Memorias de un buen pastor

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Memorias de un buen pastor
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Letrame Editorial.

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© Héctor Montenegro

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-351-1

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

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NOTA DEL AUTOR

Esta es una novela de amor. De amor físico, de amor al prójimo y del amor que siempre nos viene a la mente cuando hablamos de una novela romántica. No obstante, he querido en ella poner el acento en el amor físico y en el placer que obtenemos con él, porque quiero reivindicarlo liberándolo de estigmas y tabúes, pues pienso, de todo corazón, que cuando se practica con libertad, es decir con consentimiento pleno, sin coacciones físicas ni morales, es una de las cosas más maravillosas que nos pueden suceder. Lamento profundamente la estigmatización religiosa y social de la mayoría de las variantes de la práctica sexual y creo, sinceramente, que si nos liberamos de ellas, seremos mejores personas.

Esto es una novela, por consiguiente, todos los personajes y situaciones que en ella se describen son fruto exclusivamente de mi imaginación. Así pues, desgraciadamente, lo que en ella cuento ni siquiera está basado en experiencias propias.

CERCA DEL FINAL

Cada mujer tiene una forma distinta de correrse. Lo digo yo que he visto correrse a muchas, muchas veces. El orgasmo es una proyección de su manera íntima de abordar el sexo. Algunas, tras permanecer en absoluto silencio, alcanzan el orgasmo súbitamente, porque están acechándolo agazapadas como leonas que aguardan el momento para saltar sobre su presa, y cuando llega su explosión, se olvidan de quien se lo ha provocado para vivirlo intensamente. Otras lo anuncian de lejos con gemidos de ansiedad con los que estimulan el deseo de quien los presencia, para terminar con grandes voces de celebración. Algunas arañan la espalda de sus amantes, otras entran en un dulce sopor o incluso se desmayan. Muchas besan agradecidas al amante, y algunas les dan la espalda para echarse a dormir.

Yo sabía que el orgasmo que le iba a proporcionar a aquella muchacha de diecinueve años era el primero que iba a experimentar con un hombre, porque sus experiencias anteriores se habían saldado con un frustrante fracaso, así que mientras aguardaba el feliz acontecimiento que ya veía venir, por el temblor de sus muslos, me preguntaba qué tipo de orgasmo iba a mostrarme.

Habíamos empezado en su habitación, que yo le había pedido que oscureciese deliberadamente, ya que mi aspecto físico es muy poco inspirador de ilusiones eróticas. No la había besado por si le daba asco morrearse con un viejo que necesitaba Viagra para conseguir una erección. Dicen que de noche, todos los gatos son pardos, así que yo confiaba en que la oscuridad y mi experiencia lograsen el objetivo que ella anhelaba. La tomé de las manos y a tientas la llevé a su cama, donde nos sentamos. Acaricié su rostro con delicadeza y mis dedos que han recorrido kilómetros de piel femenina dibujaron sus rasgos para recrearme en sus labios. A continuación acaricié su cuello y desabroché su blusa. Ella colaboró para desnudar su torso, en el que solo quedó el sujetador que contenía sus juveniles y erguidas tetas. Las besé por encima de la suave tela y noté que los pezones se proyectaban exigiendo mimos. Los primeros suspiros, que me parecieron de súplica, agitaron su pecho. Le pedí que se quitase el sujetador y mis manos se ocuparon de las dos tiernas fuentes de placer y de vida. Eran perfectas en tamaño y forma, e inmediatamente me di cuenta de que también eran extraordinariamente sensibles. Estábamos todavía sentados en el borde de la cama, así que me puse de rodillas frente a ella y sus pechos quedaron a merced de mi boca. Lamí con delicadeza las pequeñas aureolas alternándolas con frecuencia. Mientras mi boca se recreaba en uno de los pezones, el otro, mojado de saliva, era acariciado por mi dedo pulgar. Los suspiros empezaron a transportar tenues gemidos de placer. Imagino que la había llevado a un nivel que nunca había experimentado porque entonces me pidió con voz trémula que se la metiera ya.

—No tengas prisa, mujer. Lo mejor está por llegar.

