El explorador Richard F. Burton y otras vidas de aventura

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El explorador Richard F. Burton y otras vidas de aventura
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© J. Caro

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de portada: Jesús Carrasco González

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-518-8

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A mi padre,

un hombre bueno y honesto,

lo más importante que se puede ser en la vida.

A MODO DE PRÓLOGO

Cuando me propuse escribir un prólogo que explicara y diera paso al libro que he escrito, unas palabras que justificaran de alguna manera mi obra, no sabía bien cómo empezar. Estas breves semblanzas biográficas fueron escritas al azar, bajo el impulso del interés momentáneo que dichos personajes despertaron en mí, una curiosidad que decidí trasladar al papel. Más tarde advertí que, a pesar de sus dispares destinos, formaban un conjunto, un pequeño y selecto grupo, unidos como estaban por una identidad común.

El libro lo componen una colección de cinco ensayos biográficos sobre otros tantos personajes históricos, reunidos bajo un mismo denominador: sus VIDAS DE AVENTURA. Unas cortas semblanzas que trazan un retrato apasionado, si se quiere, pero a su vez lleno de rigor y veracidad, por más asombrosos e increíbles que puedan parecer muchos de los hechos que se relatan a continuación.

Se trata de cinco grandes aventureros. Algunos son sobradamente conocidos, como Richard Francis Burton, el temerario explorador victoriano, y Reinhold Messner, el as del alpinismo mundial. Junto a otros más ignorados, aunque no por ello menos sugestivos e interesantes. Bass Reeves, el olvidado marshal negro del Oeste americano, un rival sin igual para todos los pistoleros que el cine y la literatura han elevado a la categoría de mitos. El anarquista francés Alexandre Jacob, creador de la banda de ladrones más sorprendente e inaudita que jamás haya existido, «Los trabajadores de la noche». Y, para cerrar la serie, una escueta reseña sobre la azarosa existencia de Jack Black, delincuente y vagabundo yanqui, polizón en trenes de mercancías y asiduo frecuentador de tugurios, burdeles y presidios, como relató en sus emocionantes memorias.

Pero, ¿qué era lo que estos hombres perseguían con tanto afán? ¿Por qué ese empeño en seguir tentando a la suerte una vez más, cuando su bagaje de vivencias, a lo largo del ancho mundo, estaba ya más que satisfecho y cumplido?

Sentían un impulso extraño e incontrolable, que la mayoría no conoce, pero que anima a cierta clase de personas poco corrientes, personas que gustan del riesgo y no se intimidan ante los desafíos y las adversidades, aunque suponga, en contra del común y natural instinto de supervivencia, poner en peligro sus vidas.

Todos ellos pusieron su vida en riesgo con frecuencia, deliberadamente, hallando en la acción la esencia de su individualidad. Todos ellos vivieron con absoluta entrega, extrayendo de la vida hasta su último jugo, como si nada pudiera detenerles, salvo la muerte, la única que nos iguala a unos y otros.

Los motivos o pretextos que les llevaron a desafiar peligros mortales podían ser muy distintos, al igual que diferentes fueron sus épocas y circunstancias, pero tanto unos como otros: el explorador que parte en busca del nacimiento del Nilo; el montañero que toca el cielo escalando las más altas cumbres del planeta; el ladrón anarquista que sueña con cambiar el mundo; el agente del gobierno más implacable y negro del salvaje Oeste americano; y el fuera de la ley, mezcla de rufián y pícaro, compartían un mismo espíritu aventurero. Tuvieron una existencia inquieta, errante, viajera, plena de peripecias y conflictos, buscando siempre los límites de sí mismos, enfrentándose a retos en los que poder medir la talla de su valía. La Aventura dotaba de sentido y emoción a sus vidas.

El diccionario de la RAE define el término Aventura como un acontecimiento, suceso o lance extraño. Casualidad, contingencia. Riesgo, peligro inopinado; empresa de resultado incierto. Embarcarse en aventuras.

