Vivir en guerra

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Vivir en guerra
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

VIVIR EN GUERRA

Javier Tusell


ISBN: 978-84-15930-05-1

© Javier Tusell, 2013

© Punto de Vista Editores, 2013

http://puntodevistaeditores.com/

info@puntodevistaeditores.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Índice

El autor

Introducción

La conspiración contra la República

Un primer balance de fuerzas. España dividida en dos

La revolución y sus consecuencias

Represión en la retaguardia

La iglesia ante la guerra civil

La guerra de columnas. Julio a noviembre de 1936

La batalla en torno a Madrid

El primer impacto internacional

La campaña del norte, ofensivas de Belchite y de Brunete. De abril a octubre de 1937

Guerra y economía

La formación de dos ejércitos y la conducción de la guerra

Unidad política en torno a Franco

La evolución política del Frente Popular

Teruel y la marcha hacia el Mediterráneo

La batalla del Ebro y sus consecuencias

Alternativas finales de la política exterior sobre la guerra

Sociedad y cultura en tiempos de guerra

El fin de la guerra

Bibliografía sumaria

El autor

Javier Tusell. Es catedrático de Historia Contemporánea desde 1975, desempeñando su puesto docente en la UNED, como director del Departamento de esta titulación, después de haber sido profesor en las Universidades Complutense, Autónoma de Barcelona y de Valencia, así como subdirector de la Escuela Española de Historia y Arqueología en Roma.

Tuvo, entre otros cargos de la vida pública, los de director General de Bellas Artes, Archivos y Bibliotecas en el periodo 1975-1982 contribuyendo a la recuperación para España del Guernica de Picasso. También fue concejal del Ayuntamiento de Madrid y miembro del Consejo de Universidades por elección del Senado. Fue nombrado Patrono, en representación del Estado, de la Fundación Museo Thyssen Bornemisza.

Publicó más de cincuenta libros sobre materias de su especialidad científica por los que ha logrado algunos de los premios más importantes que se otorgan en España en ensayo e historia. Su obra literaria y científica se ha concentrado principalmente en la historia política y de relaciones exteriores españolas del primer tercio del siglo XX aunque cultivó también el ensayo político, la crítica literaria o la historia del arte.

Colaboró en la prensa española con artículos en las revistas intelectuales. Fue miembro del consejo editorial de Diario 16 y El Mundo y fue columnista de El País y miembro del consejo de redacción de Historia 16. También participó en programas radiofónicos en la SER, COPE y ONDA cero.

Introducción

La guerra de España es la única ocasión histórica en que nuestro país ha desempeñado un papel protagonista en la historia del siglo XX. Tan solo en otro momento, mucho más grato en sus consecuencias, como fue la transición a la democracia, España ha resultado protagonista de primera fila en la vida de la humanidad. No puede extrañar, por lo tanto, que, desde una óptica nacional o extranjera, se haya considerado como eje interpretativo de nuestro pasado lo sucedido en ese periodo.

Este tipo de interpretación tiene un obvio inconveniente que nace de considerar la totalidad de la historia contemporánea española como un camino inevitable hacia la guerra entre dos sectores de la sociedad enfrentados a muerte. Nada parecido a una guerra civil con centenares de miles de muertos se dio en otro país del Occidente europeo durante el primer tercio del siglo XX. Eso, sin embargo, no debe hacer pensar que el enfrentamiento violento fuera inevitable. Hasta el último momento la guerra civil pudo haber sido evitada. Los testigos presenciales, en especial los que tenían responsabilidad política de importancia, suelen considerar que no fue así, pero ello se debe, quizá, al deseo de exculparse por sus responsabilidades. En realidad, pocos desearon originariamente la guerra aunque hubiera muchos más a quienes les hubiera gustado que se convirtieran en reales sus consecuencias, es decir, el aplastamiento del adversario. Con el transcurso del tiempo ese puñado de españoles consiguió la complicidad de sectores más amplios y se olvidó que los entusiasmos políticos que llevaban a una España a desear imponerse sobre la otra implicaban el derramamiento de sangre.

