Del colapso tonal al arte sonoro

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Del colapso tonal al arte sonoro
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© Javier María López Rodríguez, 2018

© De esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2018

Todos los derechos reservados.

Publicado por Punto de Vista Editores

info@puntodevistaeditores.com

puntodevistaeditores.com

@puntodevistaed

Diseño de cubierta: Joaquín Gallego

Corrección: Gabriela Torregrosa

Coordinación editorial: Miguel Salas

ISBN: 978-84-16876-47-1

IBIC: AV, AVGC6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com

Sumario

Introducción. Multidimensión, acumulación, desintegración, organización, recepción: repensar la contemporaneidad musical

1. Inicio, inicios o, quizá, ninguno

La música se destiñe

Los errores armónicos son los más tolerables

La bella pesadilla

En el interior y alrededor del triángulo

2. La música de entreguerras

Una epifanía musical o los ilimitados límites

La música que surgió de una necesidad

Un laboratorio de condiciones prometedoras

La distinta experiencia musical

En retrospectiva

3. Tras el desastre: vanguardia, utopía y la eterna aventura

Neovanguardia: compositor desconocido erige una escuela

Deshacerse del pegamento o la imprescindible necesidad

La poesía del sonido: «¿conoce usted música que sólo se escucha por altavoces?»

La eterna aventura

Sin poesía tras la barbarie (o tal vez sí)

4. Del fin de la vanguardia al fin de la historia

Existir en diferentes niveles de tiempo y experiencia

Una transparente impenetrabilidad

Lo que nunca sucedió

El timbre como metáfora de la composición

Una rigurosa continuidad contextual

Más allá de sistemas para fines momentáneos

Posmodernidad: ¿el fin de la historia?

5. Después de resquebrajarse por los espacios volcados por la historia: ¿abandonar o estratificar la posmodernidad?

Sumergidos en el rumor

Cazar olas

Primera ola: posespectralismo, microtonalidad

Segunda ola: posminimalismo, totalismo, pulsación

Tercera ola: concrète instrumentale, objetualización del sonido, saturación, silencio, fragmentación

Cuarta ola: tecnología, informática, electrónica, escucha

Quinta ola: ópera, teatro musical, escena

Sexta ola: innovar desde la tradición...

Séptima ola: ...o innovar desde la «otra» tradición

Octava ola: música sobre músicas, cita, reciclaje, palimpsesto

Novena ola: improvisación

Las borrosas barreras

Redescubrir el mundo

Epílogo. Una tarea posible: una exploración sobre nosotros mismos

Lista de obras

Bibliografía

A Sabela

Introducción

Multidimensión, acumulación, desintegración, organización, recepción: repensar la contemporaneidad musical

«El cosmos no es una máquina perfecta, sino un proceso en vías de desintegración y, al mismo tiempo, de organización», señala el filósofo francés Edgard Morin, el cual así mismo apela al «carácter multidimensional de toda realidad». La música también es un cosmos multidimensional, un cosmos al que el etnomusicólogo Timothy Rice, a la hora de reformular los principios de su disciplina, intenta acercarse a través de la pregunta: «¿Cómo construyen históricamente, mantienen socialmente y experimentan individualmente la música los seres humanos?». En cualquiera de las posibles respuestas que intentemos encontrar, nos topamos con la máquina imperfecta que se desintegra al paso que se reorganiza. La música de los seres humanos del siglo XX es un artefacto sensiblemente multidimensional, desintegrado, reorganizado y, más que nada, complejo.

Sin embargo, la complejidad a la que nos enfrentamos a la hora de abordar la música de la centuria y de sus aledaños cronológicos no atañe simplemente a las enormes y múltiples ramificaciones estilísticas, o a la inusitada presencia de tradiciones de diversa procedencia o relacionadas con el ámbito denominado popular, sean de sello urbano o folclórico, en contraposición, convivencia, complementariedad o negociación con la corriente concertística clásica occidental. Amén de todo su aparato productivo, la forma que adquiere el receptáculo de dicha producción condiciona también nuestra percepción de esa complejidad.

