El explorador Richard F. Burton y otras vidas de aventura

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Burton no solo fue un intrépido viajero terrestre, también fue un audaz explorador de la mente. Estudioso de otras culturas, como hemos dicho, adoptaba fácilmente las lenguas y costumbres nativas, interesándose por cosas tales como los rituales, los juegos, las drogas o la sexualidad, en un afán por descubrir y experimentar nuevos conocimientos.

En una sociedad puritana en la que la represión sexual era la norma, los escritos de Burton eran inusualmente sinceros en mostrar abiertamente su interés por el sexo. Sus relatos de viaje revelaban detalles de la vida amatoria de los pueblos que resultaron escandalosos para el inglés victoriano, ofreciendo indicios suficientes como para suponer que no se trataba de un simple conocimiento teórico basado en observaciones.

Postergado en consulados de segunda o tercera fila, situados en lugares remotos y apartados, de escasa importancia internacional, únicamente al final —y por un breve espacio de dos años, hasta que fue separado del cargo «por entrometerse demasiado» en los asuntos públicos— llegó a ser cónsul de Damasco. La mayor parte del tiempo ocupó oscuros puestos que más parecían un castigo y una condena al ostracismo. Sirvan de ejemplo los años baldíos que vivió en Santos, una pequeña ciudad costera de Brasil, de la que escapó antes de perecer por las fiebres y el tedio.

Cuando murió, los médicos descubrieron que tenía el cuerpo cubierto de cicatrices, producto de sus muchos duelos y combates; algunos historiadores sugieren que también eran consecuencia de participar en ritos lacerantes sufíes, filosofía mística islámica que conoció durante sus largas estancias en Oriente y por la que demostró un gran interés a lo largo de toda su vida.

Richard Burton fue siempre un personaje polémico, provocador y contradictorio, al que su falta de respeto por la autoridad y las convenciones sociales le crearon muchos enemigos y una reputación de cínico e incluso depravado de la que nunca se libró. Los rumores que circulaban sobre él le cerraron las puertas de la alta sociedad inglesa. Por otra parte, nunca ahorró acerbas críticas al sistema colonial, aunque es preciso reconocer que al mismo tiempo prodigaba consejos para extender y mejorar la dominación británica.

Su fiera independencia y su acidez verbal y escrita no le granjearon muchas estimas. Objeto de envidias y menosprecios, no alcanzó a tener en vida la relevancia de otros exploradores mejor dotados para la adulación y las relaciones sociales. Sus logros fueron magníficos, únicos en muchos sentidos, pero la recompensa no estuvo a la altura de sus méritos.

De manera ya muy tardía, le fueron reconocidos de forma oficial los servicios prestados a su país y fue nombrado caballero por la reina Victoria en 1866, cuatro años antes de fallecer. Aunque fue un hombre de genio y talento, como demostró con creces. Era una persona demasiado compleja e independiente como para ser aceptado por la sociedad de su tiempo. Una cuestión que, por otra parte, no parecía importar mucho a Burton, quien toda su vida se mantuvo fiel a la máxima expresada en un verso de su poema La Casida:

«Haz lo que tu hombría te demande, y no esperes más aprobación que la tuya. Con nobleza vive y noblemente muere, aquel que se rige y cumple las normas hechas por él mismo.» (Libro Octavo, Poema 37)

*

INFANCIA Y JUVENTUD (1820 – 1841)

Richard Francis Burton nació en Torquay, pequeña localidad costera del sur de Inglaterra, el 19 de marzo de 1821. Su padre, Joseph Netterville Burton, irlandés de nacimiento, era teniente coronel del ejército británico, cargo que desempeñó brevemente durante su juventud, para luego consagrar el resto de sus días a su mayor afición, la caza. En 1818 se casó con Martha Baker, hija de una próspera familia de hacendados de Hertfordshire, entre cuyos mayores atractivos se encontraba la fortuna que habría de heredar. Resultó una figura gris, a la que su hijo apenas menciona en sus escritos.

Tuvo dos hermanos, María Catherina Eliza (1823) —más tarde Lady Stisted por el casamiento con un oficial del ejército— y el pequeño Edward Joseph (1824), cirujano en un regimiento destinado en Ceilán. Tras la rebelión de los nativos en 1857, se vio aquejado de una enfermedad mental que lo dejaría inválido para siempre. No se casó y pasó el resto de sus días confinado en completo mutismo en un manicomio de Surrey.

