Memorias de un buen pastor

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—Tenemos que ir eliminando las barreras que nos separan de los hombres si realmente queremos llegar a ser un día iguales a ellos.

No me pareció mal argumento, a pesar de la oposición de las demás catequistas, y me incliné a favor de la tesis de Manolita, aunque, finalmente, tendría que ser don Facundo quien dijera la última palabra. Se disolvió la reunión con bastante cordialidad, pese a las discrepancias, y antes de irnos, Manolita me expresó su deseo de ser confesada al día siguiente. Como ese día era sábado y no tenía clase, la confesión, tras la misa de las ocho, podría ser todo lo extensa que fuese necesario.

Reconozco que sentí una deliciosa excitación ante la idea de escuchar los suspiros de la joven a través de la rejilla mientras ella aplacaba su furor.

Cuando llegó el momento, seguimos el procedimiento habitual. Cerré las puertas del templo y, completamente solos, nos dirigimos al oscuro rincón donde estaba el confesonario adecuado.

—¡Cuánto tiempo, Manolita! La verdad es que echaba esto de menos —le dije cuando introdujo mi dedo en la tibia humedad de su sexo de virgen.

—¿De verdad me echaba de menos, padre? Yo pensaba que usted hacía esto solo por caridad —me respondió entre sus primeros jadeos.

—Te aseguro que me encanta, y más siendo tú, que te lo mereces todo por tu bondad.

Parecía que escuchar mi voz le excitaba más, porque las embestidas que su pelvis daba para procurarse el placer eran cada vez más violentas. Así que, como era previsible, me contagié de su deseo y me dispuse, sin remilgos, a satisfacerlo en la oscuridad del confesonario. Con una mano me desabroché el cinturón, desabotoné la bragueta y pronto emergió mi pene reclamando caricias y frotamientos que le obligasen a agachar la cabeza.

Manolita escuchó suspiros nuevos y redobló su ímpetu susurrando con voz entrecortada:

—Padre, ¿usted también…?

—Sí, Manolita. Tu deseo ha inflamado el mío. Dame tu mano y toca para comprobarlo.

Ella introdujo una mano por la abertura por donde salía la mía y pronto encontró mi falo a punto de estallar.

—Es enorme —dijo—. Nunca lo habría imaginado —añadió mientras lo sobaba con torpeza.

—¿Por qué no lo compruebas con tus ojos?

—¿Puedo?

—Claro que sí. Ven al reclinatorio frontal.

La joven cambió de lugar y se arrodilló frente a mí. El falo se erguía a dos palmos de su cara y, pese a las penumbras del rincón, se podía apreciar en todo su esplendor. Manolita lo cogió con las dos manos sin poder abarcarlo en su totalidad. Parecía hipnotizada. Mi deseo exigía ahora ser satisfecho con más fuerza, así que le indiqué lo que tenía que hacer y ella obedeció con gusto.

—Puedes besarlo, lamerlo, chuparlo…

Y Manolita lo metió golosa en su boca y, tras saborearlo durante unos segundos, tomó mi mano y trató de llevarla al lugar donde ardían sus ganas. Como no alcanzaba por la nueva posición, fue ella quien se dedicó a acariciarse y pronto alcanzó un orgasmo nuevo, diferente, que coincidió con el mío, que regó abundantemente su boca con mi semen.

Cuando se hubieron extinguido los últimos coletazos de placer, ella se retiró y me sonrió agradecida.

—Ha sido maravilloso, padre. Me encantaría repetirlo. ¿Podríamos confesar mañana otra vez?

—Claro que sí, hija mía.

