Del colapso tonal al arte sonoro

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Quizá, la historiografía haya incidido, no sin razón, en aspectos como la atonalidad para remarcar cuáles eran las principales innovaciones de los músicos de principio de siglo. Aun así, incluso esta música colocada a la vanguardia de la creación conserva claras servidumbres del pasado. Miremos al Pierrot de Schoenberg. No sólo la «emancipación de la disonancia» podría considerarse en la lógica del desarrollo de la tonalidad posromántica, sino que diferentes números de la obra fueron compuestos a partir de formas y técnicas tradicionales como el canon, la fuga, el rondó, el pasacalle o el contrapunto. Si además atendemos a la idea de negociación entre alta cultura y cultura popular, el Pierrot tiene más de cabaret que de recital lírico. Así, como otra cara de la misma moneda, deberíamos tener presente lo que el lingüista Christopher Butler considera como la capacidad de innovar desde la tradición. Este punto de vista, auténtico contrapeso del anterior, nos recuerda que músicos ligados a los cánones heredados pueden modificar el lenguaje sustancialmente. Holst, Vaughan Williams, Sibelius, Falla en sus primeras obras, todos ellos conectados con la tradición tonal o tardorromántica, no pueden confundirse con autores del siglo precedente como Chaikovsky, Brahms o Wagner. Tal vez, cuando a muchos se les consideró como epígonos dentro de una nueva página en blanco que la vanguardia debería escribir, debió pensarse que eran notas al pie con un peso específico.

A estas alturas, nos podemos preguntar por qué Budapest es el tercer ángulo de este triángulo de innovaciones y transiciones. Desde 1907, Béla Bartók es profesor de piano en la Real Academia de la ciudad. En 1931, escribiría que la música campesina «con un alto grado de primitivismo, pero nunca de simpleza, forma el punto de partida ideal real para un renacer musical». Ya en su obra pianística, como las Catorce bagatelas (1908) o el Allegro barbaro (1911), ya en su obra escénica, como el ballet El príncipe de madera (1917) o la ópera El castillo de Barba Azul (1918), el folclore rumano y húngaro, sobre el cual él mismo había realizado trabajo de campo, pasa a proveerlo de un armazón muy particular, auténticamente diferenciado de las pinceladas del nacionalismo musical de otras zonas. En una entrevista concedida en 1937, aseguraba en relación a Schoenberg: «Mi sistema armónico es totalmente extraño al suyo». No se refería a las obras atonales. Para entonces, ¿qué había inventado el vienés?

2

La música de entreguerras

Muchas clases distintas de experiencia musical.

Aaron Copland

Una epifanía musical o los ilimitados límites

Ópera de París, 18 de octubre de 1923. En escena, ocho instrumentistas de viento. Igor Stravinsky debuta como director dirigiendo su propia obra. A través de tres movimientos, la música transita por las clásicas formas y procedimientos de la sonata, la variación y la fuga, con un innegable aroma a divertimento para instrumentos de viento mozartiano. Una década después, las gigantescas fuerzas del intenso y agitado estreno de La consagración han dado paso a una reducida plantilla instrumental cuyo material sonoro parece evocar el siglo XVIII. Al igual que el perplejo Aaron Copland (1900-1990), compositor norteamericano presente en la noche del estreno, cabe preguntarse de dónde ha salido este Octeto de amaneramiento dieciochesco.

