Al volante de un santo

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Al volante de un santo
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JAVIER COTELO

AL VOLANTE DE UN SANTO

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2021 by JAVIER COTELO

© 2021 by EDICIONES RIALP, S. A.

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com))

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5340-2

ISBN (versión digital): 978-84-321-5341-9

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

INTRODUCCIÓN

MI HERMANO MELLIZO Y YO

LA LEY DEL LITRO

MI VOCACIÓN AL OPUS DEI

CÓMO CONOCÍ A SAN JOSEMARÍA

LA PRIMERA VEZ QUE LLEVÉ A SAN JOSEMARÍA EN COCHE

PATOS EN EL TABLERO

COSAS PEQUEÑAS POR AMOR

TALLERES DE ARTE GRANDA

UNOS DÍAS EN ROMA

UN PERAL DA MÁS DE UNA PERA

EL SUEÑO DE MI VIDA

UN VERANO EN LONDRES

VILLA DELLE ROSE

“DE RAZA LE VIENE AL GALGO…”

VIAJE A VENECIA

I ASAMBLEA DE AMIGOS DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA

GRECIA

TOR D’AVEIA

GAGLIANO ATERNO

VIAJE A ESPAÑA

EN EL NORTE DE ITALIA: VARESE

2.X.1968, CUARENTA ANIVERSARIO DEL OPUS DEI

PREMENO (1969)

“GRACIAS POR QUERER TANTO A JAVIER”

PREMENO, 1970

CAVABIANCA

EL ORATORIO DE NUESTRA SEÑORA DE LOS ÁNGELES

MONTECATINI

CAGLIO

EL ÚLTIMO PALIZÓN

LOS DOS PICHONES

CIVENNA (1972)

DOS MESES DE CATEQUESIS

CIVENNA (1973)

CATEQUESIS EN AMÉRICA

EN ROMA (1975)

JUNIO DE 1975

26 DE JUNIO DE 1975

CONCLUSIÓN

ARCHIVO FOTOGRÁFICO

AUTOR

INTRODUCCIÓN

A don Fernando Ocáriz, prelado del Opus Dei, que me animó decididamente a escribir este libro, con la esperanza de que haga mucho bien a quienes lo lean.

CUANDO SE FUE AL CIELO SAN Josemaría puse por escrito mis recuerdos, pero mi memoria era tan flaca como mi persona, y se nota. ¡Qué pena no haber anotado en su momento cada viaje y cada anécdota! Dios me llamó para ser del Opus Dei a los 19 años, y diez años después me tocó acompañar al Padre —así llamábamos familiarmente a san Josemaría— cada vez que salía de casa en coche. Me convertí en hijo... y en la persona que le llevaba y le traía de acá para allá.

Muchas personas guardan en su memoria el modo cariñoso de ser de san Josemaría. Él mismo decía que de las pocas cosas que podía ponerse de ejemplo era de su capacidad de querer. Lo que pretendo ahora, a partir de aquellos recuerdos escritos tiempo atrás, es reflejar el cariño que derrochaba con sus hijos espirituales, y en particular el que me manifestó siempre durante los 23 años en que le traté. En una ocasión me lo dijo expresamente: «Tú irás diciendo a todo el mundo cómo os quería el Padre». En estas pocas páginas desearía mostrar su corazón enamorado, afectuoso y fuerte a la vez. Y también su amor a la libertad y su buen humor, dos características que quería dejarnos en herencia, junto con su amor a la Virgen María.

Mi trato con él fue especialmente intenso en el estudio de arquitectos, donde trabajé durante muchos años en Roma y, fuera de Roma, en varios lugares en los que pasé con él algunos días.

Serán sobre todo los viajes el hilo conductor de esta historia, aunque antes de subir al coche, naturalmente, tendré que dar unas pinceladas sobre mí mismo: sobre mi vida, mi carné de conducir, cómo conocí el Opus Dei, etc. Una última advertencia: las palabras que recojo de san Josemaría y de otras personas no son textuales, solo son fieles a mis flacos recuerdos.