Todas las caracterizaciones de la historia española como un proceso hacia la guerra no son ciertas, pero sí lo es la peculiaridad en dicha historia respecto del resto de las naciones europeas, derivada de la guerra civil. En cierto sentido la guerra civil no concluyó hasta 1977, y desde 1939 todos los rasgos de la vida española estuvieron marcados por la impronta bélica. Claro está que también con el curso del tiempo se superó esa situación, pero, a fin de cuentas, se seguía viviendo en la órbita histórica de aquel decisivo acontecimiento. La actitud del historiador sobre una cuestión como la guerra civil española necesariamente ha de ser humilde. Como se ha dicho acerca de la Revolución Francesa, nunca podrá escribirse una historia definitiva de la guerra civil española por la sencilla razón de que afectó demasiado gravemente a un número demasiado grande de personas.

La conspiración contra la República

El estallido de la guerra civil no puede ser atribuido a factores de carácter externo a pesar de la ayuda prestada por Italia a monárquicos, tradicionalistas y falangistas. Durante la guerra se hizo pública por las autoridades republicanas la información relativa a los pactos logrados por los monárquicos con Mussolini en 1934, con el propósito de demostrar la supuesta existencia de una temprana conspiración contra el régimen, pero cuando tuvo verdadero carácter decisivo la ayuda italiana contra la República, y a favor de quienes querían derribarla, fue solo a partir de julio de 1936.

A partir de febrero de 1936, los grupos de extrema derecha redoblaron sus esfuerzos por organizar una conspiración capaz de liquidar a las instituciones republicanas mediante el recurso a la violencia. La conspiración que conocemos peor en sus detalles precisos es la de los monárquicos, quizá por el hecho de que se confundía en realidad con la de los jefes militares. Como carecían de masas, tenían que limitarse a financiar a otros grupos subversivos (como la Unión Militar Española) o a preparar unos contactos en el exterior que luego tuvieron una importancia decisiva. En cualquier momento crucial de los primeros días de la guerra aparece un dirigente monárquico desempeñando un papel fundamental en cuestiones como el traslado de Franco a la Península o la primera ayuda italiana a los sublevados.

Fue, sin embargo, el tradicionalismo quien organizó más tempranamente la conspiración con sus propias huestes. Poco después de las elecciones de febrero su jefe, Fal Conde, había organizado una junta carlista de guerra, cuyos primeros propósitos consistieron en tratar de preparar una sublevación limitada. Luego el tradicionalismo consiguió, en torno a mayo, aumentar sus posibilidades mediante la incorporación a sus filas del general Sanjurjo, cuyo pasado militar y actividad conspiratorial previa le daban una preeminencia obvia entre los militares. En realidad el general se adhirió al carlismo nada más que por ver en él el único grupo político dispuesto a lanzarse con sus propias masas a la calle. En Navarra estuvo el centro inspirador de la conspiración, cuya mente rectora era Mola. Los dirigentes carlistas entraron en contacto con él en fecha temprana, pero las relaciones fueron tormentosas. Lo que Fal Conde quería tenía poco que ver con lo de Mola, que, para él, no pretendía sino “disparates republicanos”. Al objeto de influir en el citado general, en la segunda semana de julio, los carlistas le trajeron una carta de Sanjurjo en que se mostraba partidario de la bandera bicolor como “cosa sentimental y simbólica y de desechar el sistema liberal y parlamentario”. Mola acabó comprometiéndose muy vagamente a aceptar, en sus líneas generales, las indicaciones de Sanjurjo. A pesar de que no hubo ningún partido que proporcionara inicialmente tantos hombres armados como el carlismo, la sublevación nunca fue, pues, propiamente tradicionalista.

 

También Falange Española, por su ideario y por su afiliación juvenil, que ahora crecía meteóricamente, estaba en condiciones de conspirar contra el régimen republicano. José Antonio Primo de Rivera desde la cárcel de Alicante dirigió escritos a los militares españoles presentando un panorama patético de España y animándolos a la acción. Parece indudable que estos textos tuvieron influencia sobre los acontecimientos, porque gran parte de la oficialidad joven se sintió especialmente atraída por el falangismo. Con todo, entre un ideario de indudable significación fascista, aunque con sus peculiaridades, como el de Falange, y los militares necesariamente tenía que haber tensiones y dificultades.

