Vivir en guerra

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En realidad, antes incluso de que se hubiera formado el gobierno de Giral hubo ya en los medios gubernamentales de segunda fila quienes, gracias a mantener una actitud que consideraba el enfrentamiento inevitable, contribuyeron de manera importante a que el balance inicial del conflicto no fuera positivo para los sublevados. Los testimonios de algunos de los principales dirigentes militares republicanos son, en este sentido, muy significativos. Tagüeña dice, por ejemplo, haber pasado en los últimos tiempos “casi todas las noches de guardia en el puesto de mando de las milicias socialistas en espera del golpe militar” porque llegar al enfrentamiento era un “deseo acariciado largo tiempo”. En la flota, la acción espontánea de un oficial radiotelegrafista llamado Balboa, que envió desde el centro de comunicaciones de la Armada telegramas a las tripulaciones en favor del Frente Popular, consiguió la rebelión de buena parte de ellas en contra de la oficialidad. Si existía una organización militar conspiratorial con las siglas UME, también había otra, denominada UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista), tan minoritaria como la citada pero vigilante respecto a los intentos conspiratoriales antirrepublicanos.

A la altura del l9 de julio no solo era patente el fracaso de los intentos de llegar a una transacción sino también el del pronunciamiento imaginado por Mola, lo que hacía ya inevitable la guerra civil. Esos tres días no habían sido en absoluto resolutivos, tal como habían pensado ambos bandos. El Ejército no había actuado unánimemente y había encontrado resistencias muy fuertes de carácter popular, lo que, además, prueba que la actitud gubernamental fue mucho menos pasiva de lo que se suele afirmar. Por eso sería incorrecto presentar lo sucedido como una sublevación del Ejército o los generales en contra de las instituciones. Aunque fueran generales los principales dirigentes del bando sublevado y le dieran una impronta característica, no faltaron oficiales en la zona controlada por el Gobierno. Como ya se ha señalado, los mandos habitualmente no se sublevaron y el número de generales afectos al régimen fue elevado. Es muy posible que las diferencias de comportamiento entre la oficialidad en el momento del estallido de la sublevación derivaran de diferencias generacionales, que se sumaban a las ideológicas. Fueron los oficiales más jóvenes los que se sublevaron, hasta el extremo de que en las últimas promociones de la Academia General Militar el porcentaje de los que lo hicieron se aproxima al 100%. De todos los modos al gobierno republicano no le faltaron en un primer momento oficiales, puesto que, de los aproximadamente quince mil en activo, la mitad quedaron en la zona controlada por él. Esta cifra, sin embargo, resulta engañosa por la sencilla razón de que luego el Ejército Popular no hizo uso de ellos por desconfianza respecto a sus intenciones. A los oficiales en activo se sumaron los retirados dispuestos a colaborar, y en total se puede calcular que el Ejército Popular pudo contar con unos 5.000, cifra que era inferior en un 50% a los que combatieron en el otro bando, pero que no revela indefensión por parte de las autoridades republicanas.

En efecto, en esos momentos iniciales de la guerra la situación no era ni mucho menos tan favorable a la sublevación como lo hubiera sido en el caso de que ésta hubiera sumado a la totalidad del Ejército. El balance estaba en realidad bastante equilibrado e incluso, desde más de un punto de vista, si alguien tenía ventaja era el Gobierno. Un cómputo realizado por algunos historiadores militares afirma que aproximadamente el 47% del Ejército, el 65% de los efectivos navales y aéreos, el 5l% de la Guardia Civil, el 65% de los Carabineros y el 70% de los Cuerpos de Seguridad y Asalto estuvieron a favor de los gubernamentales. La división del Ejército en casi dos mitades idénticas oculta la realidad de que su porción más escogida, la única habituada al combate y dotada de medios, la de Marruecos, estaba en su totalidad en manos de los sublevados. En cuanto a los medios navales, medidos en número de buques ofrecen un panorama todavía más aplastante, porque 40 de los 54 barcos estaban en manos de los gubernamentales. Sin embargo los sublevados pronto contaron con unidades modernas (los cruceros Canarias y Baleares) y, sobre todo, los gubernamentales no pudieron hacer patente su superioridad por tener en contra a la práctica totalidad de la oficialidad. De unos 450 aviones, el Gobierno contó con más de trescientos, pero los aviones italianos, al ser mucho más modernos, equilibraron la superioridad gubernamental.