MI HERMANO MELLIZO Y YO

EL 16 DE AGOSTO DE 1932, en la calle Alcalá Galiano de Madrid, frente a la casa donde en 1930 había nacido la sección femenina del Opus Dei, nacimos mi hermano mellizo y yo. Mis padres, Adolfo y Flora, ya tenían tres hijos, por lo que nosotros nos incorporamos como cuarto y quinto.

Cuando José Ignacio y yo estábamos a punto de cumplir cuatro años estalló la guerra civil en España. El 18 de julio de 1936 mi madre y mi hermano mayor, Alberto, estaban todavía en Madrid, mientras que mi padre y los cuatro pequeños (Ana Mary, de trece años, Adolfo, de cinco, y nosotros) estábamos ya de veraneo en Deva (Guipúzcoa). Durante los tres años de guerra la familia quedó dividida. Nuestra hermana, que era piadosa y responsable, se encargó de educarnos como una verdadera madre. Cuando tiempo después se casó, tuvo solamente trece hijos.

Estuvimos en Deva algún tiempo, hasta que pudimos atravesar la frontera de Francia. Luego nos embarcamos en dirección a Santander, en un crucero inglés lleno de refugiados. Recuerdo —quizá es mi primer recuerdo— el mareo que pasé durante el viaje, recostado debajo de un cañón. Meses después, nos trasladamos a Vitoria, donde me operaron de amígdalas. Ese debe de ser mi segundo recuerdo: caminando por la calle Dato, hecho fosfatina.

Acabó la guerra y por fin nos reunimos en Madrid toda la familia. Vivíamos en el 5.º piso de la casa de Fernando el Santo, 25. Mi madre puso su taller de costura cerca de casa: en el Paseo de la Castellana, 9, 1.º. Creo que no he dicho que mi madre, Flora Villarreal, era modista. Bueno, tal vez modista sea una forma algo modesta de designar su profesión. Su tarjeta de visita era todavía más modesta: en ella solo ponía su nombre y la palabra “Costura”. Cosía como los ángeles y tenía un taller de alta costura en el que llegaron a trabajar unas cien personas, y al que acudían para vestirse muchas celebrities de la época. También a mi mellizo y a mí nos hacía ropa, aunque se le daba mucho mejor vestir a señoras.

Los estudios elementales los hicimos en el colegio de Areneros, de los jesuitas. Los mellizos ocupábamos el mismo pupitre. Como mi hermano era un poco manazas para el dibujo, yo hacía rápidamente su lámina y seguidamente me entretenía haciendo la mía. El resultado era lo contrario de lo que yo esperaba: a él le daban un sobresaliente y a mí un simple aprobado.

 

Carmen Consuegra, amiga de mi madre y madrina de mi hermano mellizo, nos llevó una vez a casa de un vecino suyo, hombre grueso con bigote a lo Pancho Villa, y al presentarnos dijo que yo dibujaba muy bien. Él me preguntó si era capaz de hacerle un retrato. Me dejó papel y lápiz y le hice una caricatura. Le hizo gracia y quiso saber el precio. «Un duro», le respondí sin pensarlo dos veces. Me dio las cinco pesetas (de las de entonces) sin replicar, como pensando: «Chaval, eres más caro de lo que imaginaba».

Años después, durante los trayectos en coche con Josemaría Escrivá, yo contaba estas y otras pequeñeces de mis años mozos. Me escuchaba con atención y mantenía esos detalles en su memoria.

Por ejemplo, en uno de nuestros viajes mencioné que una noche, durante la cena y como de costumbre, pasamos el plato para que nuestra madre nos sirviera la sopa. Inmediatamente se dio cuenta de que aquello olía a naftalina. Vino Catalina, la cocinera, que no supo explicarse aquel olor. Ante el temor de que hubiese caído en el puchero una bola de alcanfor, decidieron recoger todos los platos, pero al llegar al mío vieron que yo ya me había tomado la sopa... «¿A qué sabía la sopa, hijo mío?». «A naftalina». Gracias a Dios, digerí perfectamente, sin ningún problema. Sin embargo, el prestigio de mi paladar quedó malparado. Desde que conté a san Josemaría este suceso, ya no podía opinar si lo que estábamos comiendo era rico o no. Él me decía: «¿Qué sabrás de gustos, con tu paladar estragado?».


