaba aprendiendo a sobrevivir en la batalla.

Esperaba impaciente a que sonara el timbre del colegio. Nunca llegaba lo suficientemente pronto, ya que ahora muchos de mis compañeros se habían dado cuenta de que yo era ese chico, el chico que veían por todas partes, pedaleando por todos lados embutido en licra. Y eso no estaba bien visto en la Norteamérica Central de 1987.

De vez en cuando me pasaba algún coche conducido por estudiantes de instituto que se acababan de sacar el carnet y me arrojaban un batido a medio terminar. Y, como no podía ser de otra manera, estaban los insultos: cada semana tenía mi ración de «maricón» y «bujarrón». Llegados a este punto hacía ya mucho tiempo que había dejado de dolerme; ahora me llenaba de rabia. Algún día sería famoso y esos cabrones sabrían cómo me llamaba.

Por complexión me resultaba imposible contraatacar, pero ya se había encendido la pólvora que me haría dejar en ridículo a aquellos cretinos. De alguna manera, de alguna forma se avergonzarían de haberme hecho tragar tanta mierda. Aunque tuviera que pasar una década. Ser pequeño y ser el objeto de las burlas inoculó en mí una enorme necesidad de alcanzar el éxito, de demostrarle a la gente que se equivocaban; además de alimentar mi rabia, una rabia que se convirtió en la clave de mi camino hasta convertirme en un ciclista.

Era el momento de correr una carrera de verdad. Enviamos los papeles, pagamos la cuota, recibimos la camiseta y el dorsal y firmamos todas las exenciones de responsabilidad. Frankie me ayudó a revisar mi preciada bicicleta como si fuera el niño Jesús en el pesebre. Me explicó con todo detalle cómo montar todos los componentes, cómo cambiar los cables, cómo centrar mis ruedas y cómo poner el resto a punto. Mientras salía de la tienda me dedicó unas tiernas palabras de ánimo ante mi primera carrera, a su manera típica.

«¡Más te vale ser mejor corriendo sobre esa mierda de bicicleta francesa de lo que eres arreglándola!».

Estaba listo, y estaba nervioso. Mis padres también estaban listos... listos para que se acabara por fin esa extraña obsesión mía. Cargamos la ranchera familiar con una nevera para botellas, Fig Newtons, el bedlington terrier y mi bicicleta Vitus azul. Mi madre estaba preocupada porque no hubiera comido lo suficiente durante el desayuno, y mi padre estaba preocupado porque no hubiéramos salido lo suficientemente pronto. Muy pronto el Oldsmobile azul láser se arrastró rumbo norte, conduciéndome hacia a mi destino.

Mi primera carrera era la Buckeye. Buckeye está en mitad de ninguna parte, Colorado, típico ejemplo de condado repleto de cardos rodadores, justo a las afueras de Fort Collins. Y como en todas las carreras de Colorado, la salida era a primera hora.

Con los años he aprendido que si no te tienes que despertar en mitad de la noche no eres un auténtico ciclista. Aparcamos la bestia azul en un sucio descampado, bajamos mi bicicleta y comenzamos a colgarme los dorsales. Fue como si me dieran una descarga eléctrica. A diferencia del año anterior, cuando competía de mala gana, esta vez me subía por las paredes, tenía los nervios a flor de piel. Estaba listo para probarme.

Se podía oler el miedo en el frescor matutino. Los demás padres daban vueltas de un lado a otro hablando por walkie-talkies, coordinando la carrera de sus hijos mientras trataban de no perder a los hijos más pequeños en medio de aquel caos. Entre aquella marabunta de padres-animadores unos llenaban sus bidones, mientras que otros se abrochaban los cascos o se calzaban las zapatillas de calas.

Pude ver a los mitos del año anterior; y a Chris Wherry, que reinaba sobre todos ellos. Tras aquel día todos ellos sabrían quién era yo, estaba seguro... O eso pensaba, pese a que todavía no sabía si habría mejorado o no. Después de todo, la última vez que corrí contra aquellos muchachos no había estado nada bien. Mis inseguridades del año anterior comenzaron a bullir en mi cabeza y tuve que hacer un esfuerzo para acallarlas.