Acepciones que definen a la perfección a nuestros protagonistas. Por más que se tratase de simples mortales, sus existencias fueron tan extraordinarias y singulares que parecen fruto de la imaginación más que fiel reflejo de la realidad. Algunos se vieron inspirados por un ideal, otros por el anhelo de fama y fortuna, y quizás todos por el destino y una mezcla más o menos variada de lo anterior.

Si arriesgar la vida es la mayor aventura posible, ellos vivieron desafiando a la muerte de continuo, en un enfrentamiento a cara o cruz que puso a prueba su entereza y resistencia. Duro molde que forja un carácter de acero. Sin embargo, para atreverse a desafiar semejante reto, hace falta poseer, del mismo modo, un coraje y una voluntad inquebrantables.

Nada más, he llegado al final de mi introducción. Ahora les dejo con mi libro, que tiene que hablar y convencer por sí mismo. Espero que les guste. Para mí, al menos, supuso un verdadero placer escribirlo.

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RICHARD FRANCIS BURTON (Rischgitz, 1864)

EL EXPLORADOR

RICHARD F. BURTON

Una vida de aventuras

«Los viajeros, como los poetas, constituyen una especie atormentada.»

Richard F. Burton, Narración de un viaje a Harar

(Royal Geographical Society Journal)

INTRODUCCIÓN

La vida de Richard Francis Burton puede calificarse de plena y extraordinaria. Plena porque tuvo una juventud de acción, una madurez de lucha y una vejez de meditación. Y extraordinaria porque viajó por el mundo entero, llegando a sitios remotos y misteriosos, donde nunca antes había estado un europeo. Su existencia parece extraída de una novela de aventuras, urdida por la imaginativa mente de un escritor, como si los emocionantes episodios y lances en los que se vio envuelto formasen parte de la ficción, y estuvieran más allá de los límites de la realidad cotidiana, en un espacio que corresponde al mundo de los mitos y las leyendas.

Richard Burton fue un oficial inglés, viajero y explorador, lingüista, escritor y traductor, etnógrafo y antropólogo, además de cónsul y uno de los mayores expertos en África de toda la Inglaterra victoriana del siglo xix, en una época en la que este continente, llamado la tumba del hombre blanco, seguía siendo prácticamente desconocido en su totalidad para Occidente. La extraordinaria vida de Burton, una de las personalidades más fascinantes que se conocen, estuvo marcada por sus constantes hazañas, que le sitúan por derecho propio como uno de los más grandes e intrépidos aventureros de todos los tiempos.

Burton estaba poseído por la aspiración de experimentar cosas nuevas, de probar todo aquello que fuese diferente, exótico e insólito, y mejor cuanto más audaz y peligroso resultara, ya se tratase de guerras, viajes, literatura, sexo, drogas, idiomas, culturas y exploraciones en lugares lejanos e incógnitos. Un espíritu aventurero que le mantuvo en incesante actividad e inquietud durante toda su vida. «Descubrir algo es mi manía personal», confesó de sí mismo.

Para suerte suya, Burton vino al mundo en el seno de una adinerada familia inglesa que nunca hizo mayor esfuerzo que vivir bien de sus rentas. El padre abandonó el rigor del ejército siendo joven y la familia se trasladó al continente en busca de climas más templados, pasando largas temporadas en Italia y Francia, alojados en lujosas villas alquiladas.

Los hijos estudiaban con preceptores e institutrices que se iban alternando a tenor de las continuas mudanzas. No obstante, esta falta de método permitió que el joven Richard, dotado con un temperamento rebelde, pero voluntarioso, y de una insaciable curiosidad por todo tipo de conocimientos, se educara básicamente a sí mismo, de forma autodidacta, mediante copiosas y variadas lecturas. Y si aquella infancia viajera le privó de un hogar estable, también le abrió los ojos a la diversidad y contrastes del mundo que le rodeaba.

Por otra parte, al criarse en diversos países europeos, pudo desarrollar su enorme talento natural para los idiomas extranjeros. Su legendario don de lenguas le convirtió en un excelente políglota, ya que hablaba fluidamente 29 idiomas y alrededor de 11 dialectos, aprendidos con portentosa rapidez mediante un sistema de su propia invención, y además le hizo ganar un justo reconocimiento como experto traductor y orientalista, probablemente uno de los mayores divulgadores del mundo árabe en Europa.