Durante su niñez en Europa fueron inseparables compañeros de juegos infantiles y, más tarde, ya de adolescentes, sin autoridad paterna alguna que los sujetase, Edward se hizo su incondicional seguidor en toda clase de juergas y lances atrevidos. Juntos se iniciaron en los burdeles napolitanos a los quince y once años respectivamente, y hacían sus escapadas nocturnas para recorrer las calles siguiendo al carro que recogía los cadáveres que la epidemia de cólera dejaba a su paso; o bien, cuando vivían en Tours, se escaparon para presenciar el ajusticiamiento de una mujer en la plaza pública, recreando luego el juego de la guillotina como uno de sus pasatiempos favoritos.

La familia Burton se trasladó a vivir al continente europeo en 1825, sin hallar acomodo fijo en ningún sitio —catorce traslados en diez años—, viajando cada vez más al sur, mientras alternaban su estancia entre Francia: Tours, Orléans, Blois y Marsella; e Italia: Livorno, Pisa, Siena, Perugia, Florencia, Sorrento y Nápoles. El pequeño Dick, como le llamaban, abandonó Inglaterra a la temprana edad de cuatro años, y no regresó a su país hasta que tuvo que estudiar en la universidad, quince años después.

Con semejantes antecedentes familiares, no es de extrañar que acabara siendo un nómada de condición y espíritu. Siempre dijo que se sentía extranjero en todas partes. Pero, especialmente, en su país: «nunca me siento en casa», escribió amargamente, añadiendo en otra ocasión que «debido a que nos criamos en el extranjero, nunca llegamos a comprender del todo la sociedad inglesa, ni la sociedad nos comprendió a nosotros».

Los pequeños Burton no asistían a la escuela, sino que se educaban en casa. Dick tomó clases de música, danza y dibujo, al tiempo que no descuidaba la lectura original de los textos clásicos griegos y latinos. También dio pruebas tempranas de un carácter rebelde, independiente y obstinado. En aquel ambiente privilegiado, desde niño pudo desarrollar a su antojo sus precoces cualidades naturales, demostrando una gran facilidad para los lenguajes extranjeros. El propio Burton reconoció haber comenzado a estudiar «latín a los tres años y griego a los cuatro». A los 16 años hablaba con soltura —además de las lenguas clásicas— francés, italiano y el dialecto napolitano. Los idiomas y los viajes formarían siempre parte de su vida. Dos grandes pasiones que se alimentarían la una a la otra.

En el otoño de 1840, Richard ingresó «de mala gana» en el prestigioso y elitista Trinity College de Oxford, más que nada, para cumplir los deseos de su padre, que pretendía que se labrara un futuro en la Iglesia anglicana. Un destino este, el de clérigo, totalmente impensable para aquel muchacho de 19 años que soñaba con realizar cosas muy distintas. A pesar de su gran talento e inteligencia, fue un mal estudiante, demasiado revoltoso y turbulento para las estrictas y encorsetadas normas que regían la vida académica inglesa. La inútil y anacrónica erudición que se cultivaba en la universidad, junto con la mediocridad general de maestros y alumnos, resultó decepcionante para alguien con sus inquietudes intelectuales y pasadas vivencias. De modo que el joven Dick comenzó a estudiar por su cuenta los temas que más le atraían, como las lenguas, iniciándose de forma autodidacta en el árabe, la filosofía y el misticismo de algunas antiguas enseñanzas esotéricas —tan obsoletas y desfasadas como las materias que se impartían en las aulas universitarias, además de pseudocientíficas, todo hay que decirlo—, en especial, la astrología, el hermetismo y la cábala.

No todo fue dedicación al estudio, pues, según confesó tiempo después, en los dos años que pasó en Oxford: «mi comportamiento fue ejemplo de la falta de sensatez propia de la juventud». Burton retó a duelo a un estudiante por burlarse de su bigote, practicó el boxeo y se adiestró en las artes de la cetrería y la esgrima. También se emborrachó a menudo, dibujó caricaturas de los directores y escribió parodias satíricas sobre temas sagrados. Por último, participó en una carrera de caballos campo a través en una deliberada violación de las normas universitarias, ya que se consideraba una actividad propia de gente de baja clase social. Al final, como era previsible, y hasta deseable para él, fue expulsado.