La aparición de la posibilidad de almacenar cualquier sonido, y por ende cualquier música, mediante las diversas técnicas de grabación, desarrolladas principalmente a partir de principios del siglo XX, nos ha conducido hacia lo que cabría denominar una «fonoteca global». La música de la contemporaneidad se desenvuelve a la vez que se abre la puerta a su almacenamiento a gran escala, fenómeno que se expande al pasado, pues todas las ejecuciones de obras históricas pueden ser asimismo registradas, pasando a ser actuales en la medida en que su presencia en el mundo contemporáneo se vuelve activa. Esta «acumulación» de la historia en un puro presente se ejemplifica bien con la corriente de la llamada «música antigua», centrada principalmente en la recuperación de la música de época tanto barroca como anterior. Iniciada por pioneros como Wanda Landowska o Arnold Dolmetsch a principios del siglo, sufrió un fuerte estímulo principalmente después de la Segunda Guerra Mundial. Pero, como señala el oboísta y estudioso Bruce Haynes, no deja de ser un estilo del siglo XX, con todos los condicionantes que ello implica.

Continuando con la idea de recepción compleja, echemos la mirada un poco más atrás. Si efectivamente la integración en un solo discurso de la variedad musical del siglo XX se antoja una tarea complicada, nos podemos interrogar acerca de qué ocurriría si abordásemos los aparentemente más lineales siglos anteriores con las herramientas y con —más importante— el enfoque de los estudios modernos. Observemos el ejemplo de la música alla turca en la Europa del siglo XVIII, que ha estudiado Mary Hunter en su obra general sobre lo exótico en la música occidental. La presencia de las bandas jenízaras del Ejército turco en diferentes cortes europeas actuó como agente de intercambio cultural y provocó un fuerte impacto en la música de la época, creando un característico topos musical alrededor de determinados elementos armónicos, tímbricos, rítmicos o melódicos que influyó de una manera notable en las manifestaciones musicales del periodo.

 

Así pues, tradiciones musicales de diversa naturaleza han coexistido con la tradición clásica, objeto principal de estudio de la musicología histórica, estableciéndose en más de una ocasión vasos comunicantes entre ellas de carácter multidireccional. En este sentido, si un investigador moderno pudiese viajar en el tiempo con su grabadora o su papel pautado, la narración alrededor de nuestro pasado no es que fuese diametralmente diferente, pero sí por lo menos más rica en términos de producción absoluta. Es por eso que la etnomusicología siempre nos da pistas cuando busca precedentes a su labor en aquellos que se aproximaron a otras culturas con miradas sin prejuicios jerárquicos en cuanto a la superioridad de la tradición occidental. Citemos los casos del fraile franciscano Bernardino de Sahagún en el siglo XVI, con su acercamiento a la cultura azteca, o del francés Guillaume Villoteau, que a principios del siglo XIX se adelantó a su época al aceptar ser alumno de un músico egipcio para poder entender de la mejor manera posible los mecanismos de la música de esa cultura.

También podemos buscar valoraciones de la multidimensionalidad musical en la musicología histórica al uso. Giuseppe Fiorentino ha rastreado la existencia de una polifonía de tradición oral en la España del Renacimiento. En el imposible caso de que se hubiesen conservado documentos sonoros de ella, el imaginario musical del siglo XV y XVI hispano podría cambiar notablemente, de la misma manera que, por ejemplo, el siglo XIX adquiriría otra dimensión si pensásemos que las disputas intergeneracionales que provocaba la música de Richard Wagner poseían un aire similar a los desencuentros que produjo el rock and roll o el hip-hop en la segunda mitad del XX.