A partir de aquella revelación en la que Manolita había descubierto los órganos sexuales masculinos y la posibilidad de relacionarse con ellos dando y recibiendo un placer nuevo, la joven cambió la manera de satisfacer sus ardores y exigía una manera mucho más directa y personal de hacerlo. Así pues, en sus “confesiones”, en las que ya no buscaba a don Facundo, convertía a mi verga en el objeto de su adoración. Se arrodillaba ante mis piernas y hurgaba en mi bragueta hasta que conseguía liberarla. Entonces se dedicaba a besarla con ternura y a acariciarla, notando cómo se iba llenando de sangre y de deseo. Cuando alcanzaba su tamaño pleno, se esforzaba en hacer que creciera un poco más chupándolo, mimándolo como si fuese el tierno fruto de su vientre. Trataba de abrazarlo, como si fuese un recién nacido, lo acunaba, le dirigía tiernas alabanzas que iban subiendo de tono, a la par que su excitación, hasta convertirse en los calificativos más soeces y escabrosos. Parecía perder completamente el control, especialmente cuando se desabrochaba la blusa, se quitaba el sujetador y restregaba la verga contra su pecho desnudo, completamente descontrolada.

Debo reconocer que aquella enajenación transitoria me resultaba muy excitante y me dejaba contagiar por su paroxismo, sugiriéndole prácticas y tocamientos que me resultaban especialmente perturbadoras. Finalmente, con el pene insertado en su boca, hasta donde su capacidad bucal permitía, Manolita se masturbaba con una mano, mientras que con la otra aferraba el tronco de mi pene o los testículos.

Después de haber iniciado esta nueva forma de “confesión” y haberla llevado a término en cuatro o cinco ocasiones, la muchacha apuntó con timidez la posibilidad de pasar a hacer el amor de manera natural. Obviamente, el templo no era un lugar apropiado, por falta de las comodidades necesarias, entre otras cosas. No era conveniente que ella se mostrase en la casa parroquial en mi compañía, por la casi permanente presencia de Angustias y de don Facundo, que no acababa de mejorar en su enfermedad. Ambos estaban al corriente de las necesidades de Manolita y de la manera en que las satisfacía, pero no sabían que había dado un paso más en el camino del placer sexual y no teníamos intención de comentársela.

Afortunadamente, Manolita vivía sola desde hacía años y las entradas y salidas de sacerdotes de su casa era algo absolutamente normal y aceptado por la población, dada la fama de la bondad de su propietaria, que cada día estaba más entregada a hacer el bien a los demás. Así pues, yo que me entregaba gozoso a satisfacer sus ansias de carne, sugerí la posibilidad de hacer lo que ella deseaba en su casa, lo que aceptó entusiasmada. Buscamos el momento adecuado y lo encontramos entre las cinco y las siete de la tarde, cuando ella ya había terminado sus clases vespertinas y yo no tenía que celebrar misa hasta las ocho.

La primera vez que acudí a su casa con aquella intención estaba un poco nervioso. Me excitaba la idea de tomar a aquella joven a la que tanto apreciaba, porque conocía muy bien la intensidad del fuego de sus orgasmos e imaginaba que, cuando la llenase con mi miembro, disfrutaría todavía más. Pero por otra parte me preocupaba la posibilidad de dejarla embarazada. El escándalo sería monumental, dada la mentalidad de la época, el carácter y la fama de bondad de Manolita, y el hecho innegable de que los únicos hombres con los que se relacionaba éramos don Facundo y yo.

Cuando llegué a su casa, me hizo pasar. Una vez dentro, me tomó de la mano y sin decir palabra, me condujo a la planta superior donde estaban las habitaciones. Noté que la mano le temblaba. Era evidente que ella también estaba afectada por el nerviosismo y el deseo. La habitación estaba casi a oscuras. Quizás Manolita asociaba la pasión sexual a la penumbra, o tal vez no quería que la luz mostrase con cruel claridad sus deficiencias físicas, que a mí, a aquellas alturas, no me importaban demasiado, ya que nada podía eclipsar el irresistible atractivo que proyectaba su indescriptible pasión.

