Buch lesen: «Esclavos Unidos»

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akal / a fondo

Director de la colección

Pascual Serrano


Diseño interior y cubierta: RAG

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Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Helena Villar, 2021

© Ediciones Akal, S. A., 2021

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-460-5118-3

Helena Villar

Esclavos Unidos

La otra cara del American Dream


Estados Unidos como potencia económica es objeto de deseo mundial. Tanto entre las elites, que lo ven como lo más cercano a la utopía del libre mercado, la competencia y la privatización, como entre los más pobres, embebidos por un incesante imperialismo cultural que les graba a fuego el American Dream de la tierra de las oportunidades. Sin embargo, la realidad difiere bastante de la imagen que Washington proyecta ante el mundo, especialmente en el caso de la clase media y trabajadora, encadenada a producir beneficios sin descanso en un contexto de práctica ausencia de Estado del bienestar.

Así, el llamado «excepcionalismo americano», enarbolado hasta la saciedad para presumir de una construcción nacional superior al resto, podría ser utilizado de forma válida si se le dota de un significado de singularidad que, en este caso, dista de ser positivo. Porque Estados Unidos es el país con más habitantes en­car­ce­lados del planeta, es el país con más armas per cápita de todo el mundo, tiene el mayor ejército, la esperanza de vida es similar a naciones latinoamericanas en desarrollo, tiene el porcentaje de pobreza juvenil más alto de la OCDE, registra la ma­yor deuda pú­blica del planeta, sus ciudadanos tienen veinte ve­ces más pro­babi­lidades de morir por violencia armada que el resto de países industrializados, compite en los primeros puestos de desigualdad, es el país con mayor número de falleci­dos por consumo de drogas y registra una alta tasa de analfabetismo. ¿Alguien da más?

Helena Villar es licenciada en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona y tiene un máster en Televisión por la Universidad Rey Juan Carlos. Su primer contacto profesional en medios de comunicación fue en el diario El País, donde trabajó como becaria en la sección de Política. Posteriormente, también estuvo en la Agencia EFE en Barcelona.

Tras cursar el máster, la periodista entró a formar parte de Televisión Española. Allí pasó por el Canal 24 Horas, informativos, TVE Catalunya o por programas como España Directo hasta noviembre de 2014. Desde esa fecha, pasa a formar parte de la plantilla del canal ruso de noticias RT en Español como corresponsal de la cadena en España, hasta que en junio de 2017 fue nombrada corresponsal en Washington DC, con movilidad por todo Estados Unidos.

A mi hija. Por un mundo en el que la libertad

no esté secuestrada por el privilegio.

PRESENTACIÓN

Es tanta la presencia de Estados Unidos en nuestros medios de comunicación, que todos tenemos la sensación de viajar allí constantemente. Nos resultan familiares las calles de Nueva York, la fachada del Capitolio, los rascacielos de Manhattan, las casas de Nueva Orleans, el desierto de Arizona o las mansiones de Los Ángeles. Vemos la cara del presidente de Estados Unidos más veces que la de nuestros familiares del pueblo de al lado. Todos tenemos la sensación de haber estado en el interior de la casa de un estadounidense: su fachada con césped, su soportal con porche de madera y endeble puerta, su escalera hacia las habitaciones, su amplia cocina. Conocemos el uniforme de sus policías y de sus camareras de bares de carretera, y hasta los gestos de sus adolescentes y afroamericanos sin haber hablado nunca con ninguno de ellos.

Es verdad que no todo lo que nos cuentan es bueno, hay noticias de tiroteos, imágenes de indigentes y alguna vez hasta disturbios, pero toda esa gente no tiene cara, son impersonales. En cambio, los protagonistas de películas y series y los famosos sí que son humanos, sonrientes, amables y felices. Hasta han conseguido que nos caiga bien un gañán, egoísta y reaccionario como Homer Simpson, que en España votaría a Vox.