Quizá, la tarea complicada a la cual nos referíamos más arriba sea simplemente innecesaria, por lo que, de alguna manera, la única posible sea la de las tareas parciales. Así —y volviendo a nuestro objeto de discurso— parecen expresarse trabajos recientes como The Cambridge History of Twentieth-Century Music (Historia de la música del siglo XX de la Universidad de Cambridge), editada en 2004, en cuyo capítulo introductorio los profesores Nicholas Cook y Anthony Pople ya advierten al lector que, al tratarse de una serie de artículos a cargo de especialistas en diversos campos, probablemente se encontrará con no pocas tensiones, cuando no directamente posiciones enfrentadas, con respecto a determinados hechos. Asimismo, en la La música en Hispanoamérica en el siglo XIX, editada por Consuelo Carredano y Victoria Eli, aflora la producción musical de todo un continente que ha permanecido en sombra para las historias decimonónicas occidentales. Y lo hace, como señala la propia Carredano, desde su especificidad, «enmarcada en los complejos procesos sociales, culturales e históricos». Esta óptica podría parecer más fácilmente aplicable a un espacio como el latinoamericano, alejado, en principio, de los centros de gravedad donde la musicología histórica ha elaborado su propio discurso. Sin embargo, para darnos cuenta de las lagunas que puede haber en dicho discurso, las más de las veces por una legítima necesidad de cohesión y articulación, no es necesario tan siquiera alejarse del etnocéntrico espacio europeo. Recordemos simplemente, como bien señala el musicólogo Richard Taruskin, la gran cantidad de sinfonistas de mediados del siglo XIX —Anton Rubinstein, Max Bruch o Robert Wolkman, entre otros— que han pasado al olvido, incapaces de competir en su momento con el creciente prestigio reverencial de los clásicos vieneses Haydn, Mozart, Beethoven y su consecuente «musealización» ante la audiencia del momento.

Llegados pues a este punto, parece que hemos hablado más de tiempos pretéritos al siglo XX que de sus propios días. El único propósito ha sido traer a primer plano la idea de que la complejidad en cuanto a ramificaciones y entrecruzamientos del fenómeno musical, más allá de la jerarquización con la cual se hayan mostrado en el redactar histórico de cada momento, siempre ha existido de una u otra manera, en un determinado grado u otro. Por eso, en un primer acercamiento a la música contemporánea, ya sea como fenómeno cultural, ya desde un punto de vista puramente estilístico, deberíamos tener en cuenta los siguientes factores: la relevancia de los materiales «externos», tanto históricos como exóticos, y sus modos de integración en el discurso musical, desde la pura apelación a la cita o el reciclaje; la difícil taxonomía de la continuidad o discontinuidad de los estilos, así como de muchos creadores puntuales; la presencia de música más allá del canon académico y del desinterés por parte de ciertas tradiciones musicológicas dominantes; la dinámica vital de los compositores en un contexto de cambio rápido y de amplias opciones a la hora de elegir estilo; la relevancia o ubicación social de los estilos; los factores pedagógicos y de transmisión de la música en general; el ensemble contemporáneo musical como herramienta característica del periodo; la valoración del sonido como material «musicable» en sí mismo; la vanguardia como referente principal desde el punto de vista cualitativo.

Ante el aluvión musical de la centuria, y para evitar posturas dogmáticas totalizantes, el profesor Robert Fink decidió en uno de sus cursos prescindir de la nomenclatura «Historia de la música en el siglo XX» y acogerse a la de «Música en la historia del siglo XX». Nosotros nos centraremos en «una de esas músicas en el siglo XX», aquella que se ha amparado bajo denominaciones como música contemporánea, música artística, música de concierto o de tradición clásica, o incluso en la más que rebatible nomenclatura de música culta, sin perder de vista que la singladura podrá ser errática, recalando en más de una ocasión en puertos aparentemente ajenos a esta tradición.