Una vez íbamos los gemelos en tren con nuestro tío Aurelio, que era cheposo y se ganaba la vida tocando en una pequeña orquesta de jazz. En una estación se bajó y compró unos pasteles en la cantina, para darnos algo de merienda. Hay que decir que mi hermano era melindroso y habitualmente me ofrecía lo que ya había mordido y no le había gustado. Esta vez, en cuanto probó el pastel puso cara de asco y me lo pasó, pero yo le dije: «No lo quiero, tíralo por la ventanilla». Dicho y hecho: ante el estupor de mi tío, el pastel voló… Nuestro Padre, cuando años después se lo conté en una de las travesías, comentó, pensando en mi pobre tío: «¡Qué falta de caridad!».


LA LEY DEL LITRO

EN LA PRIMAVERA DE 1951, cuando tenía 18 años, fui con mi hermano Adolfo a una academia que estaba cerca de la plaza de Alonso Martínez, para aprender a conducir y preparar el examen. Nos matriculamos, nos citaron para el día siguiente y nos dieron un folleto con las instrucciones elementales del manejo del coche.

Fuimos a la primera clase. El instructor, un madrileño muy castizo, nos estaba esperando. «¿Están preparados?», preguntó. «Sí, señor». Me puse al volante y fui ejecutando todo lo que me indicaba: «Punto muerto. Ponga en marcha. Pise el embrague. Primera. Quite el freno. Pie en el acelerador…». En pocos minutos estábamos circulando por las calles de Madrid. Adolfo, desde el asiento de atrás, observaba todo con admiración. Después fue su turno, y quedó de manifiesto que no se había preocupado de leer el folletito...

Las frases castizas de nuestro instructor nos hacían mucha gracia. Un día intenté sortear una piedra que había en medio de la calzada pero la pillé de lleno. «¡Menuda puntería!», comentó. Otra vez, soné el claxon para advertir a una señora que cruzaba la calle del peligro que corría. «Al peatón no se le concede nada», sentenció.

Aprobé el examen y me dieron el carné. Estaba fechado el 10 de julio de 1951. Muy poco después, en el Hillman Commer de mi padre, llevé de paseo a mi madre y a algún hermano a la Sierra de Guadarrama. A la vuelta, en la bajada del Puerto de los Leones, concretamente en la Recta Madrid, de notable pendiente, puse en práctica el doble embrague. Se asustaron mucho con el ruido de reducción de las marchas a gran velocidad. Al final de la cuesta me hicieron parar, y mi madre dijo que aquello había sido una imprudencia y que se lo contaría a mi padre. Pero mi padre, en esta ocasión, tomó partido por mí: «Eso del doble embrague es de maestros», dijo.

Mi hermano José Ignacio y yo salimos otro día con nuestra madre en el coche. Poco después, el coche se paró. «¿Qué pasa?», preguntó alarmada. Nos habíamos quedado sin gasolina. «Os daría una bofetada». Se cumplía lo que solía decir mi padre: «Usáis el coche como si fuese una bicicleta: nunca ponéis gasolina, ni miráis la presión de las ruedas, ni el nivel del aceite…».

San Josemaría decía que sus hijos jóvenes, no muy previsores y siempre escasos de dinero, solían manejar los coches de acuerdo con la “ley del litro”: usan los coches con poca gasolina y conducen apurados hasta el surtidor más próximo. Cuando les preguntan «¿cuánto ponemos?», responden «un litro», porque no llevan dinero para más.