Hice que se pusiera de pie y entre los dos le quitamos los pantalones y las braguitas. Le pedí que se sentara de nuevo en la cama y con delicadeza separé sus muslos. No necesité luz para darme cuenta de que mi boca iba a disfrutar de un coñito perfecto, hermoso, que ya estaba derramando el jugo del placer. Cuando mi lengua empezó a apoderarse de su deseo y de su voluntad, supe que nunca antes había gozado del sexo oral. Ella se movía torpemente tratando de participar en aquello, pero lo único que conseguía era que mi lengua no alcanzase las partes de su anatomía que la iban a llevar al clímax, así que sin dejar de lamer la maravillosa cueva, la sujeté fuertemente por las caderas y la obligué a permanecer inmóvil. Ella se dio cuenta de lo que le convenía y permaneció quieta mientras corría gozosamente hacia su primer orgasmo. Este llegó provocando convulsiones irregulares, arrítmicas, que acabaron mojando toda mi cara. Su voz cantó al placer con un gritó agudo que me recordó el maullido de una gatita buscando leche.

Le ayudé a acostarse convenientemente en la cama y me desnudé para tumbarme a su lado. Ella, cuando se recuperó de la languidez que el orgasmo le había producido, me expresó su gratitud con inocentes alabanzas a mi habilidad, pero yo sabía que esperaba algo más. Conocía mis cualidades de amante porque su madre, que era quien había propiciado aquel encuentro, se las había ponderado con gran vehemencia. Entonces le dije que era una hembra muy sensual y deseable y que era yo quien debía agradecer la oportunidad de gozar de su cuerpo joven y hermoso.

Yo sabía que iba a tardar un poco en recuperar las ganas de correrse otra vez, pero que yo podía hacer que ese tiempo fuese mucho más corto, así que mientras mis manos se llenaban de la piel joven de su cuerpo le iba susurrando al oído promesas de placer. Luego le pedí que se diera la vuelta porque quería sobarle el culo, que es la parte que más me inspira en el cuerpo de las mujeres, porque con los pechos, contiene la esencia de su feminidad animal. El culo era perfecto, como las tetas. Tenía la consistencia y el volumen necesarios para hacerlo irresistible. Yo sabía que las tetas aumentarían su volumen con el paso del tiempo, pero le recomendé que cuidase el tesoro de sus nalgas que le iban a procurar muchos aspirantes a gozarlas.

En ese momento le ofrecí mi polla como muestra de adoración y deseo. Ella la buscó en la oscuridad y su boca emitió una sorda exclamación de sorpresa. Aunque su madre ya le había hablado de ella, no era lo mismo imaginarla que tenerla en las manos, las dos, y no poder abarcarla. No pudo evitar acariciarla con lenta suavidad ni preguntarme si le haría daño al metérsela.

—Procuraremos que no, pero para que la conozcas mejor y le pierdas el miedo, me gustaría que la mamases un poco.

Ella obedeció inmediatamente y con su falta de experiencia inició una torpe felación que yo le fui corrigiendo para que me resultase todo lo gratificante que deseaba. Poco después, excitada por estar saboreando mi verga gigante y por saber que me estaba volviendo loco de gusto, la muchacha ya estaba lista para un nuevo orgasmo según anunciaban los resoplidos de excitación que le salían por la nariz.

—Vamos a meterla a hora en tu chochito —le anuncié, y ella se tumbó en la cama para recibirme.

—Ahora quiero que la cojas con las dos manos y la frotes contra tu clítoris. Hazlo con la intensidad y el ritmo que más te apetezca.

Ella obedeció, y mi glande, hinchado y ansioso por escupir todo el deseo que había acumulado, inició una desigual lucha contra el húmedo botón de placer de la muchacha. Sus gemidos ya debían traspasar las paredes de su habitación cuando me suplicó que se la metiera de una vez, que no podía resistir ni un segundo más sin enterrar aquella tranca en su vientre.

—Está bien —concedí—, pero quiero que te pongas tú encima y que decidas hasta dónde quieres llegar.