Asimismo, tampoco queremos perder de vista la revisión actual de ciertos presupuestos epistemológicos, en especial, aquellos que intentan superar las visiones posestructuralistas o posmodernas que desde los años setenta han condicionado el estudio de los objetos por sospechar que todo estudio sobre estos dependía más de su relación con el observador que de la existencia de los objetos en sí. Javier Campos Calvo-Sotelo aboga por que «el eje del discurso científico musical debería siempre girar preferentemente en torno a la materia primera de estudio, no acerca de su intrasignificado y nivel de percepción, por más que estos factores interesen asimismo para la comprensión global del fenómeno». Así pues, consideremos que el objeto, en este caso el fenómeno musical, existe independientemente de que la mirada sobre este pueda sufrir modulaciones en uno u otro sentido. Por ejemplo, no se podría poner en tela de juicio la existencia del tango, cualesquiera que hayan sido sus vicisitudes a lo largo del siglo, sólo por su mayor o menor relevancia según los contextos geográficos o temporales, tal y como señala el estudioso Ramón Pelinski. De la misma manera, la llamada música clásica contemporánea, más allá de haber pasado por ser referente de parte de la clase burguesa, por arte sustentado privada o públicamente, o por un fenómeno en crisis por parecer insostenible dentro de los parámetros de producción finiseculares, ha existido y existe como tradición; tradición bajo la cual se cobijan desde la revocación desarraigada que de lo romántico hizo Gustav Mahler en su música hasta la exploración de un nuevo territorio que para un compositor como Giorgio Netti supone el estudio instrumental; tradición multidimensional en desintegración y reconstrucción, como el cosmos del pensador Morin con el que comenzábamos esta sección.

Por eso, esta introducción es solamente preventiva: nos asomamos a la historia de la música de la modernidad y pedimos disculpas, porque con toda probabilidad vayamos a caer en aquello que el ya citado Taruskin recrimina al discurso excesivamente hegeliano, esto es, el detenerse sólo en los logros estéticos o estilísticos. Tiene una explicación. El profesor Leon Botstein señala que la normativización del repertorio musical occidental de los siglos XVIII y XIX ha dejado el legado a las siguientes generaciones en forma de un constante acercamiento, redefinición o conocimiento de este. De una manera análoga se puede interpretar la aparición de los grandes museos y pinacotecas, donde las grandes obras del pasado se conservan e interpretan constantemente. La ruptura histórica que supusieron las vanguardias del siglo XX obligó de alguna manera a asumir nuevos presupuestos, consiguiendo ser introducidos dentro de los conocidos como museos de arte moderno o contemporáneo. Paralelamente, la música contemporánea no ha encontrado un sitio canónico para su fractura cultural: un compositor como Arnold Schoenberg todavía se programa e interpreta en ciclos de música moderna junto a creaciones más recientes. Es por ello que, tal vez, deseemos que la producción musical contemporánea llegue a descubrir su propio museo de la modernidad acorde con su posición fundamental en la historia de la cultura. En suma, encontrar su lugar en nosotros mismos, sujetos también multidimensionales en desintegración y reorganización constante.

1

Inicio, inicios o, quizá, ninguno

La música nació libre y su destino es conquistar la libertad.

Ferruccio Busoni

La música se destiñe

Si bemol-La bemol-Mi bemol-Sol bemol-Do-Mi bemol. Aunque un lector avezado quizá pudiese identificar qué es lo que se esconde detrás de este grupo de notas, muy probablemente a la mayoría no le dirá nada en concreto. Sin embargo, este conjunto de sonidos tocados como acorde, esto es, simultáneamente, puede ayudar a comprender cómo suceden en muchas ocasiones los acontecimientos dentro de la música contemporánea, y cómo, a su vez, son valorados tanto desde la perspectiva sincrónica como con la perspectiva del tiempo. Vayamos por partes.

El acorde en cuestión es el que aparece en el compás número cuarenta y dos de la obra La noche transfigurada (Verklärte Nacht), escrita para sexteto de cuerda, que un joven Arnold Schoenberg (1871-1951) presentaba en 1899 al Tonkünstlerverein, sociedad musical que articulaba parte de la vida concertística en la Viena de las postrimerías del siglo XIX. Si su anterior Cuarteto en re mayor había tenido una favorable acogida, esta vez el jurado observó a disgusto lo que para este era un error de técnica compositiva. La sentencia de uno de los miembros resulta reveladora: «Es como si se hubiese cogido la partitura del Tristán aún húmeda y se hubiese desteñido». Con el término «Tristán», hacía alusión evidentemente a la ópera de Richard Wagner Tristán e Isolda, cuyos pasajes, especialmente los acordes iniciales, dieron lugar a una extensa literatura interpretativa. Años después, en 1911, Schoenberg aborda el tema en su Tratado de armonía, en el capítulo dedicado a los acordes de novena:

En mi sexteto de cuerda Verklärte Nacht escribí, sin saberlo desde un punto de vista teórico, y dejándome guiar solo por mi oído, la inversión de un acorde de novena. Se trata desgraciadamente de una inversión de lo más inaceptable por los teóricos, ya que la novena se encuentra en el bajo […]. Yo comprendo hoy la indignación, incomprensible para mí en ese momento, de cierta sociedad de conciertos que rechazó tocar mi sexteto por causa de este acorde. Naturalmente: la inversión del acorde de novena no existe, pero una vez creado, no se puede creer que no exista.

Parece así que la colocación de una nota fuera de su lugar normativo fue asumida años más tarde por el propio autor como un momento importante en cuanto a la transgresión del estilo musical.

La obra fue estrenada en 1901. Años después, el propio compositor aludiría a este momento como un auténtico punto de inflexión, donde la reacción del público se dividía entre aplausos y silbidos. Curiosamente, Schoenberg no se encontraba en el lugar. Al mismo tiempo, la prensa vienesa, tan afecta a la crítica de conciertos, apenas hizo mención del estreno. ¿Era el descontento del Tonkünstlerverein y de un sector del mundo musical vienés producto únicamente del «acorde erróneo»?

 

Los ideales estéticos de esta sociedad vienesa de conciertos se apoyaban en la tradición musical no programática, esto es, en la corriente musical del siglo XIX que abogaba por una creación musical pura y sin alusiones externas, en línea con autores como Johannes Brahms, polo opuesto a compositores como Franz Liszt o Richard Wagner. Schoenberg presentaba su obra en la pura tradición camerística de los sextetos de Brahms, pero, para perturbación de la sociedad, lo hacía aludiendo al poema homónimo y de alto contenido erótico del escritor alemán Richard Dehmel. En este contexto, se entiende que en el día de su estreno suscitase gran extrañeza la ausencia de un programa escrito con los versos y una explicación de las correspondencias entre música y texto, algo que por otra parte era habitual en los conciertos de música concebida programáticamente.

Esta manera de sintetizar dos tradiciones pudo desconcertar a muchos de los coetáneos de Schoenberg, pero además nos pone en guardia en relación a las transformaciones tanto estilísticas como de lenguaje que en la creación musical se estaban operando en un periodo aproximadamente comprendido entre 1890 y 1914. La música probablemente «se desteñía», como señalaba el miembro del jurado del Tonkünstlerverein, pero, de ser así, se hacía no tanto por una desintegración de sus elementos constitutivos como por una intensificación de los procedimientos heredados, tanto en lo que atañía a medios expresivos como a los puramente sonoros y temporales. Compositores posteriores a Wagner, Bruckner, Verdi, Franck o Brahms, entre otros, bien podrían haberse planteado que aquella era la única manera de superar, o al menos llevar hacia otro estadio, los logros de sus predecesores.

Uno de ellos fue Gustav Mahler (1860-1911), figura central en la Viena del cambio de siglo, afamado director orquestal y las más de las veces incomprendido compositor. Su actividad se centró principalmente en dos géneros: la sinfonía y la canción con acompañamiento orquestal. Desde el punto de vista de los procesos de intensificación, Mahler culmina de alguna forma la unión de lo vocal y de lo sinfónico que ya se había apuntado con Haydn en algunas de sus últimas obras, como La creación (1798), y que cristalizó definitivamente Beethoven con el movimiento final de su Novena sinfonía (1824). En ciclos como Canciones de un caminante (1885) o El cuerno mágico del niño, compuesto entre 1884 y 1893, las imágenes e ideas literarias juegan un importante papel en el desarrollo de la imaginería musical. Esta imbricación de lo literario y de lo musical, enraizada de alguna manera en el ideal romántico, se conduce sin embargo por el particular universo sonoro mahleriano, donde un pesar irónico y amargo subyace en el tratamiento que hace de los temas musicales utilizados.