Al terminar el bachillerato, en el colegio Santiago Apóstol, pasé el examen de reválida y decidí estudiar Arquitectura. Para esto era necesario aprobar el examen de ingreso, que consistía en superar las siete materias principales de los primeros cursos de Ciencias Exactas, más otras cinco asignaturas que se convocaban a examen en la Escuela de Arquitectura y para las que había que prepararse en una academia especializada. Mi cuñado Víctor, arquitecto, tenía una de estas academias, y allí aprendí a dibujar con las técnicas de “mancha” y de “lavado”, que eran las materias más difíciles.

Por las mañanas asistía a clases en la Facultad de Ciencias, situada en la Ciudad Universitaria, y aprovechaba las horas de sol de la tarde para dibujar a carboncillo o con tinta china en la academia. El resto de la jornada era de estudio. Temprano iba cotidianamente a Misa en la cercana iglesia del Cristo de la Salud, de la calle de Ayala, siguiendo el ejemplo de mis padres.

En julio de 1951, mi madre fue a París, como todos los años, para asistir a los desfiles de modelos de la temporada entrante. Quiso llevarme para que descansase un poco. Mientras ella se dedicaba a trabajar, yo pintaba por las orillas del Sena y visitaba la ciudad. Al mediodía me llevaba a comer a algún restaurante. Un día comimos caneton à l’orange (pato a la naranja). Me gustó tanto que quise volver a tomarlo otro día, en otro restaurante. Pero en esta ocasión, en vez de darme mi propia ración de pato, me sirvieron los restos de un puchero que había quedado en la cocina. Mi madre protestó, y como no estaban dispuestos a darnos la razón, nos marchamos con cajas destempladas. Esta anécdota la recordó siempre san Josemaría. Años después, en el restaurante de un hotel de Salzburgo, al ver este plato en el menú de la cena, indicó al camarero que a mí me pusieran una ración de pato a la naranja.

MI VOCACIÓN AL OPUS DEI

AQUÍ Y ALLÁ, FUI CONOCIENDO algunos compañeros de estudios que eran del Opus Dei. También profesores. Gente alegre, simpática, estudiosa, deportista. Ninguno de ellos me habló de la Obra… Debieron de ver en mí un empollón poco tratable. Pero un día, en diciembre de 1951, al salir de Misa fui abordado por Luis Recio: «¿Cómo te llamas? ¿Tienes un hermano que se llama Adolfo? Él y yo somos amigos. ¿Te gustaría saber el secreto del Opus Dei?». «Sí —contesté—, pero no ahora, porque tengo clase a las 9:00 en la Ciudad Universitaria». Quedamos citados para el sábado siguiente por la tarde, en el Paseo de la Castellana. Por esos días, yo había leído un libro de Dale Carnegie titulado Cómo ganar amigos, y pensé que aquella era una oportunidad de poner en práctica lo aprendido.

Durante ese paseo, Luis me habló de Jesús muerto por nosotros en la Cruz. Había dado su vida por mí, y yo ¿qué había hecho por Él?... Seguía con interés sus consideraciones, hasta que me preguntó: «¿Quieres que te enseñe el secreto del Opus Dei?». Me llevó a un centro de la Obra situado en el número 1 de la calle Padilla, esquina con Serrano. Entramos en el pequeño oratorio, saludamos al Señor presente en la Eucaristía y nos quedamos un momento arrodillados. Refiriéndose al sagrario, me dijo: «Ese es el secreto del Opus Dei». Así es, efectivamente: Luis pretendía explicarme, de una forma un poco intrigante, que el Opus Dei no tiene más secreto que la fe en Dios. Aunque entendí lo que quería decirme, he de reconocer que en aquel momento esa “revelación” me decepcionó.

Esa misma tarde conocí a Fernando Bayo, un pintor profesional. Quedé en ir un día a visitar su estudio. Congeniamos bastante bien. Estuvimos también en el estudio de su maestro y en una exposición de Dalí. Fui poco por esa casa, pero conocí a algunos de los que acudían y asistí a una clase de formación cristiana que dirigió Wlado Vince, un croata del Opus Dei que hablaba asombrosamente bien el español además de unas cuantas lenguas más, entre ellas el ruso, lo cual me resultaba aún más asombroso.