Primo de Rivera parece haber temido que los militares no supieran hacer otra cosa que una “revolución negativa”.

Nos queda hacer mención de la última fuerza de derecha durante la etapa republicana, que era, también, la más importante y nutrida, el catolicismo político. Es muy posible que la mejor forma de describir su situación a la altura del verano de 1936 sea con el término “descomposición”, con sectores dispuestos a mantenerse en la legalidad y otros apasionados por destruirla. En cuanto al propio Gil Robles, parece indudable que no participó en la conspiración y que ni siquiera los principales dirigentes de ésta pensaron en consultarle, aunque luego se identificó con ella. El destino al que, sin embargo, estaba condenada la CEDA era la marginación.

La conspiración contra el Frente Popular (inicialmente no iba contra la República) no fue protagonizada por grupos políticos sino por militares. Aunque no se tratara de una conspiración exclusivamente militar ni de todo el Ejército, sí tuvo ese carácter. Fundamentalmente estuvo protagonizada por la generación militar africanista de 1915 y tuvo como rasgo característico una voluntad de utilización desde un primer momento de la violencia, que era producto de las tensiones que vivía el país y que tuvo como resultado que lo sucedido no fuera un pronunciamiento clásico sino una guerra civil.

La conspiración militar fue un tanto confusa en el doble sentido de que, por un lado, se conspiraba mucho, pero muy desordenadamente y, por otro, los propósitos de los conspiradores ni estaban tan meridianamente claros, ni se vieron convertidos en realidad. No hubo una organización militar secreta destinada a organizar la conspiración. La importancia numérica de la Unión Militar Española no parece haber sido tan grande, pero, en cambio, difundió ampliamente la actitud subversiva contra la República en los cuarteles. Quizá el mejor ejemplo del éxito de esta labor propagandística es el hecho de que un buen número de los dirigentes de la UME desempeñaron un papel importante en la política de la España de Franco. En la conspiración de 1936 no solo tomaron parte militares monárquicos, sino que la actitud subversiva contra la República estuvo extendida por sectores más amplios. Entre las principales figuras de la conspiración y de la sublevación hubo personalidades inesperadas. El general Mola tenía una “limitadísima” simpatía por la Monarquía; Goded incluso había conspirado contra ella. Queipo de Llano también lo hizo y estaba emparentado con Alcalá Zamora. Escritores izquierdistas llegaron a asegurar que la presencia de Cabanellas con los sublevados solo se entendía por haber sido obligado a punta de pistola. En cuanto a Franco, puede decirse que su trayectoria hasta entonces había sido singularmente poco política. Sanjurjo, que ya en agosto de 1932 había visto la dificultad de comprometerle en un proyecto conspirativo, tampoco confiaba ahora en que participara en él. Es muy significativo de su carácter, y también de la situación que vivían España y los altos cargos militares, el hecho de que el 23 de junio dirigiera una carta a Casares Quiroga, que era demostrativa de inquietud pero que podía ser interpretada como una amenaza de sublevación o un testimonio de fidelidad. Fue la participación de estos altos cargos militares lo que dio un carácter peculiar a la conspiración de 1936.

La fase final de la conspiración tuvo lugar al final de ese mes de abril, fecha de la que data la primera circular de Mola. Su idea original no difería en exceso de un pronunciamiento, aunque preveía dificultades mucho mayores. El movimiento debía tener un carácter esencialmente militar, de modo que, aunque esperaba la colaboración de fuerzas civiles, éstas actuarían solo como complemento. El movimiento consistiría en una serie de sublevaciones que acabarían convergiendo en Madrid. Hasta aquí la conspiración parecía un pronunciamiento de no ser porque Mola recomendaba que el golpe fuera desde sus comienzos muy violento. Con ello no quería sentar las bases para una guerra civil, sino recalcar el carácter resolutivo que podía tener la actuación inicial; pero ejercida esa misma violencia por sus adversarios, la guerra se hizo inevitable. También difería la conspiración de un pronunciamiento clásico en lo que tenía de modificación de la estructura política. El proyecto inicial de Mola tenía un indudable parentesco con fórmulas de “dictadura republicana”. La suspensión de la Constitución sería tan solo temporal y se mantendrían las leyes laicas y la separación de la Iglesia y el Estado, aspecto éste especialmente inaceptable para los tradicionalistas. Pero Mola en sus instrucciones también aludía a un “nuevo sistema orgánico de Estado” tras el paréntesis de un gobierno militar. El mismo hecho de que una cuestión tan importante como ésa no estuviera por completo perfilada es un testimonio de hasta qué punto una sublevación de tanta envergadura hubiera sido evitable (y con ella la guerra) de no haberse producido el asesinato de Calvo Sotelo. Después de él la guerra desdibujó o transformó, como siempre ha sucedido en la historia de la humanidad, los propósitos originarios.