La música de Stravinsky tras La consagración apunta hacia el final de la etapa que se ha dado en llamar «rusa» para adentrarse en matices más austeros en lo que atañe a la utilización de plantillas, más reducidas, y a un discurso musical más sobrio. Así, en su Historia del soldado (1918), las irregulares frases rítmicas, los ostinatos o la omnipresente polimetría miran hacia el pasado, pero dentro de un tono absolutamente diferente. El pequeño grupo de cámara (clarinete, trompeta, trombón, violín, contrabajo y percusión), el narrador, los actores y los bailarines hacen que sobrevuele la escena una cierta atmósfera de cabaret para narrar la historia de un soldado violinista en liza con el mismo demonio. Ahondando en este camino, en 1920 el autor estrena, gracias otra vez a su colaboración con los Ballets Rusos, Pulcinella, comedia-ballet para mimos y cantantes acompañados por una orquesta de cámara y al estilo de la Commedia dell’Arte napolitana. Stravinsky recogió música —a veces auténtica, otras solamente atribuida— del compositor Giovanni Battista Pergolesi (1710-1736), uniéndola incluso con fragmentos más antiguos y reorganizando el todo a través de estructuras rítmicas y armónicas contemporáneas. Esta amalgama es conducida hacia una renovación de lo pretérito en las coordenadas de una más que tangencial sensibilidad musical moderna. Años después, el compositor afirmaba: «Pulcinella fue mi descubrimiento del pasado, la epifanía por medio de la cual el resto de mi obra fue posible». Culmina esta transformación del lenguaje stravinskiano el mencionado Octeto, el cual supone la plena adhesión a modelos contrapuntísticos y formales clásicos, fenómeno que se prolongará, con amplios matices, en la producción del autor hasta la década de los años cincuenta. No es pura casualidad que, en el mismo año del estreno de la obra, el crítico Boris de Schlözer utilizase por primera vez el término «Neoclasicismo» para describir cierta corriente en la música moderna.

Escrutar el pasado para renovar la música no fue algo privativo de la segunda década del siglo XX. El nacimiento de la ópera a principios del siglo XVIi culminaba la intención de traer a aquel presente la auténtica tragedia griega; Mendelsohn restituyó a Bach para el siglo XIX; el compositor alemán Max Reger (1873-1916) acogió el contrapunto del compositor barroco dentro de su cromatismo posromántico; en un calendario sincrónico diversos autores franceses se adentraron en la creación de piezas bajo el común epígrafe de «dans le style ancien» («al estilo antiguo»). Sin embargo, lo que supone cierta novedad en este instante es un apreciable interés por manifestar un nítido objetivismo. Para Stravinsky, su Octeto era una «suerte de música que no tenía otra intención que ser suficiente en sí misma». En 1936, ratificaba este ideal: el asumir una forma no supone un límite, sino que, al contrario, el creador «está en una situación más desprendida y avanza más cuando se mueve dentro de los límites definidos de una obra ya creada».

Mientras, la atmósfera neoclásica allana su camino por Europa. En 1902, Francesco Malipiero (1882-1903) descubre en la Biblioteca Marciana de Venecia un conjunto de manuscritos antiguos pertenecientes a compositores italianos del pasado. Malipiero aseguró que desde ese momento reacciona «contra las condiciones musicales existentes en una Italia asfixiada por la tiranía de la ópera del siglo XIX». Nos encontramos ante otra epifanía, que intenta integrar música de antaño y modernidad musical. Nacen así obras como Cimarosiana (1921), en referencia a Domenico Cimarosa (1749-1801), o Scarlattiana (1926), en este caso en alusión a Domenico Scarlatti (1685-1757), de Alfredo Casella (1883-1947), para quien «nuestro estilo moderno se debe buscar en una visión amplia y sintética de todo lo que nuestro arte ha dado en los siglos pasados de grande, hermoso y noble, transformando y fundiendo este material en una nueva representación y animándolo con un nuevo impulso». Abriendo una brecha con lo germano, y buscando raíces en una música artística italiana propia, su Serenata (1927), evocadora de las serenatas para instrumentos de viento del siglo XVIII, articula el primero de sus movimientos, «Marcia», alrededor de la clásica forma de sonata.