La carrera consistía en una vuelta a un trazado circular de 30 kilómetros, casi todos llanos, en una brillante, apacible y agradable mañana de verano en Colorado. Permanecí callado, sacudido por mis nervios, esperando la salida. El pistoletazo de salida resonó entre los campos yermos y los cardos rodadores y yo enganché mi zapatilla en el pedal. Había practicado una y otra vez cómo engancharme, pero con tantos nervios estuve lento y torpe. Había perdido unos metros con respecto a la mayoría de mis rivales, pero rápidamente aceleré hasta llegar a la cabeza.

Los ataques dieron comienzo de inmediato.

Todo el mundo salía detrás de cada movimiento, haciendo que el pelotón menguase y se estirase una y otra vez, mientras guerreros pubescentes intentaban dejar atrás al pelotón. Entre aquellas afiladas ruedas se escuchaban los chillidos y alaridos, además de gritos que avisaban que otro estaba atacando. El ritmo era demasiado alto para la mayoría de los chicos de trece años y la fatiga comenzó a cobrarse su peaje, esquilmando el pelotón, ciclista a ciclista.

El tramo final de ocho kilómetros del circuito de Buckeye tenía unas pocas colinas de cierta longitud que ascendían de manera gradual hasta la meta. Había decidido esperar hasta ese tramo para mostrar mis cartas. La espera hasta alcanzar la parte final se me hizo eterna; quería mostrar mis habilidades y hacer que aquellos tipos aprendieran. Pero era consciente de que debía ser paciente. Esperé, como un arquero con el arco tensado, que llegara el momento perfecto para soltar la cuerda.

Girando a la derecha entramos en la parte final, directos a la mayor de las colinas de aquella carrera prácticamente llana. En un momento de pausa en el que el pelotón se daba un respiro antes de la colina, ataqué. Dado que casi nadie me conocía no salieron a por mí de inmediato. En cuestión de unos segundos abrí hueco. Fue entonces, en ese mismo instante, cuando sentí que me sacudía un instinto primario de lo más intenso.

Yo era la presa, y eso me hizo sentir que una oleada de adrenalina recorría mi cuerpo. Me sentí a punto de perecer, como si aquello fuera una escena del documental de la BBC Planet Earth, un ñu solitario perseguido por una manada de chacales rabiosos. Pero este pequeño ñu de 45 kilos demostraría ser todo un desafío para esos chacales arrogantes. Jamás me había sentido así, no en mis carreras del año anterior, ni tan siquiera en mis entrenamientos con Bart.

Era un sentimiento desconocido, algo feral e intenso. Un miedo como el que jamás había sentido. Miedo a perder, miedo al fracaso, miedo a que me atraparan.

Era el deseo de salirme de aquella carretera y simular una caída para evitar el fracaso en la confrontación, enfrentado al deseo de seguir empujando todavía más fuerte para no permitir nunca que ganaran esos chacales. Necesité de todas mis fuerzas para convencerme de que la mejor manera de seguir adelante era dar todo lo que tenía en aquel intento, no permitir que el miedo al fracaso me paralizara y me hiciera esconderme ante el desenlace.

 

El hueco se mantuvo al coronar. En la lejanía podía ver las pancartas de la meta. Ahora empezaba a pensar que podía lograrlo.

Quería que mi madre me viera cruzar esa meta en primer lugar.

Quería que Frankie escuchara el relato de mi victoria aquella tarde, en la tienda.

Quería demostrarle a Chris Wherry que era más fuerte que él.

Y quería demostrar a todos mis estúpidos compañeros de instituto que yo era mucho más, que era mejor de lo que ellos se creían. Era el ñu que podía liderar la manada. Quería ganar.

