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Buch lesen: «Lazaro», Seite 6

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X

Servida la cena, que fue espléndida, los convidados empezaron a marcharse contentos y satisfechos, como gentes que habían cumplido su misión. El ruido que causaban los que iban saliendo, despidiéndose con regocijadas risas, y el húmedo relente con sus fríos vapores, hicieron a Lázaro volver en sí del largo desmayo al tiempo que los últimos grupos esperaban, en el espacioso vestíbulo y en los primeros términos del jardín, la llegada de sus carruajes.

Los hombres, fuertemente arropados con gabanes rusos o entre los embozos de las capas, fumaban puestos en filas, viendo a las damas que bajaban las escaleras de mármol, cuchicheando o cubriéndose los desnudos hombros con costosos chales o vistosos abrigos. Unas se tapaban el escote aún sudoroso con el cachemir de cien colores; otras se envolvían entre las pieles del skunc, el zorro azul y la marta zibelina; esta contestando a un saludo, aquella buscando una mirada entre los apiñados rostros, todas parecían en aquel momento hermosas y felices, aunque muchas lo pareciesen sin serlo; todas llevaban algo que decir o habían dado algo que envidiar.

Algunos hombres se marchaban a pié lentamente, divididos en grupos o en parejas, escuchando a lo lejos durante largo rato el ruido del rodar de los coches en las desiertas calles, cuando ya empezaba a despuntar el día y los serenos corrían soñolientos, de farol a farol, apagando los mecheros de gas.

El cura, oculto entre las sombras del jardín, los vio irse, esperando para salir de su escondite que se hubiesen todos alejado, cuando notó que no lejos de sí, entre las ramas de unos arbustos y cerca de una reja, había un hombre, que indudablemente se quedaba rezagado adrede, y que, moviéndose de pronto cuidadosamente, se escurrió con cautela a lo largo de la casa, hasta penetrar en ella por una puerta de servicio, que por razón del baile aún estaba abierta aquella noche. Lázaro entonces intentó gritar; pero el asombro le ahogó la voz en la garganta, porque al volverse para entrar conoció al que de tan sospechosa manera penetraba en el palacio de los duques, y aquel hombre era Félix Aldea, el mismo que pocos momentos antes había hecho brotar de los labios de Josefina una sonrisa de felicidad.

Subió rápidamente la escalera, y el cura se lanzó en su seguimiento; pero aquél llevaba mucha delantera. Al llegar al piso principal, Aldea, espiado siempre por Lázaro, cruzó los pasillos desiertos, y atravesando la galería que separaba las habitaciones del duque de las de su esposa y su hija, penetró en una sala, ala cual afluían dos grandes corredores, uno que conducía al cuarto de la duquesa, y otro que llevaba al de Josefina. La puerta de aquella habitación estaba cerrada; pero apenas Aldea se detuvo ante ella, golpeándola suavemente con los nudillos, una de sus hojas se abrió calladamente hacia fuera, mostrando un brazo de mujer ceñido por una manga de seda roja. Aldea entró, y el brazo atrajo a sí la puerta, que volvió a quedar instantáneamente cerrada, mientras Lázaro, pálido y tembloroso, como clavados los pies en el suelo, escuchaba alejarse, sin saber en qué sentido, los pasos de dos personas, que andaban de puntillas para no producir ruido sobre los mármoles del piso.

¿Qué hacer en tan horrible situación? ¿A quién pedir auxilio? ¿A quién llamar? Un desaliento que tenía mucho de impotencia y algo de despecho le arrancó de allí, y temeroso de ser visto, huyó de aquella puerta, tras la cual quedaba rota para siempre la más hermosa de sus ilusiones. Además, juntamente con el imperioso mandato que la conciencia le imponía, sintió latir en su alma vacilaciones, engendradas por la sorpresa, sospechas pérfidas, pero lógicamente sugeridas por los celos. La que supuso un ángel era mujer, y nada más; no merecía que el corazón de un hombre la ensalzara, ni que él la adorase, aunque su indulgencia de sacerdote tratara de redimirla o disculparla. En su caída había llegado hasta la culpa por el camino de la premeditación; procuró que su amante volviera a pisar la casa de sus padres, y trémula de amor, agitada por el deseo, le debió esperar para recibirle en sus brazos.