Mahler compuso diez sinfonías, dejando la última de ellas inacabada, a las que se suele sumar su ciclo sinfónico conocido como La canción de la tierra. Característica de muchas de sus páginas de este género es la amplia plantilla instrumental para la que están escritas, algo que por otra parte lo conecta con mucha de la música de las postrimerías del siglo XIX. Sin embargo, Mahler recoge estas enormes fuerzas orquestales legadas por sus predecesores románticos no para conseguir algo multitudinario, sino que las concibe como una especie de almacén instrumental para llevar a cabo combinaciones más pequeñas, como de cámara, donde desplegar sutiles contrapuntos y transformaciones tímbricas. De esta forma, Mahler no construye efectos abrumadores, sino un concierto entre complejidad y simplicidad, donde coherentemente se integran marchas, temas populares o incluso instrumentos no orquestales como la mandolina y la guitarra, como ocurre en la «Serenata» de su Séptima sinfonía (1905), materiales que sufren una especie de extrañamiento en su proceso de transformación. Resulta curioso que esta radical manera de proceder, donde se yuxtapone la espiritualidad más sublime a lo banal y cercano, resultase confusa para muchos de sus coetáneos.

Más al norte, el muniqués Richard Strauss (1864-1951) habitualmente es presentado en binomio con Mahler por sus trayectorias paralelas como reconocidos directores y compositores con altas capacidades orquestadoras, si bien en este segundo aspecto conseguirá un mayor predicamento social que el vienés, especialmente en su extensión de las fuerzas musicales heredadas del Romanticismo ligado a las figuras de Wagner y Liszt, esto es, el poema sinfónico y la ópera que caracterizarán su producción. Los primeros, rebautizados por el autor como «poemas tonales», tales como Muerte y transfiguración (1889) o Una vida de héroe (1898), lejos de las dudas y pesimismos mahlerianos, adoptan un vitalismo y optimismo culminado en muchas ocasiones por finales apoteósicos cuyo signo es la consumación y la glorificación. En la música de Strauss, se dan ciertos rasgos que pueden considerarse piedras angulares para el desarrollo de mucha música del siglo XX, como en el caso de las figuras melódicas basadas en rápidas alternancias y combinaciones móviles. En lo que se refiere a lo orquestal y armónico, las texturas se vuelven especialmente complejas, con grandes variaciones y un alto cromatismo. De esta manera, tanto en poemas tonales tales que Así habló Zaratustra (1896) como en sus óperas Salomé (1905) o Elektra (1908), se percibe la tensión de mucha música de la época en cuanto al uso del sistema tonal. Este había sido el soporte sobre el que se había cimentado la música occidental desde aproximadamente mediados del siglo XVIII. Esta manera de componer consistía en privilegiar un tono (do mayor, re menor, etc.) por encima de otros que orbitaban a su alrededor. La consecuencia principal era que el oyente tenía una clara referencia acerca de hacia dónde orientar su escucha dentro de lo que se denomina armonía, o arte de combinar las notas que suenan simultáneamente. Así, Strauss es un claro ejemplo de un proceso que había comenzado decenios antes, quedando invadida, por intensificación del propio sistema tonal, de sonidos ajenos al principal, y dando lugar a lo que se conoce como intenso cromatismo, típico de la obra del alemán en estos momentos. Por otra parte, la disonancia, y otros medios así utilizados por el autor, se sitúa al servicio de una exploración de las obsesiones y perversiones de la psique humana, especialmente en Salomé, basada en la obra homónima del dramaturgo y escritor Oscar Wilde. No en vano, estamos en la época en la que comienzan a ser reconocidos los trabajos del padre del psicoanálisis, Sigmund Freud.