Un día de enero de 1952 iba con Fernando por la calle de Serrano cuando me preguntó: «¿Has pensado si Dios quiere que seas del Opus Dei?». Yo, que no sabía casi nada de todo eso, le dije que nunca había pensado en ser religioso. A mi respuesta contestó con viveza: «¿Llamas religioso al profesional que se gana la vida pintando?». Aprendí que los miembros de la Obra no eran religiosos.


El domingo 17 de febrero fui al centro del Opus Dei en la calle Padilla, a las tres de la tarde. Fernando me habló, animándome a “cortar amarras”, porque —decía— eres como un barco en condiciones de zarpar, con el motor en marcha, la marinería y el capitán dispuestos a navegar…, y tú sigues anclado en el puerto». Con la gracia de Dios, escribí una carta dirigida a san Josemaría en la que pedía la admisión en la Obra. Pocos días después acudí a un pequeño santuario dedicado a Nuestra Señora de Valverde, cerca de Fuencarral, en lo que ahora es el barrio de Montecarmelo, para hacer una romería de acción de gracias a la Virgen por mi vocación. Fui con Luis Recio en una pequeña moto Soriano.

Ese verano de 1952 hice un curso en Londres durante el mes de julio, con otros jóvenes de la Obra. Asistían españoles, mexicanos, británicos e irlandeses, y se me pasó volando. El ambiente familiar era estupendo y aprendí muchas cosas, menos inglés.

Cuando volví a Madrid a finales de julio, me dediqué a preparar los exámenes de septiembre. De momento seguí frecuentando el centro del Opus Dei en la calle Padilla, pero después de los exámenes me plantearon incorporarme al centro de estudios, donde algunos fieles de la Obra viven un periodo de formación cristiana más intensa. Llegué a casa y se lo dije a mis padres: «Quiero irme a vivir a un centro de la Obra». «¿Cuándo?», preguntó mi madre, alarmada. «Mañana...». No fue un modelo de planificación ni de delicadeza, pero mis sorprendidos padres no se opusieron.

El centro de estudios estaba en el piso más alto de Diego de León, 14. Entre otros encargos, me ocupé de cuidar el coche de la casa, porque era uno de los pocos que tenían carné. Así comencé a llevar en coche, a veces, a quienes necesitaban ir a algún sitio. Recuerdo, por ejemplo, que llevaba a los miembros del tribunal diocesano de la causa de beatificación de Isidoro Zorzano, un ingeniero del Opus Dei que había fallecido en 1943.

CÓMO CONOCÍ A SAN JOSEMARÍA

EN EL MES DE JUNIO DE 1953 iba a comenzar la labor apostólica de la Obra en el Perú. Don Manuel Botas, al que san Josemaría había encargado esa tarea, deseaba que lo acompañasen algunos estudiantes que pudieran cursar allí la carrera, para facilitar desde el principio el trato con gente joven. Yo iba a ser uno de ellos. Sugerí ir a Roma para conocer al fundador del Opus Dei antes de “cruzar el charco”, y mi sugerencia fue aceptada.

El día 6 de ese mes volé por primera vez en mi vida: fui en un avión de la TWA, procedente de Nueva York, que hacía escala en Madrid. Desde el aeropuerto de Ciampino un autobús nos llevó hasta Via Bissolati, donde me esperaba Pachi Tejerizo, que entonces vivía en Roma. Llegamos a Villa Tevere, la sede central de la Obra en Roma, a la hora de cenar. Después de la cena me llevaron a una habitación en la que el Padre me estaba esperando.