Divagando de esta suerte, admitiendo como buenos los torpes antojos del despecho, la piedad iba quedando en el alma de Lázaro completamente borrada por la incontrastable fuerza de los celos, hasta el punto de que el miedo de hacer público el suceso, el temor al escándalo, y aun la idea horrible de ver la hija deshonrada a los ojos de su propia madre, llegaron a ser en aquel hombre rémoras creadas por la malicia para eludir el cumplimiento del deber.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Al día siguiente del baile, ya muy entrada la mañana, se notaba en el palacio de los duques la falta de movimiento propia de toda casa donde el mucho trasnochar de los amos autoriza que madruguen poco los criados. Algunos de ellos, reunidos en la caseta del portero, formaban corro restregándose todavía los ojos, haciendo comentarios de la fiesta, charlando y maldiciendo. Otros arreglaban los salones reparando el desorden que habían producido los convidados. El cocinero, seguido de un pinche que llevaba al hombro un esportón, atravesaba el jardín para tomar el camino de la plaza. El mozo de cuadra, calzados los zuecos y entonando una canción de su tierra, frotaba los arreos en la puerta de la cochera; y en una habitación de la planta baja, junto a una ventana, la doncella de la duquesa limpiaba cuidadosamente los vestidos con que su señora se había engalanado la víspera, mientras otras compañeras admiraban las ricas telas y los finísimos encajes que, desordenadamente puestos sobre el respaldo de un sofá, podían fácilmente ser vistos desde fuera.

Lázaro, como de costumbre, había bajado al jardín, y con su libro entre las manos, paseo arriba, paseo abajo, recorría lentamente el trecho comprendido entre la estufa de cristales y la verja de entrada, pasando repetidas veces ante las rejas del salón de baile. Frente a una de ellas acertó apararse distraídamente, y a través de los gruesos barrotes vio desamparado y desierto aquel mismo lugar donde pocas horas antes era todo animación y bullicio. Los sillones de oro y sedas estaban removidos, como recordando aún los corrillos de que fueron asiento; los cristales, velados por el polvo de una noche de continuo movimiento; olvidado sobre una butaca un abanico; las bujías de los candelabros, apuradas hasta gotear sobre el terciopelo y el mármol que cubría las consolas, habían hecho saltar con su llama espirante alguna de las arandelas de cristal. Las puertas que ponían en comunicación unos salones con otros estaban abiertas, dejando ver, fingida por los espejos, la perspectiva de una galería profunda, encerrada en marcos dorados, formada con imágenes de telas o tapices que, multiplicándose, se reproducían hasta confundir la vista con su último término vacilante y confuso. Los rayos de sol penetraban por entre las junturas de los cortinajes, liquidando en resbaladizas gotas el vaho que empañaba los vidrios, y posándose luego en rasgos o girones de luz sobre los rasos de colores. En el suelo, confundida con las de la alfombra, había quedado alguna que otra flor pisoteada y marchita.

– «Así son ellas,» – pensó Lázaro al verlas; y volviendo al libro los ojos, prosiguió su paseo hasta llegar a la ventana donde estaba la doncella, que para distraer su trabajo tarareaba a media voz una polka de moda. Oyola el cura, y, al mirarla, su vista se detuvo en la prenda que la muchacha tenía entre las manos: una bata de riquísimo raso de un rojo muy brillante, el mismo rojo que Lázaro había visto en el brazo que la noche pasada cerró la puerta donde Aldea era esperado. Su sorpresa fue inmensa. Su pensamiento se resistió a creer lo que los ojos le decían. Aquella chica era la doncella de Margarita de Algalia, y como Josefina tenía su servidumbre aparte, lo lógico era que aquella ropa fuese también de la duquesa. Dudó un momento, y atreviéndose por fin, quiso ver resuelta su sospecha.

– ¿De quién son esos trajes? – preguntó a la doncella.

– ¿De quién han de ser, – repuso la muchacha, – sino de la duquesa? Ésta, – dijo señalando un magnífico vestido y un soberbio abrigo, – es la ropa que la señora llevó ayer al paseo; y esta bata de raso rojo, – añadió, – es la que se ha puesto de madrugada después del baile. Por cierto que se empeñó en quedarse leyendo, sin querer acostarse ni que yo la desnudara. Debe haber velado hasta muy entrado el día, porque está, de ojerosa y descompuesta, que da grima mirarla.

