Impacto ambiental y paisaje en Nueva España durante el siglo XVI

Text
Aus der Reihe: México 500 #10
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Impacto ambiental y paisaje en Nueva España durante el siglo XVI
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa



Impacto ambiental y

paisaje en Nueva

España durante el

siglo xvi


Contenido

México 500 Presentación

Introducción

Agricultura en Nueva España: cambios y continuidades

El Mediterráneo en Nueva España

Medio ambiente y colonización animal

Reales de minas y transformación de uso del suelo

Conclusiones

Bibliografía

Aviso legal

Colección México 500

Contraportada

México 500
Presentación

En el marco de la agenda conmemora­tiva de la Universidad Nacional Autónoma de México en ocasión de los 500 años de la caída de México-Tenochtitlan y la fundación de la ciudad de México, la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial y el Instituto de Investigaciones Históricas unen sus esfuerzos editoriales y académicos para crear la colección México 500.

La caída de Tenochtitlan en 1521 detonó procesos que transformaron profundamente el mundo. Tanto las sociedades mesoamericanas y andinas como las mediterráneas, es decir, europeas y africanas, y aun las subsaharianas y asiáticas, se vieron inmersas en una larga e inexorable historia de integración. Una vez superadas las lecturas nacionalistas que colmaron los relatos oficiales, las leyendas negras y doradas de los siglos XIX y XX, resulta necesario y pertinente difundir los problemas, enfoques y perspectivas de investigación que en las décadas recientes se han producido sobre aquellos aconte­cimientos, reconociendo la complejidad de sus contextos, la diversidad de sus actores y las escalas de sus repercusiones.

La colección México 500 tiene por objetivo aprovechar la conmemoración para difundir entre un amplio público lector los nuevos conocimientos sobre el tema que se producen en nuestra Universidad. Tanto en las aulas del bachillerato y de las licenciaturas como en los hogares y espacios de sociabilidad, donde estudian y residen los universitarios, sus familias y personas cercanas, se abre un campo de transformación de los significados sobre el pasado al que se deben las cotidianas labores de investigadores, docentes y comunicadores de la historia.

El compromiso con esa invaluable audiencia activa y demandante resulta ineludible y estimulante. Por ello, las autoras y autores de los títulos de la colección, integrantes de la planta académica universitaria, ofrecen desde sus diversas perspectivas y enfoques, nuevas miradas comprensivas y explicativas sobre el significado histórico de lo acontecido en el valle de Anáhuac en 1521. Así, los contextos ibérico y mesoamericano son retomados junto a las preguntas por la diversidad de personas involucradas en aquella guerra y sus alcances globales, el papel de sus palabras y acciones, la centralidad de las mujeres, las consecuencias ambientales y sociales, la importancia de la industria naval y el mar en aquellos mundos lacustres, la introducción de la esclavitud occidental, la transformación urbana, el impacto de la cultura impresa, la memoria escrita, estética y política de aquellos hechos, por mencionar algunas de las temáticas incluidas en México 500.

En las actuales circunstancias de emergencia sanitaria y distanciamiento social, nuestra principal preocupación es fomentar en el alumnado la lectura y la reflexión autónomas que coadyuven a su formación, con base en herramientas accesibles, fundadas en la investigación científica y humanística universitaria. Por ello, nuestra intención es poner a disposición del lector un conjunto de títulos que, al abordar con preguntas nuevas un tema central de la historia nacional, problematice el significado unitario y tradicional que se le ha atribuido y propicie la curiosidad por nuevas posibilidades de interpretación y cada vez más amplios horizontes de indagación.

Instituto de Investigaciones Históricas

Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

Introducción

Durante milenios, los seres humanos han interactuado con la naturaleza. En convivencia con el medio donde residen, los grupos humanos han desarrollado variadas culturas. Las maneras de relacionarse con el entorno, siempre en continuo cambio, han modelado poco a poco el paisaje. El ser humano habita la naturaleza, convive con ella, la adapta y, a su vez, se adecua a ésta para satisfacer sus necesidades: sustento alimenticio, vestido, vivienda, además de otras demandas derivadas de la vida en sociedad. Conforme se despliegan recursos para el aprovechamiento de la naturaleza y se generan apropiaciones, las comunidades humanas crean su propio espacio.

