Crónicas desde el piso de ventas

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Crónicas desde el piso de ventas
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Para Berenice.

A mi modo de ver, una ciudad no es una ciudad

sin una librería. Puede llamarse a sí misma ciudad, pero

a menos que tenga una librería no engaña a nadie.

NEIL GAIMAN

La vanidad del escritor no es en realidad sino un

vertiginoso agujero de inseguridad; y si uno se mete

en ese abismo, no deja de descender hasta que llega al

centro de la Tierra.

ROSA MONTERO

Hay quienes creen que, si van a la imprenta de la

esquina de su casa y entregan un manuscrito, ya están

en el camino que lleva a la fama y a la riqueza.

HÉCTOR YÁNOVER

De escritor a librero

Durante casi cinco años trabajé en una de las librerías de más larga tradición en Ciudad de México. En aquel tiempo acababa de regresar a ella, luego de vivir en Tlaxcala. Me había casado y mis escasos estudios comprobables impedían que consiguiera un trabajo digno. En Tlaxcala, como toda ciudad pequeña, no hacen faltan los títulos, la gente conoce tu trabajo así que te llaman para diferentes proyectos. Desde que decidí dejar la universidad sin concluir, comencé a trabajar dentro del gobierno, primero en el instituto de la juventud estatal, posteriormente en la oficina de prensa y luego en un museo donde pasé, tal vez, los mejores años de mi vida laboral.

Al llegar a la ciudad era nadie. Los norteamericanos tienen una frase para esto, alguien es big in Japan, es decir, un famoso en Oriente pero no en Estados Unidos. En Tlaxcala cualquiera me conocía, pero en esta urbe era desconocido, un tipo más con un magro currículum escolar, aunque muy largo en cuanto a trabajos. Para ese momento había sido fumigador, vendedor de carretera y cinco o seis empleos más que mostraban mis ganas de estar en la calle.

A la antigua, abrí el periódico y vi que solicitaban un «analista de noticias». No te pedían más escolaridad que la preparatoria, buena ortografía y disponibilidad de trabajar de noche. Llegué al sitio y descubrí que habían decenas de computadoras metidas en lo que eran tres departamentos. En ese momento no lo pensé pero creo que pagaban renta como condóminos cuando en realidad eran una empresa. El sitio tendría más o menos como ochenta computadoras repartidas en varios escritorios. En lo que era una especie de terraza habían habilitado un comedor con un autovend de Bimbo y un refrigerador colmado de tuppers con nombres pegados.

Casi todos eran estudiantes que con su sueldo sacaban para sus tenis o sus salidas al cine. Mi sueldo era integro para la renta y el gas. El dueño, que tenía una enorme oficina en lo que antes era una sala comedor, me recibió con una sonrisa. Era un tipo delgado que elogió mi magro currículum. «Bienvenido a nuestra empresa». No había prestaciones de ningún tipo, debía entregar recibos de honorarios y ellos «te pagaban el IVA» como si fuera un favor.

El trabajo consistía en realizar un resumen detallado de las notas del día, que tenía que estar listo a las siete de la mañana. Estaba dividido en varios segmentos, así que conforme las redacciones de los periódicos y los diversos portales subían sus notas, yo iba alimentando el documento que debía entregar. Aunado a eso, se hacía un paquete con las portadas de todos los periódicos, además de resúmenes de emisiones de radio.

El trabajo comenzaba a las once de la noche y terminaba a las siete de la mañana, para esa hora debía estar terminado el resumen. Yo y otra persona éramos los únicos trabajadores a esa hora de la noche. Sin embargo, la persona que debía ayudarme renunció a los pocos días. El horario nocturno acaba a cualquiera. Es desgastante llegar a casa cuando todos salen a trabajar, intentar dormir con la luz del sol en la cara. Uno nunca termina de estar despierto o dormido totalmente, la líbido disminuye y comienza a uno a subir el peso debido a que la falta de sueño incrementa el hambre nerviosa.