Dejó la universidad —un lugar que en su opinión «no fabricaba más que caballeros ignorantes, con notables excepciones— con más alivio que pena, pero enfurecido por el castigo. En un gesto de venganza, al marcharse arrasó con su carruaje los jardines escolares. Algunos condiscípulos lo recordarían más tarde como un alumno «brillante, más bien salvaje y muy popular, aunque ninguno de nosotros fue capaz de adivinar su grandeza futura».

¿Qué futuro podía aguardarle a un joven de 21 años, hijo de buena familia y futuro heredero, pero sin fortuna propia, que había abandonado sus estudios y carecía de interés por los negocios y menos aún por la carrera eclesiástica? Impulsado por el deseo de aventuras, decidió seguir la vida militar, en la que podría demostrar su arrojo y valor, a la vez que le permitiría conocer mundo.

EN EL EJÉRCITO DE LA INDIA (1842 – 1849)

En vista de la situación, su padre accedió a desembolsar las 500 libras que costaba el rango de oficial y, en 1842, Burton se alistó en el ejército de la Honorable Compañía de las Indias Orientales, conocida popularmente como La Compañía. En lugar de optar por el más prestigioso ejército de la reina (las fuerzas armadas del gobierno británico), la oportunidad de viajar a la India y de entrar pronto en servicio activo —es decir, en combate—, le hicieron decantarse por ingresar en las milicias de la empresa mercantil que detentaba el monopolio de la explotación comercial en Asia.

 

Esta antigua y poderosa corporación, que contaba con privilegios reales desde que fuera reconocida por la reina Isabel I en 1600, había sido creada por un grupo de empresarios ingleses —sus principales accionistas fueron la realeza, los nobles y los altos cargos del gobierno—, con el fin de garantizar el comercio inglés con Oriente, principalmente en cuanto se refiere a la demanda de especias. La Compañía ostentaba derechos de conquista equiparables a los de un Estado soberano: podía poseer territorios propios, acuñar moneda, declarar guerras y firmar tratados, junto con la potestad de juzgar y castigar a los criminales.

Durante los dos siglos y medio en que resultó provechosa, fue una empresa comercial privada; pero cuando los beneficios empezaron a disminuir debido a las continuas revueltas nativas, como la sucedida durante el Motín de la India en 1857 (la rebelión de los cipayos, soldados de infantería hindúes bajo mando inglés, supuso el punto de partida de la lucha por la independencia), La Compañía se nacionalizó para que sus cuantiosos gastos fueran asumidos por los ciudadanos. Es decir, pasó a depender directamente de la Corona y en 1858 sus extensos dominios orientales se transformaron en una colonia con el nombre de Raj británico, que asumió las funciones administrativas y el control financiero, al tiempo que encuadraba en el ejército a sus regimientos de la India.

En aquel momento, el ejército de La Compañía, compuesto por tropas mixtas, se hallaba combatiendo en la denominada Primera Guerra Afgana, durante la cual, según el historiador norteamericano James C. Simmons, se produjo la peor derrota de toda la historia militar británica: una masacre que costó la vida a los 700 soldados ingleses, 4 000 soldados hindúes y 12 000 civiles, incluidos mujeres y niños. Una larga columna formada por 16 000 personas abandonó la guarnición de la capital en Kabul, emprendiendo una desesperada y penosa huida a través de los pasos de montaña. Muchos murieron congelados y otros a manos de los enemigos, hasta quedar al final un solo superviviente para contar la historia de su espantosa tragedia.

En resumidas cuentas, esta era la situación en la India cuando Burton zarpó «sin la menor pena» de Inglaterra a mediados de junio de 1842. Pero cuando tras cuatro largos meses de travesía marítima desembarcó en el puerto de Bombay, el 27 de octubre, el conflicto ya había terminado. El joven Dick llegó a la India con la cabeza rapada y luciendo un gran mostacho, además de provisto de una gramática y un diccionario hindú, unas pistolas y su sable. No tardó mucho en ganar fama de personaje singular y excéntrico.