La cama era de matrimonio y Manolita, tras unas rápidas maniobras con sus vestidos, se tumbó en ella completamente desnuda. Su pierna enferma, de tamaño infantil, comparada con la sana, no parecía desequilibrar el tamaño de sus caderas, ni tampoco, según pude comprobar después, el volumen de sus nalgas. Sin dejar de mirarnos, empecé a desnudarme. Lo hice con deliberada lentitud comprobando cómo aumentaba su deseo, que se manifestaba en un temblor que podía percibir a pesar de la penumbra. Cuando liberé mi pene y se irguió en todo su esplendor, Manolita emitió un profundo suspiro que reflejaba su ansiedad.

Me tumbé junto a ella y casi inmediatamente el objeto de su deseo estaba en sus manos. Busqué su boca con la mía y ella recibió el beso con sorpresa, que pronto se transformó en ansia al descubrir una nueva fuente de placer. Mis manos buscaron sus senos, casi infantiles, que respondieron a mis caricias con dulces gemidos. Me enterneció, por un momento, darme cuenta de que Manolita nunca había sido besada ni acariciada de aquella manera, y me dispuse a compensarla por aquella carencia. La excitación de la muchacha creció hasta un punto que desconocíamos. Quise aumentar un punto el nivel de su deseo, no solo por su placer, sino también por el mío, y puse mi mano en su vulva, cuya humedad había empezado a empapar la sábana. Presos de manos, bocas y deseos, permanecimos unos minutos en los que solo escuchábamos suspiros. Finalmente, ella me pidió que la tomase como mujer y yo acepté complacido. Mi verga iba a explorar territorios nuevos, ya que solo conocía la dulce vagina de Angustias.

La primera parte de la invasión provocó un espasmo casi eléctrico en mi amante. Mi glande ocupaba toda la extensión de sus tirantes labios y rozaba su clítoris. Noté a continuación una leve resistencia y me detuve, pues me resistía a hacerle daño. Las manos de Manolita en mis nalgas y una acometida de su pelvis terminaron con su virginidad y a continuación nos entregamos a una danza ondulante al ritmo creciente de nuestros jadeos.

Yo quería darle a Manolita otras muestras de amor físico, aplicándole todas las variantes que había aprendido con Angustias, pero ella se aferraba a mi cuerpo y no consentía en que nos separásemos ni un centímetro. Me costó un gran esfuerzo contenerme para no dar rienda suelta a mi orgasmo, así que cuando ella llegó al suyo, liberé mi deseo sin poder derramar fuera de su vagina la abundante eyaculación que me había provocado.

 

—Manolita, creo que hemos cometido un error. Tendríamos que haber alcanzado el clímax de otra manera. Podrías quedarte embarazada.

—Ojalá, padre. Nada me haría más feliz que tener a la hija o a un hijo de un hombre bueno, como usted.

—Sería un escándalo. La gente no lo comprendería y les haríamos daño a personas de buena fe que no tienen la misma idea de la moral que nosotros.

—Lo sé. Tendría que marcharme lejos de aquí. Empezar una nueva vida…Pero me haría muy dichosa ser madre. Sería para mí un regalo de Dios, una ilusión a la que ya había renunciado por culpa de mi defecto físico.

—Sería muy duro para ti. Empezar una nueva vida, sola…

—¿Más dura que la que he llevado hasta ahora? Mire, padre, yo soy muy feliz cuando hago el bien a los demás, no lo niego. También me gusta educar a los niños, tratar de hacer que sean buenas personas… Pero mi vida es una historia de soledad. Mi madre murió cuando yo era poco más que una niña. Mi padre nunca superó su pérdida y, aunque sobrevivió a su muerte algunos años, nunca estuvo para mí porque su corazón se había muerto con ella. Siempre he sido despreciada y muchas veces objeto de burla directamente por mi defecto físico. Para hacerme más desgraciada, la naturaleza me ha dado un fuego insaciable que yo a duras penas podía apagar hasta que don Facundo, a quien le abrí mi alma, tuvo compasión y se prestó, como acaba de hacer usted, a ayudarme a ahogar mi pasión, con lo que he conseguido llegar a ser una buena persona, creo.