Maniobramos con relativa rapidez, ya que yo, por mi edad, no tenía la agilidad que ella anhelaba. Cuando compusimos la figura deseada, ella se puso sobre mí y guio con ansia mi polla a su feliz destino. Yo puse mis manos en su culo divino y sentí cómo iniciaba una cópula más rápida que lo que yo deseaba, así que la insté a que moderase su ansia para gozar durante el mayor tiempo posible de la maravillosa sensación que unía nuestros cuerpos. Pero ella estaba enloquecida por el deseo de correrse otra vez, ya que anticipaba un orgasmo mucho más intenso que el que acababa de sentir. En esta ocasión no pude sujetarla, a pesar de intentarlo con mis dos manos, y ella cabalgó desbocada sobre mi polla hasta que, con un grito de victoria, alcanzó el triunfo que perseguía. Yo no pude contenerme más y me corrí con ella cuando iba por su segundo orgasmo consecutivo, al que siguieron otros dos más antes de derrumbarse desmayada sobre mi pecho.

 

Permanecimos en esa posición un buen rato. Mi verga, pese a haberse deshinchado, seguía muy a gusto en su maravilloso hogar, y mis manos se recreaban en su culo mientras me preguntaba si en una próxima ocasión podría gozar de él entrando por el orificio que albergaban aquellos esculturales glúteos.

Cuando noté que roncaba suavemente, la aparté con delicadeza y busqué mi ropa antes de salir de la habitación. En el salón me esperaba la madre de la muchacha.

—Tengo que agradecerle, don Pascual, la gentileza de haber atendido a mi hija como se merece. Sé que la ha hecho tan feliz como a mí porque lo he escuchado todo. Le confieso que me excitado hasta el punto de atreverme a preguntarle si no le quedará algo para mí.

—¿Te quedan pastillas de Viagra?

—Sí, claro, pero no creo que se le haya pasado el efecto de la anterior.

—Bueno, tú dame una por si acaso. No me perdonaría que te sintieras defraudada.

Me tomé la pastilla y lo último que recuerdo es a la buena mujer, vestida para follar, chupándome la polla con fervor religioso, siguiendo con gran profesionalidad las enseñanzas que le había impartido en ocasiones anteriores. Luego desapareció la luz a mi alrededor y desperté con mis dos amantes mirándome con preocupación y preguntándome si me sentía bien. Tardé media hora en recuperarme por completo y cuando lo hice, se empeñaron en llevarme a la residencia en su coche. Nos despedimos poco antes de llegar para que no se nos viera juntos y me recomendaron que me cuidase y que le insistiese al geriatra que debía encontrar una solución al síncope que me había dado por segunda vez en poco tiempo.

Yo intuía cuál era la razón y por tanto el remedio, pero en esta etapa de mi vida proclamo que prefiero seguir follando a seguir viviendo.

MAURO

A Mauro Fábregas su trabajo le era indiferente. A fin de cuentas, solo era para él una manera de ganarse la vida y no tener que depender de sus padres. Él no sabía qué era la vocación y sus sueños de adolescencia se habían limitado a ser una estrella de rock, un futbolista de primera división o el actor guapo de moda. Como la mayoría de los adolescentes. Pero como no tenía oído para la música, capacidad para el esfuerzo físico y su rostro era más bien normal, tirando a feo, pronto había olvidado aquellas ensoñaciones pueriles y se había dedicado a esperar qué le ofrecía la vida tras seguir la rutina de sus estudios, que siguió hasta completar el bachillerato, y que no continuó en la universidad porque no quería perder el tiempo ni dedicar su esfuerzo a algo que, con toda probabilidad, no le iba a servir para nada. Así lo pudo comprobar cuando varios años después sus conocidos y amigos engrosaban las filas de los “ninis” que vivían con cierta vergüenza a costa de sus padres.

Mauro había buscado trabajo y había ido trampeando con contratos basura en los que había hecho un poco de todo. Había vendido entradas en un multicine, había repartido pizzas de una conocida marca, había trabajado en algunos bares, había hecho de reponedor en un hipermercado… Lo que nunca había hecho era trabajar en una obra, porque tenía el convencimiento de que no servía para ello, ni en el campo, donde solo empleaban a extranjeros, porque eran los únicos que aceptaban cobrar las miserias que los comerciantes desaprensivos ofrecían a los recogedores.