Calló la criada, y siguió el hombre su paseo. Ya no cabía duda. Josefina era, no sólo inocente, sino víctima de una infamia. La culpable era Margarita de Algalia, y el que pasaba por novio de la hija era su amante. ¡Maldad inicua! La madre quería comprar el secreto de su delito a costa del reposo de la pobre niña. Por eso Josefina no podía explicarse la actitud de Félix Aldea, aquel empeño en mostrarse enamorado junto al recelo para confesarla su amor.

Lázaro apreció rápidamente la situación: Josefina era buena, y el galanteo de que Félix la hacía objeto servía para alejar sospechas. La inocencia era tercera sin saberlo, y su pureza cubría aquel amor culpable, de igual suerte que el inmaculado manto de nieve puede ocultar el sucio estercolero.

Una sensación, por mitad indignación y repugnancia, estremeció el alma del cura, y como el mal no engendra sino males, sus labios murmuraron involuntariamente esta blasfemia:

– «¡Oh, madre; tú también puedes llegar a ser ídolo falso!»

Le pareció imposible llevar más lejos la degradación y la maldad.

Pocas horas antes, el dolor había estrujado su corazón, considerando perdida la mujer amada, tanto más, cuanto más imposible. Ahora sus ojos tropezaban con el delito más cobarde y monstruoso de la tierra.

Eran ya cerca de las doce. El ardoroso sol de los últimos días primaverales inundaba todo el jardín, engendrando sombras enérgicamente proyectadas que dibujaban en la arena formas extrañas. El movimiento y los ruidos iban devolviendo animación a la casa. Las persianas cerradas se abrían tras cortos intervalos, indicando el despertar de los señores, y los criados fingían acelerar la faena de borrar el desorden causado por la fiesta. Sólo en la habitación de Josefina reinaban todavía la quietud y el silencio. El cuarto estaba casi a oscuras; por las rendijas de la madera penetraban dos o tres rayos de sol, agitando millares de átomos inquietos que bullían como polvo de luz; las galas estaban esparcidas sobre un sofá de raso, y el corsé de seda azul con trencillas blancas, caído al pié de una butaca. La heredera de los Algalias dormitaba en su cama de batistas y encajes como una maga recostada sobre una nube. Tenía desnudo, fuera de las ropas, un brazo, ceñida aún la muñeca por la pulsera lisa de oro mate, y en el otro, puesto sobre la almohada, apoyaba la cabeza, embelesada por ensueños formados con reminiscencias de la víspera. Las sábanas habían quedado por un movimiento tirantes y presas bajo el peso del cuerpo, modelando a trozos la forma que cubrían; el embozo caído dejaba al descubierto algo más que el nacimiento del pecho. Nada turbaba la tranquilidad de aquel reposo reflejado en una respiración fácil e igual. La sangre, como savia enérgica, regaba los tejidos, tiñendo la epidermis de tonos que variaban delicadamente desde el azul de las ramificaciones venosas hasta el carmín brillante de los labios húmedos; y una mata de pelo, escapada de la redecilla, hacía resaltar la blancura del cuello. Dormía descuidada, tranquila, segura de sí misma, y tan ajena de la pasión del cura como de la perfidia de su madre. La salud y la pureza parecían haberse hermanado para formar aquella figura hermosa, impregnada de gracia natural y espontánea. Semejaba la bacante virgen de los bosques antiguos traída de pronto por ensalmo al centro de la vida moderna. Reposaban a la par el cuerpo exento de males y la conciencia libre de impurezas.

De fijo hacía mucho tiempo que su madre no dormía así.

XI

Aquella misma tarde la duquesa mandó recado al capellán, rogándole que pasase a su gabinete.