Al principio una chica soportó conmigo el trabajo, pero al mes renunció dejándome con un grupo de personas que se iban apenas cobraban su primera semana. Al final, llegamos a un acuerdo, donde a mí me subían el sueldo y yo hacía el trabajo solo. Ese fue el punto de inflexión. Sin nadie con quien platicar en las noches, sin nadie con quien hablar en casa, me fui hundiendo en una depresión nerviosa que de repente me llevó a alucinar. Un día, presa de algún tipo de ansiedad, saqué toda la comida vieja que había en el refrigerador de la empresa y la tiré. Limpié con toallitas desinfectantes todo el aparato y regresé a hacer mi informe.

Al otro día me mandaron llamar y me dijeron que por qué había hecho eso. Les dije que no encontraba el problema, limpié el refrigerador, es decir, no había hecho nada malo. La segunda al mando del dueño, una adolescente con cara de emprendedora, estaba muy espantada por mi comportamiento. Pero tal arranque no era privativo mío. El jefe de sistemas renunció dejándoles un virus en gran parte de las computadoras, además de mandarnos por correo fotos del dueño teniendo sexo en la oficina con una de las empleadas.

Un día, cansado de no dormir, harto de la mala paga, de casi no ver a mi mujer y al borde del colapso, con una deuda enorme con Hacienda, decidí renunciar. Borré todos los archivos que había hecho y me largué de ahí dispuesto a hacer cualquier otra cosa antes de volver allá, al infierno.

Un día vi que solicitaban meseros para una librería, que también era cafetería. Prefería ejercer el viejo oficio de mi abuelo que seguir malviviendo en ese trabajo que me devastaba los nervios. Luego de dormir como debe de ser, me presenté para pedir el empleo. Me hicieron algunas preguntas, y de mesero me movieron a disquero. Sin embargo, días antes me llamaron para decirme que a final de cuentas iba a ser librero comodín.

No es lo mismo visitar librerías que trabajar en una de ellas, pero yo me sentía muy confiado. La chica de recursos humanos, antes de mandarme a la sucursal, me dijo que estaría en una de las librerías más bonitas que existían en el mundo. Además, como había pasado con soltura un examen de conocimientos básicos que implicaba saber diferenciar editoriales, relacionar autores con obras y músicos con discos, llegaría como librero de fijo. Es decir, en poco menos de dos días había ascendido de puesto.

Tendría el turno vespertino y debía de reportarme de inmediato a la tarde siguiente. A mi mujer le gustó mucho este nuevo trabajo y auguró que me iría muy bien. Lo que ella no sabía y yo no alcanzaba a vislumbrar, es que me cambiaría la vida. Nunca había ido a Polanco. Un chilango nacido en un barrio popular como la Agrícola Oriental no va a esas colonias más que a servir. Como diría el Estilos en Los Caifanes: «Esa cosa de las diferencias sociales».

Al otro día me presenté a la librería, luego de mi estupor inicial por recorrer Masaryk con unos tenis Panam viejos y un pantalón luido de la entrepierna ante personas ataviadas con ropa diseñada en París o Londres. Cuando entré al edificio mis ojos no acababan por acostumbrarse a la vista de esa enorme cantidad de libros acomodados en decenas de estantes, era como si de pronto hubiera visto el sol fijamente. Había tantos que mis ojos no se acostumbraban al espectáculo de los estantes. Luego supe que tenían en existencia casi cincuenta mil ejemplares, divididos en dos pisos, todos acomodados en una casa de principios del siglo XX habilitada para contener la librería. La mayor parte de los volúmenes estaban acomodados en las paredes de lo que antes era el jardín, en medio un limonero y varias plantas se enroscaban en los anaqueles y en los barandales. Ese lugar tenía casi veinte años y yo no sabía de su existencia. Fue como descubrir un territorio desconocido e inaccesible, y al mismo tiempo, como entrar al set de una película.