Después de la guerra las izquierdas reprocharon al último gobierno del Frente Popular su incapacidad para estrangular la revuelta en gestación. Indalecio Prieto cuenta, por ejemplo, que al denunciar ante Casares Quiroga la existencia de la conspiración, se encontró con la airada respuesta de éste. Sin embargo estos juicios probablemente no son acertados. Si el Gobierno reaccionaba ante ese género de denuncias con dureza no era porque ignorara la existencia de una conspiración: era imposible pensar que no existiera cuando hasta la prensa hacía mención de ella. La mejor prueba de que Casares era consciente del peligro existente como consecuencia de la conspiración es que tomó disposiciones para evitar su estallido. Los mandos superiores del Ejército estaban ocupados por personas que no era previsible que se sumaran a la sublevación y, gracias a la disciplina, podía pensarse que la totalidad de las unidades militares les fueran fieles. Solo unos pocos militares sublevados ocupaban cargos decisivos: tan solo uno de los ocho comandantes de las regiones militares se sublevó. Fueron fieles al Gobierno el inspector de la Guardia Civil y sus seis generales; fue totalmente inesperado que no lo fuera el inspector del Cuerpo de Carabineros, Queipo de Llano. Muchos militares sospechosos fueron trasladados a puestos en los que parecían resultar mucho menos peligrosos: así sucedió con Franco en Canarias o Goded en Baleares. Mola fue mantenido en Pamplona, quizá porque se confiara en que no llegaría a ponerse de acuerdo con los carlistas, pero tenía como superior a Batet, el general republicano que había suprimido la revuelta de octubre de 1934 en Barcelona. En cada uno de los cuerpos armados o de seguridad se tomaron disposiciones preventivas. En Aviación el general Núñez de Prado llevó a cabo una depuración, aunque sus superiores no le dejaron que fuera tan completa como quería. Las plantillas del Cuerpo de Asalto en Barcelona, Madrid y Oviedo fueron modificadas para garantizar la lealtad al régimen. Hay, por tanto, numerosas pruebas de que no es verdad la supuesta pasividad de Casares Quiroga. De los 21 generales de división, l7 fueron fieles al Gobierno; de los 59 de brigada, lo fueron 42. El bando franquista eliminó físicamente a l6 generales.

Resulta, por tanto, evidente que el gobierno del Frente Popular tomó medidas para evitar la sublevación, que debía temer, por mínima conciencia de la realidad que tuviera. Su error no fue pecar de pasividad sino de exceso de confianza. Todo hace pensar que esperaba que podía repetir lo sucedido en 1932, pero ahora la situación era muy diferente. Azaña consideraba a esta altura que las conspiraciones militares solían acabar en “charlas de café”. Sin embargo, este planteamiento que suponía dejar que la sublevación estallara para, una vez derrotada, proseguir la obra gubernamental ahora era suicida. La situación de 1936 no era prerrevolucionaria, pero todavía tenía menos que ver con la del año 1932. Solo una vigorosa reacción gubernamental destinada a controlar las propias

masas del Frente Popular y a perseguir a los conspiradores habría sido capaz de disminuir la amplitud de la conjura. Así, además, el gobierno republicano no hubiera pasado por la situación que se produjo inmediatamente después de la sublevación cuando se encontró obligado a armar a las masas, con lo que su poder, ya deteriorado por la sublevación, todavía se redujo más. Claro está que, al no imaginar la posibilidad de una guerra civil, el gobierno del Frente Popular no hacía otra cosa que reproducir la actitud de los conspiradores.