– «¿Qué me querrá? – se dijo Lázaro. – Sabrá que no ignoro su falta? Quizá entonces, aunque culpable, sienta hacia mí el desprecio que debe inspirar quien, encargado en su casa de velar por la moral, transige cobardemente con el engaño y la deshonra. Seremos dos reos frente uno de otro.... y, así son las cosas de la vida, ella tendrá que ver en mí algo del juez.» —

Un momento después Lázaro entraba en el gabinete. Margarita estaba sentada ante una mesilla de valiosas incrustaciones, colocada delante de un balcón y sobre la cual, sostenido por dos amorcillos de bronce, había un espejo bastante grande para retratar entre sus abiselados bordes la cabeza de la hermosa dama, a quien una doncella sujetaba con dos horquillas de oro el rodete bajo en que, según la moda, estaba recogido el pelo después de ondular ligeramente hacia las sienes. Tenía puesta una bata de un gris muy claro, guarnecida con encajes y lazos del color que toma el granate cuando la luz le hiere. Las medias, de finísima seda, eran del mismo color, y ceñían sus pies unas chinelas grises, que aun siendo muy pequeñas, eran grandes para ella. Las mangas de la bata, sueltas y muy cortas, descubrían unos brazos blanquísimos, dorados por ese vello apenas perceptible que tienen algunas frutas antes de estar manoseadas. Al cuello, libre de alhajas, se ceñía desordenadamente un encaje ancho y rico, de tonos huesosos que acusaban su antigüedad, y el fulgurar intenso de un grueso solitario en cada oreja hacía resaltar la palidez mate de la cara, amortiguando el brillo de los ojos, algo hundidos, y cercados por ojeras débilmente azuladas. La boca, en que el labio superior ligeramente contraído daba a la fisonomía cierto aire desdeñoso y triste, dejaba ver unos dientes blancos, menudos y apretados. El óvalo del rostro era gracioso y severo al mismo tiempo. La mirada triste con la falsa resignación del hastío. Era el tipo de la señora moderna, frívola sin ser insustancial, y coqueta sin parecer liviana, como era devota sin ser profunda y verdaderamente religiosa. Fuera cansancio físico o dejadez moral, había en su figura cierto melancólico abandono, interrumpido a veces bruscamente por movimientos de una gracia encantadora que tenía algo de felina.

Iba pasando con los dedos las hojas de un libro, puesta en ellas la vista descuidadamente, como si el pensamiento y la voluntad estuvieran muy lejos de aquellas páginas, que no bastaban a detener el vuelo caprichoso de sus antojos femeniles.

En sus hechiceras facciones empezaba a desaparecer la frescura que es el aliento misterioso de la vida. Parecía tener esa edad de la rosa en que unas cuantas horas más marchitan la fragancia y ajan la lozanía. Estaba hermosa, y más que hermosa seductora; pero los ojos, la actitud, la voz, acusaban un desaliento amargo. Nadie hubiera podido averiguar si aquella laxitud era la huella pasajera de los placeres de una noche, o la marca indeleble de los sufrimientos del espíritu.

Al entrar Lázaro salió la doncella, y Margarita, ladeándose ligeramente en la butaca y echando atrás el rostro, animado por una sonrisa encantadora, le tendió la mano.

La situación de Lázaro era peligrosa y difícil: el menor descuido, la más ligera inoportunidad, podían ofenderla sin resultado; que quien no está satisfecho de sí mismo, ve acusaciones en las frases más inocentes. Él, además, se consideraba sin derecho alguno para atacar a la madre en defensa de la hija. ¿Cuál podía invocar? Si el de enamorado, confesaba la propia y criminal flaqueza; si únicamente el de hombre de corazón, ¿quién había de reconocérselo?; si el de sacerdote, ¿cómo podría su conciencia sancionar la ridícula comedia de un hombre que utiliza la investidura sagrada para proteger su misma falta?

Tenía delante a la mujer adúltera; pero no podía ser él quien la arrojase la primera piedra.

Margarita rompió el silencio, diciendo cariñosamente:

– ¿Qué es de usted? Vivimos bajo el mismo techo, y apenas nos vemos. Estos días, los preparativos del baile, el bullicio de la fiesta, le han alejado de nosotros; pero también usted es tan excesivamente inclinado a sus soledades y sus estudios, que nunca se le ve. De los convites, aun de los más íntimos, siempre se excusa; en habiendo alguien de fuera, desaparece usted como por encanto. Y usted, sin embargo, no es huraño, sino cariñoso, afable. Vamos, siéntese usted, aquí, a mi lado, y hablemos.