El otro gran solar en donde ideas y formas de corte neoclásico encontraron un fértil terreno fue España, y más concretamente alrededor de un conjunto de músicos agrupados bajo las denominaciones de «Generación de la República» o «Generación del 27» por su coincidencia temporal con el grupo homónimo de escritores de la edad de plata de la literatura hispánica. Afortunadamente, esta brillante comunidad de compositores, fundamental para entender buena parte de la música del periodo de entreguerras, ha sido reivindicada a través de diferentes estudios, grabaciones o programas dedicados a ellos durante los últimos decenios. Tras años de memoria truncada por los oscuros años de la dictadura franquista, uno de los miembros de la generación, Rodolfo Halffter (1900-1987), ofrecía una lección magistral en el marco del VII Curso Manuel de Falla de 1976, donde trazaba el panorama estético y creativo ciñéndose especialmente al llamado «Grupo de Madrid». «Precisaré que el grupo de compositores de Madrid lo formábamos Salvador Bacarisse, Julián Bautista, Rosa García Ascot, Ernesto Halffter, Juan José Mantecón, Gustavo Pitaluga, Fernando Remacha y yo». La primera referencia de peso es a un Manuel Falla regresado de su estancia parisina. «El retablo de maese Pedro y el Concierto para clave [son] los pilares que señalan el elevadísimo grado de perfección estilística y espiritual en el que culmina la experiencia falliana». El Concierto para clave, estrenado en el Palau de la Música de Barcelona en 1926, llegó a ser considerado por Ravel la obra más importante de su época. Falla también se asume como el agente tractor para la «incorporación al pensamiento europeo al aceptar, como norma directiva de la composición, la nueva objetividad, antirromántica, nacida en París». Ravel en lo constructivo o Stravinsky en su nueva dirección formal pasan a ser un referente en la renovación a través del prisma clasicista, encarnado principalmente por Mozart y Haydn. Clasicismo que también incluye la historia nacional.

 

En los compositores de nuestro grupo se despertó un amor, un vivo interés, por las pequeñas formas, cerradas, exentas de cualquier pequeño asomo de divagación. [...] A menudo, solíamos responder a quienes nos preguntaban sobre nuestra estética: Fray Antonio Soler, el fraile jerónimo de El Escorial, Domenico Scarlatti, el napolitano madrileñizado.

Emergen de esta guisa obras como la modélica y ampliamente analizada Sinfonietta (1925) de Ernesto Halffter (1905-1989), la Petite suite (1929) de Rosa García Ascot (1902-2002), la Sinfonía en tres tiempos (1925) de Fernando Remacha (1898-1984) o el Cuarteto de cuerda de 1930 de Salvador Bacarisse (1898-1963), dentro de un extenso y variado catálogo común al grupo.

Para el musicólogo Adolfo Salazar, el ballet Les biches (1923) de Francis Poulenc (1899-1963) daba «una impresión de clasicismo absoluto». La influencia francesa en la España de la década de los veinte contaba con algo más que la indudablemente notable y decisiva referencia de Ravel o Stravinsky. Debemos regresar al punto de partida de este otro triángulo, París-Roma-Madrid, que el Neoclasicismo ha dibujado. Nos encontramos con otro grupo de compositores: «Los Seis». Temperamentos diferentes que darán lugar a trayectorias también diferentes, pero que en estos años tienen en común, amén del juego antirretórico neoclasicista, su reverencia por la figura de Eric Satie, el cual en estos últimos años de su vida estrena sus obras de mayor dimensión, como el ballet Parade (1917) o Sócrates (1918) para piano y voz. Asimismo, el grupo se aglutina en torno al multifacético escritor Jean Cocteau, adalid de una estética que reniega de todo tipo de «rebuscamientos, trampas y trucos», sean románticos, impresionistas o de la «barbarie rusa», en alusión esto último al Stranvinsky de La consagración. Además de Poulenc, otros miembros del grupo, como Arthur Honegger (1892-1955) o Darius Milhaud (1892-1974), buscan o crean una música directa y sin pretensiones a través de un diatonismo tonal y, en buena parte, asociándose a la música popular urbana, algo sobre lo que volveremos más adelante.

El Neoclasicismo nos deja dos legados. El primero es inmediato. Parece sancionar en lo escénico la tendencia en el arranque del siglo a preferir los espectáculos de ballet o basados en algún tipo de mimo o danza, frente a un cierto repliegue del género operístico. El otro ha sido menos evidente hasta hace pocos años. El orden, la claridad formal, el objetivismo, que promovieron unas vías de interpretación musical directas y precisas que condicionaron las formas de ejecución durante buena parte del siglo XX, llegando a convertirse en el ideal aplicable a toda la música clásica de concierto, y afectando incluso a las formas interpretativas del repertorio de los siglos XVIII y XIX. Estudios recientes sobre las maneras de tocar previas al periodo de entreguerras han revisado este concepto.