El alférez Burton fue destinado al Decimoctavo Regimiento de Infantería Nativa de Bombay, bajo el mando directo del general Charles Napier, para quien hacía las funciones de traductor. El servicio en la India tampoco fue apacible. Sus acerbas críticas a la política colonial —inepta y corrupta, a su juicio, como no se molestaba en ocultar— atrajeron sobre su persona una mala reputación que le excluyó de la rígida y exclusiva comunidad británica.

En la vetusta y amurallada Baroda, capital de uno de los numerosos principados tributarios en los que se había dividido la provincia del Guyarat, directamente dependiente del gobierno general de Bombay, convivía con una bubu, una especie de concubina que se ocupaba de la casa, de mandar a los sirvientes y de enseñarle su lengua, pues él siempre creyó que el mejor sitio para aprender idiomas era la cama. También estudió el yoga tántrico y el hinduismo directamente con los brahmanes. Es entonces cuando comienza su incesante persecución de lo que Burton denominaba Gnosis: el conocimiento profundo de la existencia humana en la Tierra, la búsqueda de una sabiduría arcana y ancestral, que más adelante le llevaría a investigar las religiones y las creencias de distintos pueblos.

En la casa mantenía un grupo de monos domesticados con la idea de estudiar su lenguaje, del que llegó a interpretar algunos sonidos. Burton había notado las advertencias que se daban unos a otros y apreciaba sus cualidades casi humanas. Las notas de tan original tesis, que contenían supuestamente el vocabulario básico de los simios, sesenta “palabras”, se perdieron al incendiarse en 1861 el almacén londinense donde guardaba los recuerdos que trajo de la India. Su colección de libros antiguos, armas, alfombras y otros objetos de aquella parte del mundo, todo quedó calcinado y completamente destruido.

Ahora y entonces, una actividad semejante no dejaría de pasar por una extravagancia y hasta es posible que el mismo Burton lo tomara medio en broma. Nunca lo sabremos. Pero es una pena que no podamos indagar en esos precursores estudios de una rama de la biología, la etología, dedicada a estudiar el comportamiento animal, que no comenzó a considerarse en serio hasta 1973, cuando le concedieron el Premio Nobel a los científicos Konrad Lorenz, Karl R. von Frisch y Niko Tinbergen. Al pretender comunicarse con otras especies, Burton se había anticipado de alguna forma a un concepto que no resultó admisible hasta muchos años después: la conciencia animal. El 7 de julio de 2012, destacados científicos de diferentes ramas de las ciencias, como Stephen Hawking, se dieron cita en la Universidad de Cambridge para celebrar una conferencia sobre la existencia de la conciencia en animales y humanos. Al término de ella se firmó una declaración conjunta resumiendo los hallazgos más importantes de su investigación: «Decidimos llegar a un consenso y hacer una declaración para el público que no es científico. Es obvio para todos en este salón que los animales tienen conciencia, pero no es obvio para el resto del mundo. No es obvio para el resto del mundo occidental ni el lejano Oriente. No es algo obvio para la sociedad».

Pero sería en los idiomas donde no tardaría en destacar. Llevado por su pasión lingüista y mediante un sistema de su propia invención, en breve tiempo dominaba las principales lenguas del Indostán, la tierra de los indios, bañadas por las aguas sagradas del Indo, el río que da nombre a esta península del sur de Asia desde que fuera cruzado por los ejércitos de Alejandro Magno. Entre otras lenguas indoarias, como el gujarati (la lengua materna de Gandhi), estudió sucesivamente el indostaní vulgar del pueblo y el sánscrito clásico de los brahmanes o sacerdotes, la casta superior; además de turco, armenio, persa y árabe (esta última hasta conocerla tan bien como el inglés, según afirmó el mismo Burton). Uno de sus maestros nativos dijo de él que era «un hombre capaz de aprender cualquier lengua a la carrera». Una vez superados los exámenes oficiales en Bombay ante expertos lingüistas, quedando en las pruebas invariablemente en primer lugar de todos los candidatos, le nombraron intérprete oficial del regimiento.