Obedeció Lázaro, y, acercando otra butaca como la que ella ocupaba, dijo:

– Mucho agradezco a usted, duquesa, las deferencias con que me distingue: tan sinceramente le estoy reconocido por ellas, que aunque el deber y el sacerdocio no me lo impusieran, sentiría por Vds. verdadero cariño, profundo deseo de ser útil, verdaderamente útil, en esta casa, donde se me ha recibido con los brazos abiertos.

– Todos le queremos a usted de veras. Mi marido y yo le aprecíamos en lo que vale; y en cuanto a Josefina, puede usted estar seguro de que, si fuese necesario defenderle, con dificultad se encontraría abogado que tomara la cosa más a pechos.

– Yo también me haría defensor suyo si ella lo hubiera menester; pero está en una edad en que antes necesita guía que defensa. ¿Quién puede pensar en hacerla daño? Eso sí, si sucediera, si alguien cometiera con ella una mala acción, lucharía con todas mis fuerzas por salvarla.

– Afortunadamente, replicó la dama, estamos seguros de que nadie la quiere mal; por el contrario, si algún disgusto hemos de prever, será de los que puedan ocasionarla los que aparenten quererla bien. ¡Está en una edad tan peligrosa!

– Tiene usted razón, duquesa; de los que aparenten amarla, de los que deben estimarla en más, es de quienes hay que guardarla. Los encargados del mayor bien son, con frecuencia, los que producen el mal mayor.

El cura dijo esto con la voz algo temblorosa, casi sin calcular el alcance de lo que decía; en parte ávido de arrostrarlo todo por la engañada niña, y en parte temeroso de que su inexperiencia en los discreteos inutilizara su buen deseo.

Ella, sin extrañar precisamente semejantes frases, sintió cierta sorpresa desagradable al escucharlas; pero pensó que a veces casualmente se dicen cosas que parecen intencionadas.

– Tiene usted razón – añadió; – es necesario velar sin descanso y muy de cerca por las hijas cuando están en la edad de la mía; pero también es preciso convenir en que los deberes que la vida social impone, el trato con diversas gentes, tanto vivir fuera de casa y tanta facilidad en escuchar lo malo, hacen el deber más difícil.

– Eso mismo ha de aumentar la vigilancia y acrisolar el consejo, duquesa; pero cuando son tales las condiciones de la vida; cuando la atmósfera de fuera llega a viciar el ambiente de la casa, créame usted, entonces es cuando hay que ponerse en guardia contra aquello que debía inspirar más confianza.

– ¿Qué quiere usted decir con eso? ¿Que la educación de mi hija está vaciada en un molde torpemente labrado? Quizá tenga usted razón. Mil veces he pensado que para nosotras, el educar a las hijas es asunto más difícil que para las familias de la clase media y las mujeres del pueblo. Primero los cuidados mercenarios del ama, luego la hipocresía del convento, después la inútil compañía de un aya extranjera, más tarde la libertad de los salones, las emociones del teatro, la tentación por el espectáculo del mal....

– Y rara vez, – interrumpió el cura, – el ejemplo de la virtud.

– Felizmente Josefina es una de esas naturalezas que repugnan instintivamente lo torpe. No es necesario esforzarse mucho para que lo aborrezca, y si lo fuese, usted nos ayudaría a ello. Un hombre de corazón, un sacerdote, ¿quién mejor?

– Pues crea usted, duquesa, que ni el hombre de corazón ni el ministro de Dios podrían aliviarla el peso de su santa tarea. Los medios que tiene para guiarla bien son infinitos; pero usted, usted sola puede emplearlos. Aunque mis hábitos me hagan como enviado del cielo, mi palabra siempre será palabra humana, y para una hija sólo es divina la palabra de su propia madre.

La hermosa y noble faz de Lázaro se iluminó con esa satisfacción intensa que produce la resolución inquebrantable de vencerse a sí mismo por amor al prójimo.

La duquesa, que ya empezaba a desasosegarse, esquivó las miradas del capellán. Su lenguaje era inesperado. ¿Qué decía aquel hombre? ¿Tenían realmente intención sus advertencias, o era que ella a sí misma se acusaba adaptando a la situación el sentido de cuanto hablaba el cura?