Finalmente, una carambola afortunada le había abierto las puertas a una oportunidad que no había dudado en aprovechar, y que lo mantenía desde hacía tres años con un contrato fijo y un salario que él consideraba suficiente. Mauro Fábregas era empleado de la funeraria Ocaso Dorado. A sus veinticinco años todavía era el más joven de la empresa y sabía que tenía el reconocimiento de sus superiores, por lo que podía considerar que su futuro estaba asegurado. Trabajo no le iba a faltar nunca, y desde que la empresa había sido comprada por un grupo nacional, participado por la banca, la viabilidad de la misma estaba garantizada.

Al principio Mauro había sentido algo parecido al arrepentimiento por haber aceptado aquel empleo, especialmente cuando ayudó a trasladar desde la morgue del hospital el cuerpo destrozado de una chavala que no debía haber cumplido los dieciocho años y que se había matado en un accidente de coche. Su rostro había quedado intacto, pero cuando retiraron el sudario que envolvía su cuerpo, tuvo que contenerse para no ponerse a llorar. El compañero más veterano se hizo cargo del estado de ánimo de Mauro y ocupó su lugar en la tarea de componer el cuerpo destrozado. Después mantuvo una charla con él y le aseguró que lo que le había pasado era algo habitual en los primeros días de su trabajo, y que era algo que debía recordar siempre, para que la rutina de trabajar con cadáveres y hacerlo con indiferente profesionalidad no le hiciese olvidar que era un ser humano capaz de conmoverse ante una desgracia ajena.

Lo cierto es que, desde entonces, el joven empleado de la funeraria blindó su ánimo ante lo que pasaba a diario entre sus manos y pronto empezó a manejar ataúdes, vacíos y llenos, como manejaba los pallets de alimentos en el hipermercado del centro comercial.

Aquel día Mauro y su compañero Hipólito se dirigían con uno de los furgones de la empresa a recoger a un difunto de la residencia de ancianos. El encargo venía de la compañía de seguros de decesos y se le iba a ofrecer un servicio estándar con incineración.

Dejaron el vehículo en la puerta trasera de la residencia. La directora lo quería así para no perturbar el estado de ánimo de los ancianos, que asistían a la aparición del vehículo de la funeraria con tristeza, ya que les hacía preguntarse invariablemente si el próximo viaje lo haría para recogerles a ellos. Con la misma finalidad transitaron empujando la camilla evitando las zonas comunes hasta llegar a la habitación del difunto. Se trataba de un espacio limpio y ordenado cuya luminosidad contrastaba con su sombrío contenido de muerte, materializado en el cuerpo inerte de Pascual Martínez Pombo, que yacía vestido con un impecable traje negro sobre la cama.

Bajo la atenta mirada de la supervisora, manejaron el cuerpo y lo situaron sobre la camilla. Una vez depositado en ella, Hipólito, que como más antiguo ostentaba el mando moral de la situación, sacó un bloc donde estaban los formularios que necesariamente habían de cumplimentar para el traslado del cadáver.

—Veamos —dijo con el boli de la empresa en la mano—, se trata de don Pascual Martínez Pombo. ¿Tienen ustedes el DNI del difunto?

—Sí, señor. Aquí lo tiene —dijo la supervisora que tenía tanta experiencia como los empleados de la funeraria en aquella situación.

—Muy bien. Veo que tenía ochenta y seis años. ¿Hay algún familiar que pueda firmar la conformidad?

—No. Pascual no tenía familia. En los seis años que ha pasado aquí nunca ha recibido visitas. Pero me imagino que ahora que ha muerto le saldrá algún sobrino para ver si puede heredar algo. Me imagino que se va a llevar un buen chasco, porque creo que no tenía nada a su nombre.

Mientras Hipólito mantenía esta conversación con la mujer, que le estaba diciendo su nombre y datos para firmar la autorización de traslado, Mauro curioseaba por la habitación, sorprendiéndose de que aquel anciano tuviese, en una estantería, una modesta colección de joyas musicales que abarcaban un amplio espectro que iba desde Mozart hasta los Beatles, así como algún grupo de heavy metal. En otra estantería tenía algunas novelas que él conocía, al menos de oídas, y otras de autores que no había oído nombrar nunca.

—Era un hombre culto, por lo que veo —se atrevió a decir, pensando en voz alta.