Pronto me di cuenta de que ser librero es un oficio para el que no se estudia, por más que uno sea un lector empedernido, por más que uno haya vivido mucho. El oficio se aprende de los que estuvieron antes que tú, gente que te enseña desde cómo limpiar un libro, hasta la mejor manera de alfabetizar un muro. El de librero es uno de esos viejos trabajos que han ido desapareciendo por la velocidad de la vida, por la sistematización de las ventas y por el desprecio a una de las más añejas tradiciones del ser humano: la charla.

Estando en piso, lo primero que aprendí de mis compañeros, de los clientes y de las pilas y pilas de libros, fue humildad. No importa cuánto hayas leído, un librero sabe cuántas ediciones hubo de un título, si está fuera de catálogo y si ha salido un estudio sobre él. Un librero es capaz de tener una especie de conocimiento que podríamos llamar de cuarta de forros. No porque sepa todo sobre un libro es necesariamente que lo haya leído. La mayor parte de las veces solo se juega al bluff. Es como un buen jugador de póker, que parece siempre tener una buena mano, pero la mayoría de las veces no tiene nada. Pero, nadie le cree a un librero que no recita con convicción sus mejores recomendaciones.

Un librero se vuelve un obseso del orden, un sujeto que busca mantener, como Sísifo, en una disposición determinada mesas y anaqueles que nunca paran de moverse. Manía que una vez adquirida jamás podrá desterrarse. El librero visitará casas y tratará siempre de ordenar por alfabeto o por tamaño, los libros que estén frente a él. Recuerdo que en una ocasión, mientras viajaba en el Metro, se me metió en la cabeza que debería encontrar un título que necesitaba para algo en específico. Cuando llegué a casa, encendí la computadora y entonces caí en cuenta que el programa de búsqueda que utilizaba en el trabajo no funcionaba con los títulos de mi hogar. Me comencé a reír como tonto, yo solo frente a la computadora. Al otro día decidí organizarlos alfabéticamente y hacer una hoja de cálculo inventareando mis libros. Labor que no he terminado, pero en la que sigo. En otra ocasión, entré a una librería y al poco rato ya estaba dando orden a la mesa de novedades, ante la sorpresa de los empleados que me veían desde lejos. La librería pronto se volvió mi hogar, mi casa era solo el lugar donde dormía.

 

En cualquier sitio donde el dinero y el conocimiento se reúnen, se darán cita también la estupidez y la prepotencia. Pronto me di cuenta de que para mucha gente los libreros éramos solamente el receptáculo de su odio. Otras veces había que soportar la ignorancia insultante de gente que tuvo la fortuna de nacer en un hogar adinerado y la necedad de no saber aceptar su estulticia.

A veces, el trabajo de lidiar con los clientes era tan pesado que, como forma de desfogue, escribía breves estados en mi Facebook. Eran las quejas normales de alguien que no puede gritarle en su cara a los clientes so pena de ser despedido. Luego, me volví más y más observador hasta que esos breves estados eran casi una cuartilla de descripciones sobre lo que vivía.

A mis contactos les gustaba leer esas historias. Para evitar problemas en el trabajo no hacía referencia al sitio donde sucedían. Todas eran historias de clientes que buscaban un libro que había estado en la mesa de novedades hace meses, o el cambio de uno comprado hacía cinco años pero que no habían podido ir ya que radicaban en Alemania, o esa señora que te decía que después te pagaría porque ahora no quería.

Un día un amigo, editor en Playboy, me pidió una crónica sobre lo que pasaba en la librería en el mismo tono en que me quejaba en internet. Le tomé la palabra y la escribí. Extrañamente fue uno de los textos más leídos en papel y luego, al salir en su versión electrónica, tuvo otros lectores que la acogieron con gusto. El texto, con modificaciones, es el que abre este libro. De ahí en adelante todos son rigurosamente inéditos.

El resto de las crónicas las escribí en los tiempos muertos en el trabajo, cuando, cansado por el subir y bajar libros, me sentaba frente a la computadora y me ponía a escribir sobre mis clientes. Sea pues, estos textos son una memoria de lo que pasa en una librería peculiar y entrañable.