Agaché mi cabeza y apreté todo lo fuerte que pude rumbo a las pancartas, mirando bajo mi brazo apenas en una ocasión para comprobar si los otros tenían opción de atraparme.

«No se lo permitas. No se lo permitas. No-se-lo-permitas», me dije una y otra vez.

Ahora, mi necesidad de ganar tenía más que ver con el miedo a que me atrapasen que con la alegría de correr o vencer. Me obsesionaba demostrarles a todos que estaban equivocados. Me obsesionaba hacer hincar la rodilla a toda la negatividad. Mis puños se crisparon apretando el manillar mientras intentaba combatir el deseo de bajar el ritmo un poco.

Resoplaba como un tren de cercanías y sentía las piernas como gelatina, pero en mis salidas con Bart había aprendido que si había algo que mi debilucho cuerpo podía hacer era tolerar y superar una inmensa cantidad de dolor. Y eso hice.

En lugar de intentar ignorar o minimizar el dolor que padecía me sumergí en él, abrazándolo, centrándome en él, sintiendo casi una adicción por él. Por primera vez en mi vida tenía el control. Recuerdo visualizar un gigantesco letrero que decía no en cuanto mi cuerpo me gritaba que parara, que frenase.

No a parar, no a abandonar, no a dejarme atrapar, no al fracaso.

No era capaz de lograr que ninguna chica quisiera venir conmigo al baile de bienvenida, ni podía aprobar el examen final de álgebra, pero sí que podía obligar a mi cuerpo a soportar el dolor como casi nadie es capaz de hacerlo y lograr, con ello, ir un poco más rápido sobre una bicicleta.

En el pelotón acabaron organizando una persecución, pero era demasiado tarde. Me habría matado antes de dejar que me cogieran, y como tal pedaleé. A punto de cruzar la meta eché una última mirada atrás. No había nadie cerca. Pude celebrar mi victoria mucho antes de lo que en realidad lo hice, pero por si acaso seguí pedaleando a tope, hasta que la línea de meta estaba justo debajo. Entonces, por fin, levanté un brazo, victorioso.

Un intenso alivio comenzó a inundarme, como si me arroparan con una cálida manta de algodón después de ser rescatado de un mar enfurecido. Debería haber sentido una intensa alegría, eso suele decirse. Pero, ante la victoria, no sentí ninguna ola de orgullo.

Tan solo estaba contento de no haber defraudado a nadie. Ni a Frankie, ni a mi madre, ni a Bart. Había ganado. Por fin.

Aquel Volvo Station Wagon Naranja

La victoria en la Buckeye avivó mi mono de más «mierda» ciclista de aquella. Comencé a buscar carreras en los rincones más lejanos de Colorado, en otros estados, e incluso comencé a pensar en cómo clasificarme para los campeonatos nacionales.

Estoy seguro de que mis padres estaban, por un lado, contentos al ver que el veleta de su hijo por fin se involucraba de verdad en una actividad; pero también estoy seguro de que, por otro lado, sentían cierta preocupación ante las cotas a las que llegaba mi obsesión. Mientras tanto, la economía en Colorado se había ido al garete y papá y mamá estaban pasando algunos apuros económicos, añadiendo preocupaciones extra.

Les preocupaba más poder pagar la hipoteca y poner un plato en la mesa que viajar de una carrera de bicicletas a otra. Mis planes de participar en esas carreras tan remotas parecían demasiado disparatados como para, tan siquiera, tomárselos en serio; además de estar demasiado lejos como para acudir. Con todo, seguían apoyándome en mis sueños y me ayudaron a concebir planes para viajar a esos lugares de manera económica.

Aquello era esencial para mí. Ansiaba llegar al siguiente nivel en el ciclismo, pero tampoco deseaba que el coste económico de mi obsesión se convirtiera en una carga para mis padres.