—Así es. Era también un buen conversador que amenizaba las tertulias de ancianos, solo acostumbrados a hablar de dolencias y de nietos. La verdad es que aquí se le apreciaba bastante.

—¿Qué va a pasar con sus cosas?

—Las tiraremos.

—¿Todas? ¿No hay nada que quieran conservar?

—Si tuviésemos que conservar todo lo que dejan los ancianos que fallecen aquí, necesitaríamos un almacén para guardarlas.

—¿Puedo coger algún CD de música?

—Lo que quieras. Ya te he dicho que lo vamos a tirar todo.

—Hay también un par de libros que me interesarían…

—Sí, sí. También. Coge lo que quieras.

Mientras Hipólito y la supervisora, Carmen, se despedían, el joven tomó unos cuantos CDs y un par de libros que le habían llamado la atención por su encuadernación. Al retirarlos, vio que escondido tras ellos había un cuaderno Moleskine de tamaño cuartilla. Picado por la curiosidad, retiró la goma y la abrió descubriendo que sus páginas estaban completamente cubiertas por una apretada escritura que, a pesar de su pequeñez, era perfectamente legible por la pulcritud con la que se había realizado. Dirigió una mirada furtiva al cadáver, como si estuviera pidiéndole permiso, e inmediatamente la puso entre los dos libros y los metió, junto a los CDs musicales en una de las bolsas que solían llevar para meter los efectos personales de los difuntos.

Poco después, empujando la camilla por los pasillos, le dieron a Pascual su último recorrido, por lo que había sido su hogar en los últimos años de su vida. Se cruzaron con algún anciano que fingió no darse cuenta de lo que sucedía, o que no conocía al hombre que era llevado hasta su destino final, ya que iba cubierto con una sábana blanca. Mauro solía pensar que aquella sábana era la última barrera que protegía la intimidad de los que se ocultaban debajo de ella, como si la muerte fuese algo obsceno que no se tuviese que mostrar.

Al llegar a la salida, aguardaba junto a la puerta trasera una mujer que llevaba el uniforme de la residencia. Tendría unos cincuenta años, un evidente sobrepeso y no era especialmente agraciada. Pero lo que más le llamó a Mauro la atención era que tenía el rostro enrojecido e hinchado por el llanto.

Carmen se acercó a ella y, pasando un brazo sobre sus hombros, la atrajo hacia su costado en un amoroso gesto. Ante la mirada interrogativa de los empleados de la funeraria, consideró conveniente explicar:

—Micaela quería mucho a Pascual. Habían desarrollado una especie de relación padre-hija que les hacía mucho bien a ambos. A veces sucede. Te encariñas con algún anciano y sufres cuando se van. Micaela pasaba muchas horas con él, fuera de su horario laboral.

—Lo siento —dijo Mauro a la mujer que no había pronunciado palabra porque había reanudado un llanto manso que le impedía hablar.

Cuando la camilla se encontraba en el interior del furgón, Micaela subió al compartimento de carga del vehículo, y ante la extrañeza de los empleados de la funeraria, apartó la sábana y acercándose al rostro del anciano muerto le dio un tierno beso en la boca.

Poco después, en su camino hacia el tanatorio, Mauro e Hipólito comentaban:

—Joder, qué cariño le tenía la tía esa al viejo. Ahora, una cosa te digo, el beso que le ha dado no me ha parecido el beso de una hija precisamente.

—Bueno —decía Mauro—, la mujer estaba bastante afectada. Tal vez lo ha hecho sin pensar.

—Yo he visto muchas escenas de dolor al despedir a una persona amada, pero te aseguro que nunca había visto antes despedir a un difunto con un morreo. Yo creo que eso de que tenían una relación padre-hija no es muy exacto.

—¿Tú crees que tenían un rollo de amantes? Pero si el pobre Pascual tenía ochenta y seis años…

—Reconozco que no es muy normal, pero no es imposible. Hay hombres a los que les duran tanto el deseo como la capacidad de satisfacerlo, bastante más de lo normal. Además, están las pastillitas azules…

Mauro pensó inmediatamente que quizás la libreta Moleskine que había tomado de la habitación del anciano podía tener alguna información que corroborase las insinuaciones de Hipólito. Así que sintió un deseo imperioso de ponerse a leer aquella escritura limpia que quizás fuese más interesante de lo que había pensado. No obstante, se abstuvo de comentarle nada a su compañero. No quería que algún comentario inoportuno llegase a oídos de sus superiores y pudiese poner en peligro su puesto de trabajo y la feliz independencia que le proporcionaba. Le habían autorizado a tomar libros y discos, pero aquello era algo más personal y lo había cogido por su cuenta. Tal vez había cometido algún delito que no conocía, pero que podía intuir.