Este concepto, tan utilizado por los geógrafos pero vinculado al resto de las ciencias humanas, nos remite a una construcción de carácter social que se modifica con el transcurso del tiempo. Es decir, podemos decir que el espacio es sociohistórico, pues se produce social e históricamente a partir de las interacciones humanas. El espacio es el punto de partida necesario que articula el conjunto funcional de componentes que integran los procesos históricos.

Durante varios siglos, las sociedades mesoamericanas construyeron un paisaje aprovechando las bondades del medio físico a su alcance; la agricultura fue uno de los mayores protagonistas de esa interacción. Apoyados en esta actividad se formaron pueblos y ciudades que caracterizaron las distintas áreas geográficas. Por su parte, las poblaciones al norte de Mesoamérica, de carácter nómada y seminómada, adaptaron su sobrevivencia a un entorno más hostil, determinado por un clima desértico.

Este conjunto de interacciones y aprendizajes que tomó varios miles de años se vio afectado por el desembarco de los españoles en las costas de lo que hoy es Veracruz. Su presencia, acompañada de plantas y animales foráneos, supuso un impulso a la modificación de los ecosistemas que alteró de forma drástica los equilibrios biológicos. En los apartados que integran este ensayo se muestran diferentes aspectos de este proceso. Se abordan las cuestiones relacionadas con la agricultura y el manejo del agua; el impacto de la ganadería y de la implementación de un sistema de transporte, la arriería, basado en el empleo de animales de carga, así como la fundación de reales de minas en el septentrión novohispano y su incidencia en las dinámicas de la producción y el cambio ambiental.

Dado que el espectro de situaciones que se produjeron en el espacio del que se ocupa el presente libro fue múltiple, algunos temas reciben un tratamiento general y, eventualmente, se ejemplifica con las circunstancias presentadas en algunos entornos específicos, como el norte y algunas regiones correspondientes al actual estado de Oaxaca.

Agricultura en Nueva España: cambios y continuidades

Una de las dimensiones más relevantes de la conquista y colonización del espacio que hoy denominamos México subyace a los procesos políticos, económicos, religiosos y sociales que se desencadenaron a partir de la segunda década del siglo xvi, y tiene que ver con el escenario mismo donde se realizaron las acciones: la naturaleza.

Resulta pertinente pensar, entonces, que las transformaciones que tuvieron lugar en la naturaleza en suelo americano con la llegada de los europeos guardan una relación directa con otros procesos y estructuras que constituyeron el andamiaje de la sociedad en Nueva España, como la organización del trabajo, la tenencia de la tierra, la organización político-territorial y la articulación de mercados.

Algunos mitos que se extendieron en Europa durante el Renacimiento apuntalaron la idea de que los nuevos territorios por conquistar darían pie al desarrollo de utopías, de comunidades cristianas que se aproximaran a un ideal de vida social en comunión con Dios y con la naturaleza. Una de estas ideas consistió en concebir las tierras nativas como “prístinas”, es decir, como un paisaje primigenio no alterado por la mano humana. A tal noción sobre la naturaleza americana la acompañó la persistente representación de un entorno exuberante y feraz, donde las plantas se daban con desmesura y abundaban los frutos de la tierra —algo similar al Edén bíblico—. Una tercera concepción incluida en este panorama era la imagen del indígena como un “buen salvaje” que vivía en armonía con la naturaleza, la cual devino con el tiempo en un indígena como “ecologista primitivo” que vivía como un elemento natural más de la ecosfera (ecosistema global del planeta Tierra), ideas que algunos historiadores modernos han repetido después.

 

Sin embargo, poseemos evidencias abundantes de que el paisaje previo a la conquista se encontraba profundamente humanizado. Había regiones con elevada concentración poblacional, como el valle de México, donde se estimaba una población cercana a los diez millones de personas y se desarrollaron importantes obras de control del entorno lacustre para la producción agrícola intensiva. Los bosques se intervinieron para modificar su composición y la erosión ya amenazaba extensas áreas. Yéndonos más atrás en el tiempo, incluso la explicación de la crisis ecológica por desbalance en la explotación del medio se ha utilizado de forma recurrente para explicar los llamados colapsos civilizatorios, como el que sucedió en el área maya a finales del periodo Clásico (ca. 900 d. C.). Algunos historiadores incluso han sostenido que la presencia humana era más visible en la naturaleza en 1521 que en 1600, momento en el que la crisis demográfica posconquista se hizo del todo evidente y el territorio se presentaba a ojos de la Corona como “vacío”, desaprovechado y susceptible de ser apropiado por empresas agrícolas y ganaderas españolas. En resumen, el paisaje tenía una connotación cultural arraigada, es decir, producido por la interacción del ser humano con su entorno y generador de una realidad socioterritorial cambiante fruto de dicha interacción.