Crónicas desde el piso de ventas

Memorias de un librero

Un hombre vestido con camiseta a cuadros y pantalón de mezclilla raído llegó un día a la librería en donde trabajo y me exigió Los cuatro acuerdos en inglés. Le dije que no lo teníamos pero que contábamos con dos ediciones en español; una de ellas especial de aniversario. El hombre se enfureció. Nos dijo que deberíamos tenerlo en inglés para que más gente lo conociera. «La obra del maestro Miguel Ruiz debe conocerse en todo el mundo», gritó y se fue muy enojado.

En otro momento de mi vida me hubiera alterado, pero no ahora. Llevo trabajando en una librería poco más de un año y esos exabruptos son moneda corriente. Cuando entré imaginaba que las personas que la frecuentan serían personas inteligentes y con un gran bagaje cultural, lo cual en muchos casos es cierto, pero también es un foco para atraer personalidades, digamos, extrañas.

Lo más común es que llegue un cliente, por lo regular alguien no muy familiarizado con la literatura, y te pregunte sonriente: «Joven (uno es joven pese a peinar canas), no tendrá un libro del que no me acuerdo el nombre ni el autor pero era rojito y lo tenían acá hace como seis meses». Una librería promedio maneja una flotación de tres mil libros al mes. Todos los días llegan nuevos títulos que buscan su acomodo en la mesa de novedades y que antes de dos semanas deben ir a una sección (literatura norteamericana, hispanoamericana o donde pertenezca) para prepararse a su inminente devolución, lo cual hace imposible que recordemos con esas señas cualquier título.

Alguna vez a una compañera le hablaron por teléfono y el cliente le inquirió por un libro en inglés que vio en diciembre (el periodo de más venta). Ella se quedó callada esperando le dijera más datos. Al no haber respuesta, el sujeto al teléfono preguntó: «¿Qué, si es muy necesario el título?».

Cuéntame tu vida

Muchas veces los clientes buscan a alguien con quién platicar. En una ocasión sonó el teléfono y un cliente me preguntó por un título de Sherlock Holmes en inglés. No lo teníamos, pero le advertí que era difícil de conseguir porque era de una pequeña editorial inglesa. El hombre montó en cólera contra los maestros de la escuela de su hijo, los cuales habían pedido el título para leerlo en clase. Se quejó que era común pidieran cosas imposibles de adquirir. Sin detenerse, continuó soltando pestes del colegio privado y de sus directivos; acabó contándome sobre su vida, sus problemas financieros y las dificultades con sus hijos. No encontraba una forma amable de cortarlo; la gente se acumulaba en el mostrador, así que abruptamente le dije que necesitaba colgar. Me preguntó mi nombre y se despidió con un: «Gracias, Iván, a ver qué otro día platicamos».

La gente recurre al librero como lo hace con el doctor o el psicólogo, para escuchar una orientación y poder charlar. Sin embargo, esta figura va desapareciendo de las grandes librerías. La actual política es contratar jóvenes explotables que puedan ser corridos a los pocos meses. La figura del librero, con una amplia cultura y total conocimiento de su surtido, va quedando en el pasado y ha sido suplida por adolescentes que necesitan buscar todo en la computadora.

Shakespeare, hazme el amor

La ignorancia es altanera, dice el dicho, y en muchas ocasiones se confirma. Es común que un cliente llegue a buscar un libro de Pedro Páramo, confundiendo el autor con el personaje, o que quiera leer Crimen y castigo en inglés porque prefiera los libros en su idioma original, pese a que Dostoyevski siempre escribió en ruso. Una amiga librera de Guanajuato me contó una anécdota que supera en creces cualquier cosa que yo haya vivido en este negocio. Dice que en su pequeña librería de Celaya presentaron una edición comentada de las obras de William Shakespeare. Entonces hizo su aparición una señora que compró el libro y quería que el bardo inglés se lo firmara. Mi amiga le explicó que los presentadores eran el traductor y el redactor del estudio preliminar porque Shakespeare se había muerto hace siglos, lo cual hacía imposible que firmara su ejemplar. La señora montó en cólera. Le gritó a mi amiga porque, según ella, le estaban negando la firma. Llamó al gerente y entre él, mi amiga y otras personas intentaron hacer entrar en razón a la enloquecida mujer; la cual se fue gritando y jurando que le diría a todas sus amigas que no fueran a ese lugar.