A lo largo de su errática existencia, Burton mantendría siempre la costumbre de aprender el habla —aunque fueran solamente los términos más básicos e indispensables— del lugar a donde viajaba. De ese modo, aprendería suajili en Zanzíbar antes de aventurarse en tierras africanas, donde era la lengua franca de gran parte de la costa oriental. «Nada llega más al corazón de un hombre que hablarle en su propio dialecto», escribió con absoluto convencimiento. Dada la peligrosa naturaleza de la mayoría de sus destinos, le resultaba imperativo conocer al menos los rudimentos de la lengua vernácula, ya que, entre otras cosas, lograr comunicarse podía suponer en un momento de apuro la diferencia entre la vida y la muerte.

El interés de Burton por la cultura hindú y su tendencia a mezclarse con la gente común del país no suscitó más que el rechazo de sus colegas militares, que lo acusaban de «volverse nativo» y que le hicieron merecedor del desdeñoso apelativo de «el blanco negro». Es de suponer que casi nadie se atrevería a llamarle así a la cara, dado que otro de sus apodos era el de Dick “el Rufián”, según declaró uno de sus contemporáneos, por su «ferocidad demoníaca como luchador y porque había luchado con más enemigos en combate singular que ningún otro hombre de su tiempo».

En 1844, su regimiento fue destinado a Karachi, el único puerto practicable de la costa Índica, que se hallaba en poder de los ingleses desde febrero de 1839. En los años venideros, Burton tendría sobradas ocasiones de entrar en acción. En 1845, el ejército de La Compañía logró someter la provincia de Sind tras una sangrienta campaña bélica. Y luego, en 1848, tuvo lugar la Segunda guerra anglo-sij y se anexionó la región de Punyab. Posteriormente incorporó doce reinos gobernados por rajás entre 1848 y 1854. En la Gran Partida, como se llamaba a la pugna que durante el siglo XIX mantuvieron rusos e ingleses por el control de Asia central, la cuenca del río Indo era esencial como ruta de comercio.

A mediados del siglo XIX, el dominio de la Compañía se extendía por la mayor parte de la India, Pakistán, Bangladés, Birmania, Ceilán, Singapur y Hong Kong, además de mantener acuerdos con numerosos Estados principescos, sobre los que asumía de hecho un control absoluto de su política y economía; una quinta parte de la población mundial estaba bajo su autoridad. Durante más de dos siglos, hasta su disolución efectiva en 1874, fue la corporación empresarial más importante e influyente del mundo, aglutinando más poder y riqueza que la mayoría de naciones existentes durante su periodo de vigencia.

El mismo general Napier, como responsable directo de la expansión colonial británica, supo reconocer con meridiana exactitud lo que esta conquista significaba: «Todo el sistema de gobierno en la India está diseñado para robar y explotar… Los ingleses siempre han sido los agresores y el objeto de todas nuestras crueldades, no fue otro que el dinero… Se dice que de la India se han obtenido unos mil millones de libras esterlinas en los últimos noventa años. Cada uno de estos chelines se ha extraído de un charco de sangre; se ha limpiado a conciencia y ha ido a parar a los bolsillos de los asesinos. Sin embargo, por mucho que se limpie y se seque el dinero, esa “maldita mancha” no saldrá nunca».

A Burton se le encomendó cartografiar los nuevos territorios, habitados por tribus hostiles a la dominación británica. Viajó por diversas zonas del Sind, remontó el río Indo hasta el Punyab y atravesó el montañoso Beluchistán, comarca del sudoeste de Pakistán junto al mar Arábigo. Dicha labor le proporcionó el aprendizaje de los instrumentos de medición, un conocimiento que le resultaría muy útil posteriormente en sus viajes de exploración. Y sobre todo le hizo ganar confianza en sí mismo como espía o, cuanto menos, como infiltrado en las líneas enemigas.

Fue por aquel entonces cuando empezó a viajar disfrazado de nativo para poder mezclarse con la gente, lo cual «era tan necesario como difícil». A la usanza de ciertas sectas islámicas, se dejó crecer el cabello hasta los hombros, se aplicaba kohl en los ojos, llevaba la barba larga y la piel del rostro, los pies y las manos teñidos de henna. Al parecer, llegó a adquirir tal grado de maestría y dominio de la lengua y las costumbres locales, que a menudo conseguía pasar desapercibido no solo entre la población indígena, sino también ante sus propios compañeros oficiales.