En lo que era patente ésta era en lo que respecta a los recursos humanos y materiales de los que inicialmente se partía. En un discurso radiado, Indalecio Prieto afirmó que “extensa cual es la sublevación militar que estamos combatiendo, los medios de que dispone son inferiores a los medios del Estado español”. Prieto insistió especialmente en dos hechos: el oro del Banco de España permitía al Gobierno una “resistencia ilimitada” y además el Gobierno tenía también a su favor la mayoría de las zonas industriales, de primordial importancia para el desarrollo de una guerra moderna.

¿Cómo se explica entonces que el resultado de la guerra civil fuera tan distinto de las previsiones de Prieto? Al mismo tiempo que el Estado republicano hacía frente a la sublevación militar e impedía que ésta triunfara, se enfrentó también a una auténtica revolución social y política surgida en las mismas regiones y sectores sociales que se decían adictos. El resultado de esta situación fue que esas ventajas iniciales, tampoco tan abrumadoras, se esfumaron.

La revolución y sus consecuencias

“Al día siguiente del alzamiento militar –escribió Azaña cuando la guerra civil hubo terminado– el gobierno republicano se encontró en esta situación: por un lado tenía que hacer frente al movimiento (...) que tomaba la ofensiva contra Madrid; y por otro a la insurrección de las masas proletarias que, sin atacar directamente al Gobierno, no le obedecían. Para combatir al fascismo querían hacer una revolución sindical. La amenaza más fuerte era, sin duda, el alzamiento militar, pero su fuerza principal venía por el momento de que las masas desmandadas dejaban inerme al Gobierno frente a los enemigos de la República”. Por eso, añadía el presidente de la República, la principal misión del Gobierno a lo largo de toda la guerra civil debió ser, precisamente, “reducir aquellas masas a la disciplina”. Nunca una frase ha resumido tan bien un proceso tan complicado como el que tuvo lugar a partir de julio de 1936. Si la República fue derrotada, parte de las razones residen en el hecho de que no se hubiera conseguido concluir el proceso de normalización.

En la España de 1936 la revolución real fue la respuesta a una contrarrevolución emprendida frente a una revolución supuesta. En adelante, guerra y revolución jugaron un papel antagónico o complementario, según la ideología de cada uno. En los primeros momentos no fueron tan solo los anarquistas quienes defendieron la primacía de la revolución, sino que este sentimiento estuvo mucho más extendido. Claridad, el diario de Largo Caballero, que acabaría siendo presidente del Consejo, lo hizo literalmente. La evidencia y también el espectáculo de algo tan poco habitual en Europa como una revolución, fue lo que atrajo a tantos extranjeros a visitar España, de la que dieron a menudo una impresión colorista pero no siempre acertada. Algunos de ellos ofrecen una visión inigualable de la Barcelona de las primeras semanas de la guerra. Parecía “como si hubiéramos desembarcado en un continente diferente a todo lo que hubiéramos visto hasta el momento. En efecto, a juzgar por su apariencia exterior (Barcelona) era una una ciudad en que las clases adineradas habían dejado de existir”. Todo el mundo vestía como si fuera proletario, porque el sombrero o la corbata eran considerados como prendas “fascistas”, hasta el punto de que el sindicato de sombreros debió protestar por esta identificación. El tratamiento de “usted” había desaparecido y se respiraba una atmósfera de entusiasmo y alegría, aunque la existencia de una guerra civil se apreciara en la frecuente presencia de grupos armados, mucho más necesarios en el frente que en la retaguardia.