—No lo dudes.

—Pero a pesar de las obras de caridad, a pesar de mi agradable profesión de educadora y de la suerte inmensa de contar con almas caritativas como son usted y don Facundo, hay momentos del día en los que siento la soledad como una losa insoportable que me ahoga. Si tuviera a quien amar por ser fruto de mis entrañas, sería completamente feliz.

—¿No amas a nadie en estos momentos? —pregunté un poco decepcionado.

—Amo al prójimo, pero no es lo mismo. Le amo a usted y amo a don Facundo porque tengo con ustedes una deuda de gratitud, pero no estoy enamorada, si es eso a lo que se refiere.

Manolita hablaba con una sensatez envidiable que me hacía sentir una profunda admiración. Yo tampoco estaba enamorado de ella, pero no porque considerase su defecto como algo importante. Obviamente no lo era, aunque muchos lo pudieran considerar así. Si algún hombre era capaz de ver más allá de su insignificante aspecto físico, iba a encontrar un tesoro de pasión y bondad que lo harían el hombre más feliz de la tierra.

Transcurrieron unos minutos de charla íntima y amigable que condujeron a nuevas caricias, a nuevos besos, y entonces recordé que había prácticas amatorias que todavía no le había regalado a aquel ángel de bondad, y me dediqué a ello en cuerpo y alma.

Era prodigiosa la capacidad de Manolita de encenderse, así que apenas me costó ponerla de nuevo en disposición de recibir un nuevo orgasmo. Esta vez vendría de mi boca.

A regañadientes, Manolita accedió a cumplir mis indicaciones y se puso en posición de recibir mi homenaje oral. Obviamente nunca había recibido la húmeda caricia de una lengua sobre su pulsante clítoris. Ni siquiera tenía idea de que existiese aquella práctica sexual. Cuando recibió el resbaladizo contacto en el centro de su fuego, dio un brinco en la cama, pero inmediatamente después se relajó y se dejó hacer, mansa y sumisa, hasta que no pudo soportar más la excitación que le provocaba con mis juegos orales, y empezó a gritar obscenidades y a agitar convulsamente su pelvis ante mi rostro, hasta que acabó en un orgasmo prolongado que parecía un carrusel de locura. Cuando terminó el último espasmo, cayó en un profundo desmayo del que no quise despertarla.

La acomodé debidamente en la cama y la cubrí con las cobijas. Me vestí tranquilamente sin dejar de contemplar su rostro. Mis ojos, ya completamente acostumbrados a la oscuridad, vieron en él una sonrisa de felicidad que hizo que, por primera vez, me pareciese hermoso, como su alma.

Don Facundo no mejoraba en su enfermedad y el médico que lo atendía estaba planteándose hacerle una batería completa de análisis para tratar de determinar el origen de su mal. Angustias apenas se separaba de él y teníamos que ordenarle que lo dejase solo para que pudiera descansar.

Cuando terminó el día en que había hecho el amor con Manolita, estuve un rato a solas con él para referirle lo que había sucedido y mis temores de que pudiera quedar embarazada.

—Sinceramente, creo que ella tiene razón. Si alguien en este mundo merece ser feliz, es sin duda Manolita. Si tener un hijo es lo que desea, no veo problemas en que lo conciba. Ningún hijo será criado con más amor. En cuanto a lo del escándalo, no sé qué decirte, pero los tiempos están cambiando y ya no se estigmatiza tanto a las madres solteras. De todos modos, si ella está dispuesta a marcharse lejos de aquí para criar a su hijo, el problema del escándalo desaparece. Lo único que lamentaría es perder su compañía y su impagable ayuda.

—¿Entonces no ve problema en que siga acostándome con ella?