Pues ahora olviden todo eso y vengan a conocer la realidad de Estados Unidos a través de este nuevo libro de la colección A Fondo, Esclavos Unidos. La otra cara del American Dream. Su autora, la periodista Helena Villar, tiene las dos condiciones necesarias para contarnos cómo es ese país: primero, lo conoce bien porque vive allí y todos los días explica lo que sucede como corresponsal de la televisión Russia Today en Español, y, segundo, es española, lo que le permite interpretar los contrastes y desmontar nuestros estereotipos.

El estilo de Villar aúna el rigor del periodista que maneja datos y fuentes con otra característica más específica de los periodistas de televisión: los testimonios de los protagonistas. Esos estadounidenses que nunca aparecen en sus series de televisión ni en sus películas los escucharemos en este libro.

Ir avanzando por sus páginas es ir superando en cada capítulo el impacto y la convulsión que produjo el anterior. Después de descubrir que cuatro millones de niños no tienen cobertura sanitaria, encontrará que en ese país se debe pagar 140 dólares por un vial de insulina que cuesta cinco dólares fabricar, que la gente se medica con antibióticos para peces porque son los únicos que pueden pagar y que muchas personas sobreviven gracias al dinero que les pagan por vender su sangre. De ahí que las empresas que la compran se instalen en los barrios pobres o cerca de la frontera donde se nutren de inmigrantes.

En el capítulo sobre educación encontrará un país donde los maestros deben completar su sueldo trabajando de conductores de Uber para poder sobrevivir. Que, como los colegios se financian con dinero municipal, cuanto más pobre es el barrio menos dinero hay para su funcionamiento. Que 45 millones de universitarios deben 1,6 billones por los préstamos que pidieron para poder estudiar y que algunos llegan a la jubilación todavía pagando esos préstamos: la deuda estudiantil de estadounidenses que tienen entre sesenta y sesenta y nueve años es de 85.000 millones de dólares.

Y, por supuesto, veremos pobreza y hambre. El 43% de los hogares estadounidenses no pueden pagar lo básico para vivir, incluso con algún adulto trabajando. La ONU contabiliza 40 millones de personas pobres, con la tasa de pobreza juvenil más alta de la OCDE.

Eso mientras el 41% de los trabajadores no disfrutan de vacaciones ni de días festivos en todo el año, porque la ley no obliga a las empresas. De hecho, Estados Unidos es uno de los tres únicos países del mundo que no ofrece baja maternal remunerada.

La autora nos trae informes que muestran que la desigualdad en Estados Unidos ha llegado a tal punto que, en los últimos años, el 1% de los estadounidenses más ricos ha arrebatado 50 billones al 90% más pobre. Un estudio histórico ha revelado que, en ese faro del mundo libre y democrático que es Estados Unidos, la sociedad es más desigual que en el antiguo Imperio romano. Sí, sí, como lo oyen, en la Antigua Roma el coeficiente de desigualdad de Gini establecía que el 1% de la gente acumulaba el 16% de la riqueza, mientras que en Estados Unidos se lleva el 40%. Se calcula que los tres individuos más ricos tienen el mismo patrimonio que la mitad más humilde del país, es decir, que 160 millones de personas.

Otro valor que tiene este libro para los europeos es que podemos apreciar tendencias que nos vienen. La más espectacular, la de las empresas colaborativas que surgieron en California; la autora nos explica cómo allí lograron doblegar al poder político para poder imponer su modelo laboral, que no es otro que el de trabajadores sin ningún derecho. Ya están también en Europa y su intención es dejar de ceñirse a sectores concretos (reparto o transporte de pasajeros) para ir fagocitando otros ámbitos y arrasar los derechos laborales.

Helena Villar también nos cuenta de qué se mueren los norteamericanos: 38 mil estadounidenses fallecen por violencia armada al año, 100 al día. En el caso de sus mujeres, cada mes 52 son asesinadas a tiros por su marido o novio (aparte están las agresiones sexuales, una cada 73 segundos). Puedes tener suerte y no llegar a morirte, sólo a enfermar por las malas condiciones del agua de los sistemas públicos de distribución, como a 19,5 millones de estadounidenses cada año. Los militares tienen su sistema propio de muerte, que, por cierto, no tiene que ver directamente con la guerra. Seis mil exmilitares o militares se suicidan cada año (más de los que caen en combate). El enemigo que mata a los soldados estadounidenses son ellos mismos, o, mejor dicho, el Gobierno que te hace militar, te lleva a la guerra, te abandona y te proporciona la pistola para que te pegues un tiro. Eso cuando no los expulsa del país después de volver del frente si son emigrantes.