El mismo Burton cuenta que probó diferentes caracterizaciones, como la de mercader, vendiendo mercancías en un tenderete en los bazares de los poblados y ciudades que visitaba, o la de simple trabajador, nivelando canales. Aunque su preferido era como derviche, una especie de santón vagabundo, pobre, sucio y harapiento, figura que le permitía entrar en todas partes y relacionarse con las compañías más diversas.

El disfraz de mendicante religioso —musulmán, hindú, sij o budista— fue copiado en años ulteriores para llevar a cabo exploraciones por áreas prohibidas de Oriente. Y así, un puñado de agentes disfrazados de santones trazaron el mapa del Tíbet y el norte de la India con la sola ayuda de un cayado, un rosario y un molinillo de oraciones, que oportunamente trucados servían de instrumentos de medición. Formaban parte del cuerpo de Pundits, un reducido y valiente grupo de exploradores hindúes adiestrado para realizar tan peligrosas tareas. Algunos fueron descubiertos y pagaron su encubierta labor geográfica con la vida o largos años de encierro.

Determinadas fuentes como Rice incluso apuntan a una posible conversión al islamismo con influencias sufíes durante aquella etapa. Las regiones por donde debía internarse para recabar información estaban habitadas por musulmanes que no confiarían en un extranjero y, menos aún, claro está, en un oficial británico. De modo que es difícil establecer, si eso fuera cierto, cuánto había de sincero o de oportuno en sus nuevas creencias, teniendo en cuenta el riesgo que asumía en cada viaje.

 

Aprovechando sus dotes para el camuflaje, le fueron encomendadas varias misiones especiales bajo las órdenes directas del general Napier. De la mayoría no queda constancia, debido entre otras razones a su evidente secretismo. No obstante, de una en concreto tenemos bastante información ya que tuvo a la postre fatales consecuencias para Burton. Se trataba de una investigación sobre varios burdeles para homosexuales de Karachi, frecuentados por ingleses y en los que se prostituían nativos jóvenes.

La indagación resultó demasiado comprometedora, más de lo que la severa moral castrense permitía, y se trató de mantener oculta, pero acabó por trascender y ser enviada a Bombay por un oficial que le detestaba, arrastrando consigo al propio Burton. Las autoridades militares le atribuyeron un excesivo conocimiento que tan solo podía provenir de una participación activa en las infames prácticas sexuales descritas en el informe. Al final fue exonerado de culpa, pero su carrera militar quedó arruinada para siempre. Las sospechas que habían recaído sobre él terminaron manchando su reputación, ya de por sí bastante vilipendiada. Un sucio y turbio asunto que sus adversarios se encargaban de airear oportunamente cuando pretendían desprestigiarle. No obstante, aparte de suponer el cierre de los prostíbulos de efebos, tampoco resultó un trabajo totalmente baldío, ya que años después el documento quedaría incluido como epílogo en su traducción completa de Las mil y una noches.

A inicios del verano de 1846, se declaró una epidemia de cólera en Karachi, causando miles de muertes entre soldados y civiles. Burton cayó enfermo en septiembre y tuvo que ser ingresado en el hospital. Cuando le dieron el alta, solicitó un permiso de seis meses por convalecencia. Se dirigió de inmediato a Ootacamund, una ciudad meridional de la India, en las montañas Nilgiri, en la que había un balneario exclusivo para oficiales británicos. Durante su viaje al sur, aprovechó para efectuar un recorrido por la cercana Goa, la pequeña posesión portuguesa situada en la costa occidental de la India.

Poco después, en mayo de 1847, volvió a recaer nuevamente, debilitado por las fiebres y un ataque de oftalmia —seguramente conjuntivitis— que vino a empeorar su delicada salud y lo dejó medio ciego. Aunque se esforzó en trabajar e incluso realizó algunas excursiones, durante los siguientes dos años, Burton se vio incapacitado la mayor parte del tiempo para hacer vida normal debido a sus afecciones oculares. En vista de la gravedad de su estado, decidió solicitar la baja temporal del ejército y regresar a Europa.