Pero por encima de todo, Richard Burton fue uno de los más grandes exploradores de la historia. El primer europeo en entrar en la ciudad prohibida de Harar en Etiopía, y uno de los primeros también en acceder a las ciudades vedadas de La Meca (ciudad natal de Mahoma) y Medina (el sitio donde murió), que el islam protegía con gran celo de la visita de los infieles. Burton consiguió introducirse en “Los Santos Lugares” disfrazado de peregrino árabe, gesta que le valió la admiración general.

 

En Occidente, claro está. A los musulmanes, por el contrario, les ofendía profundamente el engaño y cuando sorprendían a un franco —como designaban a los franceses y por extensión a todos los europeos— entrando de incógnito en su tierra sagrada, le esperaba una muerte cruel e inmediata, desollado, apaleado o descuartizado a manos de una horda de fanáticos, o condenado a la esclavitud, en el mejor de los casos.

Burton fue también pionero en adentrarse en el interior del ignorado continente africano, con la misión de hallar el nacimiento del río Nilo, un misterio que había intrigado a la humanidad desde los tiempos de los faraones. En 1858 llegó al lago Tanganica, desconocido en Occidente, aunque fracasó en su intento. El mérito de conseguir desvelar este importante enigma geográfico —calificado por el explorador y botánico sir Harry Johnston, director de la Royal Geographical Society, como el mayor descubrimiento tras el de América— recayó en su compañero de aventuras: el teniente John Hanning Speke, un inglés aristocrático, presuntuoso y estirado, que despreciaba aprender las lenguas nativas y trabar amistad con gentes de otras razas, pero que, gracias a una firme ambición y tenacidad personal, consiguió averiguar en dos viajes sucesivos que el viejo Nilo nacía en un inmenso lago situado en el corazón de África.

Para suerte nuestra, Burton resultó ser un prolífico y buen escritor, con una extensa obra en 72 volúmenes. Escribió cuarenta y tres libros de viajes; aparte de dos tomos de poesía, más de cien artículos y una breve autobiografía, que no llegó a concluir. El resto fueron traducciones.

La mayoría de sus trabajos literarios tratan sobre sus propias expediciones, algunos de ellos, convertidos por el arte de su pluma, en apasionantes libros de aventuras. El relato de las peripecias que suceden durante la marcha, narrado en un estilo prolijo, ameno y elegante, se acompaña con mapas, dibujos y numerosas notas a pie de página, que a menudo ocupan más espacio que el texto principal, como si fueran dos libros en uno. La narración se divide en dos ramas que discurren paralelas: una parte da cuenta de los avances de la expedición, con las dificultades que encuentran en su camino; y otra es un informe minucioso del relieve del terreno, las poblaciones que encuentran a su paso, la fauna, la vegetación y el clima, junto a otras mil cuestiones, una valiosa y detallada información de zonas del planeta de las que se tenían vagas ideas, con frecuencia exageradas y falsas. Burton escribe con una profunda erudición que cubre una amplia diversidad de temas: arte, filosofía, religión, historia, geografía, etc., en una especie de saber enciclopédico que muestra una inagotable curiosidad por todo cuanto existe.

Al mismo tiempo, sus escritos constituyen verdaderos tratados antropológicos, que describen con detalle las costumbres de las diferentes tribus y etnias que conoció durante sus viajes de exploración, materia de la que puede considerarse un precursor. A diferencia de otros exploradores, que jamás mostraron la menor curiosidad por entender a los nativos, Burton se interesaba por ellos, aprendía sus lenguas y adoptaba sus costumbres.

El conocimiento que adquirió en sus viajes de los distintos que habitaban el planeta, le llevó a fundar la Sociedad Antropológica de Londres junto con el Dr. James Hunt, dedicada a esta clase de estudios científicos, muy novedosos por aquel entonces. Sus viajes le permitieron trabar contacto con gentes de otras latitudes escasamente conocidas, intentando comprenderlas sin las ideas preconcebidas ni los aires de superioridad con que habitualmente eran tratadas en occidente, algo que Burton hacía, no desde la distancia del estudioso, sino con la cercanía e intimidad de la experiencia personal, lo que otorga a sus investigaciones una autenticidad difícil de igualar. De todas formas, aunque su postura era más científica y comprensiva que la de muchos “antropólogos de salón”, no estaba exenta de tintes racistas propios de la época que le tocó vivir.