Pero eso debe ser así para mantener la industria de la guerra del país con casi 800 mil trabajadores haciendo ricos a los directivos de las grandes empresas de armamento. Como dice Villar, «hay más señores de la guerra en Washington DC y en las mansiones de Maryland y Virginia que en Afganistán». El choriceo de dinero público de la industria de la guerra es tal que los audi­tores contratados por 400 millones para aclarar las cuentas abandonaron su objetivo un año después. El Pentágono no pudo explicar el destino de 21 billones de dólares gastados entre 1998 y 2015. Y ahí siguen, gastándose el 61% del presupuesto federal frente al 5% para sanidad o educación.

Los métodos por los que grandes empresas drenan el dinero público son numerosos y cada cual más miserable. Algunos datos que nos ofrece Helena Villar: desde siete mil millones para las que encarcelan a emigrantes sin papeles, pasando por un sueldo de 816 mil dólares anuales para el directivo de un albergue privado contratado para acoger indigentes en condiciones infrahumanas, hasta empresas que contratan presos a 23 centavos la hora.

Una de las cosas que menos se cuentan es que Estados Unidos es el país del mundo con mayor número de ciudadanos encarcelados, niños incluidos, porque en 29 estados es legal procesar a niños a partir de cinco años. El 20% de presos del planeta están en ese país, aunque sólo viva el 5% de los habitantes mundiales. Una de las razones del bajo nivel de desempleo de Estados Unidos es que los pobres allí no están parados, están en la cárcel porque no pudieron pagar una fianza tras cometer un delito menor como sentarse en una acera o acampar por no tener vivienda.

Pero, eso sí, los políticos son todos muy religiosos, sólo un miembro del Congreso se declaró aconfesional en enero de 2021.

Helena también nos desmonta el mito de un país económicamente poderoso. En 2021 tenía una deuda de 27 billones de dólares, es decir, 84 mil euros por cada ciudadano. Con esa deuda ya hubiera sido intervenido con los criterios económicos de la Comisión Europea como sucedió con Grecia.

Y con ese panorama, el «modelo americano» ha conseguido que el 100% de los estadounidenses pobres se consideren muy o bastante orgullosos de su nación. Y eso que, a la deuda nacional anteriormente señalada, hay que añadir la que tiene cada norteamericano con las financieras, concretamente 90.460 dólares.

Después de leer este libro llegaremos a la conclusión de que el balance del ciudadano medio estadounidense es este: con trabajo, uno o varios; sin derecho a vacaciones, pero sin poder llegar a fin de mes; sin una cobertura sanitaria, lo que le obliga, por ejemplo, como hemos dicho, a pagar 140 dólares por un vial de insulina y recurrir a antibióticos para peces; siempre esquivando la muerte para no ser una de las 100 víctimas diarias por arma de fuego, y con una deuda de 90.460 dólares con los bancos (más otros 84 mil en tu nombre que debe el Gobierno estadounidense a otros países o financieras). Pero siempre orgulloso de su nación.

Pero tenga en cuenta que los datos e información que le acabo de ofrecer son una parte nimia de todo lo que conocerá y aprenderá leyendo Esclavos Unidos. La otra cara del American Dream, porque no siempre se tiene a nuestra disposición a una periodista ajena a Estados Unidos recogiendo los números y los testimonios de lo que nunca nos cuentan de ese país.