Hubo un instante en que callaron ambos: él, por temor de ir más allá de lo prudente; ella, por no escuchar sin provocarlas cosas como las que acababa de oír.

– Vengamos a lo que motiva esta entrevista, dijo de pronto Margarita. Le he llamado a usted para algo que se relaciona, en cierto modo, con nuestra conversación, según el giro que ha tomado, y se lo diré en dos palabras. Cuando llegó usted a casa creímos que el capellán era demasiado joven.... no se ofenda usted…: estábamos acostumbrados a la frente rugosa, a las canas del pobre viejecito que le precedió. Después hemos visto que el carácter suple en usted lo que otros adquieren a fuerza de años; y, francamente, nadie hubiera creído que pueda infundir tanto respeto quien cuenta todavía tan pocos. Al principio el cuidado de la capilla, la misa de los domingos y el reparto de las limosnas.... no hizo usted más. Luego usted mismo nos ha ido convenciendo de que teníamos en casa una joya, de que podíamos confiarnos a usted bajo todos conceptos....: Josefina y yo nos confesaremos en adelante con usted: esto es lo que tenía que decirle.

– ¡Conmigo! – exclamó Lázaro poniéndose en pié, y sin poder reprimir su asombro.

– ¿Y por qué no? ¿Se niega usted? No creo que el depósito de nuestras culpas pueda abrumarle. A Josefina, ya la conoce usted: tendrá usted, quizá, que desvanecer errores, esquivar preguntas, eludir respuestas, y hasta, en obsequio a su pureza, mentir algunas veces aparentando ignorancia de lo que no deba saber; pero no se verá usted obligado a resolver problemas ni perdonar graves faltas. Y en cuanto a mí, me dará usted buenos consejos, ahorrándome algunas amarguras. Yo, que parezco tan alegre, lloro a solas como si dentro de mí tuviera algo malo de que pudiera librarme con el llanto. Llorar es nuestra defensa, con frecuencia nuestro recurso, el mayor encanto de la mujer, siempre nuestro verdadero consuelo. Pero ¡qué diferencias establece el tiempo! Hay una edad en que el dolor se disuelve en las lágrimas como la sal en el agua; después, aunque se llore, también se sufre, y al fin ya no se llora, pero se sigue padeciendo.

– Eso será, repuso Lázaro, si el dolor procede de la culpa, como ponzoña que se destila de fruto venenoso, que mientras el sufrimiento no está manchado de delito ni tiene sabor a remordimiento, cuando es puro, no faltan lágrimas en que anegarle. ¿Ha visto usted esas flores que, arraigadas a la orilla de los ríos, parecen prolongar su tallo si las aguas aumentan, sobrenadando siempre? Pues semejante a ellas es la pureza del alma: no hay lágrimas bastantes para ahogarla. Nunca llega el corazón a endurecerse tanto que se le pidan en vano; más duras son las peñas de los montes, y de entre sus grietas surgen los manantiales.

Margarita escuchaba confusa. Era indudable que aquel hombre conocía su delito. Lo que la había dicho ya era algo; pero el modo de decírselo no podía ser más expresivo ni elocuente.

Estaban cerradas todas las puertas; el gabinete envuelto en las tintas pálidas del ocaso; los brillos de las sedas y el relucir de los metales amortiguados por la creciente sombra; la luz escasa parecía aumentar las distancias robando la forma a los objetos, y la mancha negra del ropaje del cura junto a la esbelta figura de Margarita, parecía absorber toda la claridad que penetraba por el ancho hueco del balcón.

De repente, hacia la puerta que conducía a las habitaciones de Josefina, se oyó el crujir de un vestido de seda que rozaba contra el muro: era que la niña venía al cuarto de su madre.

Lázaro se puso en pié, indicando a la duquesa con los ojos el ruido de los pasos que se acercaban, y ella bajó calladamente la cabeza. La mirada del hombre no pudo hablar mejor; el silencio de la mujer no pudo decir más.

Al entrar Josefina estrechó a Lázaro la mano y abrazó a su madre. De allí a poco el cura y la niña conocieron que Margarita quería estar sola, y saliendo cada uno por distinto lado, la dejaron.