Pero a la vez necesitaba, por lo menos, presentarme a algunas carreras regionales para, con un poco de suerte, conseguir llamar la atención. Necesitaba que se fijasen en mí los equipos locales, los entrenadores nacionales y, a lo mejor, uno o dos patrocinadores. Si lo hacía bien podría ganar un poco de dinero con los premios, más del que sacaría con trabajos veraniegos, e incluso que me alcanzara para pagar la gasolina y poder así presentarme en la siguiente carrera.

Por supuesto que aún tendría que convencer a mis padres de que me llevaran. Sabía que papá tenía el tiempo suficiente para hacerlo, ya que su trabajo estaba sufriendo los embates de la deteriorada economía. Así que pensé en lanzarle la idea de que me llevara a unas pocas. Es así como entra en acción, por el lateral del escenario, el Volvo Station Wagon naranja brillante de 1974 de mi padre.

El Volvo tenía más de 330 000 kilómetros a sus espaldas y olía al acre aroma del tabaco en pipa y a café derramado. Era el coche que me había llevado al colegio desde que era un niño.

La velocidad máxima que lograba alcanzar no llegaba, ni tan siquiera, al límite de velocidad máxima permitida, y quemaba tantísimo aceite que había que rellenarlo cada vez que había que echar gasolina. Los asientos estaban tan raídos que tenían fundas de piel de oveja y estaban cubiertos de cenizas de la pipa de papá.

La presencia y el olor de mi padre fumando en pipa en aquel Volvo, con la ventanilla bajada en una helada mañana de enero en Colorado, es uno de mis mejores recuerdos. Ahora, este buen y viejo amigo con ruedas me llevaría a los campos de batalla del ciclismo de Colorado.

Pero a este Volvo naranja le esperaban aún más tareas. Se convertiría en algo más que mi transporte a las carreras: metamorfosearía en un vehículo de apoyo ciclista multifuncional. Su destino era el de marcarme el ritmo en mis entrenamientos tras coche.

El tras moto y tras coche son el arte de pedalear pegado a un coche o una motocicleta aprovechando la estela del vehículo para alcanzar velocidades mucho más altas de las que normalmente serían posibles. Por lo que tenía entendido, hacer tras vehículo era la puerta directa para convertirse en un gran ciclista.

Había leído sobre aquello en el libro de entrenamiento de Eddie Borysewicz. Pero, más importante aun, lo había visto en las películas. Como cualquier flipado del ciclismo durante los 80 había visto Breaking Away y American Flyers. Esas dos películas, en las que salían chicos americanos que se adentraban en el mundo de las carreras ciclistas, personificaban todos mis sueños y experiencias.

Me veía identificado en los chicos de Breaking Away, un «picapedrero» de familia humilde que vivía en el lado malo de las vías pero que asistía al siempre pudiente instituto de Cherry Creek. Me sentía Dave Stoller, el héroe de Breaking Away, un marginado que encontraba su propósito en la vida gracias a montar en bicicleta y soñar con la gran aventura europea. Y una parte de convertirme en Dave requería que aprendiera a hacer tras coche.

En mis primeros intentos trataba de pegarme al parachoques de conductores que iban despacio, totalmente ajenos a lo que ocurría tras ellos; a menudo personas mayores. Pero comprobé que esto era un poco arriesgado. A menudo, en cuanto veían por el retrovisor la cara roja como un tomate de un chico sobre una bicicleta, entraban en pánico, tras lo que solían pisar con todas las fuerzas los frenos y yo acababa volando por los aires y aterrizando en el maletero.

Después de unos cuantos incidentes como ese pensé que la solución pasaría porque el conductor supiera en todo momento qué era lo que estaba ocurriendo, y evitar así que entrase en pánico. Desde luego, parecía la mejor opción para todo el mundo. Así que le pregunté a mi padre si estaría dispuesto a probar aquello del tras coche.

Su respuesta fue típica de él, ni sí ni no, sino que comenzó a hacerme más preguntas, como qué era lo que exactamente pretendía lograr al hacer algo tan extraño como pedalear sobre mi bici justo detrás del maletero de un coche ranchera. Aunque cedería casi en seguida.