Pascual Serrano

IntroduccióN

Como deja claro Helena Villar en este libro, el sadismo define casi todas las experiencias culturales, sociales y políticas en los Estados Unidos. Tiene su expresión en la codicia de una elite oligárquica que ha visto cómo, durante la pandemia, su riqueza se incrementaba en 1,1 billones de dólares, mientras el país sufría el aumento más pronunciado de su tasa de pobreza en más de 50 años. Tiene su expresión en homicidios extrajudiciales por parte de la policía en ciudades como Minneapolis. Tiene su expresión en nuestra complicidad en el asesinato indiscriminado de palestinos desarmados por Israel, en la crisis humanitaria generada por la guerra en Yemen y en nuestros regímenes de terror en Afganistán, Iraq y Siria. Tiene su expresión en la tortura en nuestras cárceles y en prisiones clandestinas. Tiene su expresión en la separación de los niños de sus padres indocumentados, retenidos como si se tratara de perros en una perrera.

El historiador Johan Huizinga, cuando escribía sobre el otoño de la Edad Media, sostenía que, a medida que las cosas se desmoronan, se abraza el sadismo como una forma de afrontar la hostilidad de un universo indiferente. Una vez roto el vínculo con un objetivo común, una sociedad fracturada se refugia en el culto al yo. Se celebra, tal como hacen las empresas y corporaciones en Wall Street o la cultura de masas a través de los programas de telerrealidad, los rasgos clásicos de los psicópatas: encanto superficial, pomposidad y arrogancia; necesidad de un estímulo y una excitación constantes; inclinación a la mentira, el engaño y la manipulación, e incapacidad para el remordimiento o la culpa. Consigue lo que puedas, tan rápido como puedas, antes de que algún otro lo haga. Este es el estado natural de la «guerra del todos contra todos»; como consecuencia del colapso social, Thomas Hobbes veía un mundo en el que la vida se torna «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta». Y este sadismo, como vislumbró Friedrich Nietzsche, alimenta un placer perverso, sádico.

Para la mayoría de los estadounidenses, la única salida es servir, como hace Biden, a la máquina sádica. El empobrecimiento de la clase trabajadora ha condicionado a decenas de millones de estadounidenses a que acepten ponerse al servicio de una policía militarizada que funciona como un ejército letal de ocupación interna; de un ejército que lleva a cabo regímenes de terror en el transcurso de ocupaciones en el extranjero; de agencias de inteligencia que torturan en prisiones clandestinas globales; de la vasta red gubernamental de espionaje a la ciudadanía; del robo de información personal por parte de agencias de crédito y medios digitales; del sistema penitenciario más grande del mundo; de un servicio de inmigración que persigue a personas que nunca han cometido un delito y separa a los niños de sus padres para «almacenarlos» en depósitos; de un sistema judicial que condena a los pobres a décadas de prisión, a menudo por delitos no violentos, y les niega la posibilidad de un juicio con jurado; de las empresas que llevan a cabo el trabajo sucio de los desahucios, el corte de servicios públicos (entre ellos el agua), el cobro de deudas abusivas que abocan a la gente a la bancarrota y la denegación de servicios médicos a quienes no pueden pagar; de bancos y prestamistas que gravan a las personas sin recursos con créditos abusivos y con elevados intereses, y de un sistema financiero diseñado para mantener a la mayor parte del país presa de una deuda agobiante mientras la riqueza de la elite oligárquica aumenta hasta niveles nunca vistos en la historia de Estados Unidos.

Estos son algunos de los pocos trabajos que están bien remunerados. Traen consigo sentimientos de omnipotencia, ya que las víctimas están en gran medida indefensas. Al servicio del Estado o de las corporaciones, los empleados pueden abusar, humillar e incluso matar con impunidad, como pone de manifiesto el asesinato casi diario de civiles desarmados por parte de la policía. Este servicio a los monolíticos centros de poder exonera a las personas de tener que hacer una elección moral. Confiere una omnipotencia casi divina.