En las descripciones de los extranjeros brilla ante todo un interés entusiasta por la novedad. La realidad es, sin embargo, que a menudo los viajeros extranjeros, amantes de las emociones fuertes, no tuvieron en cuenta los graves inconvenientes que la situación revolucionaria tuvo para los intereses del Frente Popular. Los organismos revolucionarios recortaron el poder del Estado pero también lo suplieron en unos momentos difíciles. En cualquier caso, lo sucedido en España poco tuvo que ver con lo acontecido en Rusia en 1917 o en Alemania en 1918. Allí la revolución engendró unos soviets o unos consejos que permitieron sustituir por completo, aunque solo temporalmente en el segundo de los casos, la organización estatal. En España existió una pluralidad de opciones que impidió el monopolio de una sola fórmula, obligó al prorrateo del poder político y lo fragmentó gravemente; por si fuera poco, no creó un único entusiasmo y menos una disciplina como la que Trotski impuso al ejército bolchevique, sino que los entusiasmos de las diferentes opciones resultaron en buena medida incompatibles.

Madariaga ha señalado cómo la causa que representaba la República, es decir, la tradición de Francisco Giner, fue sepultada entre las Españas que representaban otros dos Franciscos, Franco y Largo Caballero. El gobierno de Giral se vio obligado a una parálisis radical motivada por una situación de la que él mismo no era culpable y a la que no podía enfrentarse. Cuando, en julio, prohibió los registros y detenciones irregulares no fue atendido, y cuando ordenó, al mes siguiente, la clausura de los edificios religiosos no hizo sino levantar acta de lo que ya sucedía. Formado el Gabinete de modo exclusivo por republicanos de izquierda, no representaba la relación de fuerzas existente en el Frente Popular, pero la impotencia no solo es atribuible a ese Gabinete sino también al siguiente. Cuando el gobierno de Largo Caballero quiso abandonar Madrid ante la amenaza de las tropas de Franco, algunos ministros fueron obligados a retroceder por la imperiosa fuerza de las armas.

 

Mientras tanto se había producido “una oleada de consejismo” que pulverizó el poder político. Siguiendo una larga tradición histórica española que se remonta hasta la guerra de la Independencia, cada región (o incluso cada provincia y cada localidad) presenciaron la constitución de Juntas y consejos que, a modo de cantones, actuaron de manera virtualmente autónoma. Un recorrido por la geografía controlada por el Frente Popular demuestra que no hay exageración en estas palabras. En el mismo Madrid la salida del Gobierno provocó la creación de una Junta. En Barcelona las armas logradas por la CNT provocaron que el Comité de Milicias Antifascistas redujera a la Generalitat, en los primeros momentos, a la condición de mera sancionadora de decisiones que no tomaba; a su vez la Generalitat pretendió hacer crecer su poder a expensas de la Administración Central. En Asturias hubo inicialmente dos comités, el de Gijón, anarquista, y el de Sama de Langreo, socialista. El Consejo de Aragón, formado gracias a las columnas anarquistas procedentes de Cataluña, tuvo una especie de consejo de ministros propio.

“Nunca se conocerá con seguridad la magnitud de nuestras pérdidas durante aquellos días, dada nuestra gran inexperiencia y lo poco versados que estamos en el arte de la guerra”, ha escrito uno de los mejores militares republicanos, Tagüeña. En efecto, la revolución supuso la ineficacia militar en los primeros meses de la guerra, de modo que de nada sirvió que las fuerzas fueran equilibradas el l8 de julio, porque la realidad es que en la zona del Frente Popular no solo se descompuso la maquinaria del Estado sino que incluso desapareció el ejército organizado, siendo sustituído por una mezcolanza de milicias políticas y sindicales junto a unidades del Ejército que ya no conservaban sus mandos naturales. La indisciplina hizo frecuente que los milicianos madrileños combatieran unas horas pero volvieran luego a dormir a sus hogares. Las columnas anarquistas tenían nombres sonoros, pero que se correspondían poco con su eficacia. En esas circunstancias, cuando nadie era capaz de saber qué efectivos había en el frente, la ventaja o la igualdad de partida lograda por el Frente Popular estaba condenada a disiparse. Así se entiende también que no existiera ni unidad en los propósitos, ni selección de prioridades en el bando frentepopulista, que pareció más interesado en conquistar pequeños pueblos aragoneses que en evitar que Franco cruzara el estrecho de Gibraltar.