—Si a ti no te parece mal, a mí tampoco. Es más, yo creo que le hará bien y que ya no tendrá que recurrir al morbo que le daba masturbarse con la mano de un cura en el confesonario para aplacar su furor.

—Puede que tenga razón.

Al día siguiente apareció Manolita en la parroquia para seguir atendiendo las obras benéficas, a las que dedicaba buena parte de su tiempo. Sonreía feliz y trataba a los que acudían a la parroquia en busca de ayuda con una amabilidad insospechada. Era evidente que su cuerpo y su alma estaban en paz con ella misma y con todos los que la rodeábamos. Cuando nos despedimos, me dedicó una cálida sonrisa y me dijo:

—Ayer me hizo usted muy feliz, padre. No sé si se lo podré pagar algún día.

Y no me dijo nada más. Ni me pidió confesión, ni una cita nueva en su dormitorio, lo que me dejó un poco decepcionado.

El domingo a media tarde Mauro recibió la llamada que había estado esperando todo el día. María había regresado, pero se encontraba bastante cansada, así que prefirió que la cita pendiente tuviese lugar al día siguiente. Él no tuvo más remedio que aceptar, pero para excitar su interés le dijo:

—Oye, he estado leyendo las memorias del cura.

—¿Y qué tal?

—Son acojonantes. Vas a flipar. Hay escenas dignas de las mejores películas porno.

—No me digas. Habrá que leerlas. Pero, dime: ¿tú entiendes de películas porno?

—Mujer, yo…

—Es broma, hombre. Si me enterase de que nunca has visto ninguna, me preocuparía bastante. Nunca me perdonaría haberte corrompido, ni todo lo que me falta por corromperte —dijo con una risita pícara.

—¿Dónde nos vemos mañana? —preguntó Mauro.

—En tu casa, ¿no? Para qué vamos a perder el tiempo en un bar.

—¿A qué hora vendrás?

—No tengo clase por la tarde.

—Yo termino a las seis. Déjame un margen para que llegue y me duche. Ven a las siete.

—¿Vas a ducharte y todo? Vaya, vaya. Ni que fueras a darte un revolcón…

—Es lo que más deseo.

—Bueno, pues si es un capricho, me ducharé yo también.

Mauro colgó el teléfono con una sonrisa en los labios. María era una tía cojonuda. No solo era apasionada, sino que también sabía condimentar su desinhibición con dosis adecuadas de graciosa picardía.

Al día siguiente, a la hora acordada, tuvo la oportunidad de comprobar que efectivamente era así y que posiblemente se había quedado corto.

Se presentó en su piso con una sonrisa hermosa que ocultaba sus carencias físicas porque era una promesa de pasión. Mauro tuvo que hacer un esfuerzo de contención para no echarse encima de ella y comérsela a besos. Pasaron al salón y él, por decir algo que no estropease sus expectativas, dijo:

—Te apetece algo, ¿un café o un té? ¿O prefieres una cerveza o un cubata? Te lo preparo en un momento.

—Yo diría que lo que de verdad me apetece ya lo tienes preparado —dijo mirando el bulto que mostraba su entrepierna.

—Es que tenía muchas ganas de verte…

—Espero también que de follar conmigo, porque si solo era verme, ya me has visto.

—Anda, ven aquí, cabrona.

Y la pareja se enzarzó en una lucha de besos y magreos que al poco rato ya tenía las tetas de María libres de su sujetador y la polla de Mauro emergiendo con fuerza de la bragueta que la oprimía. María que era la experta de la pareja, le dijo a Mauro al oído:

—¿Quieres experimentar la corrida de tu vida? Pues no tengas prisa en alcanzarla. Déjame llevarte. Te prometo que no te arrepentirás.

Se metieron en el dormitorio y se desnudaron mutuamente. Ella lo hacía de manera sosegada, recreándose en lo que iba descubriendo. Él lo hacía conteniendo a duras penas el impulso irrefrenable de tomarla, aunque fuese por la fuerza. A continuación, María, dirigiéndose al pene de su amante, le dijo:

—Hola, Maurito, ¿me has echado de menos? Yo a ti sí. Tenía muchas ganas de enseñarte una casita donde vas a estar muy, pero que muy a gusto. Te lo prometo.