Sabemos qué aspecto adquiere este sadismo. El de un Derek Chauvin indiferente asfixiando hasta la muerte a George Floyd mientras sus compañeros policías miran impasibles. El de Andrew Brown Jr. recibiendo cinco disparos de la policía en Carolina del Norte, entre ellos uno en la parte posterior de la cabeza. El de Abner Louima, a quien la policía introdujo un palo de escoba por el recto en un baño en la comisaría número 70 de Brook­lyn, lo que requirió tres operaciones de importancia para reparar las lesiones internas. El de Edward Gallagher, jefe de operaciones especiales de los Navy Seal, disparando y matando al azar a civiles desarmados y usando un cuchillo de caza para apuñalar repetidamente hasta la muerte a un prisionero iraquí herido y sedado, de diecisiete años de edad, y luego fotografiarse con el cadáver. El de civiles iraquíes, la mayoría sin relación alguna con la insurgencia, desnudos, atados, golpeados, humillados sexualmente y violados, y a veces asesinados, por soldados y contratistas privados en Abu Ghraib. Los detenidos en Abu Ghraib eran sistemáticamente arrastrados por el suelo de la prisión con una cuerda atada a sus penes, se usaban luces químicas para sodomizarlos o para que el líquido fosfórico pudiera verterse sobre sus cuerpos desnudos. El de las mujeres que son torturadas, golpeadas, degradadas y violadas, a menudo por un grupo numeroso de hombres, en películas porno, y de las que, al cabo de unas pocas semanas o meses, se prescinde con traumatismos severos, además de enfermedades de transmisión sexual y de desgarros vaginales y anales cuya curación requiere de intervención quirúrgica.

Las sociedades sádicas rechazan y condenan a ciertos sectores de la población –en Estados Unidos son los negros pobres, los musulmanes, los indocumentados, la comunidad LGBTQ, los anticapitalistas radicales, los intelectuales– al considerarlos desechos humanos. Se los ve como contaminantes sociales. Leyes, instituciones y estructuras burocráticas forman parte de esas sociedades sádicas que funcionan, en palabras de Max Weber, como una «máquina inanimada». La máquina empuja a la mayoría de la gente a la masa, pero permite que quienes quieran hacerse cargo de su trabajo sucio estén por encima de la multitud. Quienes ejecutan ese sadismo en nombre de la elite en el poder sienten miedo de que los devuelvan a la masa. Por esta razón, cumplen enérgicamente con la degradación, la crueldad y el sadismo que la máquina exige. Cuanto más insultan, persiguen, torturan, humillan y matan, más parecen ampliar mágicamente la brecha entre ellos y sus víctimas. Por eso, policías y funcionarios de prisiones negros pueden ser tan crueles, y a veces más, que sus homólogos blancos.

El sadismo erradica en el sádico, al menos momentáneamente, los sentimientos de inferioridad, vulnerabilidad y de verse afectado por el dolor y la muerte. Le proporciona placer. Fui golpeado por la policía militar saudí y más tarde por la policía secreta de Sadam Huseín cuando me hicieron prisionero tras la primera Guerra del Golfo. Se veía claramente que los matones encargados de las palizas disfrutaban con ello. El abuso que lleva a cabo Israel sobre los palestinos, los ataques a musulmanes, niñas y mujeres en India y la estigmatización de los musulmanes en los países que ocupamos son parte de una degradación global que se extiende más allá de Estados Unidos. Wilhelm Reich en The Mass Psychology of Fascism (La psicología de masas del fascismo) y Klaus Theweleit en Male Fantasies (Fantasías masculinas) sostienen que, más que cualquier sistema de ideas coherente, el núcleo del fascismo lo constituye el sadismo, junto con una hipermasculinidad grotesca.

Jean Amery, que estuvo en la resistencia belga en la Segunda Guerra Mundial y que fue capturado y torturado por la Gestapo en 1943, define el sadismo «como la negación radical del otro, la impugnación simultánea tanto del principio social como del principio de realidad. En el mundo del sádico triunfan la tortura, la destrucción y la muerte, y está claro que un mundo así no tiene esperanzas de sobrevivir. Por el contrario, el sádico desea trascender el mundo, alcanzar una soberanía total negando y anulando a sus semejantes, a los que ve como representantes de un tipo particular de “infierno”».