La importancia de la revolución rebasa este aspecto militar y político de directa e inmediata influencia sobre el desarrollo de las operaciones. Hay otro aspecto, el económico-social, que despertó el interés de los extranjeros que visitaron España para solidarizarse con la revolución. En una época muy posterior, durante los años sesenta y setenta, fue muy habitual considerar que en España se había dado el primer y único caso de revolución anarquista llevada a la práctica. Incluso quienes defendieron fórmulas de socialismo autogestionario y descentralizado no relacionadas propiamente con el anarquismo pensaron que el caso español revestía un interés singular. Pero hasta una fecha muy reciente no se ha iniciado una labor de investigación monográfica, y la realizada tampoco permite ofrecer un balance completo de lo sucedido. La razón estriba en que la literatura propagandística de la revolución es poco proclive a ofrecer datos concretos. Cabe, sin embargo, establecer algunas conclusiones generales.

En primer lugar, ha de partirse de que la colectivización no fue un fenómeno impuesto sino espontáneo. La excepción podría estar constituida por el campo aragonés, en donde no existía un sindicalismo organizado y fueron las columnas anarquistas procedentes de Cataluña las que impusieron la revolución. Por otro lado, no puede decirse que las colectivizaciones partieran de cero: aparte de la experiencia del intento revolucionario asturiano, estaba también la de los arrendamientos colectivos de la tierra, que en algunas provincias (Jaén) habían tenido una importancia destacada. Fue muy característico del proceso revolucionario el desarrollo de una enorme variedad de fórmulas.

El volumen del proceso colectivizador es muy difícil de calcular. De todas las maneras, es difícil exagerar la importancia del proceso y basta para demostrarlo con citar dos datos fiables: según fuentes anarquistas, tres millones de personas habrían participado en el proceso colectivizador agrario, y según cifras oficiales habrían sido expropiadas cinco millones y medio de hectáreas, que suponían el 40% de la superficie útil. De ser así resultaría que el cambio de propiedad de la tierra durante la revolución española habría sido superior a la primera etapa de la revolución soviética.

Con todo, la impresión de variedad resulta predominante, de tal manera que ese porcentaje global significa muy poco. En Cataluña y Valencia la colectivización agraria parece haber sido un fenómeno marginal. La forma de propiedad y el propio ansia del campesino de tenerla y explotarla individualmente impidieron o dificultaron las colectivizaciones. En cambio en otras regiones los porcentajes de tierra que cambiaron de dueño fueron muy superiores. La tierra expropiada fue en Ciudad Real el 56% del total, y en Albacete, el 33%, pero todavía el porcentaje resultó mayor (65%) en Jaén, donde el 90% fue, además, colectivizado. El ritmo de la revolución agraria varió también e idéntica sensación de variedad da la significación política de las colectivizaciones. Aragón fue la única región en que parece haber tenido un claro predominio la CNT. Caspe, capital del Consejo de Aragón, tenía antes de la llegada de las columnas anarquistas una significación netamente conservadora. En Valencia hubo una enorme diferencia entre las poblaciones que tenían una larga tradición anarquista y aquellas otras en las que no era éste el caso; la mayor parte de las colectividades fueron de la CNT, pero, como se ha dicho, el fenómeno tuvo unos efectos restringidos. Frente a lo que en principio podría pensarse, en Andalucía la UGT tuvo tanta importancia en las colectivizaciones como los anarquistas.

Si la composición política variaba, también lo hacía la forma de explotación agraria. De ello pueden haber sido responsables principalmente los anarquistas, que habían declarado que en el momento de llegar la revolución “cada cual propiciará la forma de convivencia social que más le agrade”. Algún viajero extranjero describe casos en donde el anarquismo organizó una especie de comunas primitivas autosuficientes que, cuando necesitaban un producto, recurrían al simple trueque con un pueblo de la vecindad. Fue bastante frecuente la supresión del dinero o incluso la prohibición de bebidas alcohólicas y el cierre del bar.