A continuación, empezó a besarlo primero, a mordisquearlo después y por último a mamarlo con tanto placer que Mauro tuvo que sacarlo precipitadamente de su boca para no correrse antes de tiempo. Ella comprendió el movimiento y ronroneó satisfecha:

—No tengas miedo si te corres antes de lo que quieres, Maurito. Tenemos mucho tiempo por delante para que te recuperes y te aseguro que sé cómo hacerlo. Ahora voy a enseñarle a tu papá algo que no ha visto todavía.

Y dirigiéndose a Mauro, le dijo:

—Te voy a presentar a Marujín —y abriendo un poco las piernas ofreció a Mauro la visión hermosa de su vagina y a continuación preguntó—: ¿Has comido alguna vez almejas de carne? Dicen que son deliciosas.

Mauro acudió inmediatamente a la llamada al sexo oral y con más ganas que habilidad se dedicó a rendir al coño de María el homenaje que merecía. Ella entre suspiros fue guiando a su rendido amante y al cabo de muy poco tiempo estaba al borde del orgasmo. Entonces, siguiendo con la broma de nombrar a los respectivos sexos con los diminutivos de sus propios nombres dijo:

—Creo que ha llegado el momento de que Maurito y Marujín se conozcan.

Se acomodó para recibir a Mauro dentro de ella y él la penetró con un placer casi doloroso. Pocas acometidas después los dos se corrían con gran placer.

—Eres increíble, María —dijo Mauro cuando recuperó el habla—. Hoy ha sido un día inolvidable. Te doy las gracias por ello.

—¿Ha sido? ¿Es que ya hemos terminado? Yo creo que tenemos unas cuantas horas por delante…

—Lo dicho. Eres increíble.

Poco después, tras vestirse lo justo, Mauro propuso a María comentar lo que había leído de las memorias de Pascual y ella aceptó encantada.

DOÑA REMEDIOS

Los días que vinieron después me resultaron extraños. Lo que más me preocupaba era el estado de don Facundo, que parecía haber envejecido diez años. Eso hacía que no pensase en absoluto en el sexo. Angustias dedicaba la mayor parte de su tiempo en desvivirse por atenderlo y el resto en deambular como alma en pena por la casa, mientras trataba de cumplir con poco éxito sus obligaciones domésticas. Manolita venía a visitarlo con regularidad y, bien por su preocupación, o por otras razones que no lograba imaginar, no me pedía ningún tipo de relación sexual, cosa que agradecía, pues no estaba de humor para atender necesidades de sexo. Así que aquellas dos semanas fueron uno de los periodos más largos de abstinencia sexual que recuerdo en mi vida.

Un día se presentó el médico sin haber sido citado. Estaba exultante. Acababa de recibir el resultado de los análisis que había encargado a un laboratorio de la capital y podía diagnosticar el mal de don Facundo. Afortunadamente se trataba de una infección bacteriana que tenía remedio, aunque este iba a ser lento e iba a requerir un largo periodo de reposo.

Aquel día organizamos una pequeña celebración. Angustias se esmeró en preparar una cena a la que invitamos a Manolita, con la que formábamos algo parecido a una familia.

La buena noticia parecía haber obrado como un bálsamo milagroso y don Facundo, que en algún momento había temido seriamente por su vida (como Angustias y yo), recuperó buena parte de su energía y buen humor.

Manolita se mostró muy feliz por la buena noticia y, tras la cena, propuso que uniésemos nuestras plegarias para dar gracias a Dios por la próxima curación de don Facundo y por haber permitido compartir nuestros afectos. En otro momento, en otro lugar, aquello habría sido una blasfemia, un escarnio que habría escandalizado a la mayoría de las mentes educadas en la fe cristiana, pero allí, alrededor de la mesa en la que habíamos compartido alimentos y plegarias, lo único que había era amor. Mucho amor.