Un primer balance de fuerzas. España dividida en dos

Tanto el Gobierno como los sublevados pensaban que la suerte del país se dirimiría en pocos días. Sin embargo, lo que sucedió en tres dramáticos días de julio fue que el alzamiento transformó las confusas pasiones de principios de verano en alternativas elementales y en entusiasmos rudimentarios. Aunque muchos intentaron la neutralidad, hubo que elegir, al final, entre uno de los bandos. En esos tres días lo único que quedó claro fue que ni el pronunciamiento había triunfado por completo ni tampoco había logrado imponerse el Gobierno.

La sublevación se inició en Marruecos. El clima en el protectorado era muy tenso, por lo que no puede extrañar que finalmente la conspiración se adelantara. En el protectorado, como en otras partes de España, el enfrentamiento con el adversario se veía como una especie de “carrera contra reloj” en la que quien se retrasara podía perder su oportunidad. El papel de las masas necesariamente había de ser mínimo frente al de la guarnición. Las tropas mejor preparadas del Ejército, los Regulares y el Tercio se inclinaban claramente hacia la sublevación, e idéntica era la postura de los oficiales más jóvenes. Las autoridades oficiales, tanto civiles como militares, pecaron de exceso de confianza: el general Romerales y también un primo hermano de Franco fueron fusilados, señalando el rumbo de lo que se convertiría en habitual en toda la geografía peninsular. Los sublevados se impusieron rápidamente en tan solo dos días (l7 y l8 de julio). Entre los dirigentes de la sublevación había militares que desempeñarían un papel fundamental en la guerra, pero la dirección le correspondió a quien era, antes de que se iniciara la sublevación, el jefe moral del ejército de Marruecos, el general Franco, comandante militar de Canarias, donde se impuso también sin dificultades. El día l9 se trasladó a Marruecos en un avión inglés alquilado por conspiradores monárquicos.

A partir del l8 de julio la sublevación se extendió a la Península, produciendo una confrontación cuyo resultado varió dependiendo de circunstancias diversas. El grado de preparación de la conjura y la decisión de los mandos implicados en ella, la unidad o división de los militares y de las fuerzas del orden, la capacidad de reacción de las autoridades gubernamentales, el ambiente político de la región o de su ciudad más importante y la actitud tomada en las zonas más próximas fueron los factores que más decisivamente influyeron en la posición adoptada. Allí donde la decisión de sublevarse partió de los mandos y su acción fue decidida, el éxito acompañó casi invariablemente a su decisión. Si el Ejército se dividió y existió hostilidad de una parte considerable de la población, el resultado fue el fracaso de la sublevación.

Las dos regiones en que en principio cabía esperar un más decidido apoyo a la sublevación, tanto por sus mandos militares como por el carácter conservador de su electorado, eran Navarra y Castilla la Vieja. En la primera, la sublevación lanzó a la calle a las masas de carlistas, y Mola, que dejó escapar al gobernador civil, no tuvo dificultades especiales para obtener la victoria. En Castilla la Vieja, la resistencia que se produjo en algunas capitales de provincia y pueblos de cierta entidad fue sometida sin excesivas dificultades por parte de los sublevados.

 

En cambio la situación de Andalucía era radicalmente opuesta, porque el ambiente era caracterizadamente izquierdista. Cuando el general Queipo de Llano, encargado de sublevar esta región, realizó sus primeros contactos descubrió pocos puntos de apoyo entre las guarniciones. Un papel decisivo le correspondió en la sublevación a Sevilla, conquistada por Queipo con muy pocos elementos y a base de una combinación entre audacia y bluff. En Cádiz, Granada y Córdoba también las guarniciones se sublevaron pero, como en Sevilla, la situación inicial fue extremadamente precaria, pues los barrios obreros ofrecieron una resistencia que no desapareció hasta que llegó el apoyo del ejército de África. El campo era anarquista o socialista y, por lo tanto, hostil a la sublevación, y las comunicaciones entre las capitales de provincia fueron nulas o precarias, en especial en el caso de Granada, prácticamente rodeada. Otro rasgo característico de los decisivos días de julio en esta región fue el impacto que tuvo en ellos la constitución del gobierno de Martínez Barrio, del que más adelante se hablará. El general Campins al frente de la guarnición de Granada se volvió atrás; el hecho no tuvo consecuencias porque la guarnición se impuso a él y acabó fusilado, pero, en cambio, en Málaga las dudas del general Patxot acabaron teniendo como consecuencia el triunfo del Frente Popular.