Supongo que lo vio como una de esas actividades que crean un vínculo entre un padre y su hijo. La mayoría de los chicos se lanzaban balones con sus padres, recibían su ayuda en las tareas o salían a pescar. Papá y yo nunca hicimos cosas de ese tipo, teníamos un temperamento muy diferente y básicamente sentíamos que nos separaba un abismo. Pero nuestras sesiones de tras coche acabaron con nuestras diferencias y se convirtieron en nuestro vínculo de unión.

Y, contra todo pronóstico, resultó ser un marcador de ritmo perfecto. Seguramente, mi padre es el conductor más lento al que jamás haya visto conducir, y no le gustan nada los cambios de dirección bruscos, en ningún aspecto de la vida. Es la viva definición de prudente.

Apenas necesita usar los frenos, porque nunca va lo suficientemente rápido como para necesitarlos... en ningún aspecto de la vida. Pese a que esa calma era justo lo contrario a mi tensa impulsividad, además de poder ser el motivo por el que jamás estuvimos nada cercanos, demostró ser perfecta para el tras coche.

Y también aquel Volvo naranja demostró ser el vehículo soñado para ello. Era una mastodóntica y pesada bestia que hacía mucho tiempo que había dejado atrás sus mejores días. Apenas tenía capacidad de aceleración por lo quemado que tenía el motor. Tampoco es que los frenos hicieran una gran labor, pero ambas cosas juntas resultaban perfectas.

Quedaba con papá en el Chatfield Reservoir cada miércoles a la salida del instituto. Chatfield era un parque estatal que apenas tenía tráfico. Casi todas las carreteras que lo atravesaban eran llanas, con muy pocas curvas y sin apenas baches. Justo las condiciones que necesitaba para perfeccionar el arte de perseguir parachoques.

Al comenzar el entrenamiento me limitaba a pedalear detrás del coche, acercándome al parachoques a unos 40 kilómetros por hora. Ambos nos estábamos acostumbrando a los diferentes gestos y modos de comunicarnos que necesitábamos para lograr hacer de esta práctica algo remotamente seguro para que un padre lo hiciera con su hijo. Comenzamos a comprender, razonablemente rápido, los sutiles movimientos y gestos con los que le indicábamos al otro lo que ocurría. Se fue convirtiendo en nuestro lenguaje común.

Papá y yo no hablábamos demasiado en nuestro día a día, pero durante aquellas sesiones de tras coche en Chatfield manteníamos una gran locuacidad. Muy pronto comenzamos a entender las subidas, curvas y el resto del tráfico de la misma manera. Un pequeño gesto y una rápida mirada a los laterales nos bastaban para comprender, sin atisbo de duda, lo que el otro quería decir. Aquellos gestos furtivos a través del retrovisor del Volvo naranja fueron la mejor comunicación que jamás tuve con mi padre.

En cierto modo, creo que ambos estábamos deseando que llegaran nuestros entrenamientos de los miércoles por la tarde. No puedo ni imaginarme qué pensarían los vigilantes del parque cuando veían a mi viejo, recién salido de una vista en los juzgados y vestido con un traje de tweed de tres piezas, fumando en pipa y conduciendo un coche que parecía una batidora, con su flacucho hijo ciclista pegado al parachoques trasero del coche.

Nuestros entrenamientos fueron haciéndose más intensos y complejos cuando integré las series en aquellas sesiones, en las que intentaba adelantar esprintando a aquel leviatán naranja. Muy pronto llegamos a sobrepasar sin dificultad los 60 km por hora, lo que técnicamente era ilegal y excedía el límite de velocidad.

De vez en cuando, en el parque teníamos que pasar a una camioneta que remolcaba un bote de pesca o una caravana. Eso le ponía un poco de pimienta al entrenamiento. Papá cruzaba al carril izquierdo y comenzaba la maniobra de adelantamiento con su hijo pegado al tubo de escape. Las miradas y negaciones que nos dirigían mientras pasábamos a algún viejo pescador en una Ford pick up resultaban impagables. Notaba lo orgulloso que estaba papá. Su hijo pedaleaba sobre una maldita bicicleta más rápido de lo que iba un Ford F-150.