La observación de Amery es importante. Una sociedad sádica tiene que ver con la autodestrucción colectiva. Es la apoteosis de una sociedad deformada por experiencias abrumadoras de pérdida, alienación y éxtasis. La única manera que queda de afirmarse en sociedades fracasadas es destruir. Johan Huizinga en su libro El otoño de la Edad Media señaló que la disolución de la sociedad medieval provocó «el tono violento de la vida». Hoy día, este «tono violento de la vida» lleva a la gente a llevar a cabo asesinatos policiales, desahucios de familias, bancarrotas decretadas por órdenes judiciales, la denegación de atención médica a los enfermos, atentados suicidas y tiroteos masivos. Como vio el sociólogo Emil Durkheim, quienes buscan la aniquilación de los otros se ven impulsados por deseos de auto-aniquilación. El sadismo hace que suba la adrenalina y da placer, a menudo con fuertes matices sexuales, lo que nos lleva a ser atraídos por lo que Sigmund Freud llamó la pulsión de muerte, la pulsión de destruir todas las formas de vida, incluida la nuestra. Y en un mundo en el que la muerte lo impregna todo, se la acaba considerando irónicamente como el remedio.

El capitalismo corporativo, que ha pervertido los valores de la sociedad estadounidense para mercantilizar todas y cada una de sus facetas, incluidos los seres humanos y el mundo de la naturaleza, insiste en que son los dictados del mercado los que deben regir nuestra existencia, una convicción imbuida de sadismo. Se trata de ese placer derivado de la explotación de los demás del que escribió Fredrich Nietzsche en La genealogía de la moral:

Formémonos una clara idea de la lógica que subyace a toda esta manera de obtener una compensación: es harto extraña. La equivalencia se da cuando en lugar de una ventaja que compense directamente el daño (por tanto, en lugar de una compensación en dinero, tierra o posesiones del tipo que sea) se concede al acreedor como reembolso y compensación una especie de sensación de bienestar, la sensación de bienestar que experimenta cuando ve que le es lícito descargar su poder sin reparo alguno sobre alguien impotente, la voluptuosidad «de fair le mal pour le plaisir de le faire» [hacer el mal por el placer de hacerlo], el disfrute en la violación: un disfrute que se tiene en tanto más estima cuanto más abajo esté el acreedor en el orden de la sociedad y más fácil sea que le parezca el más exquisito de los bocados, e incluso una forma de pregustar un rango superior. Mediante el «castigo» del deudor, el acreedor participa de un derecho reservado a los señores: finalmente llega a experimentar también él la exaltante sensación de poder lícitamente despreciar y maltratar a otro ser como a un «inferior», o al menos –en el caso de que el poder mismo de castigar, de ejecutar la pena, ya se haya puesto en manos de las «autoridades»– de verle despreciado y maltratado. La compensación consiste, por tanto, en una licencia y derecho a la crueldad[1].

Unos ejecutivos de la compañía energética Enron, en un diálogo que podría proceder de cualquier gran corporación, fueron grabados en el año 2000 mientras discutían «robar» en California, refiriéndose a la «abuela Millie». Los dos operadores, identificados como Kevin y Bob, rechazaban las demandas de reembolso por parte de los reguladores californianos ante la constante especulación con los precios llevada a cabo por la compañía.

Kevin: ¿Así que el rumor es cierto? ¿Están jodiendo para que devolváis todo el dinero? ¿Todo ese dinero que robasteis a esas pobres abuelas en California?

Bob: Sí, a la abuela Millie, tío. La única que no sabría cómo coño usar una papeleta para votar.

Kevin: Sí, ahora quiere que le devolvamos su puto dinero por toda la electricidad que le cobrasteis a unos jodidos 250$/megavatio hora.

Bob: Ya sabes, la abuela Millie, por la que está luchando Al Gore, ¿sabes?

En un momento posterior de la misma conversación, Kevin y Bob denigran a los californianos.

Kevin: Oh, lo mejor que podría pasar es que viniese un puto terremoto, dejar esa cosa flotando por el Pacífico y ponerles unas putas velas.

Bob: Lo sé. Esos tipos… hay que acabar con ellos.

Kevin: Están tan jodidos y están completamente…

Bob: Están tan jodidos.