 

Después de una sana tertulia, don Facundo empezó a dar muestras de cansancio y decidimos retirarnos. Angustias, que no había pasado ni una sola noche en la casa parroquial, insinuó la posibilidad de quedarse a velar a don Facundo, pero este se negó en rotundo.

—No te preocupes, mujer. Ya tengo a don Pascual. Con lo que me cuidas durante el día es más que suficiente.

Así que ella y Manolita se marcharon juntas en dirección a sus respectivas casas.

Al día siguiente, antes de que despertásemos, Angustias ya había regresado a casa a comprobar que la mejoría del buen párroco se había consolidado.

Y así era. Don Facundo seguía muy débil, pues no había iniciado aún el tratamiento que lo iba a curar, pero su estado de ánimo se proyectaba sobre su cuerpo y le hacía sentirse mucho mejor.

La mañana transcurría sin nada que no obedeciese a la más normal monotonía. Ello me incomodaba, pues la forzosa abstinencia me hacía pensar constantemente en el sexo. No me apetecía satisfacerme solo. Después de haber probado las más ardientes variantes del amor físico, la masturbación me parecía un patético remedo de lo que en realidad añoraba. Pensaba si tal vez Angustias accedería a calmar mis ansias, pero dada su indiferencia, motivada obviamente por el estado de don Facundo, no me atrevía a pedírselo. En cuanto a Manolita, no sabía qué hacer. Me extrañaba mucho su inapetencia, absolutamente impropia de una persona tan ardiente. ¿Estaría embarazada? Cuando mi mente concibió esa idea, me entró pánico. No por ella. Estaba claro que a ella la iba a hacer muy feliz. El problema era que haber engendrado un hijo supondría para mí una responsabilidad de la que no podría desentenderme, aunque tuviese a una madre excelente.

Interrumpió mis pensamientos Angustias. Acababa de atender una llamada de teléfono.

—Era doña Remedios, la viuda del médico. Quería hablar con don Facundo. Le he dicho que estaba enfermo. Creo que se ha molestado un poco.

—¿Esa señora es la benefactora de la parroquia de la que hablaba don Facundo?

—Sí. Pero ahora él no está para atenderla. Hasta que no se recupere por completo…

—Tal vez pueda atenderla yo.

—No sé. Ella le tiene mucha fe a don Facundo…

—Hablaré con él. Hay que ver si esa mujer que tanto ha beneficiado a la parroquia necesita algo. Si yo se lo puedo dar, lo haré encantado.

Me dirigí a la habitación de don Facundo que dormitaba en la penumbra. Al verlo dormir, intenté retirarme, pero él ya se había dado cuenta de mi presencia.

—¿Qué quieres, Pascual?

—No quería molestarlo, padre.

—No me molestas. Estoy más aburrido que una ostra, así que cualquier cosa que me digas me servirá de distracción.

—Parece ser que ha llamado doña Remedios, la viuda…

—¿Ya ha regresado? Estaba de viaje en la capital.

—Angustias le ha dicho que estaba usted enfermo y que no podía atenderla. Me pregunto si yo puedo hacerlo.

—Yo creo que sí. Perfectamente. Ahora sí.

—Entonces quiere que la llame.

—No, lo haré yo. Ayúdame a llegar hasta el teléfono. Esa mujer tiene el corazón de oro, como Manolita. Debe haber gastado una tercera parte de sus bienes en obras de caridad. Su último proyecto, el que la ha tenido estas semanas en la capital, era buscar y comprar una casa para que se instalen en ella las Adoratrices.

—¿La orden que se dedica a rescatar a las mujeres del mundo de la prostitución?

—Así es. Hacen una labor que algunos cristianos viejos no entienden del todo. Piensan que las mujeres que se han dedicado a la “mala vida” se merecen tener el peor de los destinos.