 

Sigue siendo la única ocasión en la que he sido testigo de que mi padre sobrepasara el límite de velocidad. A pesar de tragarme esa mezcla tóxica de humos de aceite cancerígeno quemado y de tubo de escape que expulsaba el Volvo, los entrenamientos funcionaban. Comencé a adjudicarme carreras más largas, más a menudo.

A pesar de mi escasa estatura resultó que se me daban bien las contrarrelojes, fueran montaña arriba o en llano. Las contrarrelojes me resultaban muy atractivas, porque se basan en comprobar cuánto dolor eres capaz de tolerar. En ellas no hay liebre a la que seguir, no tienes un rival junto a ti, ni motivación externa o pistas visuales. Tan solo tú, tu bicicleta y la carretera.

No tenías esas súbitas aceleraciones de los esprints, ni había que tomar las fulgurantes decisiones tácticas que requieren las carreras en ruta. Eran puro esfuerzo. La capacidad de concentrarse en algo hasta lograr olvidarte de todo lo demás requiere de un talento muy específico, diferente del que se necesita cuando estás compitiendo en mitad de un pelotón.

Tras embaucar a mi padre para que me llevara a unas cuantas carreras, y disfrutando de una confianza recién encontrada, me inscribí en los campeonatos de contrarreloj estatales de Colorado de 1988. Como comprobaría, aquellos campeonatos resultarían una encarnación de la esencia solitaria de la contrarreloj. Se celebraron en las lejanas llanuras del este de Colorado, en una ciudad llamada Estrasburgo.

Estrasburgo, una ciudad agrícola con aire de abandono, era la viva imagen de la desolación, donde la única compañía que sentías eran el viento y el polvo. Ese aire a final de trayecto que tiene puede estar provocado por el hecho de que fue allí donde se puso el último clavo que completó la línea transcontinental de ferrocarril.

Pero había un buen motivo para escoger un lugar tan desolado: el ciclismo de Colorado no nadaba en la abundancia durante los 80 y los organizadores no podían permitirse el lujo de cerrar carreteras. Por eso buscaban la carretera con menos tráfico posible en la ciudad menos poblada que se pudiera. Y en Estrasburgo dieron en el clavo.

Un poco antes de las cuatro de la madrugada de un sábado, recién acabado el curso escolar, mi padre y yo desayunamos unos cereales que parecían engrudo, llenamos de agua un termo Coleman que tenía escrito en rotulador «Para hacer tiro al pichón» y después cargamos la bicicleta en el maletero del Volvo.

Tras un chisporroteo, una sacudida y unos pocos petardeos salimos rumbo a mi intento de convertirme en campeón estatal de Colorado. No era un trabajo sencillo, ya que Colorado era, con bastante probabilidad, el semillero del ciclismo de los EE. UU. en los 80. Ganar en Colorado no era sencillo, y como había demostrado otro de los pupilos de Frankie, Clark Sheehan, si eras capaz de ganar los campeonatos de Colorado estabas capacitado para lograr los campeonatos nacionales. Aunque no hubiese en juego ningún premio en metálico sí que nos jugábamos nuestro orgullo.

Tenía que salir a las siete en punto. Llegamos al aparcamiento un poco más tarde de lo que yo hubiera querido porque el Volvo había tenido una mala mañana. Pero llegamos. Comencé mi calentamiento mientras papá se dirigía a por los dorsales. Hacía un frío polar, como siempre ocurre en Colorado a primera hora de la mañana.

Me puse encima todo el equipo invernal que había comprado en El Rincón de las Bicicletas, y que por fin comenzaba a quedarme bien; había costado. Nervioso, vi cómo, al otro lado del parking, calentaba el conocido prodigio adolescente Bobby Julich, luciendo su equipación verde y roja del equipo júnior 7-Eleven.