La suerte de Cataluña y de Castilla la Nueva se jugó en Barcelona y Madrid, respectivamente. En ambas ciudades el ambiente político era izquierdista, los mandos de la guarnición militar estuvieron divididos y los sublevados cometieron errores; estos tres factores unidos a un cuarto, consistente en la actuación de masas izquierdistas armadas, explican lo acontecido, que no fue sino la derrota de los sublevados. En Barcelona la conspiración hubo de enfrentarse con autoridades decididas a resistir. Los principales organizadores de la resistencia fueron Escofet, Guarner y Aranguren, responsables del orden público en la capital catalana, todos ellos militares. La colaboración de la CNT, con la que las fuerzas leales mantuvieron solo una “alianza tácita”, fue “sustancial pero de ninguna manera determinante”. Finalmente el decantarse la Aviación y la Guardia Civil a favor de las autoridades supuso la liquidación de la sublevación, a pesar de que Goded llegó desde las Baleares. Éstas, con la excepción de Menorca, se sublevaron y las resistencias resultaron fácilmente dominadas. En la última fase de los combates de Barcelona se produjo un hecho que habría de tener una importante repercusión: la CNT consiguió la entrega de armas procedentes de los cuarteles y en adelante sus milicias controlaron la capital catalana.

En Madrid la conspiración estuvo muy mal organizada. La acción más decisiva fue la toma del Cuartel de la Montaña, en donde los sublevados, en una actitud más de “desobediencia activa” que de verdadera insurrección, permanecieron acuartelados sin lanzarse a la calle y fueron pronto bloqueados por paisanos armados y fuerzas de orden público. Ni siquiera la totalidad de los encerrados era partidaria de unirse a la sublevación, y cuando se expresó divergencia con banderas blancas los sitiadores acudieron para ocupar el cuartel y fueron recibidos a tiros. La toma se liquidó con una sangrienta matanza.

En el norte, el País Vasco se escindió ante la sublevación: en Álava el alzamiento militar fue apoyado masivamente, incluso por parte del Partido Nacionalista Vasco. En cambio en Guipúzcoa y en Vizcaya la actitud del PNV fue alinearse con el Gobierno, en parte por la promesa de concesión del Estatuto pero también por el ideario democrático y reformista en lo social que el PNV había ido haciendo suyo con el transcurso del tiempo. La tradición izquierdista de Asturias hacía previsible que allí se produjera un alineamiento favorable al Gobierno, pero en Oviedo el comandante militar Aranda, conocido por sus convicciones democráticas, consiguió convencer a los mineros de que debían dirigir sus esfuerzos hacia Madrid, asegurándoles su lealtad para acabar sublevándose luego. Su posición fue muy precaria desde un principio, prácticamente rodeado en medio de una región hostil. Una situación peor fue la experimentada por la guarnición de Gijón, que acabó con la victoria de las fuerzas de la izquierda, tras un asedio que se prolongó semanas. En Galicia también triunfó la rebelión, pese a la oposición de las autoridades militares y la resistencia en determinadas poblaciones como Vigo y Tuy.