Sin embargo, a la vez que se hacía famoso con sus audaces expediciones, tuvo que soportar el rechazo de la sociedad británica, debido a sus particulares y heterodoxos puntos de vista. Para escándalo de la represiva moral victoriana, llena de tabúes e hipocresías, Burton mostró siempre una gran afición por indagar en el conocimiento que podían aportarle las drogas y el sexo. Su interés por las prácticas sexuales de todo tipo —incluidas las homosexuales, como expone en el ensayo Pederasty, considerada entonces como una perversión—, no hizo más que incrementar si cabe su fama de libertino y depravado, granjeándole el apelativo de “Dirty Dick” (Polla sucia), por su tendencia a tratar sin tapujos estas cuestiones.

Por otro lado, y como se esperaba de un buen oficial de la reina, era además un consumado espadachín, en su doble acepción del que sabe manejar bien la espada y es a la vez valiente y amigo de pendencias, hasta el punto de que se le consideraba uno de los mejores esgrimistas del Imperio Británico. Demostró siempre una verdadera pasión por la esgrima, a la que consideraba «el gran solaz de su vida», redactando dos importantes libros sobre la materia: Manual de uso de la bayoneta, que acabó siendo adoptado por el ejército inglés, y El libro de la espada (1884), un extenso estudio sobre la historia, el manejo y la filosofía marcial que encierra esta arma clásica de combate.

En cuanto a su apariencia, Burton era un hombre alto y apuesto (rozaba el metro noventa), fibroso, robusto y enérgico, aunque con el organismo debilitado y maltrecho por las penalidades sufridas en el pasado. Tenía un aspecto rudo y sombrío, incluso un tanto siniestro, de esos que no se olvidan jamás, en el que destacaban con inusitada intensidad sus penetrantes ojos negros, «que le traspasan a uno de parte a parte», como escribió su mujer, y cuya seductora mirada, llena de magnetismo, se encargaba él mismo de resaltar mediante la práctica de la hipnosis. Durante una de sus primeras incursiones en África, se produjo un ataque nocturno al campamento, y una lanza le atravesó la boca de lado a lado, marcándole la cara para el resto de su vida con una enorme e imborrable cicatriz.

Basta con examinar las abundantes fotografías y retratos al óleo que se conservan de él —en los que suele aparecer habitualmente ataviado con ropajes exóticos y un gran bigotazo cruzando su rostro cetrino y enjuto, surcado con las huellas de viejas heridas— para percibir de inmediato que se trataba de alguien dotado con un carisma verdaderamente original y atrayente. Orwell creía que la edad da a cada persona el aspecto que se merece, opinión que bien se puede aplicar al capitán Burton. La decidida, fiera y oscura expresión de su semblante lo dice todo acerca de quién era como ser humano.

El testimonio de los que le conocieron suele coincidir en describir a Burton como una persona de una presencia impresionante, tanto por su aspecto físico como por su fuerte carácter. Seguramente no fue un individuo agradable, ni de fácil trato, todo lo contrario, más bien solía mostrarse duro, agresivo y poco amistoso, «aunque era en lo fundamental un hombre honesto y con conciencia», según refiere un amigo en una carta citada por su biógrafo Thomas Wright.

A veces también podía llegar a ser arrogante, pendenciero e iracundo, un verdadero tipo de cuidado, que se tornaba incluso extremadamente peligroso cuando en las altas horas de la noche empuñaba la botella con una mano y su revólver con la otra. Entonces parecía como si el demonio se hubiera apoderado de su ser. Los términos de rufián y diablo con que le apodaron sus camaradas resultan ilustrativos de su verdadera personalidad. Igualmente le llamaban el Gitano por sus hábitos nómadas, su tez oscura y el color negro de ojos y pelo; apelativos que no ayudarían a mejorar su imagen de oficial y caballero.