Poco después don Facundo marcaba el número de teléfono de aquella buena mujer. Yo me retiré porque consideraba que la conversación de mi párroco con ella debía desarrollarse en privado. Ya me informaría él si lo consideraba oportuno.

—Ya está —me anunció don Facundo cuando colgó el teléfono—. Le he hablado de ti. Dice que no tiene ningún inconveniente en recibirte y conocerte. Mañana a las cuatro de la tarde te espera en su casa. No está lejos de aquí.

—¿Hay algo que deba saber?

—Lo único que te interesa saber es que es una excelente persona y que debes tratarla con la mente abierta que sé que tienes ahora.

—Muy bien, padre. Así lo haré.

Al día siguiente, poco antes de la hora señalada, me dirigí hacia la casa de doña Remedios. Se trataba de una casa señorial de finales del siglo XIX. El arquitecto había diseñado una fachada muy hermosa que mostraba claras influencias modernistas, aunque no hubiese caído en el abigarramiento de los maestros catalanes. Según supe después, en todo el pueblo se la conocía como “La casa del médico”, ya que el difunto esposo de doña Remedios era la tercera generación de médicos de la familia. Y la última, pues había fallecido sin descendencia.

Llamé a la puerta empleando una recargada aldaba que reproducía la figura de un dragón. Casi inmediatamente me abrió la puerta una mujer muy bella cuya edad no estaría lejos de los cuarenta años. Le pregunté por doña Remedios.

—Soy yo —me respondió con una sonrisa perturbadora—, y usted debe ser don Pascual. Pase, por favor.

Me sorprendió averiguar que la bondadosa viuda era una mujer bastante joven y hermosa. Muy hermosa. Yo había imaginado a una venerable anciana rodeada de gatos. Me condujo a una salita equipada con muebles antiguos, pero de gran calidad, presidida por una especie de mesa camilla en la que se veía una bandeja con una cafetera, dos tazas y un azucarero.

—¿Le apetece una taza? —me dijo señalando la bandeja.

—Sí, por favor —respondí, disponiéndome a mantener una conversación aburrida de sobremesa, hablando del tiempo y cosas así, aunque luego confiaba en poder tratar de proyectos de caridad que nunca faltaban en la parroquia, gracias a la incansable labor de Manolita. Tal vez habría sido una buena idea acudir acompañado de ella, que era quien mejor podía exponerlos.

Doña Remedios, contraviniendo mis augurios, quiso que nuestra conversación se dedicase a conocernos, pues quería saber si tendría que tratar conmigo en el futuro. Así que me preguntó sobre mis antecedentes, mi vocación, y si pensaba que iba a estar en la parroquia de don Facundo de manera temporal.

Yo le respondí con gusto y con sinceridad. Le dije, sin entrar en detalles, que don Facundo había supuesto en mi recientemente iniciada labor sacerdotal una revelación muy importante, que estaba muy a gusto en aquella parroquia donde tanto bien se hacía y que, si las autoridades eclesiásticas no disponían otra cosa, pensaba quedarme allí mucho tiempo.

—¿Le ha contado don Facundo algo sobre mí? —preguntó con cierta timidez.

—Me ha dicho que es usted una persona muy caritativa, que ayuda a los necesitados de la parroquia con generosidad.

—Don Facundo sí que es un hombre bueno y caritativo. Él no da dinero porque no tiene. Él da cariño y comprensión a quienes lo necesitan, y eso es mucho más valioso que el dinero. ¿No le ha dicho nada más sobre mí?

—Pues, francamente, no. La verdad es que tampoco hemos tenido demasiado tiempo. Ya sabe que ha estado enfermo…

—Sí, lo sé, y espero que se recupere pronto. Pues bien, como el conocimiento debe ser mutuo, le hablaré ahora de mí para que sepa usted con quién va a tratar, si lo estima conveniente.