Y, mientras tanto, ¿qué estaba pasando en Viena?

La música que surgió de una necesidad

La fuerza creativa de Schoenberg pareció mermar durante los años de la Primera Guerra Mundial, así como en los inmediatamente posteriores. De esta época data su inacabado oratorio La escalera de Jacob y la puesta en marcha entre los años 1918 y 1921 de una sociedad de conciertos volcada en la interpretación de nueva música. Da la impresión de que el carácter intuitivo de su época atonal lo condujo a una crisis motivada, en buena parte, por la falta de una herramienta sistemática con la que se pudiese ir más allá de las pequeñas formas que habían caracterizado mucha de la música del periodo expresionista. De esta manera, hacia 1921 conformará definitivamente un procedimiento de especial trascendencia para la composición durante el siglo XX: el sistema serial o serial dodecafónico. Dicho procedimiento parte de la utilización de los doce sonidos de la escala cromática, todos los sonidos del sistema tonal, no como una escala, sino como una serie de sonidos independientes. En 1924, fue un alumno de Schoenberg, Erwin Stein, el primero en hacer una exposición completa de los principios manipuladores de estas series de doce sonidos, los cuales, «a pesar de alterar fuertemente su fisonomía, mantienen intacta su estructura: la inversión, la regresión y la inversión de la regresión. Se llama inversión de un motivo la exacta transposición de sus intervalos en la dirección opuesta, es decir, en sentido descendente en vez de ascendente y viceversa; se entiende por regresión la serie de notas reproducida por movimiento retrógrado».

El método dodecafónico es un universo en el que se ha reorganizado la aparente desintegración del anterior sistema tonal. Se ha discutido mucho acerca de su paternidad. Parecía que se buscaba una alternativa sistemática a la desaparición, o alteración extrema, según los casos, de los principios armónicos del pasado. Se puede rastrear el uso de series en autores como el estadounidense Charles Ives (1874-1954). En este sentido, el austríaco Josef Matthias Hauer (1883-1959) siempre ha estado en la pugna por atribuirse la paternidad de la dodecafonía, puesto que su sistema de «tropos», desarrollado a partir de 1919, es virtualmente un sistema serial en toda regla.

Sea como fuere, la primera consecuencia del serialismo fue colmar el anhelo de Schoenberg de volver a componer grandes formas, de ahí que el autor asegurase que el sistema había nacido «de una necesidad». Así, al primer trabajo serial, Suite para piano, op. 25 (1924), siguieron otros como el Quinteto para viento madera (1924), las Variaciones para orquesta (1928) o su inacabada ópera Mois és y Aarón. En segundo lugar, supuso la irrupción de un sistema que agitó la escena musical con partidarios, detractores o simplemente músicos cuya escritura se vio afectada de una u otra manera. Dodecafonía y Neoclasicismo se presentaron ocasionalmente como polos opuestos en una disputa alimentada en buena parte por los escritos del filósofo y musicólogo alemán Theodor Adorno (1903-1969), abogado de la causa serial. En realidad, ambas corrientes tienen más en común de lo que a simple vista pudiera parecer. La dodecafonía, al igual que el coetáneo Neoclasicismo, buscaba la racionalización, el ordenamiento y la claridad de los principios compositivos. De la misma manera, hundía sus raíces en formas y procedimientos heredados del pasado. El propio Stein, en su descripción del método, puntualizaba que las transformaciones que utiliza la dodecafonía «han tenido siempre una considerable importancia en la música polifónica». Bien pues, los movimientos del citado Quinteto para viento madera se basan en tipos clásicos estandarizados: la forma de sonata, el scherzo con trío, la forma de canción y el rondó. No obstante, el debate llegó a crear situaciones paradójicas. Tanto Paul Hindemith (1895-1963), compositor defensor de los principios tonales, como Anton Webern, alumno de Schoenberg e integrante del núcleo de la Segunda Escuela de Viena, y por ende, en la antípodas de Hindemith, defendieron sus posiciones partiendo de una justificación basada, en ambos casos, en el estudio acústico de los tonos de la serie armónica, esto es, de las frecuencias naturales del sonido.