En definitiva, Burton era de esa clase de personas que nunca pasan desapercibidas ni dejan indiferente, y los juicios de los que le conocieron suelen ser extremos: o bien despertaba el aprecio incondicional o la enemistad más acérrima. En su biografía, Fawn Brodie señala el sorprendente número de ingleses del siglo xix que recordaron a Burton en sus memorias y diarios personales. Aunque el trato hubiera sido de tan solo unas pocas horas, la impresión solía ser profunda y duradera. Algunos como Bram Stoker, el autor de Drácula, se sintieron inicialmente repelidos por su «semblante de hierro», aunque más tarde escribió que «mientras él hablaba, su imaginación parecía desbordarse con un enorme poder de seducción». Otros tenían peor opinión y no dudaban en tildarle de infame públicamente, como el propio Burton tuvo que escuchar en una fiesta de labios de una mujer.

Asimismo, suelen coincidir en describirle como un conversador brillante, que podía atrapar a sus oyentes hablando de los lugares y gentes que había conocido, de sus extrañas costumbres y rituales salvajes. En las reuniones íntimas con amigos se mostraba como un animado compañero con el que pasar la noche entera charlando. En cambio, podía ser muy arisco con los extraños, «sacando las púas como un erizo», según su esposa, una mujer de carácter mucho más abierto y sociable.

Burton tuvo siempre un indudable entusiasmo por los descubrimientos y exploraciones geográficas, más interesado en el conocimiento y la aventura en sí que por conseguir fama y fortuna, aunque tampoco despreciaba tales recompensas mundanas. En eso se diferenciaba de otros exploradores cuyo mayor empeño estribaba en realizar una hazaña meritoria que trajera gloria a su nombre —como Speke, del que daremos cuenta en esta historia cuando le llegue el turno, y Stanley, el explorador y periodista americano hecho a sí mismo, que solía abrirse camino a tiro limpio o usando el látigo—, o bien viajaban a tierras de paganos con ánimo evangelizador como Livingstone, el misionero escocés entregado a denunciar el cruel e inhumano comercio de esclavos que venía desangrando las venas africanas desde hacía siglos, y de los que su nación se había enriquecido cuantiosamente, tanto en Europa como en América, aunque luego liderase la campaña abolicionista en África.

Aunque fuesen diferentes los motivos que pudieran empujarles a viajar a lejanas y desconocidas tierras extranjeras —patriotismo, religión, honores, riqueza, ciencia, o simple sed de aventuras—, todos los exploradores, en definitiva, sirvieron a una misma causa. Los intrépidos y heroicos exploradores fueron la punta de lanza del colonialismo que apareció después. Ellos abrieron el camino por donde más tarde llegaron los misioneros, las tropas del ejército y los comerciantes con los productos manufacturados, es decir, los supuestos beneficios de la civilización occidental. Tras sus exploraciones comenzará la conquista territorial por parte de las grandes potencias europeas, que trazaron los límites fronterizos internacionales sin tener en cuenta las diferencias étnicas que habitaban en el continente africano desde los albores de la humanidad.

Sus viajes, publicaciones e informes posibilitaron el conocimiento de amplias regiones del planeta que nunca hasta entonces habían sido cartografiadas. Casi toda África y América, grandes zonas de Asia, las islas de la Polinesia, el continente austral, los dos círculos polares, es decir, más de medio mundo, pudieron ser mostrados en los mapas con gran exactitud geográfica. Tras una lenta y sacrificada labor de exploración, con el consiguiente coste de vidas humanas y recursos materiales, por primera vez la Tierra comenzaba a ser reconocida en su plenitud y totalidad. El XIX fue el siglo de las exploraciones, mientras que en el XX tan solo se rellenaron los huecos que faltaban por cartografiar.

Los colonos impusieron las leyes europeas y el control económico sobre sus nuevos dominios, pero ellos no se consideraban meros conquistadores, ni mucho menos opresores, sino magnánimos administradores de la tierra y humanitarios y cristianos educadores de su gente. A cambio, tan solo pedían imponer su presencia, cultura y dominio, apropiarse de los recursos y utilizar a la población nativa como mano de obra barata.