No nos libraremos del capitalismo depredador y de su cultura sádica con unas míseras migajas concedidas por el Gobierno. No nos libraremos porque las astutas personas que escriben los discursos a Biden y los especialistas en relaciones públicas, que utilizan encuestas y grupos de debate para decirnos lo que queremos oír, pueden hacer que sintamos que la Administración está de nuestro lado. No hay buena voluntad en la Casa Blanca de Biden, en el Congreso, los tribunales, los medios de comunicación –que se han convertido en una caja de resonancia de las clases privilegiadas– o las juntas directivas de las corporaciones. Ellos son el enemigo.

Nos libraremos de esta cultura sádica de la misma manera que los desheredados se sacudieron el yugo del capitalismo clientelista durante la Gran Depresión, organizándose, protestando y disturbando el sistema hasta que las elites gobernantes se vean obligadas a conceder algún tipo de justicia social y económica. El Bonus Army, veteranos de la Primera Guerra Mundial a los que se había denegado el pago de pensiones, estableció en Washington inmensos campamentos que fueron violentamente desmantelados por el ejército. En la década de 1930, grupos de vecinos, muchos de ellos miembros de los Wobblies o del Partido Comunista, impidieron físicamente que la policía del condado desahuciase a familias. En 1936 y 1937, el sindicato United Auto Workers llevó a cabo una huelga de brazos caídos en las fábricas que paralizó General Motors, obligando a la compañía a reconocer el sindicato, aumentar los salarios y satisfacer las demandas sindicales de protección y condiciones de trabajo dignas y seguras. Fue una de las conquistas laborales más importantes en la historia estadounidense y llevó a la sindicación de toda la industria automovilística del país. Los agricultores, a los que los grandes bancos y Wall Street habían llevado a la bancarrota y a embargos, fundaron la Farmer’s Holiday Association para protestar por la incautación de granjas familiares, una de las razones por las que ladrones de bancos como John Dillinger, Bonnie y Clyde, y la Banda Barker eran auténticos héroes populares. Los agricultores cortaron carreteras y destruyeron montañas de productos agrícolas, lo que redujo el abastecimiento y provocó una subida de los precios. Los agricultores, al igual que los trabajadores del automóvil sindicados, fueron objeto de una amplia vigilancia gubernamental y de ataques violentos por parte del FBI, matones a sueldo de las compañías, bandas de delincuentes contratadas, elementos paramilitares y policías del condado. Pero la militancia dio sus frutos. Los agricultores obligaron al Estado a aceptar una moratoria de facto sobre los embargos de granjas. Al mismo tiempo, las manifestaciones masivas fuera de las capitales estatales presionaron a los órganos legislativos para que impidiesen el cobro de los pagos hipotecarios vencidos. En el sur, arrendatarios y aparceros formaron sindicatos. El Departamento de Trabajo calificó su acción colectiva de «guerra civil en miniatura».

Las personas desempleadas y hambrientas de todo el país ocuparon tierras y casas vacías, formando barrios de chabolas conocidos con el nombre de Hoovervilles. Los indigentes se adueñaron de edificios y empresas públicos. Esta presión constante, y no la buena voluntad de Franklin Delano Roosevelt, es lo que dio lugar al New Deal. Él y sus colegas oligarcas acabaron comprendiendo que, si no se llevaba a cabo una reforma, habría una revolución, algo que Roosevelt reconocía en su correspondencia privada.

Hasta que no se reintegre a la gente en la sociedad, hasta que no se elimine el control corporativo y oligárquico de nuestros sistemas educativo, político y mediático, hasta que no recuperemos la ética del bien común, no habrá esperanza de restablecer los vínculos sociales positivos que fomentan una sociedad sana. En la Historia, son numerosos los ejemplos que ilustran cómo funciona este proceso. Hay que jugar con el miedo. Y hasta que no hagamos que sientan temor, hasta que un aterrorizado Joe Biden y los oligarcas a los que sirve no vean ante ellos un mar de horcas y tridentes, no lograremos poner freno a la cultura del sadismo que han urdido.

€9,99

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0+
Umfang:
403 S. 6 Illustrationen
ISBN:
9788446051183
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Rechteinhaber:
Bookwire
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