Bobby estaba en la siguiente categoría de edad y era mucho mejor ciclista de lo que yo era. Pero de vez en cuando le batía en las contrarrelojes. Estaba tan concentrado en conseguir la victoria que no presté demasiada atención a la hora que era. Papá me había colgado los dorsales, yo estaba ataviado con mi buzo arcoíris y salí a dar una última vuelta de calentamiento. Papá no estaba muy cómodo con eso de que me alejara de las inmediaciones del área de salida, pero no hice caso, considerándolo un exceso de preocupación de un progenitor estúpido.

Vamos a ver, se suponía que tenía que calentar, ¿no?

Cuando regresé al área de salida pude escuchar al comisario gritar con frenesí el dorsal de alguien, llamándole para que se presentara en la salida. De repente me di cuenta de que ese dorsal que gritaban era el mío.

Papá tenía la cara carmesí, con la apariencia exasperada que un hombre de lo más organizado solo muestra cuando trata de lidiar con el colgado de su hijo. Llegué a la salida lo más rápido que pude, justo cuando comenzaban con mi cuenta atrás.

«... 5... 4...»

Yo luchaba por deshacerme de mis perneras y de desabrocharme la chaqueta, mientras veía desaparecer en el aire de Colorado mis opciones de ser campeón estatal, segundo a segundo.

«... 3...»

Rogué a Dean Crandall, el bronco y severo comisario, que postergara mi salida: básicamente, una segunda oportunidad.

«... 2...»

Nos miró a papá y a mí.

«No, esta será una buena lección para ti, chico».

«... ¡1!».

Subí a mi bicicleta y comencé a pedalear, aunque lleno de aflicción. Me parecía una causa perdida. Menudo imbécil. Por mi propia arrogancia, y por no haber escuchado a mi viejo, había tirado a la basura mis opciones de lograr el campeonato.

Cubrí el primer kilómetro y medio de la contrarreloj como alma en pena, pero entonces, mientras me despojaba de mi última prenda de calentamiento y la dejaba a un lado de la carretera, me di cuenta de algo muy importante: era seguro que no iba a ganar, pero si me rendía tampoco podría clasificarme para los campeonatos nacionales.

Entré en pánico. Por un momento se me pasó por la cabeza simular que me había caído en una zanja para poder irme a casa. Pero entonces me golpeó la lógica. Fallar en la salida me habría costado un minuto, más o menos. Si hacía un buen papel aún podría llegar entre los cinco primeros y conseguir una plaza para los nacionales. Con eso bastaba. Comencé a entregarme al esfuerzo, luchando por mantener vivas mis opciones de ir a los nacionales.

Hasta el cambio de sentido soplaba viento a favor y el que me seguía, el ciclista que había salido sesenta segundos después de mí, me había doblado cuando llegamos a aquel cono en mitad del asfalto que marcaba el punto intermedio. Pero en cuanto nos pusimos cara al viento lo atrapé.

Entonces fue cuando empecé a apretar de verdad y, después de unos pocos minutos contra el viento, encontré la paz entre aquel silencio y el dolor. Me olvidé de que era el imbécil que no había llegado a su salida. Me olvidé de no tener opción alguna de vencer a Bobby Julich. Me limité a concentrarme en dar los pedales y en respirar como una máquina de vapor. El pánico desapareció.

Pasé a otro ciclista. Y otro. Y todavía uno más.

A falta de kilómetro y medio sufría de tal manera que sentía como si estuviera a punto de cagarme encima de un momento a otro. También se me caían las babas, al no poder permitirme el lujo de cerrar la boca el tiempo suficiente como para poder tragar. Necesitaba todo el aire posible. Pero me limité a aceptarlo y seguí apretando.

Hasta aquel día no supe de verdad lo que significaba «potar». Pero cuando hube cruzado la meta lo supe. De inmediato comencé a sacudirme, a sentir arcadas y a intentar vomitar. Se me podía escuchar. Se me podía escuchar de lejos.