 

Unas horas más tarde en el tanatorio se preparaban para incinerar el cuerpo de Pascual. Las salas donde se exponían los cadáveres a familiares y amigos estaban todas ocupadas, y no era en absoluto previsible que nadie solicitase aquel servicio, a pesar de que estaba pagado. Así que la dirección del tanatorio, tras un breve responso religioso que había oficiado Sofía, la de administración, y al que solo habían asistido Mauro y su compañero, Hipólito, como parte de sus obligaciones personales, el cuerpo de Pascual había sido llevado al horno de cremación. Últimamente, como medida de precaución, y a los efectos de disminuir en lo posible la contaminación atmosférica, se despojaba a los difuntos de todas sus ropas, que normalmente no eran reclamadas por los familiares, por lo que eran entregadas a organizaciones benéficas para su aprovechamiento.

Mauro estaba limpiando la furgoneta, lo cual era una de sus obligaciones habituales, cuando Hipólito, que se preparaba para irse a casa tras finalizar su jornada personal, pasó junto a él y le dijo:

—Joder, Mauro, tenías que haber visto el cipote de Pascual. Menudo ejemplar. Yo no había visto nunca algo así. Si aquello funcionaba como imagino, Micaela tenía buenos motivos para llorar su muerte.

Mauro apenas contestó con un gesto de asentimiento a la desagradable observación de su compañero. Estaba claro que los años que le llevaba de ventaja en el oficio le habían sepultado la sensibilidad debajo de una pesada losa de hormigón. Confiaba en que a él no le pasase algo parecido, aunque tampoco lo descartaba. A fin de cuentas, él no era ningún ser especial, así que se dedicó a recordar las palabras de su compañero veterano cuando estuvo a punto de derrumbarse ante la muerte de una muchacha joven, y trató de sentir cierta compasión hacia Pascual. Pensando en él, sintió de pronto un deseo irresistible de leer lo que había escrito.

Más tarde, en su casa, después de cenar, renunció a seguir viendo la serie de televisión a la que estaba enganchado. La veía a través de una de las plataformas de pago a las que estaba suscrito. Impulsado por la curiosidad morbosa de explorar en lo que intuía que iba a ser la intimidad de un ser humano, venció la pereza inmensa que le daba leer cualquier cosa y, sentado en el sofá en el que normalmente veía la tele, silenció el teléfono móvil y se dispuso a leer.

Prólogo

El relato que aquí empiezo, mucho después de haber ingresado en la residencia de mayores, no pretende ser una simple relación de hechos que han marcado mi vida. Tampoco quiero que sirvan como justificación por lo que hecho durante la mayor parte de ella. Afirmo que si tuviese la oportunidad de volver atrás, mi comportamiento sería el mismo. Tal vez, incluso, llegaría aún más lejos de donde llegué siguiendo el dictado de mi corazón.

Tampoco pretendo que nadie lea mis experiencias. De hecho, cuando sepa que estoy cerca de mi muerte, destruiré este cuaderno porque estoy seguro de que la mayoría de las personas que pudieran leerlo rechazarían con asco lo que estas páginas van a contener. Pero como no he sido bendecido con la suerte de que me queden relaciones afectivas con las que poder compartir mis vivencias, las voy a recrear lo más detalladamente que pueda, al objeto de poder revivirlas en la intimidad de la habitación que ocupo. Quiero volverlas a vivir, aunque solo sea en el recuerdo. Haciéndolo, soñaré que otra vez soy joven y que la parte de mi vida que dediqué al sacerdocio ha servido para hacer el bien al prójimo.