Conocemos acerca de la agricultura —tanto sobre especies vegetales como sobre técnicas— practicada en el territorio mesoamericano en vísperas de la conquista gracias a diferentes tipos de fuentes. El primer códice considerado etnográfico, el Códice Florentino, elaborado por fray Bernardino de Sahagún a mediados del siglo xvi, dedica su libro XI al estudio de la naturaleza en la que se desenvolvía el pueblo mexica. Por otro lado, el trasfondo de las relaciones e indagaciones que la Corona mandó efectuar en distintos momentos de ese siglo en las provincias de sus reinos americanos fue conocer el medio y la producción indígena en aras de organizar mejor el tributo y explotar el potencial económico. Estos documentos dan cuenta del devenir de la incipiente introducción de productos europeos y también de los cultivos autóctonos. El estudio iconográfico de las fuentes pictográficas de tradición indígena y los estudios arqueológicos y paleobotánicos nos ayudan a completar el panorama.

Gracias a estudios de botánicos soviéticos y estadounidenses (Nikolas I. Vavilov y Robert L. Dressler) llevados a cabo a mediados del siglo xx, sabemos que antes de la llegada de los europeos en Mesoamérica se cultivaban 88 especies de vegetales, 71 de ellas de origen mexicano-centroamericano. Entre las plantas más destacadas por su extensivo consumo e importancia para la dieta y la vida cotidiana destacan el maíz, la calabaza, el frijol, el guaje, el algodón, el chile, el amaranto, el maguey, el nopal, el cacao y las anonas (chirimoyas). Todas ellas poseen, a su vez, números dispares de especies y subespecies. La domesticación adquirió elevada sofisticación y abarcó especies con fines alimenticios, ornamentales, enervantes (como el tabaco) y medicinales.

En el cultivo de estas plantas, muchas de ellas extendidas por todo el territorio, interferían dos factores que nos hablan del grado de complejidad de los sistemas agrícolas: la intensidad y la tecnología agrícolas.

La intensidad agrícola alude a la frecuencia con que una misma parcela de tierra es explotada. En este sentido, hablamos de sistemas de producción intensivos que daban un número de cosechas al año, y otros extensivos en los que la pobreza y la fragilidad del suelo obligaba a roturar continuamente nuevas tierras y a dejar en descanso o barbecho durante muchos años las parcelas antes cultivadas. Por supuesto, las condiciones ambientales (humedad, temperatura, lluvias, tipo de suelo) orillaban a la adopción de un método u otro. Las chinampas que se explotaban en la cuenca de México —y que todavía perviven en algunas áreas de Xochimilco y Tláhuac— estaban entre los sistemas de cultivo intensivo más eficientes gracias a los lodos del entorno lacustre que fertilizaban sin cesar las parcelas de cultivo. Por el contrario, el sistema de roza, tumba y quema practicado en los espacios de bosque tropical húmedo o en los medios selváticos obligaba a expandir una y otra vez la frontera agrícola. En la geografía otrora novohispana también hubo algunas soluciones que, si bien no supusieron una explotación por completo intensiva, previnieron la erosión y retuvieron la humedad del suelo para un mejor aprovechamiento agrícola en áreas tendentes a una mayor aridez (figura 1).

Este criterio estaba en consonancia con la densidad demográfica de las distintas regiones, y ello, a su vez, con el tipo de organización social y el avance tecnológico. Las características tecnológicas de la agricultura estaban en función de los instrumentos de trabajo, los criterios sobre la forma del suelo (topografía) y el clima (temperatura, humedad) que ponderaban los agricultores para la elección de un sistema de cultivo u otro.

Antes de la conquista, los instrumentos agrícolas utilizados podrían calificarse de herramientas simples. Eran de madera con ocasionales piezas de piedra o cobre. El hacha y el palo sembrador se usaban por lo general en la agricultura extensiva de roza, mientras que la coa era empleada en sistemas de mediana y gran intensidad a fin de preparar el suelo para la siembra.