Idéntica variedad parece haberse dado también en el ámbito urbano. Es muy posible que tres cuartas partes de la población obrera barcelonesa trabajaran en centros colectivizados, mientras que solo la mitad lo hacía en Valencia y un tercio en Madrid; en Asturias la colectivización industrial fue muy importante, pero en el País Vasco mucho menor. En Barcelona hubo una práctica desaparición de los patronos y una mediatización evidente por parte de los sindicatos, pero las fórmulas precisas de explotación solo pueden ser adivinadas, teniendo en cuenta que las autoridades (en este caso, la Generalitat) fueron imponiendo progresivamente fórmulas que facilitaran su control. En octubre de 1936 fueron colectivizadas todas las fábricas de más de cien trabajadores, las que hubieran sido abandonadas por sus dueños o aquéllas en donde éste fuera partidario de los rebeldes, pero siguieron subsistiendo empresas privadas de menor tamaño y con control sindical.

La importancia de la revolución económica y social que tuvo lugar en la zona controlada por el Frente Popular durante las primeras semanas de la guerra civil difícilmente puede ser exagerada. Cabe adelantar que, siendo en este caso mucho más difícil hacer un balance que aquél esbozado líneas atrás acerca de la revolución política, hay indicios de que el efecto pudo ser parecido. El propio interés de los responsables del Gobierno Central o de la Generalitat por controlar la agricultura y la industria lo demuestran, y es obvio que la pretendida autosuficiencia de las colectivizaciones no ayudaba al esfuerzo bélico. Pudo haber un número más o menos alto de ellas que fueron bien administradas, incluso a pesar de las dificultades impuestas por la guerra, pero en las industrias claves, como la de armamento, acabó por producirse una rigurosa centralización.

Represión en la retaguardia

Una consecuencia inmediata de que la guerra civil fuera irreversible fue que ambos bandos demonizaron al adversario y juzgaron que lo más urgente era exterminarle físicamente. Hubo momentos iniciales en que se dejó escapar al enemigo o se pactó una cierta neutralidad que luego parecería imposible. Pero esta situación duró poco y, luego, la represión fue el testimonio de que se había iniciado la guerra civil, aunque también contribuyó definitivamente a hacerla irreversible. El primer fenómeno que se produjo en el bando del Frente Popular no fue el intento de llevar a cabo una revolución social, como tampoco en sus adversarios se trató una restauración de los principios tradicionales. Antes que nada, lo que se produjo fue el terror, la eliminación física del disidente, efectivo o potencial.

Los motores del terror en una y otra zona fueron idénticos. Nadie los describió mejor que Azaña en sus escritos posteriores al conflicto. “Los impulsos ciegos que han desencadenado sobre España tantos horrores–escribió– han sido el odio y el miedo. Odio destilado, lentamente, durante años en el corazón de los desposeídos. Odio de los soberbios, poco dispuestos a soportar la insolencia de los humildes. Odio a las ideologías contrapuestas, especie de odio teológico, con que pretenden justificarse la intolerancia y el fanatismo. Una parte del país odiaba a la otra y la temía. Miedo de ser devorado por un enemigo en acecho: el alzamiento militar y la guerra han sido, oficialmente, preventivos para cortarle el paso a una revolución comunista (...) La humillación de haber tenido miedo y el ansia de no tenerlo más atizaban la furia”.