Volvamos precisamente a la Viena de Freud, del arquitecto Gropius, del pintor Kokoschka, del filósofo Wittgenstein y, por supuesto, de Arnold Schoenberg, cuya música se halla plenamente en el contexto posromántico de Mahler o Strauss, culminando un periodo personal con la fusión de la herencia de Brahms y de lo wagneriano. Su escritura se basa ya en este periodo en el uso de una característica variación constantemente desarrollada, como en el caso de su Cuarteto de cuerda n.º 1 (1905) o la Sinfonía de Cámara (1907), constituida en un movimiento único e ininterrumpido, ambas coetáneas a Elektra y Salomé de Strauss. A partir de aquí, el estilo de Schoenberg caminará hacia la atonalidad, en un proceso de acelerada experimentación, pasando a lo que en años posteriores el compositor denominará «la emancipación de la disonancia», esto es, la utilización con naturalidad de notas extrañas y lejanas al centro tonal, que en último término suponían para el propio Schoenberg «las más distantes consonancias». De esta forma, solamente en 1909 compone El libro de los jardines colgantes, Erwartung (La espera) o la tercera de las composiciones para piano de su Op. 11, la primera obra sin armadura de clave, esto es, sin ninguna indicación al principio de la partitura de qué notas alteradas forman el tono de la obra. Cualquier apelación a un tema melódico aparece sustituida por una suerte de correspondencias basadas en una célula o grupo de sonidos ordenado en torno a determinados intervalos de altura, es decir, distancias entre distintas notas que terminan por convertirse en factores seminales y, a su vez, estructurales. Por ejemplo, en «Nacht» («La noche»), de su Pierrot Lunaire (1912), la célula que da coherencia a todo el pasaje se compone de tres notas con saltos de terceras. «Con una obra de arte pasa lo mismo que lo que con cualquier organismo perfecto. Es tan homogéneo en su constitución que revela en cada detalle su esencia más verdadera e íntima», afirmó el propio autor. Esta idea tendrá fuertes implicaciones para el futuro desarrollo de la música.

Schoenberg había iniciado así su periplo por la atonalidad, o por la «pantonalidad», como él prefería denominarla, en su anhelo por trascender más allá de una simple tonalidad. Pero no se trataba puramente de una cuestión de producción musical. En la más pura tradición decimonónica, Schoenberg fue también un prolífico escritor, recuérdese el ya mencionado Tratado de armonía, dedicado a la memoria del «santo Mahler», así como docente de diversos alumnos, entre ellos importantes compositores como el alemán Hanns Eisler o el español Robert Gerhard. Pero la relación que estableció con los también vieneses Anton Webern (1883-1945) y Alban Berg (1885-1935) fue más allá de la simple relación alumno-profesor, creándose un núcleo generador de ideas de especial trascendencia para el devenir de la música. Su estrecha asociación llegó a denominarse como Segunda Escuela de Viena, para distinguirla de una más bien historiográfica primera escuela formada por Haydn, Mozart, Beethoven y Schubert.

Una de las características de este fértil núcleo durante estos años previos al inicio de la Primera Guerra Mundial fue la tendencia hacia la miniaturización de la producción compositiva tanto en cuestión de dimensiones, caso del cuarto movimiento de las Cinco piezas orquestales, op. 10 (1913) de Webern, articulado únicamente en seis compases, como en el uso de los recursos instrumentales. Esta música de tipo aforístico, pero donde a la par brota una enorme riqueza de elementos sonoros fragmentados, desemboca en una saturación de recursos, donde cada instrumento desarrolla abundantes detalles de técnica y color, como el trémolo, el uso de la sordina, diferentes tipos de articulaciones y de dinámicas. Algunos de sus paradigmas son las Seis bagatelas para cuarteto de cuerda, op. 16 (1913) de Webern, o las Cinco piezas orquestales, op. 16 (1909) de Schoenberg. Esta última ofrece en su tercer movimiento una disposición que el autor denominó Klangfarbenmelodie, melodía de colores o melodía de timbres, donde las notas del acorde permanecen casi inalterables, cambiando sólo los instrumentos que las interpretan, haciendo que la música no se mueva por elementos interválicos o melódicos, sino por el cambio de color que se produce al variar sucesivamente la instrumentación del acorde.