Un sistema de cultivo muy particular en Mesoa­mérica y de presencia amplia es el del huerto solar o milpa de la casa, cercano a la vivienda. Consistía en parcelas de uso continuo que combinaban distintas especies sembradas escalonadamente, con altos rendimientos debido a que se fertilizaban con los desperdicios domésticos. Otros tipos de cultivos especiales de explotación continua fueron los huertos de cacao, frutales, nopales de grana cochinilla y magueyales.


Figura 1. “Casa de gentiles” y sistema de pretiles para la retención del suelo en la Mixteca, Oaxaca. Fotografía de Marta Martín Gabaldón, 2018.

A través del análisis lingüístico conocemos algunos aspectos de la agricultura indígena. El análisis de las palabras inscritas en los vocabularios recopilados por los frailes facilita una aproximación a la manera en la que los distintos grupos categorizaban los suelos según sus calidades y capacidad de aprovechamiento. Por ejemplo, de las fuentes en lengua mixteca del siglo xvi se desprende que el universo indígena dividía la tierra en tres categorías, a su vez con distintas formas de aludir a ellas: ñuhundoyo, “tierra de regadío”; las naturalmente fértiles, ñuhucoco y ñuhu quaha, la última “tierra roja”, y estériles, ñuhu tesii, en sentido metafórico, envejecida, “tierra que se arrugó”, y ñuhu teyaa.

El manejo del agua en la agricultura prehispánica adquirió numerosas formas. Mediante el riego y diversas técnicas de captación de agua de lluvia y retención de la humedad del subsuelo se intensificó

la producción. Se han identificado sistemas de a­provechamiento hídrico: obras hidráulicas para uso doméstico —captación mediante canales, zanjas, jagüeyes, cisternas (o chultunes en el área maya), acueductos, pozos verticales subterráneos—, obras de irrigación agrícola —con instalaciones permanentes o temporales, como canales, acueductos y presas—, sistemas de riego con aguas subterráneas y siste­mas de riego en terrenos de aluvión de inundación estacional, entre otros. En el contexto mexica, donde el medio lacustre fue el protagonista, el cronista tenochca Tezozómoc atribuye el surgimiento de las primeras chinampas cultivadas a la construcción de un caño para llevar agua de los manantiales de Chapultepec, que aconteció en tiempos del tlatoani Itzcóatl (1427-1440) después de derrotar a los tepanecas de Azcapotzalco. Asimismo, esta obra hidráulica —quizá la primera de los mexicas— se mandó acompañar de una calzada y sirvió de dique para con­tener las aguas.

En relación con lo anterior, es importante tener en cuenta que las obras hidráulicas no sólo se destinaron a la dimensión agrícola sino a la canalización y drenaje de aguas pluviales para evitar inundaciones; el tratamiento de las aguas de desecho de las poblaciones; el control, aprovechamiento y desagüe de las zonas pantanosas, e, inclusive, a la ritualidad. En este último sentido, y poniendo la mirada sobre el centro de México, observamos que el agua está presente en el difrasismo que alude a la guerra, atl-tlachinolli, “agua-cosa que se quema”, y que en la iconografía de finales del siglo xv el agua aparecía como una mujer incontrolable aplacada por el tlatoani del altepetl de Tenochtitlan. Esta identificación del gobernante como dominador del agua parece que pervivió en cierta forma en la época colonial.

En el plano simbólico, encontramos la identificación de algunos tlatoque mexicas con la divinidad acuática por excelencia, Tláloc. Tezozómoc menciona que para los funerales del gobernante Axayácatl (1469-1481) se utilizó un tocado de plumas de garceta blanca, entre otros atributos de Tláloc que adornaban su cuerpo, y parece que lo mismo sucedió con Tízoc (1481-1486) (la garceta blanca era un ave asociada al medio lacustre y a las deidades de la lluvia), y el Códice Florentino recoge que el dios Tláloc y algunos tlaloques, así como sus sacerdotes en sus fiestas, usaban un tocado llamado aztatzontli, que significa “cabello de garceta blanca”.

Sie haben die kostenlose Leseprobe beendet. Möchten Sie mehr lesen?