Pero si esos fueron los mecanismos esenciales del terror, indistintos en cada uno de los bandos, es preciso preguntarse por las posibles diferencias. El hecho de que ya se hayan iniciado investigaciones muy detenidas sobre el particular permite hacer algunas indicaciones al respecto. Hubo en los dos bandos una represión sangrienta carente de cualquier tipo de formalidad que recibió el nombre, entre sarcástico y brutal, de “paseo”. Esta fórmula represiva fue practicada, principal pero no exclusivamente, al comienzo de la contienda y por una reducida minoría. La significación ideológica de las bandas que practicaron este tipo de bárbara venganza es poco precisable, pero hay algunos datos significativos: por ejemplo, de dos poblaciones cercanas, como eran Sabadell y Tarrasa, el número de victimas fue el triple en la segunda, donde la influencia de la FAI era muy superior. Los casos de militantes anarquistas más decididamente protestatarios de ese empleo de la violencia corresponden a dirigentes moderados. Hay que tener en cuenta que en la zona del Frente Popular la liberación de los presos tuvo como consecuencia la existencia de un poder represivo paralelo que, de hecho, estaba en manos de delincuentes. Simultáneamente con lo que caracterizó a este sector en las primeras semanas de la guerra civil el “terror rojo”, aparte de cruel, resultó también ineficaz: la vida dependió muy a menudo de la pura arbitrariedad de las bandas armadas, cuyas prácticas tenían poco de sistemático. El paseo, o represión indiscriminada practicada por elementos irregulares, también fue una fórmula bastante habitual en la primera fase de la guerra en el bando adversario. Resulta, sin embargo, más difícil identificar la significación ideológica de quienes los practicaban. En uno y otro caso el paseo no desapareció completamente hasta el final de la guerra. En Cataluña, por ejemplo, cuando entraron las tropas de Franco todavía se produjeron medio centenar de muertes sin pasar por ningún tipo de formalidad jurídica y, al mismo tiempo, fue asesinado, también por incontrolados, el último de los obispos que pereció en el conflicto (el de Teruel). Hasta el mismo final de la guerra no fue extraño que cuando era tomada una posición que había costado a los atacantes un fuerte derramamiento de sangre se produjera la ejecución de parte o de todos los resistentes.

 

Con el paso del tiempo, el paseo fue sustituido por fórmulas aparentemente jurídicas que, en realidad, suponían la suplantación de los mecanismos hasta entonces habituales de aplicación de la Ley y que, dejando en la práctica poco menos que indefensos a los acusados, redujeron de manera considerable el número de ejecuciones. Tanto los tribunales militares como los populares estaban en su mayoría en manos de personas que no eran jueces; si acaso cabe adivinar un carácter más sistemático y uniforme en los primeros que en los segundos. La justicia militar redujo a residual la restante en el bando sublevado adquiriendo una desmesurada aplicación. En la zona contraria se crearon los tribunales populares, de los que solo tres miembros eran funcionarios judiciales, mientras que catorce representaban a los partidos pertenecientes al Frente Popular.

Ha habido quien ha tratado de establecer una distinción entre el terror practicado en la zona frentepopulista y el de la sublevada: el primero habría sido espontáneo y descontrolado y, sobre todo, se habría producido a posteriori, ante la impotencia de las autoridades, que hubieran querido reprimirlo; en cambio los sublevados lo habrían practicado de modo sistemático y previo. No en vano Mola había indicado que el movimiento debía ser muy violento e incluso que “es necesario propagar una atmósfera de terror”. Tal caracterización, sin embargo, no parece acertada. El exterminio del adversario se produjo en los dos bandos y de manera espontánea a partir del momento de la sublevación. Es cierto que hubo más declaraciones públicas condenatorias de la represión indiscriminada en la zona republicana: nadie (y menos aun nadie dotado de tanta autoridad, al menos teórica) hizo en el otro bando un discurso parecido al de Azaña en demanda de “paz, piedad y perdón”. Sin embargo debe tenerse en cuenta que en el bando adversario la libertad de prensa no existía en absoluto y la posibilidad de discrepancia interna era mucho menor. Por eso cuando Yagüe hizo un discurso pidiendo clemencia para el enemigo recibió una reprimenda y una sanción, no tanto por lo que había dicho sino por expresar discrepancias. Es también significativo que las palabras más duras contra el terror hayan sido las de un obispo, el de Pamplona, Olaechea. Aunque haya diferencias entre el terror de uno y otro bando, lo que fundamentalmente llama la atención es la profunda similitud del practicado por las dos Españas enfrentadas en guerra. Las verdaderas diferencias residen en las actitudes personales, producto de sensibilidades diferentes que podían darse por igual en los dos bandos.