En Aragón y Levante el resultado de la sublevación fue inesperado, teniendo en cuenta las previsiones de los conspiradores y el juicio habitual acerca de las autoridades militares. El general Cabanellas, máximo responsable del Ejército en Aragón, había sido diputado radical y era miembro de la masonería, pero se sublevó arrastrando a la totalidad de las guarniciones aragonesas. El caso de Valencia fue un tanto peregrino pero también descriptivo de las dificultades para tomar una decisión. Durante dos semanas los cuarteles comprometidos mantuvieron una especie de neutralidad en equilibrio precario, a pesar de que el número de los comprometidos en la sublevación era elevado. El decantamiento final se produjo en un momento en que la República y el gobierno del Frente Popular parecían haber obtenido una situación ventajosa. En la importante base naval de Cartagena fueron los cambios de mandos militares los que explican el fracaso de una sublevación que aquí parecía contar con apoyos importantes. En Extremadura la decisión a favor de la sublevación, en Cáceres, o en contra de ella, Badajoz, dependió de las fuerzas de orden público.

En suma, durante unos cuantos días de julio, sobre la superficie de España quedó dibujado un mapa de la sublevación en que las iniciales discontinuidades pronto empezaron a homogeneizarse. Los ejemplos de este fenómeno que pueden ser citados son abundantes: Alcalá de Henares y Albacete, por ejemplo, originariamente sublevados, fueron rápidamente sometidos, mientras que el regimiento de transmisiones de El Pardo, también sublevado, se trasladó a la zona contraria. La geografía de la rebelión así resultante tenía bastante semejanza con la de los resultados electorales de febrero de 1936, prueba de la influencia del ambiente político de cada zona sobre la definición ante la insurrección. Había, por supuesto, excepciones, como la de Santander, demasiado próxima al País Vasco y Asturias como para decantarse en sentido derechista, o la de las capitales andaluzas, controladas por sus respectivas guarniciones.

Entre estas dos Españas existía todavía el l9 de julio una última posibilidad de convivencia. Esa fecha supuso, en efecto, la definitiva desaparición de la posibilidad de una transacción. De Azaña partió, en definitiva, la iniciativa más consistente –pero tardía– para evitar el enfrentamiento. Quizá pensaba que el Frente Popular era una fórmula que los acontecimientos en el verano de 1936 habían convertido ya en poco viable. Los acontecimientos acabaron demostrando que ya era demasiado tarde para hacerlo, pero Azaña, cuyas culpas en la situación parecen evidentes, tuvo el mérito de intentar en ese último momento evitar la guerra. El gobierno de Casares Quiroga había tratado de mantener la legalidad republicana evitando la entrega a las masas izquierdistas de las armas almacenadas en los cuarteles. La extensión de la sublevación, el exceso de confianza mostrado ante las denuncias sobre la conspiración y, en fin, su propio carácter e imprudentes manifestaciones imponían su dimisión. El l8 de julio Azaña trató de que se formara un gobierno de centro; el encargado de presidirlo fue Martínez Barrio, que venía a ser algo así como el representante de esta actitud en la política española de aquellos momentos. De acuerdo con el encargo de Azaña, debía excluir a la CEDA y a la Lliga por la derecha y a los comunistas por la izquierda. Martínez Barrio tenía la posibilidad de convencer a los más moderados o los más republicanos de los dirigentes de la sublevación, como, por ejemplo, Cabanellas. “Sería difícil –dice en sus memorias– pero se podría gobernar”.

Pero no tuvo la oportunidad de hacerlo. No pudo convencer ni a Mola ni a Largo Caballero de la necesidad de una transacción, pues ninguno de ellos consideraba remediable (ni tampoco deseable) evitar la guerra civil. Mola, con quien habló Martínez Barrio, le respondió que ya era tarde, como si esto justificara no tomar en serio la posibilidad de evitar la conflagración. Lo mismo debían pensar las masas que seguían a Largo Caballero o simpatizaban con lo que él representaba, porque interpretaron el propósito del dirigente de Unión Republicana como una traición a sus intereses. “Se repetía el mismo fenómeno alucinatorio de la rebelión de Asturias –interpreta Martínez Barrio–, creer que en España la voluntad de una clase social puede sobreponerse y regir a todas las del Estado”. En definitiva, fue la actitud de esas masas populares, “irreflexiva y heroica”, como la describe él mismo, la que hizo inviable su propósito. En estas condiciones fue ya imposible detener a medio camino el estallido de la guerra civil. El gobierno presidido por Giral presuponía su existencia y actuó de acuerdo con ella al aceptar que se entregaran armas a las masas revolucionarias.