MARÍA

Mauro soltó el cuaderno con cierto fastidio. No sabía qué iba a leer. Tampoco se esperaba una novela de acción o de misterio, o algo así. Pero lo que adivinaba tras la introducción iba a ser una relación de obras de caridad o de apostolado de un sacerdote que, curiosamente, había fallecido en una residencia privada. Mauro tenía entendido que la Iglesia tenía sus propias residencias para los religiosos que no tenían familiares que les pudieran atender en el último tramo de su vida. Tal vez Pascual había colgado la sotana en algún momento y por eso estaba allí. En cualquier caso, la lectura no le parecía ahora tan prometedora como había esperado. Así pues, tras un suspiro de decepción, dudó sobre continuar leyendo o no. En aquel momento, el teléfono móvil que tenía sobre una mesita auxiliar empezó a temblar como un prisionero amordazado e iluminó su pantalla con un nombre que le sorprendió: María.

Se trataba de una joven a la que había conocido el fin de semana anterior con la que había pasado un buen rato de divertida charla. La chavala era muy alegre e ingeniosa. Su problema era que no tenía una cara perfecta ni un cuerpo espectacular. Era una de esas a las que, según sus amigos, se le podía hacer un favor en un momento determinado, pero con cuya compañía no se podía presumir. Cuando se la presentaron, no le llamó nada la atención y no manifestó ningún interés por ella, pero ella inmediatamente captó su atención con bromas y sonrisas y muy pronto se vieron bailando primero, tomando unas cañas después y, finalmente, compartiendo una interesante conversación en un rincón relativamente tranquilo del pub.

Cuando se despidieron, Mauro creyó ver en su mirada una insinuación, pero María no era el tipo de mujer que él pudiera relacionar con el sexo. No estaba al nivel mínimo que él tenía señalado, a pesar de que tampoco era, precisamente, lo que su abuela llamaba “un galán”. Así pues, se limitaron a intercambiar sus teléfonos, como se hacía con todo el mundo, y se marcharon cada uno por su lado.

Mauro no volvió a pensar en ella, pero cuando vio su nombre en la pantalla del teléfono que amenazaba con caerse de la mesita, desplazado por su enloquecido baile, sintió una agradable sensación que no pudo entender.

Tomó el terminal y aceptó la llamada.

—¿Mauro?

—Dime, María.

—Estamos en el pub tomando una copa. ¿Por qué no te animas y vienes con nosotros? No te habré pillado en la cama…

Mauro miró su reloj. Eran las diez y media de la noche. Él nunca se acostaba antes de las doce y pico, así que no le pareció una mala idea.

—¿Dónde estáis?

—En el pub de la semana pasada.

—Muy bien. Dame quince minutos.

Mauro dejó la libreta de Pascual a un lado y se dirigió al cuarto de baño. El espejo le devolvió un aspecto presentable. Se vistió en su habitación con ropa informal y salió a la calle. No iba a necesitar quince minutos para llegar allí.

Un miércoles por la noche no suele ser la ocasión para celebrar eventos lúdicos, así que no se extrañó al ver que en el pub al que había sido citado apenas había gente. Un par de grupos, o tres a lo sumo, de jóvenes que formaban corrillos con la botella de cerveza en la mano. En uno de ellos, quizás el menos numeroso, María lo saludaba levantando su botellín. Mauro se acercó a ella e inmediatamente se contagió de su sonrisa. Evidentemente le iba a ser mucho más agradable compartir su compañía que seguir con la lectura de las memorias de un cura.

Poco después de la llegada de Mauro, los demás miembros del reducido grupo, tres chicas y un chico, se despidieron dejándole solo con María.

—No me vas a dejar sola tú también… —dijo ella haciéndose la mimosa.

Mauro le respondió con una sonrisa y la invitó a tomar asiento en un lugar apartado, donde poder mantener una conversación con ella y poder comprobar si, efectivamente, era la persona ingeniosa y divertida que él creía. Solo necesitó cinco minutos para constatarlo. María tenía una personalidad tan encantadora que ocultaba inmediatamente sus supuestas carencias físicas. Cualquier tema que sacase a conversación, aunque fuese tan aburrido como puede ser el trabajo, se convertía inmediatamente en una fuente de anécdotas divertidas. Ella era maestra de educación infantil en un colegio concertado y adoraba a los niños que, según su opinión, perdían la auténtica esencia del ser humano con el paso de los años, hasta convertirse en seres vulgares y predecibles.