Famosos desconocidos

La librería donde trabajo es frecuentada por diversos escritores y artistas. Muchas editoriales deciden hacer entrevistas en ella por la belleza de la arquitectura; así he tenido oportunidad de conocer a Javier Cercas, Sergio Pitol, Javier Solórzano, a Rafael Tovar y de Teresa (RIP), Joaquín Sabina, Myriam Moscona, entre otros, además de varios políticos y cineastas. Pero ninguno causó tal revuelo como la llegada de Cristian Castro, que hizo salir de todas partes gente para tomarse una foto con él. El cantante tuvo que irse al poco tiempo cansado de sonreír frente a los smartphones. Contrariamente a lo que pensaba, se llevó algunos libros de Anton Szandor LaVey, el líder de la iglesia de Satán en Estados Unidos. Luego supe por otro compañero que el cantante era muy fan del thrash y del nü metal, pero que lo que le permite comprar libros raros y asistir a giras internacionales de Tool es cantar baladitas sosas.

Una mujer llegó un día y me pidió le enseñara el libro de poemas de Roberto Bolaño llamado Los perros románticos. Lo tomó entre sus manos y comenzó a hojearlo. Luego me enseñó uno de los poemas y me aseguró que esos versos se los había dedicado, porque él siguió enamorado de ella hasta su muerte. Le conté la anécdota a un compañero. «Lleva haciendo lo mismo desde que yo trabajo aquí», me respondió hastiado. Luego supe que había escrito dos libros sobre Bolaño y que en eso le iba la vida. Incluso, de su dinero, está pagando la preproducción para una película.

También es muy común que los autores te pregunten por sus libros. Homero Aridjis hacía eso muy seguido, porque supongo que vivía cerca. Entre que le tomaban la orden y comía, iba al módulo, preguntaba por el nuevo libro de «un tal Aridjis». Nosotros lo reconocíamos y lo llevábamos hasta donde estaba su libro. Sonreía y se iba. Los autores desconocidos son los que causan verdaderos problemas: llegan exigiendo su título en la mesa de novedades. Se acercan, preguntan por sí mismos y cuando uno saca de las profundidades del librero a su bebé, se ponen fúricos. Te piden que lo pongas en la mejor mesa si no amenazan con enviarte a la Gestapo y a la SWAT. Como venganza, muchas veces dejamos el libro el tiempo que dure el cliente dentro de la tienda y apenas se va, lo escondemos en lo más recóndito del almacén. Nunca es bueno hacer enojar a un librero.

2.9 libros al año

Es lugar común decir que la gente en nuestro país no lee. Lo cual visto desde esta parte del negocio es curioso porque mi sueldo lo pagan las ventas. Cadenas gigantescas como Gandhi o El Sótano han tenido una expansión enorme en los últimos años, muchos aseguran que en detrimento de su calidad. Lo cierto es que ahora hay franquicias de ellas en lugares improbables donde antes no llegaban libros ni por equivocación. A título personal, creo que se han convertido en Walmarts de libros, privilegiando la venta masiva y descuidando al lector especializado.

A diario veo personas que regresan cuando menos cada semana a comprar uno o dos libros, lectores voraces en los cuales no media la edad pero sí el estatus económico. Hay clientes que pueden desembolsar una pequeña fortuna en libros de Gredos o que esperan pacientemente un texto recientemente traducido de Karl Marx. Los que se dejan seducir por los libros que anuncia Brozo en la televisión o que recortan las recomendaciones de La Jornada para pedirte se los consigas. Los que solicitan la novela que está leyendo Mariano en su programa de radio o los que te piden les recomiendes algo interesante.

Un amigo mesero que trabaja donde yo lo hago, luego de una jornada especialmente difícil, se sentó junto a mí y me confesó: «Si fuera por mí no existirían librerías. Nunca he tocado un libro ni lo voy a hacer».

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