Tras casi ocho años de servicio activo, en marzo de 1849, un triste, demacrado y casi moribundo Burton abandonaba la India. Tuvo que ser transportado en angarillas a bordo del bergantín Eliza. En una de las escalas, como estaba convencido de que no volvería vivo, llegó a escribir una carta de despedida a su madre. Afortunadamente, gracias al reposo y al sano aire marino, durante la lenta travesía de vuelta a Inglaterra consiguió recuperarse casi por completo, y pudo desembarcar por su propio pie en Londres unos meses más tarde.

Permaneció una temporada en la capital, a donde llegó a finales del verano, ocupado en visitar a parientes y viejos amigos, además de otros asuntos que detallaremos más adelante. Luego empacó otra vez su equipaje para ir a reunirse con su familia en Francia. Durante los cuatro años siguientes, de 1849 a 1853, residió con su madre y su hermana en Boulogne, una apacible localidad costera francesa situada en el Canal de La Mancha, que muchas familias británicas elegían como lugar de veraneo por su clima saludable. Entre sus ocupaciones se hallaba frecuentar la prestigiosa escuela de esgrima del maestro Constantine, donde dio comienzo a un riguroso programa de entrenamiento.

Aunque la espada prácticamente había desaparecido como arma de utilidad militar, quedando reducida a servir de mero adorno en los uniformes de gala, para Burton seguía conservando un hondo significado. En El libro de la espada, su autor decía que se trataba de «un objeto mágico, un regalo del cielo», y realizaba un ferviente alegato en favor de la práctica de la esgrima: «Compendio de todos los ejercicios gimnásticos, aumenta la fuerza y la agilidad, la destreza, la rapidez de movimientos… El dominio de la espada engendra una nueva confianza moral, una mayor fe en las propias fuerzas, al tiempo que estimula el hábito de la improvisación y los recursos del hombre».

Su maestría en dicho arte llegó a ser legendaria. Las exhibiciones que realizó en la sala de armas de Boulogne por aquella época atrajeron a un numeroso público deseoso de presenciar su asombrosa destreza con la espada. Un amigo suyo de ese periodo, el teniente coronel Arthur Shuldham, describió por carta uno de aquellos encuentros:

Burton…, iba a practicar la esgrima con un sargento de húsares del ejército francés, un célebre espadachín. El sargento se puso una máscara para protegerse la cara y la cabeza, así como un peto de cuero, mientras Burton le esperó con el cuello abierto, en mangas de camisa; a pesar de que le reconvine por ello, manifestó que no tenía importancia... Fue todo un espectáculo ver a Burton con su mirada de águila fija en su adversario… Le desarmó siete veces seguidas, hasta que el sargento declinó la invitación a seguir el combate… Los espectadores, franceses en su mayoría, se quedaron pasmados ante Burton, quien salvo un pinchazo en el cuello no había sido tocado.

Por aquel entonces se produjo también un encuentro fortuito -—«el Destino» diría ella más adelante—, que tendría consecuencias algunos años más tarde. Cierta mañana, a principios del otoño de 1850, mientras paseaba por el baluarte del puerto, Burton conoció a la que sería con el tiempo su futura esposa. Se llamaba Isabel Arundell y era una joven heredera de 19 años, proveniente de una aristocrática y católica familia inglesa dedicada al comercio de vinos. Aquella chica «alta, regordeta y rubia», como se describió a sí misma, de porte elegante y grandes y expresivos ojos azules, debió atraerle de alguna manera. Al día siguiente, el apuesto caballero escribió con tiza en el muro del paseo marítimo: «¿Puedo hablar con usted?», pero la atractiva señorita, vigilada de cerca por sus estrictos padres, contestó debajo: «No, porque mi madre se enfadará».

No sabemos lo que supuso para Burton, siempre particularmente celoso de su intimidad, pero ella recibió una profunda impresión al ver en persona a quien consideraba una especie de héroe viviente. Isabel se enamoró de inmediato, aunque pasarían otros cuatro años hasta que comenzaran sus relaciones, y seis más —es decir, diez— hasta contraer matrimonio. «En el momento mismo que vi su mirada de aguerrido aventurero, le tuve por un ídolo, y decidí que era el único hombre con el que algún día podría llegar a casarme», escribió apasionadamente en 1860.