En términos generales, así fue la conquista colonial en todo el continente africano y, por extensión, en el resto del mundo durante el siglo XIX. La ocupación se llevó a cabo con absoluta y total impunidad, contando incluso con el aplauso general y la bendición de Dios. El reparto de África entre varias potencias europeas se hizo trazando líneas sobre un mapa en un despacho durante la Conferencia de Berlín (1884-1885). El propio Burton resumió perfectamente el proceso colonizador —o lo que viene a ser lo mismo, de dominio del nuevo territorio o país—, en un concluyente párrafo de su libro To the Gold Coast for Gold: «La gloria de un explorador, no necesito decirlo, resulta no tanto de la extensión o las maravillas de sus exploraciones, sino de las consecuencias a las que conducen. A juzgar por esta prueba, mi pequeña lista de descubrimientos no ha sido desfavorecida por la fortuna. Donde dos hombres ciegos y afectados por la fiebre avanzaban dolorosamente a través del pantano fétido y el espinoso arbusto sobre la pista de Zanzíbar-Tanganica, las casas de misiones y las escuelas ahora pueden estar numeradas por docenas. Los misioneros traen cónsules, y los cónsules traen comercio y colonización».

 

Pero, más allá de estas cuestiones, es indudable que para Burton la aventura tenía también un componente de índole muy personal. Confesó en cierta ocasión que «los hombres que van buscando la fuente de un río, van buscando simplemente algo que han perdido dentro de sí mismos —y nunca lo encuentran—».

Como es natural, también albergaba temores y dudas en cuanto al difícil destino que había asumido libremente: viajar a lugares remotos y peligrosos de los que nunca podía estar seguro de volver con vida. En una carta dirigida a su amigo Monckton Milnes poco antes de partir hacia África, da rienda suelta a las aprensiones que le asaltaban a veces, cuando se hallaba en algún lugar perdido, probablemente enfermo y agotado, y el desaliento le inducía a cuestionarse el sentido de su aventura: «Bogando en un tronco ahuecado, a miles de millas río arriba, con tan solo una infinitésima probabilidad de regresar. Me pregunto por qué seguimos y no tengo respuesta. Me pregunto y el eco me contesta: condenado loco, lo manda el diablo».

Cuando viajaba, Burton adoptaba la vestimenta, los usos y las costumbres del lugar, aprendía su lengua, se hacía uno más entre ellos, camuflándose de esta manera para llegar a tratarlos con mayor intimidad, una cercanía que le proporcionaba un mejor conocimiento del mundo y sus gentes. Con frecuencia, solía hacerse pasar por médico para conseguir libre acceso a las casas y los harenes musulmanes, vedados a los hombres, salvo para los eunucos encargados de su vigilancia.

En cuanto a sus creencias religiosas, aunque llegó a ser un gran experto en el Corán, nunca profesó religión alguna. Cuestión sobre la que existe cierta controversia. Algunos historiadores, como Edward Rice, autor de la biografía cumbre sobre Burton, señalan su posible conversión al islam, una de las razones que le llevaron a realizar el peregrinaje a La Meca, llegando a profesar incluso en una importante hermandad religiosa sufí. Menos relevantes son las opiniones de otros biógrafos, sobre todo los familiares, como su sectaria esposa, que insistió en oficiar un rito católico nada más expirar, contraviniendo los deseos expresos de su marido, o su sobrina, Miss Stisted, que, en la obra publicada sobre su tío en 1896, The True Life of Capt. Sir Richard F. Burton, hace de él un miembro fiel de la Iglesia de Inglaterra. Lo más probable es que fuera ateo o agnóstico, como creían sus amigos íntimos.

Durante media vida lució al cuello una medalla de la Virgen, regalo de su devota esposa católica al partir para África, sin que esto significara gran cosa. Es más, no mostraba reparos en manifestar públicamente su rechazo a las instituciones religiosas, ya fueran de un credo u otro. Para Burton, todas las religiones se fundamentaban en un mito creado por el hombre, dando lugar a una superchería alimentada por el miedo y la ignorancia de la gente. «Cuanto más estudio la religión más convencido estoy de que el hombre nunca ha adorado otra cosa más que a sí mismo», escribió al respecto.