Respecto a los destinatarios de la represión puede, en principio, aceptarse lo que escribió Azaña: “En el territorio ocupado por los nacionalistas fusilaban a los francmasones, a los profesores de universidad y a los maestros de escuela tildados de izquierdismo, a una docena de generales que se habían negado a secundar el alzamiento, a los diputados y ex-diputados republicanos y socialistas, a gobernadores, alcaldes y una cantidad difícilmente numerable de personas desconocidas; en el territorio dependiente del gobierno de la República caían frailes, curas, patronos, militares sospechosos de fascismo, políticos de significación derechista”. Llama la atención en la exacta descripción de Azaña la mención entre los destinatarios de la represión en la zona republicana de los frailes y sacerdotes. Eso explica el carácter religioso de la guerra.

La violencia represiva se puede apreciar de modo preciso haciendo referencia al destino sufrido por un grupo humano reducido como era el de los representantes parlamentarios. En plena guerra los rebeldes habían ejecutado a unos cuarenta diputados del Frente Popular, mientras que el Frente Popular había hecho seguir el mismo trágico destino a veinticinco de la derecha; uno de cada cinco diputados de los dos grupos más nutridos de las Cortes (PSOE y CEDA) fueron eliminados durante la guerra.

Si es posible hacer un balance de la mortalidad represiva en un grupo reducido como es el Parlamento, sigue habiendo duras controversias acerca del volumen total de la misma y de la responsabilidad de cada uno de los bandos. Hay, por supuesto, muchos cómputos, pero la mayor parte no solo no se basan en ningún criterio de carácter científico, sino que ni lo intentan. El primer balance general elaborado cuidadosamente se ha realizado a partir de las inscripciones en los registros civiles. De acuerdo con ellos resultaría que las ejecuciones en la zona controlada por el Frente Popular fueron alrededor de 72.500, mientras que las que tuvieron lugar en la zona sublevada fueron 35.500. Sin embargo, los estudios monográficos de carácter provincial o local muestran disparidades muy importantes con estas cifras. Así como las inscripciones registrales de los asesinados derechistas se hicieron siempre, no sucedió lo mismo en lo que respecta a los muertos del Frente Popular. En ese cómputo global se pueden considerar más atendibles los datos relativos al terror rojo que al blanco. En cuanto a las cifras de ejecuciones en la zona sublevada, la infravaloración de los registros sería del 30% en la mayor parte de los casos, pero hay quien la ha hecho tres veces superior. En definitiva, no es posible ofrecer datos acerca de la represión para toda España que sean fiables, sino tan solo de alguna región o provincia. En Cataluña la represión de la que fueron objeto las derechas se cobró unas 9.000 víctimas y la franquista, a medida que fue siendo ocupada la región, resultó ser de unas 3.400 personas. Estas cifras, sin embargo, resultan difícilmente extrapolables, porque Cataluña fue la única región de donde pudo producirse una emigración masiva a medida que avanzaban las tropas de Franco. La única proporción no discutida por los historiadores es la que se refiere al porcentaje de muertos como consecuencia de la represión en comparación con el total de los producidos por la guerra civil: la cifra se acercaría a la mitad (lo que resulta un testimonio de la barbarie de la guerra).

En cambio puede existir coincidencia entre los investigadores respecto lo que podríamos denominar como la geografía de la represión. Fue en aquellas zonas en las que el miedo al adversario era, como consecuencia de la situación militar, especialmente grave donde la represión fue más sangrienta. El terror blanco fue muy duro en Zaragoza y Córdoba, en la primera línea de combate, así como en general en toda Andalucía y, sobre todo, en Málaga, donde había habido una previa represión cuando estaba controlada por el Frente Popular. El terror rojo tuvo una especial significación en tres grandes capitales (Madrid, Barcelona, Valencia) gracias a esa carencia de control inicial, pero también en zonas de combate, como Teruel.

Las cuestiones relativas a la represión provocada por cada uno de los dos bandos siguen siendo las más debatidas de la guerra civil en el momento actual y entre ellas resultan especialmente polémicas dos: los asesinatos de Paracuellos del Jarama y el de Federico García Lorca. A ellos habrá que hacer una breve alusión.

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