 

Al entrar, vi a dos sacerdotes. Iba tan acelerado, que me dirigí hacia el que no debía: don Álvaro del Portillo. Este, con el índice de la mano izquierda, me indicó que cambiase el rumbo. Saludé a san Josemaría, que me dio un abrazo y dos besos. En pocos minutos me sentí muy a gusto, como si le hubiese conocido y tratado desde hacía años, y nos fuimos él y yo a charlar a una habitación contigua, que era lugar de paso. Nos sentamos en un sofá y me preguntó por mis padres (quería saber si estaban contentos de que yo fuese al Perú), por mis estudios, si estaba contento y si rezaba.

Me aconsejó, para vivir mejor la presencia de Dios, que procurase dedicar cada día de la semana a una devoción particular: el domingo a la Santísima Trinidad, el lunes a las ánimas del Purgatorio, el martes a los ángeles custodios, etc. Cuando estaba en lo mejor de mi charla —habían pasado solo cinco o diez minutos— entró don Álvaro y se sentó también. Esto me llamó mucho la atención. ¿Por qué había venido? Yo prefería seguir mi charla solo con el Padre. ¡Qué ingenuidad! Seguimos hablando los tres durante un rato, ya no recuerdo de qué, y san Josemaría se despidió de mí hasta el día siguiente.

Aquella noche dormí en el Pensionato, una modesta construcción que, en parte, era la antigua portería de la casa. El dormitorio tenía tres literas de tres pisos cada una. Ocupé la cama más alta de la litera central. Al día siguiente salté del lecho con la rapidez habitual y me di un porrazo al llegar al suelo. No tuvo consecuencias, gracias a Dios. Toda aquella casa me pareció angosta y paupérrima.

El Padre me dijo que uno de aquellos días me llevaría a dar un paseo en coche por Roma. Después de oír Misa me fui a Orsini, otro centro de la Obra muy cerca del Tiber.

Giorgio De Filippi, un estudiante de Medicina, me llevó a conocer Roma en una moto Vespa de color verde. Fuimos hasta el final de la Via Appia Antica, donde nos quedamos sin gasolina... La situación me resultaba familiar... Empujábamos la Vespa hasta coronar las cuestas, y bajábamos remando con los pies. La “ley del litro” era inexorable.

Iba llamando a diario por teléfono a Villa Tevere, hasta que me dijeron que fuese al día siguiente para salir de paseo con san Josemaría. Montamos en un Fiat Topolino de color negro. El Padre iba delante, junto al conductor, que se llamaba Armando Serrano. Como era un coche de dos plazas, yo ocupé el lugar destinado a las maletas, en la parte posterior. Al poco de salir, el Padre insinuó que volviésemos a casa porque yo iba muy incómodo, como una pescadilla, mordiéndome las rodillas. Yo insistí en que iba estupendamente, y estaba dispuesto a recorrer Roma de aquella manera sin ningún problema. San Josemaría cedió, y fue explicándome cosas de los sitios por donde pasábamos. En Via Nazionale hizo que me fijase en una iglesia valdense con torre de ladrillo y franjas de piedra blanca. «Parece una iglesia en camiseta», dijo. Desde el Circo Máximo subimos al Aventino. Me bajé del coche para ver la cúpula de San Pedro, como hacen siempre los turistas, por el ojo de la cerradura del parque de la Orden de Malta. Llegamos a la plaza de San Pedro, donde el Padre recitó el Credo como solía, es decir, con el añadido «a pesar de los pesares» a propósito de la Iglesia. Alguna vez explicó el sentido de ese inciso: «En muchas ocasiones, desde hace más de un cuarto de siglo, al recitar el Credo y afirmar mi fe en la divinidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, añado a pesar de los pesares. Cuando he comentado esa costumbre mía y alguno me pregunta a qué quiero referirme, respondo: a tus pecados y a los míos» (Es Cristo que pasa, 131).


El día 15 por la mañana me despedí de él en Villa Tevere y, ya en Madrid, supe que no podría ir a América sin haber cumplido antes el servicio militar. De hecho, ya no fui al Perú pero, siguiendo la expresión castiza de mi tierra, “que me quiten lo bailao...”.