Aunque hacía gala de una postura escéptica y racional en materia de conocimiento, conservó siempre un gran interés por algunas ramas de las ciencias ocultas y el saber místico, como la alquimia, el espiritismo, la teosofía, la cábala, la astrología y el sufismo, de las que llegó a ser un buen entendido. Probó el hipnotismo como remedio contra el dolor y el aburrimiento, e incluso se interesó por investigar lo que dio en llamar «percepción extrasensorial», expresión que fue el primero en emplear por escrito. Asimismo, valoraba la espiritualidad oriental, tanto hindú como árabe, como superior en muchos aspectos a las creencias judeo-cristianas de occidente, y se opuso a la evangelización cristiana de africanos y asiáticos.

En enero de 1861, un maduro Burton de 40 años de edad, contrajo matrimonio en una ceremonia secreta debido a la oposición de la familia de su mujer. La novia sin dote se llamaba Isabel Arundell, tenía 29 años y provenía de una familia perteneciente a la nobleza inglesa. Era una mujer soñadora, romántica, culta y muy devota, con un catolicismo proselitista que la inducía a convertir a los paganos, y que trató de inculcar en vano a su marido.

Mujer de ingenio y talento natural, Isabel no se limitó a ser una simple esposa, sino que jugó un papel importante en la carrera de su marido, al que apoyaba incondicionalmente ocupándose de buscar editores que publicasen sus libros, además de promover su nombre en las altas esferas para que le otorgaran puestos de mayor relevancia, algo a lo que el propio Burton se negaba con orgullosa obstinación.

Isabel Burton recorrió medio mundo, escribió varios libros de viajes sobre sus experiencias, que tuvieron una buena acogida, más una biografía laudatoria de su marido al poco de fallecer este. Esposa fiel y abnegada hasta el final, siempre dispuesta para «pagar, empacar y seguirlo». Como un satélite, orbitó constantemente alrededor de los deseos del hombre al que idolatraba, ya que llegó a escribir al respecto que era «mi rey y mi dios en esta tierra; podría haberme hincado de rodillas en su presencia y haberle adorado».

Por el contrario, menos probada queda la fidelidad de Burton hacia ella, ya que tenía tendencia a desaparecer durante meses, incluso años, en largas expediciones, que solo remitieron durante su vejez. Algunas lenguas malévolas como la del periodista William M. Reddy, en un artículo de 1897 titulado El genio gitano llegaron a decir que Isabel «fue la esclava más enamorada que jamás se casara con un ídolo», mientras que, por su parte, Burton «le era infiel con todas las tribus de la tierra, en algunos casos por razones etnográficas».

A la muerte de Burton, Isabel, convertida en una obesa, enlutada y mojigata viuda, quemó los diarios secretos del explorador y algunos libros aún no publicados, junto con numerosos escritos diversos, supuestamente con el fin de proteger su memoria. ¿Qué contenían todos esos papeles para merecer el fuego? Nunca lo sabremos. Durante gran parte de su vida —una práctica habitual en aquellos tiempos—, Burton llevó una relación detallada de su existencia, un tesoro inestimable que nos hubiera ofrecido un retrato más íntimo y cercano de aquel hombre tan singular, complejo y brillante. Fue la decisión de una vieja beata que se hallaba dominada por sus estrechas miras católicas y victorianas.

Sus libros fueron en su día los mejores documentos para conocer a los pueblos extranjeros. Sobresalían por su extensa y rica erudición, además de constituir la mirada más objetiva, lúcida y perspicaz de cuantas se habían llevado a cabo hasta entonces, e incluso posteriormente. Su visión de los árabes, de las tribus negras africanas o hindúes, de los mormones o los indios de las praderas, incluso de sus propios contemporáneos europeos, sin olvidar a sus compatriotas británicos —de los que no tenía un buen concepto, dicho sea de paso—, siguen siendo válidas y oportunas en gran medida actualmente.