¿Cómo asumieron la novedad serialista los discípulos, y a la vez correligionarios, de Schoenberg? La experiencia dodecafónica es asimilada en el caso de Alban Berg con un sello propio caracterizado por la libertad para insertar coherentemente elementos tonales dentro de contextos claramente atonales. Así sucedía ya en su exitosa ópera Wozzeck, estrenada en 1925, uno de los ejemplos básicos del género en la primera mitad del siglo XX, basada en la brutal historia de opresión de un soldado contada en la homónima obra del escritor decimonónico Georg Büchner. Algo semejante se observa en su Concierto de cámara, de la misma fecha, donde ya se intuye el uso de las transformaciones seriales. Arriba definitivamente la dodecafonía a varios movimientos de su Suite lírica para cuarteto de cuerda (1926), en la cual la flexibilidad utilizada en diversos pasajes hace que, en palabras del propio autor, la serie «se someta al destino».

Frente a cierto romanticismo que aún emana en la obra de Berg, la propuesta de Anton Webern se apoyó en una contundente coherencia constructiva. Dicha coherencia procede de los principios organizativos de la serie, que son trasladados a los diferentes niveles estructurales de la composición. Se abre de esta forma un camino para una nueva definición del método serial, que encontrará una fértil acogida en los tiempos posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En el Trío para cuerda (1927), la organización interna de la serie sirve para levantar toda la trama de la obra. Lo mismo sucede en su Sinfonía, op. 21 (1928). Aquí, las doce notas se estructuran de tal suerte que la segunda mitad del conjunto es una repetición del primero transportado, lo que propicia varias estructuras retrógradas simétricas. Ello se combina con la utilización de cánones (frases musicales imitativas) dobles, los cuales a su vez se distribuyen por toda la partitura, haciendo que cada nota aparezca en diferentes instrumentos. Este tipo de instrumentación conduce a una textura «puntillista» que ya se intuía claramente en las primeras obras del autor. Webern continuó profundizando en este alto grado de control, claridad y objetividad: la palindromía en sus Variaciones para piano, op. 27, finalizadas en 1936; la división de la serie en segmentos de tres o cuatro notas que a su vez cumplen entre ellos los principios inherentes del método de retrogradación, inversión e inversión retrógrada, como ocurre en el Concierto para nueve instrumentos, op. 24 (1934); un uso fonético y sonoro de la palabra, lejos de cualquier carga emotiva o semántica, dentro del interés por la música vocal que demostró al final de su vida en trabajos como sus dos Cantatas compuestas entre 1939-1942.

Alban Berg murió a causa de una septicemia en 1935. Anton Webern fue abatido por error en 1945 al ser confundido con un soldado alemán. Schoenberg había emigrado a los Estados Unidos en 1933 huyendo del ascenso del nazismo. Con todo, el serialismo fue un fenómeno trascendente. Usado por diversos autores y en diferentes contextos, demuestra hasta qué punto la idea resultaba maleable y fecunda. La encontramos en Luigi Dallapiccola (1904-1975) en Italia o en Robert Gerhard (1896-1970), único alumno español de Schoenberg. Alcanza a autores lejanos a la órbita dodecafónica como Benjamin Britten (1913-1976) en su ópera Otra vuelta de tuerca (1951) o al mismo Stravinsky, el cual, con casi setenta años y desde los Estados Unidos, explora el uso de la serie en obras como el Septeto (1953) o In memoriam Dylan Thomas (1954). Sin embargo, Neoclasicismo y dodecafonía, a pesar de su claro elemento renovador, mantenían lazos con formas del pasado. Quizá el Nuevo Mundo podría proponer un nuevo universo musical.

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